Cicerón, el espía del régimen nazi que pudo haber cambiado el curso de la historia

El 6 de junio de 1944, conocido como el “día D“, los aliados iniciaron el desembarco de un ejército de 150.000 soldados, 73.000 norteamericanos y 83.000 británicos y canadienses, sobre las playas de Normandía. Era conocida Imagen 18como Operación “Overlord”y la invasión aliada de Francia había empezado. Comandados por el general Eisenhower, las tropas aliadas superaron las defensas organizadas por el mariscal alemán Rommel.  La supremacía aérea anglo-norteamericana fue clave para entender el éxito de la operación. Los aviones aliados destrozaron la mayor parte de los puentes sobre el Sena y el Loira, impidiendo que los alemanes pudieran enviar refuerzos a Normandía. A ello se unió la dificultad de los alemanes en cubrir una costa de 4800 kilómetros de longitud entre los Pirineos y Holanda y las continuas desavenencias y contradicciones en el mando militar alemán sobre dónde tendría lugar el desembarco y cómo se le debía hacer frente. El éxito del desembarco permitió el rápido avance de las tropas aliadas hacia el corazón de Francia. El desembarco fue uno de los elementos clave de la derrota del III Reich. Sin embargo, antes de este acontecimiento, un espía consiguió hacer llegar a los alemanes la información más sensacional: El plan del segundo frente y del futuro desembarco en Normandía. Pero, afortunadamente para los aliados occidentales y para la Humanidad, no sería creído. Para que los alemanes salieran de su ceguera sería necesario que llegase el alba del 6 de junio de 1944 y surgiera frente a las costas de Normandía la colosal armada angloamericana. Paul Baton escribió un interesante artículo titulado “Hitler nunca creyó a Cicerón“, en que me he basado para escribir este artículo. Se publicó formando parte  del libro “Los grandes enigmas de la guerra secreta“.

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Elyesa Bazna (1904 – 1970) fue un famoso espía albanés natural de Kosovo. Al servicio de los nazis se convirtió en uno de los espías más famosos de la Segunda Guerra Mundial. Elyesa Bazna, alias «Cicerón», ayuda de cámara del embajador británico en Turquía. Elyesa Bazna, desde su situación de insignificante criado pasará a ocupar un lugar destacado en la Historia, y hará famoso su seudónimo «Cicerón», el agente que logrará apoderarse de secretos que jamás un espía tuvo al alcance de su mano. Nacido en Pristina, Kosovo, en una familia albanesa, cuando esa región formaba parte del Imperio otomano, Bazna se trasladó posteriormente con su familia a Ankara, donde se desempeñó como chofer de las embajadas de Yugoslavia, Estados Unidos y Gran Bretaña. Ejerciendo este último cargo, a partir de 1943, se convirtió en ayudante de cámara y hombre de confianza del embajador británico Sir Hughe Knatchbull-Hugessen. Movido por la ambición, ofreció a la embajada alemana convertirse en su informador, ya que había logrado copiar una llave del embajador Knatchbull-Hugessen que abría una caja de seguridad donde se guardaban los papeles más secretos. Así, de octubre de 1943 a abril de 1944, Cicerón, nombre en clave que le dio el embajador alemán en Ankara, Franz von Papen, entregó con regularidad rollos de película con toda clase de documentos confidenciales. Por este medio llegaron a manos de los alemanes, entre otras cosas, las actas de las conferencias de El Cairo y Teherán e importantes detalles sobre la futura invasión de Normandía, llamada Operación Overlord. Las luchas internas entre el Ministerio de Relaciones Exteriores y el Servicio Secreto alemán hicieron que el Eje no pudiera sacar provecho de esta excepcional información, además de existir la sospecha de que eran informes falsos. Joachim von Ribbentrop, ministro de Relaciones Exteriores del Tercer Reich, que en un primer momento había elogiado el material proporcionado por el espía, se convirtió luego en su detractor por odio a Ernst Kaltenbrunner, jefe de los servicios secretos, el cual había logrado obtener el control de las noticias enviadas por Cicerón. Pero veamos quienes eran algunos de los personajes que aparecen en esta historia.

Franz Joseph Hermann Michael Maria von Papen (1879 – 1969) fue un político, militar y diplomático alemán de la República de Weimar y del Tercer Reich, cuyas políticas fueron fundamentales para el ascenso de Adolf Hitler al poder. Conocido por sus intrigas, se le llamó “el diablo con sombrero de copa”. Hijo de una rica familia católica de Westfalia, Papen sirvió como soldado en el frente turco durante la Primera Guerra Mundial. A su vuelta se incorporó a la política, uniéndose al Partido de Centro, también conocido como Partido de Centro Católico. El 1 de junio de 1932 fue sacado de la relativa oscuridad cuando el presidente Paul von Hindenburg lo eligió para sustituir al entonces Canciller, Heinrich Brüning, líder del propio partido de Papen. Este cambio fue motivado en gran parte por la influencia del General Kurt Ferdinand Friederich Hermann von Schleicher, cuando era el consejero más cercano de Hindenburg. Papen, expulsado del Partido de Centro Católico por su traición a Brüning, no gozaba prácticamente de apoyo en el Reichstag, excepto del conservador Partido Nacional del Pueblo de Alemania (DNVP). Papen gobernó de forma autoritaria, lanzando un golpe contra el actual gobierno Social Demócrata de Prusia y revocando la prohibición de su predecesor sobre la Sección de Asalto SA para satisfacer a los nazis, a quienes quería convencer para que dieran soporte a su gobierno. En última instancia, después de dos elecciones para el Reichstag sólo consiguió incrementar la fuerza de los nazis en el parlamento, sin que Papen obtuviese un mayor apoyo parlamentario, por lo que fue forzado a renunciar como Canciller y reemplazado por Kurt von Schleicher, el último Canciller de Alemania durante la República de Weimar, el 4 de diciembre de 1932. Schleicher esperaba establecer una amplia coalición de gobierno ganando el soporte de nazis y comerciantes unionistas Social Demócratas. Como cada vez era más obvio que la maniobra de Schleicher para encontrar una mayoría en el Reichstag era infructuosa.

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Papen y el líder del Partido Nacional del Pueblo de Alemania (DNVP), Alfred Hugenberg, llegaron a un acuerdo con Hitler para erigirlo Canciller de una coalición de gobierno con los Nacionalistas y Papen sirviendo como Vicecanciller. Von Papen usó su vínculo personal con el anciano Presidente von Hindenburg, persuadiéndolo para que finalmente el 30 de enero de 1933 acabase despidiendo a Schleicher y nombrando a Hitler para el puesto de Canciller.  Von Hindenburg siempre se había mostrado en contra de dar tal cargo a Hitler, incluso lo había hecho de forma pública. Él deseaba que fuese Papen quien lo recuperase, pero la insistencia del último en cederlo a Hitler, el consejo de Oskar Hindenburg (hijo del presidente) y los rumores de un posible golpe de Estado hicieron que von Hindenburg acabase nombrando a Adolf Hitler para el puesto de Canciller. El 20 de julio de 1933, von Papen sirvió de representante del gobierno de Hitler en el Vaticano para la firma del Reichskonkordat entre Alemania y la Santa Sede. Una vez Hitler estuvo en el poder, von Papen y sus aliados fueron marginados rápidamente y él retirado de la vicecancillería en 1934. El 30 de junio del mismo año, con ocasión de la Noche de los cuchillos largos, cuando fueron asesinados muchos enemigos de Hitler, tanto de dentro como de fuera del partido (incluido Schleicher), von Papen fue detenido y puesto bajo arresto domiciliario durante tres días, pero su secretario, Herbert von Bose, y Edgar Julius Jung, quien escribía sus discursos, fueron asesinados. Más tarde, von Papen sirvió al gobierno Nazi como Embajador en Austria de 1934 a 1938 y en Turquía de 1939 a 1944. En este último país conoce al entonces Nuncio Apostólico Angelo Giuseppe Roncalli, futuro Papa Juan XXIII, quien ejerció su influencia en la decisión final de dicho diplomático de liberar a muchos judíos que iban a ser trasladados a los campos nazis de concentración. Von Papen fue capturado por los aliados después de la guerra y fue uno de los acusados en los importantes Juicios de Núremberg, resultando absuelto. Durante los años 50 intentó sin éxito retomar su carrera política. Murió en 1969 a la edad de 89 años.

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Ulrich Friedrich Willy Joachim von Ribbentrop (1893 –1946) fue un político, diplomático, militar y Ministro de Asuntos Exteriores de la Alemania nazi desde 1938 hasta 1945. Joachim Ribbentrop, hijo del teniente coronel Richard Ribbentrop y de Johanne Sophie Hertwig, provenía de una familia acomodada y durante su adolescencia se educó en Alemania y Suiza en colegios privados. De 1910 a 1914 trabajó en Canadá como comerciante de vinos alemanes. Tras declararse la Primera Guerra Mundial volvió a su país por la ruta de Estados Unidos, ingresando en el ejército y participando en el frente oriental. Luego fue asignado a un cargo en la agregaduría militar alemana en Estambul. Ascendió a teniente y obtuvo una Cruz de Hierro. Tras la guerra, Ribbentrop volvió a sus actividades empresariales, siendo considerado un hombre apolítico, volcado en sus negocios, y sin dar mayores muestras de antisemitismo durante los años de la República de Weimar. El 15 de mayo de 1925 fue adoptado por una tía lejana suya de nombre Gertrud von Ribbentrop, cuyo padre Karl Ribbentrop había recibido un título aristocrático en 1884 y que desde entonces se apellidaba von Ribbentrop. Por ello, Joachim Ribbentrop empezó entonces utilizar en su propio apellido la partícula nobiliaria von, aunque no le correspondía por nacimiento. En 1920 se casó en Wiesbaden con Anna Elisabeth Henkell, con la que tuvo cinco hijos, continuando sus actividades como empresario especializado en comercio internacional durante la República de Weimar. En 1930 Ribbentrop conoció a Adolf Hitler y le ofreció sus servicios alegando que, gracias a sus actividades empresariales, había formado una serie de “conexiones internacionales” que serían de ayuda para Hitler. Aprovechó el hecho que casi toda la élite nazi carecía de experiencia en contactos con el extranjero. Dos años más tarde Ribbentrop se afilia al Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores (NSDAP), asumiendo la totalidad de los postulados del nazismo pese a que nunca había dado señas de alimentar ideas políticas de alguna especie, salvo un cierto conservadurismo monárquico mezclado con sincero anticomunismo, pero sin haber mostrado jamás sentimientos antijudíos.

