Los caprichos del destino y de la guerra convierten a menudo en inesperado aliado a quien hasta poco antes había sido un feroz enemigo. Con toda seguridad, aquel pensamiento cruzó la mente del inglés James Butler, segundo duque de Ormonde, cuando el cardenalGiulio Alberoni –el principal ministro de Felipe V de España– le puso al tanto de sus intenciones. Butler, que había alcanzado la gloria militar derrotando a las tropas españolas en la batalla de Rande (1702), se disponía ahora, diecisiete años después, a liderar a la nueva Armada española que pretendía combatir al país que le había visto nacer.
El plan era tan simple como arriesgado: una avanzadilla de apenas trescientos infantes de marina españoles tomaría tierra en Escocia y, con ayuda de varios clanes rebeldes de las Tierras Altas, atravesaría las mismas para hacerse con el control de Inverness, una de las plazas más importantes de la región. Aquella acción, poco más que una escaramuza, no sería más que una astuta maniobra de distracción, con la finalidad de que las tropas británicas acudieran al norte para sofocar la rebelión. Mientras, el verdadero plan se ejecutaría en las costas del sudoeste del Inglaterra, donde el duque de Ormonde, acompañado por 5.000 soldados españoles y numerosas armas, conseguiría reunir un imponente ejército con el que tomar el control de Londres y destronar al monarca, haciéndose por tanto con el control de Gran Bretaña.
UN DELICADO “TABLERO” POLÍTICO
Para comprender el ambicioso plan trazado por Alberoni (que buscaba nada menos que la invasión de Inglaterra y el derrocamiento del rey Jorge) hay que recordar el complejo y delicado escenario sociopolítico que vivía Europa a finales de la segunda década del siglo XVIII.
Con la firma de los acuerdos del Tratado de Utrecht que siguieron a la Guerra de Sucesión española, nuestro país había visto notablemente mermado su poderío como potencia en el “tablero de juego” de la época. España se había visto obligada a entregar Menorca y Gibraltar a los británicos, y además había perdido también los Países Bajos españoles, las plazas mediterráneas de Sicilia, Nápoles y Cerdeña, así como el no menos importante ducado de Milán. Un “descalabro” sangrante que Gran Bretaña supo aprovechar, pues se convirtió desde entonces en la mayor potencia marítima del momento.
Fue esa necesidad de recuperar la gloria y el esplendor perdido lo que llevó a Alberoni a trazar un plan para alzarse de nuevo con el control de buena parte del Mediterráneo. La primera acción llegó en 1717, cuando una fuerza española de 9.000 hombres consiguió tomar la isla de Cerdeña. Apenas unos meses más tarde, un destacamento mucho mayor –cerca de 40.000 soldados– logró algo similar en Sicilia, al apoderarse de buena parte de la isla. Aquellos dos éxitos militares españoles pusieron en guardia a los ingleses, que no tardaron en responder ante lo que consideraron un peligroso avance de España: el 11 de agosto de ese mismo año, una escuadra inglesa liderada por Sir George Byng derrotaba a la flota española al mando de Don Antonio de Gaztañeta.
La victoria inglesa parecía poner fin a las aspiraciones expansionistas de la Corona española en aguas del Mediterráneo, pero Alberoni no tardó en urdir un nuevo plan para socavar el poderío británico. Un plan que consistía en una misión tan audaz y temeraria como intentar una invasión en pleno suelo británico.
Por aquellas fechas Gran Bretaña disfrutaba de su creciente poder, pero al mismo tiempo tampoco era ajena a los problemas internos. En 1715 había sufrido una rebelión instigada en Escocia por los jacobitas, partidarios del aspirante al trono James Francis Edward Stuart, al que llamaban Jacobo III Estuardo, también conocido como “el Viejo Pretendiente”. Por otra parte, también en Escocia eran frecuentes y habituales las revueltas de tinte nacionalista protagonizadas por varios clanes de las Tierras Altas, que en aquella época simpatizaban con el Estuardo.
