La Mercaba es una escuela mística judía de carácter secreto cuyos adeptos tienen como objetivo atravesar los siete cielos del alma para fundirse con Dios.
por Xavier Picaza
Vivimos en una era de turismo religioso y son muchos los que recorren tierras y mares para encontrar no solo los santuarios consagrados de las grandes religiones (Jeru-sulén, Roma, La Meca y Benarés), sino otros enclaves más recoletos y escondidos en los que vibra el aura de lo divino. Pero los verdaderos místicos saben que la más honda peregrinación es la interna: cada uno puede encontrar dentro de sí mismo los signos y secretos más fabulosos y fantásticos, vinculados a la vida o a Dios.
En ese sentido, les presento la escuela más disciplinada y fantástica de astronautas de Dios: el judaismo de la Mercaba, que surgió en los comienzos de la Cabala. Nunca se había elaborado una doctrina y práctica más honda de navegación divina en el carro sagrado que atraviesa los siete cielos interiores del alma (y del Cosmos) hasta llegar al silencio supremo, que es Dios.
ASCENSO MÍSTICO
En los primeros siglos de la era cristiana, después de la caída del templo y de las ins-
tituciones antiguas de Israel (en las guerras acontecidas entre los años 67 y 70 y entre 132 y 135), muchos judíos desarrollaron una técnica especial de ascensos místicos de tipo esotérico, reservada para algunos iniciados. La gran masa de los judíos se limitan a cumplir la Ley y se mantienen fieles a las tradiciones sociales de los antepasados. Pero hay algunos que, además de cumplir la Ley externamente, desarrollan técnicas de iluminación y de ascenso interno a lo divino. Estos judíos esotéricos de la Mercaba (o carro divino que aparece en el libro de Ezequíel, en los capítulos 1, 2 y 3) reciben elementos de la Apocalíptica judía (de Henoc y Daniel) y los asocian a otros elementos de espiritualidad oriental, de tipo gnóstico, relacionados quizá también con el hermetismo, de los primeros siglos de la era cristiana, que desembocarán de modo directo o indirecto en la impresionante Cabala provenzal, catalana y castellana de los siglos XI, XII y XIII.
Los textos que vamos a comentar están tomados de los Libros de los Hekabt (Sefer Hekabt), que tratan de lo que sucede en los Atrios divinos y de la forma en que se puede describir y organizar d camino de un ascenso iniciático que lleva al místico por los diversos estadios de los cielos hasta los «atrios del templo celeste de Dios». Estos libros son como unas guías que, en vez de decirnos cómo se llega por carretera a París o Badajoz, indican la manera de subir (o descender) hasta lo divino. Constituyen los libros clásicos del ascenso místico.
LABOR SECRETA
Este judaismo esotérico de la Cabala de la Mercaba (del carro que lleva hasta Dios) surgió, de forma lógica, en unos tiempos en los que el judaismo normativo (el oficial) tendía a centrarse en la religiosidad de la pura Ley, codificada en la Mish-ná y en el Talmud. Muchos de sus protagonistas podían ser los rabinos que quizá por la mañana se dedicaban a codificar, letra a letra, tilde a tilde, los principios de la Ley que regula la vida extema de los fieles, pero que después, por la noche, o en grupos secretos, se iban reuniendo con el ansia de contemplar el misterio, de subir hasta la altura, inscribiéndose en la escuela de los ascensos místicos que les permitiría realizar el Gran Viaje. Querían ser como astronautas de Dios, decididos a subir en un tipo de nave hasta el misterio de Dios, superando las dificultades de los siete cielos intermedios (con sus puertas secretas y sus guardianes horrendos o amistosos) en una época cargada de ansiedades y miedos tras la caída del Imperio Romano. Recogían para ello la herencia de profetas y videntes de siglos anteriores y conservaban quizá algunas tradiciones secretas del viejo templo de Jerusalén (destruido en año 70 de nuestra era), donde también habían existido astronautas de Dios.
Su gran paradoja era saber que todos los que quieren ver a Dios tienen que morir (como decía la Biblia oficial en Je 13, 22 y Dt 5, 24). Pero eran trasgresores del texto sagrado. Querían ver, subir, palpar, porque la religión y la vida son paradójicas.
PREPARATIVOS Y RITUAL
¿Por qué estos místicos judíos de las Hekalot querían subir hasta Dios, como astronautas sagrados? Simplemente porque deseaban ver y tocar, porque es muy difícil aguantar esta vida de leyes, mandatos y observancias si no existe un Más Allá, si no logramos ver a Dios, palparle con las manos y mirarle. No les bastaba la fe. Necesitaban sentir, contemplar, escuchar.
Se dice que estos místicos eran heterodoxos, pero los judíos de la Mishná y del Talmud (los ortodoxos) nunca les expulsaron del judaismo, aunque su camino de ascenso les pareciera peligroso. Eran hombres de experiencia, quizá los mayores representantes de la gran aventura del viaje que lleva hasta Dios. Para ser admitido en una escuela de astronautas de Dios y para realizar su recorrido, tenían que cumplir ciertas condiciones:
– Ser moralmente intachables, así como buenos cumplidores de las normas sociales, de la Ley judía y de los ritos religiosos.