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Amigo del político y diplomático Franz von Papen, Ribbentrop trabó cierta complicidad con Hitler, siendo pronto despreciado por Joseph Goebbels y por otros altos líderes nazis que lo consideraban un advenedizo. Esto causó que Ribbentrop se convirtiera en un “fanático del nazismo” para granjearse la simpatía del régimen. Así, su relación con Hitler como consejero en política exterior estuvo más basada en la adulación y sumisión a su figura que en el verdadero conocimiento de la diplomacia y las relaciones internacionales. Su primera actividad diplomática fue en 1933 en una visita al Reino Unido, donde se entrevistó con el primer ministro, Ramsay MacDonald en calidad de enviado personal de Hitler. En 1934 Ribbentrop logró inclusive crear un “despacho diplomático” totalmente nazi que operase de modo paralelo al Ministerio de Asuntos Exteriores dirigido por Konstantin von Neurath, despacho al cual denominó “Dienstelle Ribbentrop”. Nombrado por Hitler para tareas secundarias relacionadas con la comisión de desarme alemán, viajó por París, Londres y Roma. Ribbentrop ganaba tiempo en las conversaciones con los aliados respecto al desarme, asegurando la sinceridad del régimen nazi en buscar un nuevo tratado internacional que compensara a Alemania por las “injusticias y humillaciones” presuntamente sufridas por el Tratado de Versalles de 1919, mientras la política interior alemana perseguía su carrera armamentista, cumpliendo así los deseos de Hitler de engañar a los gobiernos de Gran Bretaña y Francia y justificar ante la opinión pública internacional las reivindicaciones alemanas contra la paz de 1919. En 1935 es nombrado ministro plenipotenciario para Relaciones Exteriores, negociando el Acuerdo naval con Gran Bretaña y el pacto Anti-Komintern de 1936, aunque el ministro Neurath estaba convencido que ambos acuerdos fracasarían. El éxito de estas gestiones le granjeó a Ribbentrop las simpatías de Hitler.

El giro en política internacional propugnado por Ribbentrop supuso que Alemania abandonara su antigua alianza con China, que se había mantenido durante toda la República de Weimar, y empezara un acercamiento a los intereses de Japón. En 1936 Ribbentrop es nombrado Embajador de Alemania en Gran Bretaña con la misión exclusiva de obtener una alianza anglo-germana, buscando para ello ganar influencia entre la clase dirigente y la aristocracia británica. Pero la diplomacia británica no acogió los acercamientos de Ribbentrop al considerarlo un advenedizo poco inteligente y carente de real formación diplomática, por lo cual fracasó el intento de atraer a la élite política de Gran Bretaña a favor del Tercer Reich. Más aún, Ribbentrop solía abandonar por varias semanas su despacho en Londres para volver a Alemania y atender su propia carrera política allí. El 4 de febrero de 1938 Ribbentrop es nombrado Ministro de Asuntos Exteriores del Reich en reemplazo de Konstantin von Neurath. A estas alturas, Hitler ya tenía tomada las decisiones de expansionismo hacía los países eslavos. Por tanto, Ribbentrop se mostró en esa ocasión como un decidido belicista y no se privó de amenazar a países extranjeros con una guerra europea. Decidido a satisfacer a Hitler, Ribbentrop sustituyó a buena parte de los diplomáticos y personal del Ministerio por gente de su confianza que había trabajado en su despacho paralelo cuando Neurath era ministro, o por otros militantes nazis, despidiendo a numerosos diplomáticos profesionales. Ribbentrop resultó ser un firme ejecutor de las políticas expansionistas de Hitler a fines de la década de 1930, participando en la Crisis de los Sudetes para presionar a los enviados británicos y franceses a admitir la desmembración de Checoslovaquia como precio para evitar una guerra a gran escala, culminando su obra en los Acuerdos de Múnich de setiembre de 1938. Dos meses después participó en el Primer arbitraje de Viena para entregar territorio checoslovaco a Hungría. El 23 de agosto de 1939 firmó con la Unión Soviética el Pacto Molotov-Ribbentrop para asegurarse de la estabilidad del frente oriental en una hipotética guerra en Europa, evento al cual Ribbentrop mismo consideró su mejor obra diplomática. No obstante, un traspié para Ribbentrop ocurrió cuando después del ataque alemán contra Polonia, el 1 de setiembre de 1939, la Italia fascista declaró su neutralidad, hecho del cual Ribbentrop acusó a Galeazzo Ciano, el ministro italiano de Asuntos Exteriores y yerno de Mussolini.

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Ribbentrop participó también en el Segundo arbitraje de Viena el 30 de agosto de 1940, con el cual la presión del Tercer Reich forzó a Rumania la entrega de territorios a Hungría y la Unión Soviética. Inmediatamente después, el 27 de setiembre del mismo año, fue el artífice de la alianza entre Italia, Alemania y Japón, el Pacto Tripartito, para formar el Eje que, en sus propias palabras, conquistaría Europa y se enfrentaría solamente a Estados Unidos y Gran Bretaña, pero nunca a los soviéticos. Sin embargo, los espías soviéticos ya habían informado a Mólotov de que el acuerdo germano-ítalo-nipón implicaba en realidad un pacto secreto contra la URSS; Stalin también fue advertido, pero ignoró los signos de advertencia que conllevaba esta información y que se vio después confirmada el 22 de junio de 1941 por el comienzo de la Operación Barbarroja. Respecto a ello, Ribbentrop mostró grandes dudas sobre la conveniencia de atacar a la URSS sin haber vencido antes a Gran Bretaña, pero no formuló objeciones a la decisión final de Hitler de atacar a los soviéticos. Precisamente la declaración de guerra a la URSS fue el último gran acto diplomático de Ribbentrop, ya que la entrada de Estados Unidos en la contienda, en diciembre de 1941, aumentó el aislamiento diplomático del Tercer Reich. Por otro lado, las delegaciones diplomáticas alemanas operaban efectivamente en países aliados o satélites, y sólo en unos pocos países neutrales europeos (Suiza, Suecia, España, Portugal, y Turquía), siendo que las relaciones diplomáticas de Alemania fuera de Europa apenas se limitaban a Argentina y Tailandia, reduciendo la importancia práctica del Ministerio de Asuntos Exteriores. Conforme avanzaba la Segunda Guerra Mundial y Alemania se sumía en la guerra total desde 1942, Ribbentrop fue perdiendo rápidamente protagonismo político hasta llegar a ser solo una figura burocrática, ganado cada vez menos acceso a Hitler y su principal entorno.

En julio de 1944 Ribbentrop sufrió un duro golpe de sus enemigos en la jerarquía nazi cuando se descubrió la participación de numerosos diplomáticos en la conspiración contra Hitler, siendo acusado por Martin Bormann de no haber ejecutado una eficaz “depuración” de su Ministerio. Ante ello, Ribbentrop debió aceptar que funcionarios de las SS purgaran el cuerpo diplomático, perdiendo más influencia ante Hitler. Después de este episodio Ribbentrop trató vanamente de influir para llegar a un cese de hostilidades con la Unión Soviética; inclusive cuando en febrero de 1945 el jefe máximo de las SS, Heinrich Himmler, inició gestiones ante el conde sueco Folke Bernadotte para una paz separada de Alemania con británicos y estadounidenses, Ribbentrop ni siquiera fue informado. Ribbentrop acudió a la celebración del último cumpleaños de Hitler en Berlín el 20 de abril de 1945, cuando las tropas soviéticas ya habían iniciado su ofensiva contra la capital alemana pero Hitler rehusó concederle una entrevista. Ribbentrop abandonó Berlín poco después y marchó a Hamburgo. La noche del 14 de junio de 1945 Ribbentrop fue arrestado en Hamburgo por agentes de espionaje del Ejército británico mientras estaba escondido en una pensión. Ribbentrop fue llevado al Juzgado en Núremberg y acusado por crímenes de guerra, crímenes contra la paz y genocidio. Las acusaciones principales declaraban a Ribbentrop responsable de convencer a los países satélites del Reich de deportar a los judíos a Alemania para ser después exterminados, vulnerar maliciosamente tratados internacionales para forzar una guerra europea, y promover deliberadamente crisis internacionales para pretextar agresiones bélicas de Alemania. Durante el proceso Ribbentrop se defendió alegando desconocer los planes del Tercer Reich y atribuyendo toda la culpa de ello a Hitler, pero tal argumento fue desestimado al obtenerse documentos donde se mostraba el pleno conocimiento y apoyo de Ribbentrop a los planes de Hitler. Ribbentrop fue condenado a muerte y resultó el primer líder nazi en ser ejecutado en la horca la madrugada del 16 de octubre de 1946. En 1953 fueron publicadas sus memorias.

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Ernst Kaltenbrünner (1903 – 1946) fue un abogado austriaco y general de las SS durante la Segunda Guerra Mundial. Fue sucesor de Reinhard Heydrich como Jefe de la Gestapo y la Oficina Central de Seguridad del Reich (RSHA), y por ello se convirtió en un íntimo colaborador del Reichführer de las SS Heinrich Himmler desde 1942 hasta 1945, cuando terminó la Segunda Guerra Mundial. Capturado por las tropas norteamericanas, fue puesto a disposición del Tribunal Militar Internacional y sería procesado durante los Juicios de Núremberg bajo las acusaciones de Crímenes de guerra y Crímenes contra la humanidad. Fue encontrado culpable y condenado a muerte, siendo colgado en la horca el 16 de octubre de 1946. Kaltenbrünner nació en 1903 enRied im Innkreis (Alta Austria, entonces parte del Imperio Austrohúngaro). Hijo de un abogado, se licenció en derecho por la Universidad de Graz en 1926. Dotado de una personalidad exhaustivamente activa, era muy tenaz en sus gestiones y un verdadero perro de presa para sus adversarios. Además, medía más de dos metros, tenía una cicatriz que lucía orgulloso y que le confería un aspecto aún más feroz. Fue muy temido por los dirigentes nazis en la cúspide de su carrera. Habiendo ejercido de abogado durante sus primeros años en Linz y Salzburgo, en el año 1932 se afilió a las Schutzstaffel (SS) de su país natal, con el número 13.039. En estos momentos participaría activamente en la anexión de Austria (Anschluss) con la Alemania nazi en 1938. Tiempo después fue ascendido a la Dirección tanto de las SS como de la Gestapo en Viena y con ámbito en gran parte de lo que había sido Austria. Así, en poco tiempo fue ascendiendo rápidamente en la escala del poder nazi.