El astuto Alberoni decidió aprovechar aquella circunstancia para ofrecer al duque de Ormonde –exiliado en Francia por su apoyo a la causa jacobita– y al “Viejo Pretendiente” un plan que permitiese derrocar a Jorge I de Inglaterra y colocar en su lugar al Estuardo. De ese modo, España ayudaría a aupar hasta el trono británico a un monarca católico más favorable a sus aspiraciones.
Fue así como el embajador español en París, Cellamare, siguiendo órdenes del cardenal, invitó discretamente a James Butler, segundo duque de Ormonde, para que acudiese a Madrid.
5.000 HOMBRES PARA INVADIR INGLATERRA
El militar y aristócrata inglés llegó a la capital de España el 3 de diciembre, acompañado por su edecán, George Bagenal, y el general Crafton, un oficial irlandés. Pocos días más tarde tuvo lugar la primera reunión entre el duque y el cardenal, iniciándose así los preparativos del ambicioso plan para invadir Inglaterra.
Tras los primeros intercambios de ideas e impresiones, Alberoni se comprometió ante Ormonde a proporcionarle “cinco mil soldados, con trescientos caballos, dos meses de paga para los hombres, diez cañones de campaña, mil barriles de pólvora y quince mil mosquetes, así como el transporte necesario” para aquellas fuerzas invasoras hasta suelo inglés. La idea del cardenal era que aquellos hombres, liderados por el duque, desembarcasen en algún punto de la costa sudoeste de Inglaterra, donde la presencia de partidarios jacobitas era más abundante y resultaría fácil reclutar un ejército con el que abrirse paso hasta Londres y derrocar así al monarca de la casa Hannover.
A Butler aquella estrategia le pareció incompleta, de modo que planteó la necesidad de organizar una “maniobra de distracción” que facilitara el avance de las fuerzas invasoras hasta la capital británica. Para ello sugirió que una avanzadilla, compuesta por unos trescientos infantes de marina españoles, desembarcara en algún punto de la costa escocesa. Una vez allí, y con ayuda de los clanes rebeldes de las Tierras Altas, atacarían algún puesto destacado; por ejemplo, el que se encontraba en la ciudad de Inverness, cuyas tropas estaban bajo el mando del general Wightman. De este modo, cuando desde Inglaterra se enviasen más tropas para sofocar la insurrección, la verdadera fuerza invasora –la dirigida por el duque de Ormonde–, se abriría paso hasta Londres sin mayor resistencia.
La sugerencia del duque no desagradó a Alberoni y poco después se designaba al hombre adecuado para liderar aquella arriesgada “misión de guerrilla”: el joven Sir George Keith, décimo Conde Mariscal de Escocia, quien había participado activamente en la rebelión jacobita de 1715.
Trazado el plan en su mayor parte, el duque de Ormonde se retiró a Valladolid durante dos meses, y desde allí comenzó a enviar cartas a los distintos simpatizantes de la causa jacobita en Inglaterra, anticipando parte de lo que se había planeado para que, a su llegada a suelo británico, todo estuviera dispuesto para la marcha hacia Londres. Mientras Ormonde se empleaba a fondo en atar todos los cabos del plan y la expedición principal iba reuniendo sus efectivos en el puerto de Cádiz –la misión de “distracción” partiría del puerto de Pasajes (Guipúzcoa)–, el “Viejo Pretendiente” dirigía en secreto sus pasos hacia España a bordo de un barco genovés que Alberoni había dispuesto a través de un marino inglés –George Cammock– que trabajaba al servicio de España.
Un serio contratiempo, a modo de presagio del fracaso que se cernía sobre el plan, se produjo cuando todo estaba casi listo: desde Suecia llegaron noticias de la muerte del reyCarlos XII, a quien Alberoni había convencido para sumarse a la invasión de Inglaterra. Muerto el monarca sueco, la participación del país nórdico quedaba anulada. El cardenal dudó durante un par de días sobre la conveniencia de continuar adelante, pero finalmente decidió seguir el plan previsto, e indicó al duque de Ormonde que viajara hasta Coruña para ser recogido allí por la flota que debía partir de Cádiz y cuyos hombres quedarían bajo su mando como capitán general del rey de España.