– Superar ciertas pruebas quirománticas (debían tener los signos y las marcas apropiados en la palma de la mano) y metoposcópicas (su rostro debía presentar también los rasgos apropiados). – Prepararse con mucho cuidado para realizar el Gran Viaje a través de las puertas y los palacios de los siete cielos. Entre los elementos centrales de la preparación estaba el ayuno durante siete días. El novicio (aspirante al Gran Viaje) debía conocer bien la Biblia oficial (Maasé Beresit, que comienza en el Génesis), pero también la Biblia esotérica (centrada en la Maasé Merkabah, es decir, en las enseñanzas del profeta Ezequiel y de otros maestros). En su mente tenía que contar con un perfecto mapa del ascenso celeste, conociendo de memoria las etapas que debía realizar, los peligros que debía superar y las respuestas que debía dar a los ángeles guardianes y porteros del misterio, porque cualquier equivocación podía costarle la vida (o la locura). Asimismo, tenía que tomar en consideración lo que otros habían experimentado ya en sus viajes celestiales, pues entraba en una escuela secreta de teonautas, es decir, de exploradores de Dios.
Llegado el momento oportuno, con las marcas favorables, tras un fuerte ayuno y con la mente llena del buen conocimiento, el teonauta o viajero de Dios se sentaba con la cabeza entre las rodillas. En esta postura susurraba plegarias e himnos extáticos hasta que perdía la conciencia y penetraba en un estado de autohipnosis o de contemplación del camino de Dios.
En ese instante, el viajero empezaba a ver con los ojos de su mente y percibía los palacios celestiales, a través de los cuales debía comenzar la travesía.
AVENTURA FASCINANTE
Los libros de esta primera Cabala de los Hekalot, escritos en tomo al año 500, son los textos más fascinantes de viaje teológico en la historia de Occidente. Aparecen en el gran mundo judío que se extiende desde Babilonia y Galilea hasta España. Los astronautas de Dios ascienden a los palacios celestes pasando por las siete puertas o cámaras secretas, o bien descienden hacia el gran misterio, pues en este contexto el arriba y el abajo se identifican. Protagonizan una marcha astral que va conduciendo a los videntes a través de las siete regiones celestiales, los siete cielos, los siete palacios. El místico no tiene más que una finalidad: quiere contemplar la figura divina sobre su trono celestial glorioso, ubicado en el último de los palacios, en el corazón de toda realidad. Se trata de una aventura fascinante y peligrosísima que requiere una gran preparación ascética y mental. Las escuelas de la Mercaba no admitían mujeres porque se decía que se dejaban llevar por la imaginación, ni jóvenes de menos de 45 años. Solo los hombres maduros y serios, totalmente centrados en su misión, sanos de alma y cuerpo (los privilegiados), podían arriesgarse a penetrar en los secretos de Dios, que son los secretos del propio yo (el ser divino), pasando por las siete puertas.
Para desplazarse de un palacio a otro, hasta llegar al lugar de Dios, el místico tenía que pasar a través de puertas custodiadas por porteros (guardianes) angélicos, encargados de impedir el paso a los que no estaban preparados. Ante cada puerta y pala-
ció el astronauta de Dios debía mostrar las contraseñas adecuadas y responder a las preguntas más difíciles que nunca se habían planteado en este mundo. Uno de los elementos decisivos para el éxito en el gran camino de ascenso era el conocimiento de los nombres de los ángeles que iba encontrando en el camino, pues solo sus nombres daban poder sobre los ángeles bifrontes (custodios y destructores).
A medida que iba aumentando la dificultad en esas fases del camino crecía también el riesgo de que, en algún momento, el místico se olvidara de lo que debía decir o perdiera el ánimo y quedara destruido internamente, en manos de un tipo de locura sagrada de la que nunca podría recuperarse. La mayor dificultad estaba en el paso entre el sexto y el séptimo cielo, para lo cual el novicio tenía que distinguir todos los colores y ser capaz de diferenciar el mármol brillante del agua resplandeciente. Quien no supiera hacerlo, quien pusiera el pie en el agua cristalina (que parecía mármol durísimo), se hundía mentalmente para siempre en el gran abismo sin salida. Quien pusiera el pie en el mármol blanco y terso como el agua y avanzara sin miedo podría llegar- hasta el trono de Dios.
FUEGO PURIFICADOR
También era importante el dominio del fuego, saber disferenciar el purificador del que destruye.
Quien se equivocara de fuego se quemaba internamente para siempre. Por el contrario, el que llegaba al final quedaba en silencio ante el gran misterio de Dios, viendo sin ver, oyendo sin escuchar nada, ante el Gran Carro (Mercaba) y el Gran Trono (Kisse), hecho de cristales centelleantes y de piedras preciosas de color azul celeste, ante la fuente originaria del fuego y del agua. Sentado sobre su Trono, en el Gran Carro que gira sin pausa, sin moverse, estaba Dios, con el que el astronauta se identificaba. Quien lograba ver a Dios de esa manera perdía el habla, quedaba sin sentido, con los ojos abiertos (pero sin ver), gritando (pero sin articular palabra), convertido para siempre en divino. Lo veía todo sin haber visto nada, pues el todo y la nada son lo mismo. Y así, al cabo de un tiempo, cuando despertaba en brazos de los compañeros que le sacaban del trance, ese astronauta era un hombre distinto, un iluminado.
Solo unos pocos lograban terminar el camino y descubrir que eran Dios (que se habían adentrado para siempre en su propio ser divino). Los que llegaban hasta el final no tenían que demostrar nada. Empegaban a ser hombres distintos, renacidos, y así lo notaban todos. Seguían viviendo en este mundo, pero en realidad eran habitantes del cielo de Dios (unos mulantes de Dios).
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