Reinhard Heydrich fue asesinado en Praga (1942) en el marco de la Operación Antropoide, quedando vacantes sus cargos; Por ello, el 30 de enero de 1943, Himmler le otorgó a Kaltenbrunner la jefatura de la Oficina Central de Seguridad del Reich y de la SD, nombrándole con el grado de general y convirtiéndole así en su mano derecha. También ocupó la presidencia de la Interpol, de la que Heydrich también había sido presidente hasta su muerte. Si bien no demostró ser más astuto que Reinhard Heydrich, sí era un incansable perseguidor de objetivos. Su tenacidad e incisiva gestión incluyó incluso el intento de asesinato del médico personal y protegido de su superior, el doctor Félix Kersten, por sospechas de traición y colaboracionismo con la resistencia. A finales de año organizó los preparativos para llevar a cabo la Operación Long Jump, un intento de asesinar a los líderes aliados (Stalin, Churchill y Roosevelt) durante la Conferencia de Teherán, en noviembre de 1943. No obstante, toda la Operación acabaría siendo descubierto por la Inteligencia soviética y el plan fracasó. Tras el intento de atentado contra Hitler el 20 de julio de 1944 ejecutado por Claus von Stauffenberg, acumula más poder por haber sido él el responsable de las investigaciones ejecutivas y posteriores detenciones de los culpables, obteniendo el reconocimiento personal del Führer. Fue responsable directo de las ejecuciones del pastor Dietrich Bonhoeffer, sus cuñados Hans von Dohnanyi y Rüdiger Schleicher y toda la plana mayor del complot, como el almirante Wilhelm Canaris. En diciembre de 1944 recibió la Cruz de Caballero de la Cruz al mérito de guerra,  como premio por sus servicios al Reich. El 18 de abril de 1945, con la debacle militar de Alemania en la guerra, Himmler nombró a Kaltenbrunner como Comandante en Jefe de las fuerzas alemanas que quedaban en el sur de Europa. Kaltenbrunner reorganizó sus agencias de inteligencia como unared secreta. Además, dividió los subcomandos de Otto Skorzeny, jefe de las unidades de sabotaje, y los de Wilhelm Waneck, que se mantuvo en contacto no sólo con Kaltenbrunner, así como otros centros en Alemania, sino también con el resto agentes en las capitales del sur de Europa.

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Detenido el 15 de mayo de 1945 por fuerzas de EE.UU., fue puesto a disposición del Tribunal Militar Internacional y sería juzgado en Núremberg. En este sentido, las fotografías presentadas en Núremberg por el testigo español y ex-combatiente republicano, Francisco Boix, mostraban a Kaltenbrunner visitando el campo de Mauthausen y resultaban una prueba de hasta qué punto había estado implicado directamente en algunos de los aspectos más siniestros de las políticas nazis. Por otro lado, muchos de los cargos y acusaciones formuladas en su contra lo eran por el legado de las anteriores gestiones del difunto Reinhard Heydrich. Y como Jefe de la Oficina Central de Seguridad del Reich ello implicaba que tuviera directo conocimiento o responsabilidad de otro gran número de crímenes e incidentes, como el asesinato en masa de civiles en los territorios ocupados a manos de los Einsatzgruppen, la deportación de los ciudadanos de los países ocupados por el trabajo forzado y la disciplina de los Trabajos forzados, la ejecución de comandos y paracaidistas capturados, como también la protección de los civiles que lincharon a aviadores aliados derribados, la deportación de civiles de países ocupados a Alemania para ser juzgados en secreto y fusilados, la ejecución y confinamiento de personas en Campos de concentración por los delitos presuntamente cometidos por sus familiares, la incautación y expolio de bienes públicos y privados, y el asesinato de prisioneros en las cárceles de la Gestapo y la SD. El 1 de octubre de 1946 fue condenado a morir en la horca por los cargos de Crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra. La sentencia se ejecutó el 16 de octubre de 1946. Kaltenbrunner, que a su vez odiaba al embajador Von Papen, llegó a minimizar la importancia de los informes para no dar crédito a la operación organizada por su rival. Hasta el bombardeo aliado de Sofía, sucedido el 15 de enero de 1944 y que provocó cuatro mil víctimas entre la población civil, no se hizo evidente la efectiva importancia de las informaciones proporcionadas por el espía: este había fotografiado dos semanas antes un telegrama que informaba sobre el ataque. Elyesa Bazna recibió en pago por sus servicios unas 300.000 libras esterlinas, que eran en su gran mayoría falsas.

En abril de 1944, Cicerón huyó de Ankara al pasarse a los aliados la secretaria de su enlace en la embajada alemana, L. C. Moyzisch. Al finalizar la guerra se dedicó a los negocios, invirtiendo las libras esterlinas que le habían dado los alemanes, pero quebró al descubrirse que estas eran falsas. Entonces, el ex espía se trasladó a Alemania Occidental y en 1954 pidió al canciller Adenauer una indemnización por los servicios prestados a su país durante el conflicto, cosa que no logró. Luego, con ayuda de un conocido abogado, demandó al gobierno federal pretendiendo ser resarcido por los daños causados por la “estafa urdida contra él por los servicios secretos del Tercer Reich”, pero tampoco tuvo éxito. Pasó sus últimos años en la pobreza, en Múnich, trabajando como comisionista. Varios libros y películas sobre Cicerón vieron la luz en el curso de los años, e incluso él mismo escribió una especie de autobiografía (Yo fui Cicerón), donde relata sus actividades como espía. El film más conocido sobre el tema esOperación Cicerón, protagonizado por James Mason y dirigido por Joseph L. Mankiewicz, en 1952. Estamos en 1943. Como una sombra furtiva Cicerón se disponía a fotografiar los documentos del embajador británico. No tiene tiempo de echarles una mirada y es preciso volverlos a su lugar cuanto antes. Cuando ha terminado vuelve al dormitorio principal, abre la puerta y presta atención. El durmiente respira con cadencia. Cicerón pone los documentos en su sitio. El hombre que duerme es el embajador de Su Majestad británica en Ankara, sir Hugh Knatchbull— Hughessen que, por razón de su cargo, recibe de modo regular, en aquel año crucial para la suerte de su país, documentos ultraconfidenciales. La sombra furtiva, Cicerón, el ladrón de los documentos contenidos en la gaveta del embajador es uno de los espías más extraordinarios de todos los tiempos. Es el que pondrá al alcance de Hitler todos los grandes secretos de los Aliados, incluyendo el secreto del desembarco en Normandía. Estamos en octubre de 1943 y Turquía permanece neutral. En su modesto dormitorio de criado, en el piso bajo, Elyesa «Cicerón», se repone de sus emociones. En su cuarto esconde el equipo de fotógrafo-espía. En la lámpara de sobremesa coloca una bombilla de 100 watios. En su armario unas varillas metálicas sirven de soporte para su cámara fotográfica. Bajo ese soporte improvisado los documentos reciben la potente luz de la lámpara de 100 watios.  Cicerón piensa en sus muchos paseos furtivos por el interior de la casa del embajador. Es un hermoso edificio que se levanta en la colina de Cancaya, una auténtica mansión señorial a la inglesa, situada donde la ciudad limita con la estepa de Anatolia. Al lado de la residencia se encuentra el edificio de la embajada. Pero sir Hugh prefiere trabajar en su casa, facilitando el espionaje de Cicerón.

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El despacho de sir Hugh se encontraba justamente encima de la cocina. El cuarto de Cicerón en el piso bajo cerca del «office». En los dos pisos principales los pasillos son largos, cubiertos por mullidas alfombras. Dos escaleras conducen a las plantas superiores. Los dormitorios se encuentran en el segundo piso: el del embajador, el de su esposa y el de su hija, con los correspondientes cuartos de baño. Cicerón es hombre de rápidas decisiones, pero concienzudo en sus actos. A partir del día en que tomó posesión de su puesto, comenzó a calcular el tiempo que tardaba en desplazarse de una habitación a otra. Ayuda de cámara modelo, Cicerón tomó gustosamente a su cargo la obligación de preparar el baño de Su Excelencia, después de percatarse que sir Hugh era aficionado a los baños prolongados. Así, mientras dispone la ropa del embajador, el ayuda de cámara disfruta de total impunidad en la habitación. También ha previsto Cicerón el buen uso que en caso de necesidad puede hacer de los dos enormes cuadros con los retratos de los reyes de Inglaterra que presiden el vestíbulo del piso bajo: En un apuro podrían servir de momentáneo escondrijo para objetos de poco espesor, como documentos. Elyesa ha tenido una vida bien agitada. Ahora recuerda su lejana infancia, en Prístina, a 360 kilómetros de Belgrado, lugar donde vino al mundo el 28 de julio de 1904. Algunos pretenden que vio la luz del día en Skoplje y que su verdadero nombre es Verasevitch. Su abuelo, Tahir, ostentaba la dignidad de «pachá» en el viejo imperio otomano, y su padre, Hafiz Yasar, fue profesor de religión musulmana. Pero cuando la vieja Turquía se vino abajo y Prístina pasó a formar parte del reino de Servia, toda la familia se trasladó a Salónica primero, y después a Estambul. El futuro Cicerón entró en la escuela militar de Fatih, que frecuentaban los jóvenes de las mejores familias. Pero el adolescente se mostró refractario a la disciplina y su padre hubo de retirarlo de la academia militar.

Después de la guerra de 1914-1918, los ejércitos franceses, italianos e ingleses, ocuparon el territorio turco. Elyesa se enroló como trabajador auxiliar en una unidad de transporte francesa. Allí le enseñaron a conducir automóviles, pero su camión terminó en el fondo de un barranco. Despedido por los franceses, pasó al servicio de los ingleses, como chófer de un capitán británico. Cierto día un oficial francés dejaba su moto aparcada frente a la casa de los padres de Elyesa. El joven mecánico aprovechó para saltar sobre la máquina, partir veloz, y bajar rodando por una calle en escalera. Elyesa fue detenido por la policía turca. En la cárcel, un guardián le ordena que friegue el suelo de su celda. Elyesa logra arrebatarle su pistola y escapar. Recapturado una hora más tarde por los franceses, consigue escapar una vez más, pasando a través del tragaluz de los lavabos. El inquieto muchacho vagabundea por Estambul. En la estación de Yenikapi un soldado francés duerme tendido en un banco. Elyesa es detenido en el momento en que intentaba robarle la pistola. Un tribunal militar francés le condena a tres años de presidio, que deberá cumplir en Francia. Pero antes de los tres años es puesto en libertad. Se coloca en las fábricas Berliet de Marsella donde aprende el oficio de ajustador en el área de camiones pesados. De regreso a Estambul, es nombrado jefe de taller del parque automovilístico de la ciudad. También es jefe de brigada en los bomberos de Yozgat. Pero tiene pendiente el servicio militar. Ingresa en filas y es nombrado chófer de Ala Saít Pachá, inspector del Primer Grupo de ejércitos. Más adelante comienza a trabajar como taxista, pero sin mucho éxito. El embajador de Yugoslavia, Jankovic, busca un chófer. Elyesa se presenta a solicitar la plaza. Por entonces habla cinco lenguas. Además del turco habla el francés, el croata y se defiende en griego y alemán. Mientras está al servicio del embajador yugoslavo contrae matrimonio. Su mujer le da cuatro hijos. Cicerón, se aficiona a la fotografía y toma a sus hijos como modelos. De momento se trata de un pasatiempo. Durante siete años sigue al servicio del embajador. Vuelve a su vieja afición artística y prueba fortuna como cantante. Su concierto de presentación tiene lugar en Estambul, en los locales de la Unión Francesa. Resulta un total fracaso. Tiene que volver a su trabajo como criado y su nuevo amo es el agregado militar de la embajada de los Estados Unidos. Nueva colocación. Esta vez en casa del consejero Jenke, de la embajada alemana, cuya esposa es hermana de Ribbentrop. Seguirá en este puesto durante todo el año 1942 y comienzos de 1943.

