Pero el pasaje anterior no es el único en que vemos este desafío. En un episodio del Evangelio de Tomás leemos: “Simón Pedro le dijo a Magdalena: ‘¡María aléjate de nosotros! Porque las mujeres no son dignas de la vida’. Y Jesús le replicó: ‘Entonces, yo la guiaré para que se haga hombre y se convierta en un espíritu vivo igual a vosotros. Porque la mujer que se hace como un varón entrará en el Reino de los Cielos”. Esta consideración de la mujer era impensable para los judíos de aquellos tiempos. Sin embargo, vemos que son mujeres, en este caso María Magdalena, las destinatarias de las enseñanzas del Maestro. Y también son ellas las que, según los evangelios, están junto a él en los momentos cruciales de la vida del Señor: María a los pies de la cruz y Magdalena como testigo de la resurrección. Este es un hecho de suma importancia.
Jesús confía a una mujer el mensaje de la resurrección: la Palabra es transferida a Magdalena, convirtiéndola en “Apóstol de los Apóstoles”. Y esto resulta tremendamente revolucionario en una cultura para la cual la palabra de la mujer no tenía ningún valor jurídico, ni siquiera la mínima consideración como testimonio ante los tribunales, como tampoco en el culto. Incluso los oficios religiosos en la sinagoga se iniciaban cuando había quorum masculino, ya que el número de mujeres no contaba y, además, ellas estaban relegadas a un espacio aparte y ocupaban un nivel más bajo. Pero además, este episodio está íntimamente ligado al Cantar por su trama simbólico-corpórea.
Magdalena se convierte en la Esposa del Cantar, que busca por todas partes a su amado Esposo para abrazarlo. En la vibrante e intensa escena de la resurrección, Cristo se dirige a esta mujer con dulzura infinita, llamándola por su nombre: “¡María!”. Ella se vuelve y exclama en hebreo: “¡Raboni!” (Juan 20:16), el diminutivo familiar de “Maestro”. En este momento estremecedor de intimidad, ella no se contiene en su deseo de abrazar al amado y él dice: “No me toques, pues todavía no he subido al Padre” (Juan 20:17). La corporeidad se expresa en ese no dejar de lado el cuerpo y sus sentimientos. Pero la razón que Jesús da a Magdalena para evitar el contacto indica que éste había existido como algo habitual durante su existencia. Si no hubiese sido así, carecería de sentido esta petición tan extraña en aquel contexto judío.
Por una parte, las lágrimas de María, la desesperación por la muerte, la turbación por la ausencia de Cristo. Por otra Jesús, que en su resurrección muestra la perfecta conjugación de la carnalidad con el espíritu. María dirá después a los discípulos haber “visto” al Señor, refiriéndose a su corporeidad. La experiencia de la fusión en Uno se expresa en la culminación del proceso con la pareja Jesús-Magdalena, como se había expresado en sus inicios con Jesús en el vientre de María. ¿Es posible en este punto ver el cumplimiento del mandato bíblico, según el cual el hombre abandonará a sus progenitores para hacerse Uno con su esposa? Estamos ante la analogía del amante y el amado, del dolor por la separación y la alegría por la unión. Una espléndida visión del Dios-Hombre y de su gran capacidad de amar la existencia terrena hecha de afectos, miradas, dulzura, encuentros, emociones y turbaciones.
Es también Magdalena la protagonista de otro discutido pasaje de los evangelios conocido como “la unción de Betania”: “María, tomando una libra de perfume auténtico de nardo, de mucho precio, ungió los pies de Jesús y se los enjugó con los cabellos. La casa se llenó del aroma del perfume” (Juan 12:3). En Lucas se dice: “Una pecadora, al saber que él estaba comiendo en la casa del fariseo, llevó consigo un frasco de alabastro lleno de aceite perfumado y, poniéndose detrás de él, a sus pies, y llorando, comenzó a bañárselos con lágrimas y con sus propios cabellos los iba secando, y luego volvía a besarle los pies y a ungirlos con el perfume” (Lucas 7-37-38).
El comportamiento de Jesús es aquí emblemático del respeto y la consideración en que tenía a Magdalena. No se sustrae del cariño expresado por la mujer, ni evita el contacto. El aceite de nardo perfumado, de extrema sensualidad olfativa, intensifica los sentimientos de devoción y se convierte en el vehículo para esa unción mesiánica del cuerpo antes de descender al sepulcro
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