EL DESASTRE
La flota invasora, compuesta por un total de veintisiete navíos –cinco barcos de guerra y veintidós transportes– y con 5.000 soldados a bordo, además de armas para otros 30.000 hombres, partió finalmente de Cádiz el día 7 de marzo. Al frente de aquella modesta fuerza naval (al menos hasta la recogida de Ormonde) se encontraba el jefe de escuadra don Baltasar de Guevara, quien ya había destacado con honores un par de años antes en el Mediterráneo.
La pequeña flota puso rumbo al norte, con la intención de recoger a Ormonde en La Coruña y continuar hacia tierras británicas. Pero por desgracia, el destino tenía otros planes. Como ya sucediera con la desdichada ‘Armada Invencible’, el mal tiempo jugó una mala pasada a las fuerzas españolas, pues el 29 de marzo un fuerte temporal se desató en aguas próximas al cabo de Finisterre, desarbolando al buque insignia y obligando a arrojar por la borda a caballos, armas y cañones en los otros navíos. Se produjeron numerosas bajas, y parte de los navíos regresaron a Cádiz, mientras que el resto consiguieron alcanzar puertos gallegos o se refugiaron en aguas del Tajo. El ambicioso plan para invadir Inglaterra había fracasado antes siquiera de comenzar.
Lo cierto es que para entonces los espías de Jorge I ya tenían noticias de los planes de Alberoni, por lo que se habían reforzado las tropas en el oeste de Inglaterra y en Londres, e incluso se había ofrecido una jugosa recompensa de 5.000 libras para quien capturase a Ormonde. El duque estaba a salvo en tierras gallegas y no corría peligro, pero no podía decirse lo mismo de los cerca de trescientos infantes de marina españoles que, a bordo de dos fragatas y a modo de avanzadilla, habían partido del puerto guipuzcoano de Pasajes el 7 de marzo con rumbo a Escocia.
Aquellos hombres, bajo el mando del coronel Nicolás de Castro Bolaño y el joven conde mariscal de Escocia, no tenían ni idea de que el grueso de la flota que debía respaldarles había sido desbaratada por el tiempo en Finisterre, y que por tanto estaban abandonados a su suerte en territorio hostil y con el enemigo al tanto de su misión.
En total, los españoles –pertenecientes al Regimiento Galicia– sumaban 307 hombres, incluyendo a los oficiales (seis capitanes, seis tenientes y el coronel). Las dos fragatas alcanzaron la isla de Lewis a comienzos de abril, y poco después llegaron también el resto de miembros de la misión: el hermano del conde mariscal, James Keith, el marqués de Seaforth y el marqués de Tullibardine. Éste último se hizo con el mando de las tropas y el conde mariscal de los barcos, a los que ordenó regresar a España, tal y como había indicado el cardenal Alberoni. Con este gesto, y sin saberlo, el noble escocés había dejado atrapados y sin vía de escape a los soldados españoles.
ATAQUE AL CASTILLO
El 13 de abril desembarcaron al fin en una de las orillas del lago Alsh, y se establecieron en el castillo de Eilean Donan mientras terminaban de reunir a las fuerzas de todos los clanes rebeldes –entre ellos el del célebre Robert Macgregor Campbell, más conocido como Rob Roy– para a continuación dirigirse a la toma de Inverness, tal y como estaba previsto. Los highlanders respondieron que estaban dispuestos para entrar en combate, pero que no moverían un solo hombre hasta tener novedades de la flota española dirigida por Ormonde.
Mientras tanto, el 9 de mayo cinco navíos británicos –advertidos de la presencia de las tropas españolas– llegaron a las proximidades del lago. Tres de ellos, elFlamborough, el Enterprise y elWorcerster echaron el ancla y, al día siguiente, el comandante inglés Boyle envío un bote con un oficial para que negociase la rendición del castillo. A pesar de la bandera blanca, los españoles respondieron abriendo fuego contra la embarcación, y la respuesta británica no se hizo esperar.