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En la embajada alemana inicia su entrenamiento como espía, leyendo a escondidas todos los papeles de servicio que caen en sus manos. Pero es más curiosidad que auténtica vocación de agente secreto. En esa época el espionaje estaba a la orden del día. Elyesa, para probarse a sí mismo, llega incluso a fotografiar algunos documentos. Un día, por razones de economía, o porque sus amos alemanes no confían en él, es puesto bruscamente en la calle. Es una época dura, en la que no hay tiempo para lamentaciones. Cicerón sigue coleccionando embajadas: Después de las de Yugoslavia, Estados Unidos y Alemania, ahora es la de Su Majestad Británica. Sigue también fotografiando documentos. Pero piensa que es hora de sacar partido a su afición. Un nuevo camino se abre ante él, con la perspectiva de suculentas ganancias. Sabe que es un juego aventurado, pero acepta los riesgos. Su colocación en la embajada inglesa la consiguió mediante la sección de anuncios por palabras de los periódicos. Poco después de haber perdido su puesto en casa del consejero Jenke, leía la siguientes oferta: «La embajada británica busca chofer para el primer secretario». Elyesa se presentó en el domicilio del primer secretario, Mr. Douglas Busk y fue aceptado. Al poco tiempo iniciaba unas relaciones íntimas con la niñera que cuidaba de los hijos de los Mrs. Busk, una hermosa morena que respondía al nombre de Mara. Pronto se percata el aprendiz de espía que en casa de los Busk tiene poco que hacer. Se entera de que el embajador sir Hugh Knatchbull-Hughessen necesita un ayuda de cámara, y consigue hacerse recomendar por su amo, el primer secretario. La enamorada Mara no es extraña a la maniobra. Elyesa está firmemente decidido: seguirá la carrera de espía. Pero se da cuenta de que le falta práctica. Así que aprovecha sus visitas clandestinas a la bella Mara, en casa del primer secretario, para entrenarse. Mientras ella le prepara la cena, el futuro Cicerón aprovecha para fotografiar alguna fruslería en el despacho de Mr. Busk. Elyesa se da cuenta de que el edificio del embajador es un magnífico campo de operaciones. Observa que los documentos y telegramas que han de ser examinados personalmente por sir Hugh son llevados a casa de éste en unas valijas rojas. Los papeles de especial importancia van en una cartera negra. Los legajos corrientes permanecen en el local de la embajada.

Los documentos secretos o confidenciales son custodiados en casa del embajador, en estuches de color rojo. Durante el día permanecen sobre la mesa de despacho de éste y por la noche son encerrados en un arca acorazada. La cartera negra, con su tesoro de documentos «top secret» suele permanecer casi siempre sobre la mesilla de noche en el dormitorio del embajador. Sir Hugh tiene el sueño difícil y toma somníferos. Es la gran ocasión del novel espía. Cicerón ha llegado a convertirse en un maestro del escamoteo y su osadía llega a la temeridad. Cierta mañana llega a tomar, en las propias barbas del embajador, las huellas de las llaves que éste guarda celosamente. Cicerón se hace construir un duplicado del juego de llaves; tanto de las que corresponden a las valijas rojas, como de la llave de la misteriosa cartera negra. El trabajo lo realiza un cerrajero amigo, de los tiempos en que Elyesa trabajaba como mecánico en el parque municipal de Estambul. A Cicerón no le mueve el gusto a la aventura, ni tampoco su amor a la patria turca. Pone en peligro su vida por pura y simple afición al dinero. Más tarde confesará que al acariciar los gruesos fajos de billetes sentía «un estado de intensa exaltación, que le hacía desear ser dueño de sumas todavía más grandes». No es extraño por tanto, que procure engrosar por todos los medios su cosecha de secretos diplomáticos para convertirlos en dinero contante y sonante. El 26 de octubre de 1943 debuta en su nueva carrera. Logra hacerse con la fotocopia de una lista con los nombres de todos los agentes británicos en Turquía, y decide ofrecerla a los alemanes. Sabe que habrá de tratar con Albert Jenke, su antiguo amo, y cuñado de Ribbentrop, que un día le despidiera por «demasiado curioso». A las seis de la tarde, finalizada su jornada de trabajo, Elyesa se encamina al boulevard Ataturk con su rollo de película en el bolsillo. Franquea la verja que rodea el cuidado jardín de la embajada alemana y al cruzar la monumental puerta de hierro forjado es reconocido por el portero que antaño fuera su compañero. Albert Jenke era contratista de obras antes de que su parentesco con Ribbentrop le abriera las puertas de los servicios diplomáticos del Reich. Es un hombre de negocios, que bordea el medio siglo. Cicerón, que no está habituado a los tratos «a alto nivel», cuando se encuentra frente a su antiguo amo, balbucea torpemente, se interrumpe, farfulla algunas palabras sin sentido y acaba por soltar una parrafada de lugares comunes en honor de Alemania y de Turquía «países a quienes une tan estrecha amistad».

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El alemán no parece impresionado por aquel alarde de oratoria patriótica. En vista de lo cual Cicerón decide plantear el asunto sin más rodeos: «Con mi Leica puedo fotografiar los más secretos documentos de la embajada inglesa. Estoy dispuesto a vender mis películas a quien interese comprarlas». Ahora sí; Jenke parece impresionado: «¿Ha traído alguna película consigo?» La mercancía le quema las manos, pero el instinto le dice que hay que dar largas al asunto. Contesta que sí tiene las películas y que está dispuesto a ceder dos rollos por la bonita suma de 20.000 libras; las siguientes entregas serán a 15.000 libras por cada rollo. Jenke no da crédito a lo que oye. Es muchísimo dinero para aquella época. Ni siquiera un cuñado de Ribbentrop puede arriesgar tamaña cantidad. Sin embargo, la cosa podría valer la pena. Cicerón siente que ha dominado la situación. Al despedirse deja caer sus últimas palabras al descuido: En cualquier caso, pueden otras embajadas interesarse por una información que les llegue tan impensadamente. Cicerón pisa terreno firme. Posee una buena mercancía y si los alemanes la quieren, tendrán que pagar por ella. Jenke quisiera cerrar el trato. De todos modos si la embajada compra será después de que se compruebe que las películas contienen una información realmente extraordinaria. Cicerón lo considera muy justo. Mostraré los documentos. Pero quiere ver el dinero. El alemán parece dudar. El espía aguarda. Al final, Jenke no se atreve a decidir por sí mismo. La embajada es rica, pero la responsabilidad es demasiado grande: «Mañana pondré a Vd. en contacto con alguien que se ocupará del asunto». Al día siguiente pone en antecedentes a uno de los adjuntos de la embajada, el agregado Moyzisch, que será quien sondee al espía. Moyzisch penetra en un salón poco iluminado. Sentado en un sillón le aguarda un hombre de unos cincuenta años, de cabello negro y mirada fosca. Más tarde declarará que al primer golpe de vista la faz del espía le pareció «la de un payaso sin maquillar, la de un hombre habituado a disimular sus sentimientos, al que se sorprende en un momento de descuido».

Moyzisch, es un hombre de poca estatura, delgado y de ojos negros. Es de origen austríaco. Se cubre con el cargo de agregado comercial, pero en realidad pertenece a las SS, con el grado de Obersturmbannführer. «Tengo una oferta para Vds. —dice Cicerón—. Mejor dicho, un negocio que proponerles. Pero antes de seguir hablando necesito una seguridad: Vd. me tendrá que dar palabra de que en cualquier caso, acepte o no, jamás hablará a nadie de lo que tratemos, excepción hecha del embajador y del Sr. Jenke. Cualquier indiscreción por su parte pondría en peligro mi vida. Pero Vd. perdería la suya. De ello me encargaría yo personalmente, así hubiera de ser la última de mis acciones en este mundo». Después el espía pasa a hablar de negocios: «Lo que yo ofrezco es importantísimo para su gobierno. Puedo procurar a Vds. documentos secretos, me atrevo a decir que los más secretos del mundo. Estos documentos proceden directamente de la embajada británica. Reconozco que quiero sacar dinero de ellos, muchísimo dinero. Mi trabajo es peligroso; si me pescaran. Quiero veinte mil libras. Esterlinas, se entiende». Moyzisch escucha a Cicerón, y a juzgar por su respuesta no parece convencido. “Una cosa que valga 20.000 libras tiene que ser verdaderamente extraordinaria. Jamás Berlín consentirá en pagar esa suma“. “Esto es asunto suyo —replica tranquilamente Cicerón—. Le doy tres días para estudiar mi propuesta. Creo que es tiempo suficiente para que Vd. pueda hablar con su jefe ypara que éste reciba instrucciones de Berlín. Dentro de tres días, el 30 de octubre, yo llamaré a su oficina. Preguntaré si se ha recibido carta para mí. Mi nombre será «Pedro». Si me contestan que «no», Vd. jamás volverá a verme. Si la respuesta es «sí», significará que aceptan mi oferta. En cuyo caso le veré ese mismo día a las diez de la nocheNos veríamos en el patio trasero de la embajada, cerca del pabellón del jardinero, en el cobertizo de las herramientas. Vd. traerá el dinero: Veinte mil libras en billetes de banco. Yo entregaré a Vd. las dos bobinas. Mientras las revelan y Vd. las examina yo esperaré. La embajada arriesga 20.000 libras, pero yo arriesgo mi vida. El dinero me será entregado después de comprobarse que las películas lo valen. Si les parece que mi primera entrega es conforme, podré prepararles otras remesas. Por cada nuevo rollo habrán de pagar 15.000 libras?”.

