La democracia es un mito; las elecciones un ritual

Todas las religiones tienen sus mitos y sus ritos. En esto la religión hollycapitalista no es diferente. Uno de los mitos y de los ritos principales del hollycapitalismo es la democracia. Todo lo que vamos a decir sobre la democracia se puede aplicar también a las nociones de Estado de derecho y de legalidad, pero nos centraremos en la democracia por que esta tiene una dimensión ritual particularmente importante, y que es al mismo tiempo marcadamente popular.

El mito de la democracia consiste en creer que esta existe como tal, que el pueblo es soberano, que su voto decide algo o tiene alguna influencia en el Estado y en el gobierno. Cualquiera que conozca suficientemente cómo funciona el poder sabe que esto es una falacia, esto es, que la democracia es un mito. En el hollycapitalismo, si el pueblo influye en algo en la manera en que funciona el sistema, en cómo se gobierna, en su statu quo, es en un grado muy pequeño a través de los mecanismos democráticos. Y en todo caso estos forman parte de un mecanismo mucho más complejo. Más bien habría que decir que hoy el sistema obtiene nuestro consentimiento a través de toda una serie de dispositivos, que van desde nuestras cuentas bancarias y nuestras tarjeras de crédito hasta las páginas web que visitamos, que si algo decide hoy el fiel hollycapitalista es, como dice Slavoj Žižek, si prefiere Coca Cola o Pepsi Cola.

La democracia es pura mitología. Pero al mismo tiempo es un ritual, en particular las elecciones y los referéndums. El BREXIT y la ola de referéndums que vamos a ver en Europa en lo sucesivo, como la que venimos viendo de soberanismos varios, es parte de esta farsa, de esta mitología, de este mecanismo de canalización de indignación.

Las elecciones y los referéndums son rituales en la medida en que son la otra cara de la moneda del mito, los actos reales en los que el mito, la ficción, se hace efectiva. Votar hoy en la religión hollycapitalista supone implícitamente creer en el mito, aceptarlo. Es como seguirle la corriente a un loco o a un borracho. Lo único que se consigue es que este crea que no es un loco o no está borracho, pero no sacar al enajenado o al alienado de su estado. De la misma manera, votar hoy contribuye a que nada cambie.

En cierto modo el mito de la democracia coincide con el mito del contrato social, que forma parte de todo este parque de atracciones. Que existe verdaderamente un contrato social es también un mito. Acudir a las urnas es aceptar que esta ficción de académicos es algo real, es como firmar el contrato. Aunque, como decimos, la mecánica que está en el trasfondo de la llamada democracia y de las elecciones llamadas democráticas es más profunda que la de los contratos, y no puede entenderse en todo su alcance al margen de su religiosidad. De hecho se puede afirmar que las elecciones son un acto mágico que convierte en real una ficción. Y un acto propiciatorio, como lo eran los rituales de la fertilidad de la tierra que creían propiciar las lluvias y el crecimiento de los cultivos. El acto mágico que son las elecciones propicia que todo siga igual, que el régimen de poder-religión hollycapitalista siga siendo igual de criminal, corrupto, injusto, obsceno, hipócrita, cínico e inmoral.

Esto no quiere decir que no valoremos todo este aparataje de mitología y de ritualística, que de hecho es la herencia decadente de milenios de civilización. Gracias a todo esto las cosas, en el mejor de los casos, siguen igual de mal, o empeoran progresivamente, lo cual es siempre preferible al caos y la guerra. Gracias a este y a otros muchos mitos es como las sociedades, mejor o peor, funcionan.

Acudir a votar es por lo tanto como dar estatus de realidad a la ficción del contrato social, como firmarlo. Pero en el caso del contrato social hollycapitalista, este es impuesto unilateralmente por el poder, cuenta con innumerables páginas de letra pequeña y lenguaje esotérico, además de numerosas páginas en blanco que el votante también debe firmar. En otras palabras, el fiel hollycapitalista que acude al ritual electoral da el visto bueno a la autoridad para que esta utilice su poder como esta considere oportuno, sin dar explicaciones, a menudo de manera encubierta y en la mayoría de los casos perjudicando a la mayor parte de la ciudadanía y beneficiando a la minoría que ostenta el poder real en la sombra.

