Los grandes cambios a lo largo de la historia son frecuentemente atribuidos a periodos de revolución o revueltas. Los eventos más ‘noticiables’, como la toma de la Bastilla, se consideran los momentos más decisivos. Sin embargo, existen corrientes de pensamiento que consideran que los historiadores otorgan una atención desmesurada a estos acontecimientos cuyas reivindicaciones, según ellos, acaban casi siempre diluidas por las élites. Para el antropólogo James C. Scott, el arma más potente de los últimos siglos para conseguir cambios sociales ha sido la insubordinación anónima y a pequeña escala, que bebe inconscientemente del anarquismo.
En su libro Elogio del Anarquismo (Crítica), Scott dedica un capítulo a conmemorar “las formas cotidianas de resistencia que han tenido un enorme impacto, a menudo decisivo, sobre los regímenes, los estados y los ejércitos contra los que están implícitamente dirigidos”.
La guerra civil entre los estados confederados del sur y los unionistas del norte de Estados Unidos se decantó por los unionistas, según Scott, en gran parte por “la suma de una enorme cantidad de actos de deserción y de insubordinación”. Fueron pequeñas acciones que tomados de forma individual no hacían gran cosa pero multiplicados por cientos de miles de personas fueron determinantes para el desenlace de la guerra, según el académico estadounidense.
“En el otoño de 1862, poco más de un año después del inicio de la guerra, en el sur del país se perdieron la mayor parte de las cosechas. Los soldados, en especial los originarios de los territorios menos poblados del interior en los que nadie tenía esclavos, recibieron cartas de sus hambrientas familias apremiándoles a regresar a su hogar. Miles lo hicieron. Muchos se resistieron al alistamiento obligatorio”.
“Más adelante y con el avance del ejército unionista, empezaron a producirse nuevas deserciones en el bando confederado”. Como explica Scott, la defensa de la esclavitud interesaba bien poco a la mayoría humilde que llevó a tildar el conflicto de ‘una guerra de ricos y una lucha de pobres’. Los grandes rentistas, en cambio, sí podían conservar un hijo en plantaciones con más de 20 esclavos. Al finalizar la guerra, más de un cuarto de millón de hombres habían desertado.
Unido a este fenómeno, un gran número de esclavos huyeron y los que se quedaron en territorio confederado fueron “reacios a agotar sus fuerzas para incrementar la producción en tiempos de guerra, ralentizaron su trabajo siempre que fue posible”.
Estás acciones tienen una característica particular, “casi todas son anónimas, no se anuncian a gritos. De hecho, su discreción contribuyó a su eficacia. La deserción es distinta a un amotinamiento que amenaza los mandos militares. No hace afirmaciones públicas ni emite manifiestos” y su efecto es casi siempre letal.
El fragging
Durante la guerra de Vietnam surgió una tipología de rebelión a pequeña escala brutal y anónima llamada fragging entre los militares estadounidenses.
“La práctica consistía en lanzar una granada, pero también podía ser con otros métodos, a la persona peligrosa de la unidad y atribuir la causa de la muerte al enemigo. Ningún estudio ha analizado nunca la frecuencia real de los actos de fragging, y menos aún los efectos que pudo haber tenido sobre la gestión y el final de la guerra. La complicidad del silencio, en esta caso, es recíproca”.
Este mismo ímpetu rebelde existió también en Reino Unido entre 1650 y 1850, donde el delito más extendido entre los ciudadanos era la recolección de madera, caza, pienso y pesca en tierras propiedad de la corona. “La población infringió en masa una y otra vez estos derechos de propiedad, hasta tal punto que la élite tuvo que reconocer que los derechos de propiedad de muchas zonas no eran más que papel mojado”.
Para atajar este problema los poderes recurrieron a “la maquinaria legislativa del Estado, han desplegado decretos de cercados, títulos de propiedad y la posesión de pleno dominio, sin olvidar a la policía, los guardias forestales, los tribunales y la horca, para implantar y defender sus derechos de propiedad. Los campesinos y grupos subalternos, al carecer de este arsenal de armas pesadas, han confiado en estrategias como el furtivismo, el raterismo y la ocupación ilegal para cuestionar estas reivindicaciones y hacer valer las suyas propias”.