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La seguridad de Cicerón acabó por impresionar al falso agregado comercial. Cicerón puntualiza algunos detalles: La embajada tendrá que facilitarle una nueva cámara fotográfica; y cada vez que entregue nuevas películas impresionadas habrán de procurarle película virgen para sustituirlas. No quiere que la compra de material fotográfico en cantidad desusada pueda despertar sospechas. En el momento de despedirse Cicerón murmura: «Permítame que me presente: Soy el ayuda de cámara del embajador de Inglaterra». Al día siguiente, 27 de octubre, Moyzisch redacta un informe y tiene un cambio de impresiones con Jenke. En vista de lo exorbitante de las pretensiones del espía, el consejero decide que Moyzisch debe dar cuenta a von Papen. “Pudiera ser una trampa —opina Moyzisch ante von Papen—. Quizás han pensado incluso en entregarnos documentos auténticos, para hacernos luego tragar alguna formidable falsificación. En el mejor de los casos, es decir, aunque se trate de un espía «honrado», y no anden los ingleses de por medio, si el asunto llegara a descubrirse, la polvareda que se levantase podría tener consecuencias muy desagradables para la embajada“. Von Papen lee el borrador de las conclusiones de Moyzisch, enmienda alguna frase y firma. El texto es inmediatamente cifrado y enviado a Berlín por telegrama en la mañana de aquel mismo 27 de octubre. Una hora después llega a poder de Ribbentrop: «Al ministro de Asuntos Exteriores del Reich. Personal. Asunto de interés nacional. Hemos recibido oferta empleado embajada británica Ankara que se declara ayuda de cámara del embajador. Dice podernos facilitar fotocopias de documentos originales secretos. Para primera entrega el 30 de octubre exige 20.000 libras esterlinas. Para cada nuevo rollo de películas 15.000. Rogamos indiquen si hemos de proseguir asunto. Caso afirmativo suma necesaria debe ser enviada en valija diplomática día 30 octubre. El supuesto ayuda de cámara tuvo hace años el mismo empleo en casa del cónsul Jenke. Ninguna otra referencia del individuo. Firmado Papen».

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Cuarenta y ocho horas después, es decir, el 29 de octubre, Ribbentrop envía su respuesta: «Al embajador von Papen. Personal. Asunto secreto. Sigan asunto del ayuda de cámara de embajada británica, pero mantengan prudencia. Correo especial llegará Ankara día 30 por la mañana. Inmediatamente después de recibir documentos envíen informe. Firmado Ribbentrop». El 29 de octubre es un día de mucho trabajo para el ayuda de cámara del embajador. Turquía, nación no beligerante, celebra su fiesta nacional. Desde la víspera las recepciones oficiales se suceden unas a otras. El embajador británico no hace sino cambiarse de traje. Por la mañana recepción del Cuerpo diplomático por el presidente Inonu; por la tarde, gran parada militar en el hipódromo de Ankara. Cuando el embajador abandona sus habitaciones vestido de punta en blanco, Cicerón va a poner un poco de orden y a dar un repaso de limpieza. Bajo el trapo del polvo lleva escondida, por supuesto, su cámara fotográfica. Llega el día de la cita. El día antes ha sacado la fotocopia de dos telegramas secretos. Al atardecer, Cicerón, después de dejar a su amiga en la casa de Mr. Busk, regresa a la embajada. En cuanto su amo vuelve la espalda, penetra en el despacho, toma del interior de los estuches algunos documentos al azar, y mientras el embajador permanece en el comedor, se retira discretamente a su habitación para dedicarse a las labores fotográficas. Hasta las habitaciones del embajador, el camino parece interminable. Cicerón lleva los papeles comprometedores ocultos entre la camisa y el chaleco. El embajador se cruza con Cicerón; acaba de salir de su despacho y está de pésimo humor. ¿Acaso ha notado algo anormal en el contenido de las preciosas valijas? Falsa alarma. Elyesa vuelve a poner en su sitio los peligrosos documentos. Dos horas más tarde, Cicerón abandona a escondidas la embajada para acudir a su cita con Moyzisch. No lleva consigo el rollo que acaba de impresionar. Y sin embargo, hubiera valido la pena. Eran unos documentos de importancia excepcional. Nada menos que los últimos informes sobre la conferencia de Moscú. Precisamente cuando Cicerón concertaba su entrevista con Moyzisch, a las tres de la tarde del 30 de octubre, concluía la conferencia de los ministros de Asuntos Exteriores que desde el anterior 18 de octubre se estaba celebrando en Moscú.

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Aquella misma tarde Sir Hugh recibía un cable ultrasecreto en el que se le comunicaba las condiciones impuestas por los rusos: Molotov, Ministro ruso de Asuntos Exteriores, exige un inmediato desembarco en Francia a fin de precipitar en lo posible el desenlace de la guerra. También pide a sus aliados que procuren convencer a Turquía para que entre en la guerra y que emprendan una firme acción cerca de Suecia para que ésta consienta la instalación de bases rusas en su territorio. A sir Hugh se le encarga la parte del programa que concierne a Turquía. Al final del telegrama se dice que Anthony Edén en su viaje de regreso a Inglaterra se detendrá en El Cairo. El embajador debe concertar una entrevista con el ministro de Asuntos Exteriores turco Numan Menemencioglu para el día 4 de noviembre. A las 21 horas con cincuenta minutos Cicerón se introduce en el patio trasero de la embajada alemana por un hueco de la cerca. Hace frío pero la noche está despejada. Cicerón se escurre a lo largo del muro y se aproxima al pabellón de una sola planta que ocupa el jardinero. Moyzisch comparece dos minutos antes de la hora fijada: Los dos hombres atraviesan el patio sin decir palabra y penetran en el edificio de los Servicios de seguridad. No hay una sola luz encendida; la oscuridad es total. Para Cicerón el envite es fenomenal. Se ha metido a sabiendas en la boca del lobo, sin saber siquiera si saldrá vivo de la aventura. Le tranquiliza, en parte, el convencimiento de que sus promesas tienen engolosinados a los alemanes. Después de un instante de vacilación el alemán se acerca a la caja de seguridad. Moyzisch, saca el dinero de la caja. Por la tarde von Papen le ha entregado 20.000 libras esterlinas en fajos de diez, veinte y cincuenta libras. El dinero va envuelto en papel de periódico. Cicerón alarga el brazo y muestra dos rollos de película de 24x 36 milímetros. Moyzisch deshace el paquete, ordena los fajos sobre una mesa y cuenta los billetes: 20.000 libras esterlinas. Después, con gesto rápido, vuelve a meter el dinero en la caja de caudales y cierra ésta. La voz de Moyzisch se hace estridente: «¡A ver las películas! Le daré el dinero cuando haya visto lo que hay en ellas. Vd. espere aquí mientras yo las revelo. En seguida terminaré. El dinero está dispuesto. Si no quiere esperar, tome sus rollos y márchese».

Cicerón tiene que aceptar. Moyzisch penetra en una habitación inmediata, donde aguarda un fotógrafo profesional, especialista en el descifrado de claves. La espera no se prolonga más de quince minutos. A Cicerón le parecen horas. La puerta se abre súbitamente. Moyzisch va directamente a la caja de caudales, saca el dinero y se lo entrega a Cicerón. Antes de marcharse Cicerón recuerda al alemán que necesita una nueva cámara fotográfica, película virgen y un revólver. Después se despide. «Yo no salía de mi asombro», escribía más tarde Moyzisch. «Allí estaban, sobre mi mesa de trabajo, los más íntimos secretos políticos y militares del enemigo. Y no había trampa posible: Eran documentos auténticos, de valor incalculable. El sueño imposible de cualquier agente secreto. Me daba cuenta que el servicio que aquel criado acababa de prestar al Reich era de una importancia trascendental. El precio pagado resultaba bajo». Los dos rollos de película contenían cincuenta y dos negativos. Algunos de los documentos de fecha recientísima; menos de una semana. Eran mensajes intercambiados entre el Foreign Office y la embajada de Ankara: Instrucciones, demandas de información y las respuestas a las mismas. Entre los documentos los había de decisiva importancia militar o política. En el ángulo izquierdo de cada papel un impresionante sello: «Secreto y Altamente Confidencial». Moyzisch va en busca de von Papen. El embajador reflexiona: «Es un tesoro inestimable. Increíble. Debe tratarse de una trampa endiabladamente bien urdida. Voy a informar al ministro de Asuntos Exteriores».  En aquel 31 de octubre de 1943, Elyesa Bazna fue oficialmente promovido a «Cicerón»: «La criatura debe ser bautizada —dice von Papen—. A efectos de correspondencia hemos de dar un nombre a nuestro agente. Puesto que los documentos que nos procura son tan elocuentes, le llamaremos Cicerón». Al anochecer del mismo día tiene lugar la segunda entrevista Cicerón-Moyzisch. El encuentro será muy breve. Moyzisch ha traído el revólver prometido. Cicerón entrega la película con los documentos referentes a la conferencia de Moscú. En adelante Cicerón llevará una doble vida.  El ritmo de las entregas de fotocopias se regulariza. Las libras esterlinas se acumulan bajo la alfombra del cuarto de Cicerón. Este pone bajo su cámara fotográfica cuanto papel cae en sus manos. En su afortunada caza, Cicerón consigue apoderarse de algunos documentos que llevan la firma del propio Premier, Winston Churchill.

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Las diez de la noche es la hora habitual de las citas. Pero los encuentros son en otro lugar: Cicerón ve a Moyzisch en el propio automóvil de éste. Moyzisch, conduciendo por sí mismo, dirige su Opel a algún punto de la ciudad previamente convenido. Generalmente es una esquina de la calle Akay, en el barrio de Kocatepe. Al avistar a Cicerón el alemán disminuye la marcha y el espía sube de un brinco al coche, que parte a toda velocidad. Mientras el automóvil da vueltas por las oscuras calles de los barrios extremos, Cicerón, acurrucado en el asiento trasero, busca a tientas el paquete con el dinero y deja en su lugar el rollo de película. De modo tan simple llega a poder de los alemanes un completo informe sobre la conferencia que los dirigentes aliados han celebrado en Teherán en los días 28 de noviembre al 1 de diciembre. El 4 de noviembre llega a Berlín otro correo especial, portador esta vez de 200.000 libras en billetes ingleses. Al día siguiente Cicerón recibe, previa cita, 30.000 libras a cambio de una nueva «partida». El 7 de noviembre Moyzisch es convocado desde Berlín por el subsecretario de Asuntos Exteriores, von Steengracht. Deberá traer consigo todos los «documentos Cicerón». Son, en conjunto, 112 clichés originales con sus ampliaciones. El 8 por la mañana el funcionario alemán parte por vía aérea hacia Sofía. En la capital búlgara le espera un avión especial para conducirle a Berlín. Este avión ha sido dispuesto por orden del general de las SS Kaltenbrunner, jefe de los servicios secretos controlados por la Gestapo, cuya tenaz pugna con Ribbentrop es notoria. Kaltenbrunner desea examinar los documentos antes de que éstos sean vistos en el Ministerio de Asuntos Exteriores. El capitoste de la policía nazi inclina su faz sembrada de cicatrices sobre los documentos de Cicerón: «Si estos documentos son auténticos tienen una importancia enorme —reconoce Kaltenbrunner—. Mis expertos los examinarán. A partir de ahora Vd. trabajará a mis órdenes. Y por supuesto yo le enviaré el dinero para pagar a CicerónCuando vea a Ribbentrop basta que le diga que ha hablado conmigo. En cuanto regrese a Ankara recibirá mis instrucciones».