El ritual electoral es por lo tanto una pieza fundamental del mito de la democracia y del régimen de poder-religión hollycapitalista, en la medida en que convierte la ficción en realidad, al mismo tiempo que supone su acto su legitimación. A su vez, le proporciona al poder un sondeo real del grado de eficacia de todo el mecanismo, de hasta qué punto el pueblo cree en el mito y participa con mayor o menor entusiasmo en el ritual. Le regala al poder información de primera mano para que este comprenda las crisis de legitimidad del sistema, de manera que, en caso de que estas amenacen el statu quo, se puedan implementar mecanismos de recuperación mediante nuevas fórmulas políticas.

El mito y sobre todo el ritual llamados democráticos funcionan, como en el resto de regímenes de poder-religión, como mecanismos de transferencia de energías libidinoso-agresivas, esto es, de escenificación y atribución de roles morales tales como «moderado» y «radical», «inocente» y «culpable», «bueno» y «malo», etc. Estos procesos de transferencia libidinoso-agresiva operan en ambos sentidos, son catárticos y anárticos, esto es, basados en la catarsis y en la anarsis.

La democracia, el Estado de derecho, la legalidad, etc., funcionan como mitos porque el régimen hollycapitalista es infinitamente más complejo y más perverso de lo que parece. Los mecanismos de poder son hoy mucho más drásticos, violentos, obscenos, corruptos, criminales, impunes, inmorales, etc., de lo que la mayoría de la población piensa, de lo que estaría dispuesta a asumir, de lo que incluso es capaz de imaginar. Si los fieles hollycapitalistas supiesen cómo funcionan verdaderamente las pretendidas democracias en las que viven se produciría inmediatamente una revolución, un estallido social, un colapso de todo el sistema. De la misma manera que si supiesen cómo funciona el dinero fiduciario, así como tantos otros temas que la propaganda del sistema se encarga de ocultar y de manipular a diario. Así, como sucede de una manera u otra en todos los regímenes de poder-religión, las llamadas democracias funcionan como cortinas de humo, como grandes puestas en escena que ocultan la obscenidad del poder. De hecho, en el caso del hollycapitalismo, se puede afirmar con todo rigor que la democracia es lo más parecido a una película o a un serial hollywoodense, con la particularidad de que la democracia es continua y que renueva los personajes cada cuatro años, teniendo los votantes la opción de tomar parte hasta cierto punto en esta renovación de los roles principales de la serie.

La democracia es un mito porque las elecciones no cambian nada significativo en el statu quo y en el caso de que pudiesen hacerlo son manipuladas para que no suceda. Utilizando los votos por correo, los electores que no votan, los programas informáticos de recuento, u otros métodos fraudulentos.

Por definición en el escenario de la democracia solo aparecen aquellos temas que no afectan al estado de poder real (http://deliriousheterotopias.blogspot.de/2016/06/rajoy-iglesias-sanchez-rivera-farsantes.html). Toda la maquinaria del sistema —los medios, las encuestas, las campañas, las leyes electorales y de financiación de los partidos, los mecanismos de financiación ilegal, la impunidad, el control político de la justicia— garantiza que siempre gobiernen partidos controlados por el poder real en la sombra. De esta manera cualquier cambio sustancial que no beneficie al poder queda excluido de partida. Esto supone que, si se quiere comprender de verdad cómo funciona el poder hoy, deben estudiarse precisamente aquellos temas que los medios hollycapitalistas ocultan, manipulan y demonizan, y en particular todo lo que queda englobado dentro de la noción de democracia.

