Como buen amante de los animales voy a hacer referencia a una historia ya casi olvidada sobre uno de nuestros compañeros de viaje más comunes. Es uno de los relatos vinculados a la religión católica más extraños, pero, a la vez, de una gran hermosura y humanidad. Se trata de a la narración sobre un santo mártir, pero no de cualquiera, la particularidad del personaje es que no es un ser humano, sino un animal, concretamente un perro. Ya sabemos de la fidelidad y amistad que muestran estos hermosos amigos para con sus dueños, pero la historia aún va mas allá pues la bondad de este can lo llevó hasta ser considerado un santo.
Nos encontramos en la Francia del siglo XIII, y en la historia se cuenta que el señor del castillo de Villar, en Dombe, salió de caza un día dejando a su pequeño hijo dormido en la cuna al cuidado de uno de sus galgos favoritos llamado Guinefort. Terminada la caza y cuando regresó a su hogar contempló una escena que jamás podría sacarse de su cabeza el resto de la vida. Guinefort, como era su costumbre, salió al encuentro de su amo feliz por su regreso; mostraba su alegría como lo hacen todos los perros que se sienten queridos, moviendo el rabo de un lado a otro y poniendo sus patas delanteras sobre las piernas de su dueño. Pero el señor de Villar se percató de algo que le pareció terrible, las fauces del animal estaban llenas de sangre y un presentimiento le hizo correr hasta la estancia donde se encontraba su pequeño hijo.
La imagen que contempló al llegar a la habitación era dantesca. La cuna estaba volcada en el suelo, había restos de sangre entre las sábanas y en las paredes, y al bebé no se le veía por ningún lado. Mientras Guinefort continuaba mostrando su alegría, el señor de Villar se arrodilló en el suelo desesperado y sin razonar mucho, fijó la vista en el galgo y una idea terrible se le vino a la cabeza. El perro había devorado a su pequeño. Lleno de rabia se incorporó y con un bastón comenzó a golpear al perro. El galgo aullaba de dolor y de incomprensión mientras su mente canina seguramente se preguntaba ¿Por qué de repente le pegaba así su dueño? , ¿qué había hecho?. No tuvo mucho tiempo más para gemir dolorido y asustado, pues la fría hoja de la espada de su dueño atravesaba su delgado cuerpo. Guinefort moría a los pies del querido amo de tantos años.
Entre jadeos y lágrimas el señor de Villar escuchó de repente un llanto ahogado en la estancia. Corriendo hacia el lugar donde sonaban los mismos y bajo unas sábanas pudo ver sano y salvo a su querido hijo; para su espanto, junto al cuerpo del pequeño también contempló el cadáver destrozado de una serpiente. Entonces el caballero comprendió el terrible error que acababa de cometer. La sangre en la cuna, en el propio niño y en las fauces de su galgo pertenecía sin lugar a dudas a aquella serpiente. Guinefort había salvado la vida de su hijo matando al ofidio. El señor de Villar sintió una punzada en su corazón mientras veía el cadáver de su buen amigo. Arrepentido y tomándolo entre sus brazos lo enterró en las cercanías del castillo colocando unas pequeñas piedras sobre su tumba y plantando algunos árboles a su alrededor. Prometió ante Dios y ante sí mismo que honraría aquella tumba hasta el último día de su vida.
Lugar donde se cree estaba la tumba de San Guinefort
La historia de aquel galgo corrió como la pólvora sobre las localidades cercanas y muchos campesinos comenzaron a acudir a la tumba de Guinefort. Cada día iban más personas en peregrinaje pues los lugareños comenzaron a considerar a aquel perro como santo y mártir. Además muchas personas afirmaban que aún en su tumba el bonito galgo continuaba haciendo el bien en forma de milagros, sobre todo de curación de niños enfermos que acudían con sus padres a la tumba en busca de esperanza y salud. El lugar, la continua peregrinación y la propia historia llegaron a oídos de las más altas autoridades del Vaticano, que si bien, tras unos estudios realizados que daban credibilidad a algunos de los milagros atribuidos a Guinefort, exigieron poco después la prohibición del culto a aquel perro. Cuestión ésta acrecentada con la llegada de la Inquisición que consideraba herejía adorar a un animal y mandó exhumar los restos del perro y quemarlos para que fuera olvidado para siempre.
Pero en el corazón de los lugareños, siempre habría sitio para aquel buen animal, y la historia y el culto se fueron trasladando de padres a hijos en secreto hasta bien entrado el siglo XX, más de setecientos años después de los hechos. Como curiosidad, en la novela “Arqueros del Rey” de Bernard Cornwell, su joven protagonista, un arquero inglés llamado Thomas en vez de llevar el amuleto de pata de conejo tan habitual en la época, portaba una pata de perro y en las situaciones comprometidas siempre se encomendaba a San Guinefort. Parece que la oración no le iba nada mal porque aquel talismán le sacaba sano y salvo de innumerables entuertos.
Por cierto, cada 22 de agosto se celebra su santo, no olviden su oración, “Sant Guinefort, protégenos de los idiotas y las serpientes malvadas” y cuidad y amad vuestras mascotas.
Autor: Isidro Calderón Muño