El otro día, mientras paseaba por una calle muy estrecha, un adolescente ensimismado en su móvil, chocó conmigo – a pesar de que me había detenido para cederle el paso. Alzó la vista durante un milisegundo y en su cara se leía una sensación de molestia y enfado por el incordio. Como si yo fuera un poste eléctrico, no se dignó a disculparse. Sus padres, unas personas de mediana edad, hicieron como que no había pasado nada. Fue una anciana, aparentemente la abuela, quien se disculpó por el comportamiento distraído y maleducado del adolescente.
La historia podría ser banal, completamente intrascendente, si no fuera porque se repite a diario en todas partes, dejando entrever una absoluta falta de interés por los demás. Esa historia es tan solo la punta de un iceberg mucho más aterrador que crece bajo la superficie de una sociedad cada vez más sola, desconfiada, malhumorada, apática y dependiente de la tecnología. Una sociedad donde la violencia se está volviendo cada vez más molecular, llegando a nivel de calle, mientras los vínculos humanos se convierten en una reliquia de viejas generaciones que ya están a punto de dejarnos.
Y todo eso nos conduce a un punto controvertido que parece haberse convertido en el nuevo tabú moderno: la educación. La culpa no es de la tecnología, de los móviles o las redes sociales – esos cómodos chivos expiatorios en los que intentamos delegar nuestra responsabilidad – sino de que vivimos en lo que el filósofo Marcello Veneziani calificó como una “sociedad ineducada”.
La sociedad ineducada, el fruto ¿imprevisto? de un cómodo laissez faire
La educación positiva ha ido demasiado lejos – aunque sería más correcto decir que la hemos malinterpretado y manoseado hasta convertirla en un cheque en blanco, un cómodo laissez faire con el que los adultos también se liberan de sus responsabilidades como guías y educadores.
Partiendo de la idea errónea de que todos somos autónomos, autosuficientes y racionales desde una edad temprana, cualquier intento de educar es visto como una imposición inconcebible, una especie de coerción deleznable contra la libertad y una falta de respeto hacia la personalidad de un niño o adolescente – personalidad que, dicho sea de paso, todavía está en formación y que seguirá cambiando a lo largo de la vida.
Sin embargo, así como no se nace sabiendo, tampoco se nace educado. Y a menudo la autoeducación o lo que aprenden los niños con la cara metida en los móviles dista mucho de ser suficiente. Como resultado, tenemos una sociedad cada vez menos educada, inculta e ignorante – no incipiente, que implica no saber, sino que practica la ignorancia motivada, el acto voluntario de cerrar los ojos para no ver lo que no se quiere entender o resulta incómodo.
La sociedad ineducada desborda información, pero adolece de conocimiento. Reclama derechos, pero se olvida de sus deberes. Quiere ser vista y oída, pero no observa ni escucha. Quiere ser inclusiva, pero acaba excluyendo. Levanta como estandarte la libertad, pero solo la propia. Se piensa educada, pero es inculta.
Convertida en una paradoja andante, se cree educada porque sabe cómo funcionar, pero ha olvidado cómo relacionarse. Sabe resolver problemas técnicos, pero no conflictos humanos. Sabe cómo crear algoritmos que predicen nuestro comportamiento, pero no sabe cómo mirarse a los ojos y conectar. Esta sociedad, tan segura de su progreso, ha olvidado lo esencial: que sin empatía, sin escucha y sin propósito, de poco sirve la información.
El individualismo extremo y la cultura del “porque yo lo valgo”
La educación es la gran ausente en nuestra sociedad contemporánea. Es como si ya nadie sintiera el deber, el derecho, la obligación, el deseo y la necesidad de educar y de ser educado.
El acto de educar parece haberse convertido en una práctica arcaica, en gran parte porque han desaparecido los principios compartidos y los horizontes comunes de significado. Y es que la educación no es solamente un perímetro de reglas o un cúmulo de conocimientos, sino también una serie de principios y valores de referencia, un compromiso constante e inequívoco con el crecimiento personal.
Sin embargo, la paciencia para educar y ser educado se ha agotado. Imbuidos en una cultura del privilegio, las nuevas generaciones reclaman sus derechos mientras escapan de sus deberes. Cuando no se educa en el respeto, en la civilidad y en las buenas costumbres, cuando no se educa en la empatía, en la responsabilidad afectiva, en el saber estar y el saber ser; es fácil desarrollar una mentalidad egocéntrica avalada por un nivel de exigencia desmedida.
La idea del “yo primero” o el “todo me lo merezco” sienta casa muy pronto, impidiendo que los más jóvenes se deshagan de ese natural egoísmo inicial para ampliar su vista a quienes los rodean. En ese desarrollo miope, los demás se vuelven sombras borrosas por las que no se siente empatía y con las que no se logra conectar emocionalmente.
Por ese motivo, no debe extrañarnos que los índices de violencia juvenil estén aumentando de manera alarmante, a la par de los casos de trastornos mentales en edades cada vez más tempranas.
Adiós al “nosotros”: vivimos en una sociedad ineducada y no queremos reconocerlo
Históricamente, los principales educadores han sido: la familia, la comunidad, la escuela y los medios de comunicación. Sin embargo, últimamente su peso y roles han cambiado. Mientras la comunidad prácticamente ha desaparecido, la escuela se ha reducido a instruir; o sea, brindar un manual de instrucciones para adquirir unos conocimientos mínimos que sirvan para desarrollar una profesión y los medios de comunicación se han convertido en un parque de diversiones donde más que informar y educar, se entretiene.
La familia, por otra parte, ha desistido de su rol de educar para limitarse a proteger. Ya no educa a sus hijos para que maduren, asuman responsabilidades, sean respetuosos, acepten sus límites y se superen a sí mismos. En cambio, cada vez más padres se esfuerzan por sobreproteger a sus hijos, blindarlos de los problemas a toda costa y culpar a los demás por lo que salga mal.
El rechazo a aplicar forma de autoridad, límites o severidad – conceptos que no son necesariamente negativos sino imprescindibles en su justa medida – suele desembocar en niños malcriados y consentidos que se convierten en jóvenes más vulnerables que carecen de las herramientas psicológicas necesarias para afrontar la vida y relacionarse de manera asertiva.
Confundir la idea de que cada quien debe construir su propio camino con una “barra libre de comportamientos” donde todo está permitido es tentador por su comodidad en unos tiempos en los que todos nos sentimos agotados, pero desemboca en una permisividad inaceptable. Porque cuando no se pone límites, lo que crece ilimitadamente es el egocentrismo. Y a todos los niveles, desde ese joven que se lleva por delante a una anciana o a un niño porque miraba el móvil mientras conducía el coche hasta esa multinacional que arrasa con todos los recursos naturales simplemente porque puede.
Particularmente, preferiría una sociedad donde todos podamos mirarnos a los ojos, conectar y hablar. Donde todos respetemos las diferencias y los límites. Donde seamos conscientes de que cada quien vale tanto como el otro. Donde asumamos responsabilidades y nos esforcemos por subsanar nuestros errores. Donde comprendamos que la clave radica en el equilibrio. Una sociedad humana, en definitiva. Aunque quizá sea mucho pedir.
La sociedad ineducada: sola, violenta y enganchada a las pantallas