Una vez más, volvemos a encontrar acciones anónimas y descentralizadas que reciben menos atención que las grandes revueltas. “La insubordinación discreta, modesta y cotidiana suele volar bajo el nivel de detección del radar de los archivos, no agita banderas, no tiene funcionarios ni cargos directivos, no redacta manifiestos, y no tiene organización, y por eso escapa a la detección”.
La falacia de la democracia representativa
La progresiva instauración de democracias representativas en occidente debería haber dejado obsoletas la disidencia ciudadana anónima; “al fin y al cabo, el principal propósito de la democracia representativa es permitir a las mayorías democráticas que hagan realidad sus reivindicaciones de una forma plenamente institucionalizada”, apunta el antropólogo estadounidense.
La realidad, en opinión de Scott, es que estos cambios pocas veces se han llevado a la práctica. “Las elecciones rara vez logran cambios importantes si no existe una fuerza mayor como depresión económica o una guerra internacional que se lo permita. La política parlamentaria común destaca más por su inmovilismo que por facilitar las reformas importantes”.
“Un astuto colega mío observó en una ocasión que las democracias liberales de Occidente están gestionadas y gobernadas para el beneficio de quienes poseen el 20% de la distribución de la riqueza. El truco para mantenerlo es el de convencer al grupo inmediatamente inferior, el de los que poseen el 30 o 35% de la distribución de ingresos, de que debía temer más al pobre que envidiar al 20% más rico. Solo hay que ver la situación actual en el que la desigualdad sigue creciendo para confirmar que esto es probablemente cierto”.
Los avances sociales que trajeron el New Deal de Roosevelt como la compensación por desempleo, gigantescos proyectos de obras públicas, ayuda de la seguridad social y leyes de ajuste fueron implantados gracias a una rebelión descontrolada de trabajadores en todo el país, según Scott. “Estos movimientos estaban tan desestructurados que eran una verdadera amenaza al orden establecido. Una revuelta encolerizada no tiene cabeza visible, no tiene interlocutor con quien negociar”.
Los sindicatos, lejos de solucionar el problema, acaban siendo el cauce para que los poderes amansen la fiera de la protesta, dice el profesor de la Universidad de Yale. “La tarea de los sindicatos de los partidos y movimientos sociales radicales es institucionalizar la rabia y protestas rebeldes. Podría decirse que su función consiste en intentar transformar la rabia, la frustración y dolor en programa político coherente. Son la correa de transmisión entre multitud de rebeldes y élites que marcan reglas. Se basan en la premisa de que cuentan con la lealtad de circunscripciones que pretenden representar”.
“No es exageración afirmar que las organizaciones de este tipo son parásitos de la rebeldía espontánea de aquellos cuyos intereses se supone que representan. Es esta rebeldía la que en esos momentos constituye la fuente de cualquier influencia que puedan tener dichas organizaciones, mientras la élite intenta forzarlos a seguir el camino normal de la política”.
Aunque Scott no aboga por la abolición del Estado, “a diferencia de muchos pensadores anarquistas, yo no me creo que el Estado sea siempre y en todas partes el enemigo de la libertad”. El antropólogo se pregunta “si el Estado a lo largo de los último siglos ha debilitado la independencia y la capacidad de organizarse de los individuos y de las pequeñas comunidades. Son muchas funciones que antes ejercían el mutualismo entre iguales que están ahora organizadas y supervisadas por el Estado”.
Por eso, según el, vale la pena recordar y defender estos movimientos anónimos que nunca recibirán tanta atención en los medios pero que han sido determinantes para el curso de la historia moderna. “Sus acciones de desacato, alimentadas por la indignación, la frustración y la rabia, no pudieron dejar más claro que ni el marco institucional vigente ni los parámetros legales vigentes podrían satisfacer sus reivindicaciones. Por lo tanto inherente a su voluntad de infringir la ley estaba no tanto el deseo de propagar el caos, sino la firme determinación de conseguir la instauración de un nuevo orden legal más justo. En la medida en que nuestro imperio de la ley tiene más cabida, le debemos una gran parte de estos avances a los infractores”.
Fuente: MARCUS HURST