El 9 de noviembre por la mañana Moyzisch se presenta en la sede del Ministerio de Asuntos Exteriores. Es recibido por el subsecretario von Steengracht y por von Altenburg, que se hacen cargo de los documentos. Ribbentrop, que detesta a Moyzisch, y mucho más a su jefe von Papen, se digna admitirlo a su presencia cuarenta y ocho horas más tarde. Ribbentrop está furioso contra Kaltenbrunner. Declara que los documentos no le merecen ninguna confianza, y mucho menos la buena fe de Cicerón. Finalmente, ordena a Moyzisch que permanezca en Berlín a su disposición «hasta nueva orden». El 22 de noviembre, pasados once días, Moyzisch recibe al fin la orden de reintegrarse a su puesto. No ha vuelto a ver a Ribbentrop. El 24 por la noche el funcionario alemán aterriza en el aeropuerto Yesilkóy de Estambul. El 26 se ha reincorporado a su despacho de Ankara. Su próximo envío a la capital berlinesa está constituido por veinte nuevas fotocopias. Destaca entre ellas un radiograma en clave. Este documento tendrá un valor incalculable para los servicios de información alemanes, que gracias a él se adueñan de una de las más secretas claves británicas. También se incluye en el envío la minuta de un importante informe del embajador inglés sobre el estado de las relaciones políticas entre Londres y Ankara y sobre los esfuerzos ingleses por sacar a Turquía de su postura de neutralidad. A primeros de diciembre Moyzisch recibe una comunicación de Berlín «Estrictamente confidencial y para ser abierta personalmente». El mensaje es claro exponente de la guerra sin cuartel que entre sí sostienen los distintos servicios del Reich. En ese mensaje Kaltenbrunner prohíbe terminantemente a Moyzisch que de cuenta a von Papen de cualquier detalle relativo a la operación Cicerón. Moyzisch, no se atreverá a seguir al pie de la letra las instrucciones del jefe de la Gestapo. En un atardecer invernal, Moyzisch y Cicerón se dan cuenta de que son seguidos: Los potentes faros de un automóvil se reflejan en el espejo retrovisor. De momento el alemán no le da importancia ya que, en la oscuridad de la noche, su automóvil es igual a cualquiera de los miles que circulan por Ankara. Pero al fin se rinde a la evidencia: La potente «limousine» que sigue tras de ellos modera la marcha cuando ellos frenan y acelera cuando aumentan la velocidad.

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Moyzisch se lanza a toda velocidad. Virajes temerarios, patinazos. Una loca carrera en las calles desiertas. El rebrillar de los faros del automóvil perseguidor sigue tras de los dos hombres, pálidos de espanto. Moyzisch, con la voz entrecortada, reprocha a Cicerón sus imprudencias, sus continuas llamadas telefónicas, algunas desde el propio despacho de sir Hugh. Ha sido un insensato. No ha guardado las precauciones más elementales, que un espía jamás debe olvidar. Surge una violenta disputa. El alemán pierde por completo la cabeza. Cicerón le indica que le lleve hasta el barrio de las embajadas. Piensa lanzarse del coche en marcha. Con las manos crispadas en el volante Moyzisch se dirige al barrio de Cancaya. En una revuelta Cicerón se arroja sobre la calzada. Después de varias vueltas en el suelo, va a dar en un seto, justo en el momento en que el coche perseguidor pasa por su lado a toda velocidad. Cicerón puede vislumbrar la faz de un desconocido. Es una cara «joven y barbilampiña». El espía no la olvidará jamás. Algunas semanas después se cruza con el desconocido en la calle de Agaoglu. Naturalmente, se escurre por la primera esquina. Más tarde llegará a descubrir que se trata de un agente secreto inglés cuyo nombre es Sears. Un día le verá en compañía de una mujer morena, con el pelo cortado en melena, que viste el uniforme británico. Apenas de regreso en la embajada y a medias repuesto de la emoción sufrida, Cicerón —nos dice en sus memorias— «Se impuso la obligación de fotografiar algunos documentos de la valija negra para dominar el miedo». Sin embargo, no consigue recobrar la tranquilidad. Entre los documentos que acaba de reproducir hay un alarmante telegrama para Londres que sir Hugh ha escrito de su puño y letra: «Papen sabe más de lo que sería menester». Los ingleses se han dado cuenta al fin de que son espiados, de que hay una fuga. Al recordar la carrera en automóvil aumenta la inquietud de Cicerón, ¿acaso se sospecha de él? Su amiga Mara, ¿acaso ha denunciado su doble vida para vengarse?. También Moyzisch lucha con sus temores. Después del terrible susto no le quedan ganas de descifrar documentos secretos. Mejor es irse al único cabaret de Ankara a tratar de distraer sus preocupaciones. Dos días más tarde vuelve a ver a Cicerón: «Nos asustamos por nada. De pronto dejaron de seguirme. Tenía que ser algún borracho que se hacía el gracioso».  Pero Cicerón le desengaña: El telegrama de sir Hugh es terminante. Moyzisch cavila sus temores. Tiene otro motivo de preocupación: Kaltenbrunner descubrirá que a pesar de las órdenes recibidas, él ha seguido informando a von Papen.

«Mientras Mara no me haya traicionado…». Cicerón no consigue librarse de sus sospechas. Entre tanto. Mara está verdaderamente furiosa; ha sabido que Cicerón piensa traer a la capital a una sobrina de diez y siete años, la preciosa Esra, con la idea de instalarla en la casa que le tiene puesta a Mara. A pesar de todo, Mara es una amante fiel. Avisará a Cicerón de la llegada a Ankara de unos agentes ingleses del servicio de seguridad. Al espía le remuerde la conciencia: Sospechó de Mara y ésta en cambio le avisa de los peligros que corre. Unos días después Cicerón tiene que servir el té a unos desconocidos que acaban de llegar de Londres. Los recién venidos registran hasta el último rincón de las habitaciones del servicio, examinan las líneas telefónicas, verifican que no existe ninguna derivación. Las autoridades británicas temen que el origen de la fuga esté en la propia embajada. Todas las cajas de seguridad son provistas de un dispositivo de alarma. Pero a Cicerón ya nada le detiene. Quizás su amor desmedido al dinero, quizás la sensación de poder que le procura su peligroso trabajo. En aquellos días Moyzisch contrata una nueva secretaria, una atractiva rubia de veintitrés años, cuyo nombre es Cornelia Kapp. Es hija de un cónsul general alemán educada en los Estados Unidos. En realidad se trata de un agente de los servicios secretos americanos. Se ha infiltrado en la oficina del agregado comercial germano con la misión de descubrir la fuente de información de que disponen los alemanes. Naturalmente, ni Moyzisch ni Cicerón conocen la verdadera Identidad de la hermosa empleada rubia. Se trata de la misma chica teñida de moreno para la ocasión, que vistiendo el uniforme británico, Cicerón vio en compañía de Sears. Cicerón sigue en contacto con Moyzisch, pero,  debido a los nuevos medios de protección puestos en práctica por los ingleses, se ve obligado a interrumpir sus remesas. Una de las medidas de seguridad ha consistido en prohibir que los documentos secretos permanezcan en la valija negra antes o después de que sir Hugh los examine. Cicerón no tiene la menor posibilidad de hacerse con ellos.

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Y sin embargo, sorprendentemente, es entonces cuando Cicerón conseguirá hacer llegar a los alemanes la información más sensacional: El plan del segundo frente y del futuro desembarco en Normandía. A Cicerón le intrigaba una palabra que con gran frecuencia aparecía en la documentación inglesa: «Overlord». En un memorándum de Churchill se decía: «Una eventual amenaza procedente de Turquía nos servirá para presionar a los alemanes y constituirá una apreciable ayuda para la puesta en marcha de «Overlord». También a Moyzisch le choca la continua repetición de esa palabra. Y también en Berlín sienten curiosidad. Una instrucción procedente de la capital germana urge para que, por todos los medios, se intente descubrir el significado de aquella palabra. Cicerón es el primero en adivinar: Se trata del nombre— clave bajo el cual los Aliados ocultan el plan de su más importante operación de guerra. Para Cicerón es evidente que aquel término convencional se refiere al segundo frente, a un desembarco en las costas occidentales de Europa, que los rusos reclaman con insistencia. «Overlord» se convierte en un estribillo repetido una y otra vez. En uno de los telegramas que Cicerón fotografía se dice: «Si Turquía abrazase nuestra causa, quedarían disponibles muchos de los buques de escolta que tan necesarios nos serán para «Overlord». Y en otro documento que cae en sus manos en marzo de 1944: «El general Eisenhower estará al mando de la operación “Overlord”». Cicerón hace partícipe de sus sospechas a Moyzisch: «Overlord» es el nombre de pila de una operación en gran escala sobre la costa francesa de la Mancha. Moyzisch lo comunica a su vez a Berlín. Pero es inútil; no será creído. Para que los alemanes salgan de su ceguera será necesario que llegue el alba del 6 de junio de 1944 y surja frente a las costas de Normandía la colosal armada angloamericana. En tanto llega el futuro día «H», los acontecimientos se precipitan. El 6 de abril, la bella secretaria de Moyzisch abandona su puesto en la embajada germana y desaparece sigilosamente. Después de cumplida su misión abandona la careta y los ingleses se ocupan de ponerla a salvo. La vida de Moyzisch corre grave peligro: Se dice en Berlín que ha ayudado a su secretaria a desertar. En Alemania se lleva a cabo una investigación para determinar su grado de responsabilidad. Caso de poner los pies en territorio germano sería probablemente detenido y fusilado. Los británicos conocen la difícil situación en que se encuentra, y según dice el alemán en sus Memorias, le ofrecieron trabajar para ellos.

También Cicerón siente que la tierra quema bajo sus pies. El 20 de abril de 1944 solicita de sir Hugh autorización para cesar en el servicio. El ayuda de cámara desea regresar a Estambul, cerca de su mujer y de sus hijos. El embajador no ve nada de extraño en la dimisión de su criado y le concede su licencia. Cicerón saca 300.000 libras esterlinas de su escondrijo y las pone en la caja fuerte de un banco. Arroja al mar su cámara fotográfica y se instala confortablemente en el barrio de Maltepe. Entonces empieza a disfrutar del dinero tan trabajosamente ganado. Olvida sus viejos modales, abandona a su sobrina Esra y la sustituye por Ai’ka, una bellísima cantante griega. En junio tiene lugar el desembarco en Normandía. El 2 de agosto Turquía rompe sus relaciones diplomáticas con el Reich. El 31 del mismo mes Moyzisch es confinado en los propios locales de la embajada. No podrá salir de allí hasta el fin de la guerra. Cuando es puesto en libertad se instala en una pequeña localidad del Tirol austríaco, donde encuentra un trabajo como director de los servicios de exportación de una fábrica de productos textiles. Cicerón se aburre; añora las emociones que le procuraba la fotografía clandestina. Intenta convertirse en hombre de negocios, pero le falta inventiva. En 1944 constituye una empresa de compraventa de automóviles; fracasa estrepitosamente. Poco después empiezan sus desdichas financieras. Empieza a correr la voz de que es un estafador que paga sus facturas con billetes falsos. Su caída es vertical. Para vivir tiene que recurrir a toda clase de expedientes. A su madura edad, piensa incluso en volver al canto. Alquila para una noche la sala de cine «Saray» y anuncia un «recital de canto por el famoso divo Elyesa Bazna». Después de la función aparece un individuo asistido por un alguacil del juzgado, que embarga la no muy brillante recaudación. Era un comerciante de Estambul a quien Cicerón debía dinero. La guerra ha terminado. Ribbentrop y Kaltenbrunner serán condenados a muerte en Nuremberg y ahorcados. Von Papen ha sido absuelto y se refugia en algún lugar de Alemania Occidental. Pasan los años y Cicerón cae en el olvido. Es ahora un ser insignificante y humilde que vive en el Zülali Cesme Sokak, un callejón sin salida de los barrios bajos de Estambul. Va a casarse por segunda vez, con una tal Duriet. Pero no tiene dinero.