Aquella misma tarde, los navíos ingleses abrieron fuego de artillería contra el castillo y, aprovechando la cobertura, consiguieron desembarcar a un buen número de soldados. En aquel momento el castillo sólo estaba custodiado por unos cuarenta y cinco hombres –casi todos españoles–, pues el resto de las tropas había acampado a las orillas del lago, de modo que la resistencia fue muy breve. Los ingleses se hicieron con el control de la fortaleza y detuvieron “a un irlandés, un capitán y un teniente español, un sargento, un rebelde escocés y treinta y nueve soldados españoles”, además de hacerse con un suculento botín: más de trescientos barriles de pólvora y unos cincuenta de munición para mosquetes. Los prisioneros fueron llevados a uno de los navíos y más tarde trasladados a Edimburgo.
El resto de la tropa y de los rebeldes jacobitas consiguieron escapar, aunque su situación no era nada halagüeña. Habían perdido a manos del enemigo la mayor parte de sus provisiones y armas, además de una cincuentena de hombres, y para colmo se encontraban atrapados entre los buques de guerra británicos que patrullaban la costa y las fuerzas de infantería que se hallaban en Inverness. Su única esperanza estaba en convencer a los clanes de las Tierras Altas para que se alzaran en armas de una vez por todas. Por desgracia, para aquel entonces ya habían llegado hasta allí las malas noticias del desastre en Finisterre y aunque tanto los españoles como los jacobitas estaban decididos a seguir adelante –no les quedaba otra opción, aparte de rendirse–, los clanes se mostraban reticentes a sumarse a la insurrección.
Así, apenas se reunieron poco más de mil hombres –españoles incluidos–, contando las fuerzas reunidas por el hermano del marqués de Tullibardine, las del conde de Seaforth y las dirigidas por el héroe Rob Roy. Un “ejército” a todas luces insuficiente para tomar Inverness, como se había planeado inicialmente. Para colmo, el 5 de junio el general Wightman –al mando del destacamento de la localidad escocesa– había decidido no esperar al grueso del ejército de Jorge I y se puso en marcha con sus tropas (unos 850 soldados de infantería, 120 dragones y unos 150 hombres de clanes fieles a la casa Hannover) con la intención de dar caza a los españoles y sus aliados. El choque entre ambos era inevitable.
La batalla de Glenshiel –así se conoce desde entonces aquel episodio– tuvo lugar en la tarde del 10 de junio en una zona de colinas próxima al río Shiel. Las tropas españolas del coronel Bolaño –unos 275 soldados– se situaron en el cuerpo central de las fuerzas defensivas, tras unas improvisadas barricadas y un puente de piedra, junto con los hombres de Rob Roy y unos cuatrocientos jacobitas. Mientras, el resto de las exiguas tropas rebeldes se repartía en las colinas cercanas.
El combate se inició a las cinco de la tarde y se prolongó durante unas tres horas, hasta que la noche oscureció por completo el campo de batalla. Wightman había comenzado el ataque con morteros y la acometida de una compañía de dragones, a la que siguieron varios pelotones de infantería. Aunque los españoles y sus aliados consiguieron repeler el primer ataque, durante el siguiente intento de los ingleses Rob Roy resultó seriamente herido, y sus hombres se retiraron a las montañas para ponerlo a salvo.
Al ver la huida de los highlanders, los jacobitas comenzaron a retirarse también, siendo los españoles los últimos en abandonar su posición, a pesar de que luchaban en tierra extraña y a favor de un pretendiente al trono extranjero. Los hombres de Bolaño consiguieron esconderse en el monte y burlar al enemigo aquella noche, pero a la mañana siguiente, con la luz del día, comprobaron que estaban rodeados y su única escapatoria pasaba por la rendición.
La mayor parte de los hombres de los clanes habían logrado escapar, al igual que la mayor parte de los nobles jacobitas: el conde de Seaforth, aunque herido, consiguió huir y llegar a Francia; el marqués de Tullibardine también pudo escapar a la persecución de las tropas inglesas, y lo mismo sucedió con el conde mariscal y su hermano James Keith, que consiguieron alcanzar el continente.
