No existe el extremismo religioso

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En Ecuador, los jurados de un programa de talentos ridiculizan y agreden a una concursante por el simple hecho de declararse atea. El obispo de Valencia (España), Antonio Cañizares, advierte a sus feligreses, enardecido, la llegada del imperio gay. El movimiento ISIS asesina 41 infieles en Yemen. El taxista que me trae hoy a casa me explica las razones por las cuales Hitler era un profeta y los judíos, asesinos de dios, son la mayor plaga de la humanidad.

Existe un error ampliamente extendido. El de creer que los comportamientos radicales asociados al fenómeno religioso ejemplifican un polo marginal y extremo de la creencia, mientras que el comportamiento de la inmensa mayoría de los creyentes, alejado por completo de este tipo de conductas bárbaras, es muestra del carácter benévolo de la religión. Y no es así. De hecho es casi lo contrario. Aquí un par de ejemplos.

Pese al supuesto mandato reformista del papa Francisco (meramente cosmético y publicitario), la anticoncepción sigue siendo proscrita por la doctrina católica. No existe duda para la Iglesia de que “todo aquello que a través de cualquier artificio impida, por métodos no naturales, la concepción de un hijo, es gravemente pecaminoso”, como bien claro lo dejaron las encíclicas Casti Conubii de Pío XI y Humanae Vitae de Pablo VI. Así las cosas, las anacrónicas voces que condenan la anticoncepción no hacen parte del extremismo católico. Hacen parte del catolicismo practicante, a secas. Mientras que la inmensa mayoría de mujeres que se dicen creyentes y que consumen un anticonceptivo, no son ejemplo de catolicismo moderado, sino de personas que deben ignorar el mandato de su religión para poder vivir una elección.

Los millones de católicos de buena fe que acogen con afecto a la comunidad homosexual no están siendo buenos católicos sino pésimos católicos. Están transgrediendo el mandato de una iglesia que sigue considerando aberrante la unión entre personas del mismo sexo. Sí. Francisco puede decir lo que quiera, pero la doctrina sigue siendo inflexible. Y, de hecho, el ejemplo es perfecto porque en lo relativo a este asunto puntual, abundan los ejemplos de mensajes de renovación presentados por el Papa en espacios bien microfoneados y publicitados, que luego fueron contradichos por el mismo pontífice en las esferas del poder clerical.

Son entonces los virulentos detractores de los derechos de los homosexuales quienes representan con fidelidad el espíritu del catolicismo, mientras que el resto no hace otra cosa que ignorar el mandato de la iglesia para seguir su instinto bondadoso.

Los jurados del concurso ecuatoriano, el obispo de Valencia, los integrantes de ISIS, el procurador Ordóñez y el taxista que me trajo a casa esta tarde, lejos de deformar el mandato de su religión, lo siguen con todo rigor. El resto, la inmensa mayoría, no hace otra cosa que alejarse de esos preceptos, domesticarlos y, en grandísima medida, ignorarlos para edificar lo que algunos llaman una creencia descafeinada que termine riñendo lo menos posible con su forma de ver el mundo. Dicho de otra forma, son personas que deben alejarse de los mandatos de su religión para ser buenos seres humanos.

Los tres grandes monoteísmos están construidos sobre una creencia extrema. Todos ellos afirman, sin posibilidad de discusión, que poseen la única verdad absoluta y que se debe exterminar, corregir, reprender o sanar a quien la contradice. No existe, entonces, algo como un extremista religioso. Existe, sí, el practicante fiel de la religión. Y no existe algo como un creyente moderado. Existe, sí, una inmensa mayoría de personas que decide poner su ética y su moral por encima de sus creencias, siguiendo la única ruta posible para ello: la de enfrentar o ignorar, consciente o inconscientemente, el mandato de su religión.

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