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Se dirige al consulado de la República Federal alemana. No le reciben; un funcionario subalterno deja caer al descuido que «el consulado no conoce de ningún caso Cicerón». La más negra miseria le amenaza. Cicerón se decide y el 16 de abril de 1954 dirige un memorial al doctor Adenauer, canciller federal en Bonn: «Excelencia, en los años de la guerra yo prestaba mis servicios en la embajada de Alemania en Ankara, y con la intención de ayudar a su país, por pura simpatía hacia la nación alemana, conseguí introducirme en la embajada británica en Turquía. Jugándome la vida, mi libertad y mi honor, presté al Reich servicios eminentes… Solicito una compensación de 2.100.000 marcos. Confío en que el gobierno alemán considere con simpatía este asunto y que la compensación que solicito me será prontamente satisfecha». La respuesta tarda cuatro meses en llegar: «El Ministerio de Asuntos Exteriores lamenta no poder pronunciarse de acuerdo con los términos de su petición». En vista del fracaso, Cicerón procura ganarse la vida como buenamente puede. En una ocasión comparece ante los tribunales, acusado de haber estafado 37.050 libras turcas a un comerciante de Estambul, en un asunto de exportación de sosa cáustica. El tiempo sigue corriendo. Ahora Cicerón tiene ocho hijos: Cuatro de su primer matrimonio y cuatro del segundo. Por motivo de negocios realiza algunos viajes; en la primavera de 1963 se encuentra en Francia. Un periodista galo se entrevista con él: «Nosotros, los levantinos, siempre caemos de pie, aunque a veces no sea sobre un tapiz oriental». El destino extraordinario de Cicerón se ha consumado. Pero al final de su historia persisten tres incógnitas. Los motivos que impulsaron a Cicerón para realizar un trabajo de espionaje que ponía su vida en grave riesgo; el grado de responsabilidad atribuible a sir Hugh, embajador de Su Majestad británica en Ankara; la razón por la cual los dirigentes alemanes no sacaron mejor provecho de la información recibida, que en un momento crucial de la guerra hubiera podido cambiar el curso de la Historia. De acuerdo con los escritos justificativos de éste, el principal  motivo que le impulsó fue el patriotismo: «Al conocer los alemanes los proyectos de Gran Bretaña, hubieran podido contrarrestarlos sin tener que arriesgarlo todo en una batalla decisiva. Al quedar los planes británicos reducidos a la nada, Turquía hubiera reflexionado mucho antes de decidirse a entrar en la guerra al lado de los Aliados. De este modo mi actuación constituía una decisiva ayuda para la causa de la neutralidad de mi país».

Cabe preguntarse por qué Cicerón no entregó las fotocopias al gobierno turco, si era realmente el patriotismo lo que le movía. Por otra parte, su patriotismo hubiera sido mucho más provechoso para su patria si en vez de espiar a los británicos hubiera aplicado sus dotes de espía contra los alemanes, puesto que todo el mundo sabía, en Turquía, que pronto o tarde la nación acabaría entrando en el campo aliado. Ocasión no le faltó, en el tiempo que estuvo colocado como ayuda de cámara del primer consejero de la embajada germana. Cicerón afirma, por otra parte, que jamás dudó del triunfo final de los Aliados. De las declaraciones «a posteriori» de Cicerón hay que destacar un aspecto revelador: Según el propio espía confiesa, casi nunca llegó a conocer el contenido de los documentos que robaba, ya que le faltaba tiempo para examinarlos. No podía saber si su ayuda a los alemanes redundaba a la larga en favor o en perjuicio de su país. Es cierto que, entre las mujeres, Cicerón gusta de representar el romántico papel de espía por deber de patriota aventurero. Ante su sobrina Esra adopta una postura teatral de celoso abogado de su pueblo, «un abogado que ciertamente cobra crecidísimas minutas. Pero por fortuna para el pueblo turco, el dinero de mis honorarios sale de las arcas de un pueblo extraño. No es a los turcos a los que empobrezco». En otras ocasiones Cicerón es más sincero: Cuando habla del miedo que lo atenaza y que debe vencer; cuando habla de su afición al lujo y a la buena vida. Sueña en adquirir una villa elegante en la distinguida estación termal de Bursa y no oculta que «algún día llegará a ser inmensamente rico». Alude con frecuencia el tesoro que esconde en su pobre habitación de criado y que crece como la espuma. Un día afirma: «Seré el espía mejor pagado de todos los tiempos». Sin embargo, sus sueños no se realizarán. Los alemanes le pagan en dinero falso. El Reich se había convertido en un colosal falsificador de moneda y la enorme fortuna recibida por Cicerón a cambio de sus servicios, valorada en 300.000 libras esterlinas, no tenía más valor del que pueda tener un gran montón de recortes de periódico.

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Cicerón fue una más entre las muchas víctimas de la gran estafa conocida por el nombre de operación «Bernhard», la mayor empresa de falsificación de moneda jamás realizada. La Operación Bernhard fue una de las más grandes y exitosas operaciones de falsificación amparadas por el régimen nazi, cuya duración va desde 1942 a 1945. Fue ideada por Reinhard Heydrich, aprobada por Heinrich Himmler y ejecutada por el coronel de las SS Bernhard Krüger. El plan inicial de los nazis consistía en provocar la ruina del comercio exterior inglés mediante la puesta en circulación de enormes cantidades de falsas libras esterlinas en los países neutrales. La falsificación del papel moneda era tan lograda que en varias ocasiones fueron los propios técnicos de Inglaterra quienes dictaminaron la legitimidad de los billetes fabricados por los alemanes. Esta «operación falsa moneda» presentó dos fases: En la primera, es decir, en la llamada «operación Andreas», lanzada por el jefe de las SS Naujocks, la finalidad era la bancarrota de la economía británica. Después de muchos ensayos y merced a un trabajo concienzudo, un equipo de expertos grabadores consiguieron poner a punto una imitación prácticamente perfecta de los billetes legítimos; en 18 meses se llegaron a fabricar 500.000 de aquellos billetes. La caída en desgracia de Naujocks paralizó la «operación Andreas». Proseguida en su segunda fase bajo el nombre de «Bernhard», estuvo dirigida, primero por Heydrick, y a la muerte de éste, por su sucesor Kaltenbrunner y su secuaz Schellenberg. Cambió el nombre y cambió la finalidad de la propia operación. No se trataba ya de arruinar a Inglaterra, sino de conseguir la financiación de los servicios secretos dependientes de la Gestapo, rivales de los que dependían del Mando de la Wehrmacht y del Ministerio de Asuntos Exteriores. El director del taller donde eran fabricados los falsos documentos, era un tal Bernhard Krüger. Krüger reclutaba a su personal entre los recluidos en los campos de concentración. Unos eran delincuentes comunes, falsificadores profesionales; otros eran buscados en las secciones de políticos: hábiles impresores, grabadores, o técnicos en el negocio bancario. Todo ese personal fue alojado en una zona especial del campo de Sachsenhausen. Los reclusos de la operación «Bernhard», que gozaban de condiciones de especial favor, llegaron a fabricar billetes por un total de más de 150 millones de libras. La mayor parte de ese fabuloso «stock» sería arrojado al lago Töplitz, en los Alpes austríacos, en 1945 después del colapso alemán. Algunos billetes pudieron ser recuperados en 1959.

Al dejar su puesto en la embajada británica, Cicerón se creía millonario. Cuando poco después pensó en materializar su soñado proyecto de una villa en el balneario de Bursa, se dio cuenta de que estaba casi tan pobre como antes. Los constructores no admitían sus billetes. En Londres se habían al fin percatado de la maniobra alemana. Un banco suizo había sometido al peritaje de la central del Banco de Inglaterra unas remesas de billetes, procedentes de Turquía. Esta vez el banco británico reconoció la falsificación. Se ordenó la retirada de las series correspondientes a las de los billetes falsificados. A partir de entonces cualquier billete de aquellas series era, por lo menos, sospechoso. El asunto se mantuvo secreto. No hubo ninguna declaración oficial. Los poseedores de buena fe de los billetes falsificados eran reembolsados. Inglaterra temía las peores consecuencias para su economía de guerra, caso de que el asunto llegara a trascender a los países neutrales. Cicerón pasó por una corta crisis de desesperación. Después toma sus tribulaciones con filosofía, pese a su amor al dinero. Su duro y peligroso trabajo no resultó totalmente perdido: 40.000 de las 300.000 libras recibidas eran buenas. Pero el dinero bueno se fue tan rápidamente como había venido. En relación a la responsabilidad del embajador británico, hay que saber que en el año 1950 fue Mr. Ernest Bevin, a la sazón ministro de Asuntos Exteriores de Su Graciosa Majestad, quien abordó el tema. Hacía seis años que Mr. Hugh había abandonado su puesto en Ankara. El 17 de octubre de 1950 un miembro de la oposición interpeló a Mr. Bevin en relación con «cierta alarmante negligencia en la custodia de documentos de interés para la defensa nacional». El interpelante evocó el robo de escritos ultraconfidenciales ocurrido en la embajada inglesa de Turquía en los años de la guerra. Se preguntó al ministro si se había investigado el caso y si se habían tomado medidas con el fin de que aquellos hechos no pudieran repetirse. «En realidad no hubo robo de documentos en la embajada de Su Majestad en Ankara —fue la respuesta de Mr. Bevin—. Pero la investigación llevada a cabo reveló que el ayuda de cámara del embajador había conseguido fotografiar ciertos documentos altamente confidenciales. Las fotocopias logradas fueron vendidas a los alemanes. Nada de esto hubiera podido ocurrir si el embajador hubiera respetado las normas de seguridad en materia de documentos secretos. Todas las medidas conducentes a que fugas análogas no puedan volver a producirse han sido tomadas».