Con el resto de fuerzas rebeldes muertas, capturadas o en franca huida, Nicolás de Castro Bolaño decidió entregar su espada al general Wightman, por lo que los soldados del Regimiento Galicia –unos 265 hombres, al parecer ninguno perdió la vida– fueron capturados como prisioneros de guerra. En un primer momento fueron trasladados a Inverness, y más tarde enviados a Edimburgo. Allí estuvieron retenidos hasta el mes de octubre de ese mismo año, fecha en la que se produjo su liberación y pudieron regresar a casa. Un inesperado final para una misión insólita y casi suicida, de la que, contra todo pronóstico, 307 soldados españoles abandonados a su suerte en un país enemigo habían logrado escapar con vida para contarlo.
ANEXO
EILEAN DONAN, UN CASTILLO DE PELÍCULA
La inconfundible silueta del castillo Eilean Donan, convertido en fortaleza improvisada y cuartel general por los poco más de trescientos soldados españoles que participaron en la misión fallida para conquistar Inverness, es hoy uno de los monumentos más conocidos de toda Escocia. Una popularidad que en gran medida se debe a su aparición en grandes éxitos del cine de las últimas décadas, como Braveheart o Los inmortales.
Su aspecto actual, sin embargo, se debe a la restauración iniciada a comienzos del siglo XX, pues el castillo había permanecido en ruinas y prácticamente derruido después de que los ingleses lo hicieran volar por los aires tras su escaramuza con las tropas españolas en 1719.
La historia de la fortaleza se remonta a la época de los antiguos pictos, quienes habían construido en el mismo lugar una modesta fortificación. Sin embargo fue a comienzos del siglo XIII cuando se comenzó a levantar el castillo actual por orden del rey Alejandro II de Escocia. La tradición asegura que tras sus muros se ocultó Robert the Bruce para escapar de las tropas inglesas, y más tarde se convirtió en propiedad del clan MacRae, en cuyas manos sigue estando hoy en día.
ANEXO
LA CAÍDA DE ALBERONI
El sonado fracaso de la sorprendente misión ideada por Alberoni acabó siendo en realidad el menor de sus problemas. Mientras los infantes de marina del Regimiento Galicia sobrevivían a duras penas en las lejanas tierras de Escocia, en la península el cardenal veía con preocupación cómo aumentaban los peligros para España. En el mes de abril de ese mismo 1719, el duque de Liria, James Fitz-James –antiguo valedor de las aspiraciones al trono de Felipe V durante la Guerra de Secesión–, entró en el País Vasco con un ejército de 20.000 soldados, en esta ocasión como enemigo a las órdenes de Francia.
Unos meses más tarde, en octubre, eran los ingleses quienes acosaban las ciudades gallegas de Vigo y Pontevedra, destruyendo y saqueando a su antojo. Al mismo tiempo, en Sicilia, España perdía la plaza de Mesina.
Aquellos desastres militares que se encuadraban en la llamada Guerra de la Cuádruple Alianza –en la que Francia, Gran Bretaña, las Provincias Unidas de los Países Bajos y el Sacro Imperio Germánico se unieron para derrotar a España– acabaron por minar la credibilidad del cardenal Alberoni como consejero y estratega, por lo que Felipe V decidió desterrarlo y acabar así con las molestas quejas de quienes consideraban al consejero un obstáculo para la paz. Así, el 5 de diciembre de 1719 Alberoni puso rumbo a Italia, donde los primeros años fue perseguido por la propia Iglesia, llegando incluso a ser encarcelado brevemente por orden del papa Inocencio XIII. Allí continuaría su carrera eclesiástica y militar, dirigiendo en ocasiones las tropas papales, aunque más tarde acabó dirigiendo un hospital para leprosos y finalmente una escuela para niños pobres en Piacenza.
BIBLIOGRAFÍA
-JOHNSTON, T. B. Y ROBERTSON, James A. Historical Geography of the clans of Scotland. 1899.
-DICKSON, William K. The Jacobite Attempt of 1719. Edimburgh University Press (1895).
-MILLAR, A. H. “The battle of Glenshiel, 10th june 1719. Note upon an unpublished document in the possession of his grace the Duke of Marlborough”. Proceedings of the Society. Diciembre 1892.
–Historia de la Armada española desde la unión de los reinos de Castilla y Aragón. Instituto de Historia y Cultura Naval. Tomo 6, XI. “Rompimiento de Guerra. 1718-1728”.