En caso de crisis democrática y de legitimidad del sistema, que en definitiva se reduce a una crisis del mito y del ritual democráticos, el sistema apoya partidos de corte más populista o más radical que amortigüen estas crisis de manera que todo siga igual. Para ello estos partidos de nuevo cuño deben recuperar los movimientos de base auténticos que los constituyen, pero al mismo tiempo sus cúpulas deben estar controladas e infiltradas por el poder real. De esta manera estos partidos aparentemente «radicales», «antisistema», «ultras», amortiguan estas crisis. Funcionan como los pasatiempos de los periódicos: mantienen a los sectores más criticos con el sistema esperanzados o entretenidos con asuntos políticos superficiales que no afectan al poder real y a menudo lo benefician. Mantienen a sus seguidores alejados de los temas que verdaderamente supondrían una transformación del sistema.

Es el caso de movimientos que se agrupan alrededor de nociones como la democracia real o participativa, que de hecho son controlados por grandes fundaciones globalistas en la medida en que, de manera encubierta, contribuyen a socavar la soberanía de los Estados y con ello a la implementación de derecho del Nuevo Orden Mundial orwelliano. Que estos movimientos que luchan por la democracia real, participativa, asamblearia, etc., puedan cambiar algo en el statu quo es otro mito derivado del mito principal de la democracia (http://deliriousheterotopias.blogspot.de/2016/05/guia-para-desenmascarar-las-falsas.html).

Se suele decir que la democracia es la dictadura de las mayorías sobre las minorías. Pero esto no es exacto. En realidad la supuesta democracia hollycapitalista encubre la dictadura de una minoría muy poderosa sobre todo el resto. Pero para ello esta minoría más poderosa establece una alianza estratégica y provisional con las mayorías, de manera que la peor parte se la lleve la minoría menos poderosa. Esta mecánica opera tanto a escala estatal como supraestatal o imperial. Así, a escala imperial, los Estados más poderosos dictan las políticas que los menos poderosos deben asumir, dictados que son disfrazados como decisiones políticas soberanas de los Estados sometidos. Al final, esta cadena llega hasta los países, las clases, los colectivos, etc., que son víctimas de la violencia imperial explícita, de las desestabilizaciones, de los golpes de Estado, de las desapariciones, de la tortura, de los atentados terroristas, de la guerra. En este sentido decíamos que el régimen hollycapitalista, como el resto de regímenes de poder-religión, se basa en mecanismos de transferencia de deseo, amenaza, goce, y por encima de todo, violencia. El hollycapitalismo es también un régimen sacrificial. La violencia que las elecciones democráticas canalizan es en última instancia la misma violencia que preside las lapidaciones tribales. Es la misma violencia pero sublimada. De esta violencia sublimada se alimenta la particular religiosidad de la mitología y del ritual democrático.

El mito y el rito de la democracia están ahí para ocultar todo esto. Pero al mismo tiempo para que todo esto funcione, para ser el vehículo de estas transferencias libidinoso-agresivas. En este sentido se puede decir que la verdadera representatividad política es la que hace posible estas transferencias, la que opera como cortina de humo, la que deja fuera de escena lo obsceno del poder. Este es el papel fundamental de la supuesta democracia, de las elecciones y de los referéndums. Pero solo como parte de un mecanismo mucho más vasto, que en el hollycapitalismo lo integran los medios de comunicación, las redes sociales, el consumo, y en general la dimensión hollywoodense que atraviesa todo el sistema de producción y reproducción, mercantil y social. La democracia y los procesos de elección democráticos son solo una parte de este complejo. De ahí que la tendencia es a que cada vez estén más imbricados con ellos, y en particular con la producción de crisis y eventos sintéticos, como atentados terroristas de bandera falsa, que contribuyen a la mitología y al ritual electoral y democrático. Es lo que vimos en el 11M en España y seguiremos viendo en lo sucesivo en todo Occidente.

Por último hay que decir que la religiosidad de la democracia en general, y de movimientos como la democracia real o participativa, se deriva en parte del hecho de que incorporan una dimensión utópica, que es tanto más efectiva cuanto más inalcanzable. Esto otorga a todos estos movimientos idealistas su particular encanto, su carácter romántico y entrañable. Pero es también lo que mantiene alejado de ellos a los verdaderos intelectuales y a los ciudadanos verdaderamente comprometidos, que no son tan fácilmente manipulables por el poder.

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