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En opinión del agente alemán Moyzisch, sir Hugh era persona altamente distinguida, cuyos informes al Foreign Office rebosaban de atinadas consideraciones y cuyo estilo era perfecto. «El único defecto del embajador británico —nos dice el agente germano— era su inclinación al uso inmoderado de somníferos». A principios de septiembre de 1944 sir Hugh abandonaba Ankara al ser nombrado embajador en Bélgica. Poco después le alcanzaba la edad del retiro. Pero, ¿por qué los alemanes no explotaron más la vital información contenida en los documentos que Cicerón les facilitaba?. Durante siete meses Cicerón roba y fotografía documentos importantísimos. Ello ocurre en una fase decisiva de la guerra, tanto en el terreno militar como en el diplomático. Sin embargo, los alemanes, al recibir los documentos no hacen mucho caso de ellos. En la época en que Cicerón entra al servicio del embajador británico, es decir, en octubre de 1943, los alemanes andaban inquietos por el cariz que estaba tomando la guerra, y no sin razón. Los primeros meses de 1943 cerraron la larga etapa victoriosa del Eje. En Turquía, como en la mayor parte de los países neutrales, la gran victoria rusa de Stalingrado fue considerada como el final de la supremacía de la Wehrmacht y el principio de una colosal retirada. De una retirada que llevaría a los alemanes en retirada hasta Berlín. En el Pacífico, entre tanto, los japoneses habían sido parados en seco en las islas Salomón. Y en el frente del Mediterráneo, el fulgurante avance de los británicos contra las tropas germano-italianas del Norte de África, se encontraba en pleno desarrollo. De 1943 a 1944 había de producirse en el frente del Este la avalancha rusa. Mientras Cicerón se dedicaba a sus menesteres de fotógrafo clandestino, tenía lugar, desde el 6 de noviembre de 1943 al 6 de marzo de 1944, la «ofensiva soviética del barro». En enero de 1944 los alemanes levantaban el asedio de Leningrado y el 10 de abril, con la toma de Odesa terminaba la reconquista de la península de Crimea. Contra ese alud de derrotas ninguna ayuda podía llegar a los alemanes a través de los documentos de Cicerón. Pero sí pudieron aquellos papeles tener una importancia decisiva respecto de las futuras operaciones militares proyectadas por los Aliados. Habría bastado para ello que el alto mando germano hubiese prestado la atención debida a los documentos. Es muy probable que los acontecimientos bélicos de la segunda mitad de 1944 se hubieran desarrollado de muy distinta forma.

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En octubre de 1943 Cicerón entregaba a Moyzisch los primeros rollos de película. Precisamente los que contenían los detalles esenciales de la conferencia celebrada en Moscú por los ministros de Asuntos Exteriores de los tres grandes Aliados. En la conferencia se decidieron los medios por los que se había de lograr la destrucción del fascismo. Se acordó devolver la independencia a Austria, se convino la confección de una lista de criminales de guerra, y se preparó el borrador del temario para la próxima Conferencia de Teherán. De todo ello tuvieron conocimiento los alemanes. La intervención de Cicerón hubiera podido tener importancia decisiva en el terreno diplomático, si no en el propiamente militar. Los informes que el espía de Ankara facilitaba hubieran permitido a los alemanes romper la buena armonía entre las tres grandes potencias aliadas. Fácil es suponer lo que ello hubiera significado en vísperas de las grandes ofensivas del verano de 1944 y del establecimiento del segundo frente en Normandía. El plan de campaña de 1944 con el que los Aliados pensaban asestar el golpe definitivo a Alemania habría de ser estudiado y decidido en una serie de conferencias a alto nivel que tendrían lugar entre el 22 de noviembre y el 6 de diciembre de 1943. Cicerón adquiere información «casi al día» de lo tratado en esas conferencias. Se pueden considerar fundamentalmente tres de esas reuniones: La primera conferencia de El Cairo, celebrada del 22 al 26 de noviembre. La de Teherán, del 26 de noviembre al 2 de diciembre, y la segunda de El Cairo, del 4 al 6 de diciembre. A través de los informes de Cicerón, Hitler hubiera podido conocer el temario «igual que si hubiera asistido a las reuniones». En la primera conferencia de El Cairo, Churchill y Roosevelt acuerdan con Chiang-Kai-Chek las medidas conducentes a la derrota definitiva del Japón, disponen un plan de ayuda eficaz a China, y la devolución a ésta de los territorios de Manchuria, las islas de Formosa y las de los Pescadores. Corea será declarada independiente.

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La reunión de Teherán es la primera en la que los «Tres Grandes» tienen un contacto directo. Los grandes jefes aliados deciden que es necesario llegar a la total destrucción de Alemania. Sus estados mayores coordinan los planes estratégicos por los que se ha de lograr aquel colosal objetivo. En la segunda reunión de El Cairo, Churchill y Roosevelt reciben al Presidente de la República turca, que va acompañado por su ministro de Asuntos Exteriores, Menemencioglu. Esa entrevista sirve para estrechar los lazos entre Turquía y las potencias aliadas. Los resquemores que Turquía siente hacia Rusia quedan suavizados. En el terreno puramente militar, debe pensarse que los alemanes, a la defensiva en todos los frentes, precisaban conocer por cualquier medio qué futuros proyectos ofensivos tenía el adversario. Los documentos de Cicerón eran un medio providencial de penetrar en las más secretas intenciones de los Aliados. Los alemanes son informados de que Churchill defiende un plan de invasión a través de los Balcanes y de que Stalin y Roosevelt lo rechazan. Los alemanes podían por tanto descuidar toda la zona sudeste de Europa. Cicerón informa, finalmente, de la existencia de una operación de enorme envergadura a la que se da el nombre de «Overlord». Toda esa información les cuesta a los alemanes unos fajos de impresos sin valor alguno. Los servicios secretos alemanes dejaron escapar aquella ocasión excepcional. Aquel error garrafal de los germanos constituye uno de los hechos más sorprendentes de la segunda guerra mundial. Las causas de tal incongruencia se descubren a través de las memorias de los tres protagonistas de la operación Cicerón: Von Papen, Moyzisch y, naturalmente, el propio Cicerón. También son útiles las declaraciones prestadas por Ribbentrop y Kaltenbrunner ante sus jueces de Nuremberg. Según dice Cicerón, von Papen estaba plenamente convencido de la autenticidad de los documentos recibidos, y no dejó de comunicar a Berlín su opinión al respecto. Sin embargo, Berlín seguía considerando que los documentos Cicerón constituían un bluff montado por los ingleses. Fue necesario que ocurriera el bombardeo de Sofía para que los servicios de información alemanes abandonaran su escepticismo. El bombardeo se realizó puntualmente el 14 de enero de 1944, exactamente en la fecha vaticinada por los documentos de Cicerón.Cuando aquello ocurrió, el espía turco llevaba tres meses facilitando a los alemanes información a la que los alemanes apenas hacían caso.

Moyzisch por su parte, valora exactamente la enorme influencia que la intervención de Cicerón hubiera podido ejercer en la marcha de los acontecimientos. El funcionario alemán comprendió a través de los textos tan milagrosamente obtenidos «que los Aliados se hallaban firmemente decididos a la completa destrucción del Reich y que, por otra parte, contaban con medios sobrados para llegar al fin propuesto». Se pregunta Moyzisch si los altos dirigentes se percataban de la enorme trascendencia de aquello que los documentos revelaban. Hitler mismo debió darse cuenta de que no se trataba de una información cualquiera, puesto que, según dice Moyzisch, había prometido a Cicerón, para después de la guerra, una hermosa villa en reconocimiento a sus servicios, «Cuando los capitostes se convencieron al fin de que los documentos eran auténticos —prosigue Moyzisch— su reacción fue negarse a admitir la realidad de lo que se les revelaba. Los papeles de Cicerón fueron motivo de interminables peleas en las que lo importante no era aprovechar la información recibida, sino reivindicar el mérito de la afortunada operación de espionaje. Hasta que sobrevino el desastre final, los hombres de Berlín se contentaron con la dudosa vanagloria de haber logrado burlar a los servicios británicos de seguridad. Desde el punto de vista de fa estrategia —y bien sabe Dios que se trataba de documentos de una enorme importancia estratégica— ningún provecho se sacó de ellos. La única aplicación práctica la supieron encontrar los especialistas en el descifrado de claves. Indigna pensar que los jefes del Reich no llegaron siquiera a sospechar que tenían en sus manos el secreto de los planes y de las intenciones del enemigo». Es el propio Moyzisch el primero en adivinar la causa de tan fenomenal desidia. El puesto que ocupaba el funcionario nazi le hacía buen conocedor de los intereses que andaban en juego. Como empleado del Ministerio de Asuntos Exteriores de Ribbentrop estaba bien informado de la lucha sin cuartel que éste sostenía con los servicios secretos de la Gestapo de Kaltenbrunner.

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Es preciso reconocer, sin embargo, que la desconfianza de las autoridades de Berlín estaba justificada: ¿Cómo podía creerse que un simple criado pudiera hacerse con secretos de tal envergadura? Según los jefes nazis, Cicerón no podía ser el autor del robo de los documentos. Las fotocopias, auténticas o falsas, le eran facilitadas por el Intelligence Service británico. Con su entrega a los alemanes se procuraba quebrantar la moral de los jefes de la nación germana, dándoles a conocer la voluntad de los Aliados de llegar al total aniquilamiento del Reich. Pero la razón última de aquella ceguera había que encontrarla en la feroz enemiga existente entre Ribbentrop y Kaltenbrunner. Era una de las muchas rivalidades internas que tan caras costaron al sistema nazi. Moyzisch se encontraba entre la espada y la pared: Funcionario de la Embajada, dependía del Ministerio de Asuntos Exteriores de Ribbentrop, mientras que como miembro de los Servicios Secretos de las SS, se hallaba bajo la autoridad de Kaltenbrunner. El celoso funcionario corría peligro de ser aplastado entre las dos poderosas organizaciones que, cegadas por un afán de primacía y de poder, olvidaban incluso la salvaguarda del régimen que decían servir. Entre Ribbentrop y Kaltenbrunner no hay acuerdo posible. Si alguno de los dos, Kaltenbrunner en este caso, muestra algún interés por las fotocopias de Cicerón, el otro les negará todo valor. Sorprende a Moyzisch el irritado desprecio que demuestra Ribbentrop cuando le son presentados los documentos: La reacción del ministro de Asuntos Exteriores explica todas las contradicciones. Ribbentrop tiene dos motivos para mostrarse escéptico. Uno lógico, ya que cualquier cosa demasiado perfecta se hace sospechosa en el mundo del espionaje. El otro es menos racional: El ministro de Asuntos Exteriores no puede ir a remolque de las opiniones de Kaltenbrunner. Von Papen, el representante de Alemania en Turquía, no abriga duda alguna en cuanto al valor de los documentos de Cicerón. Pero también él depende del ministro de Asuntos Exteriores, que, por añadidura, le odia cordialmente. Von Papen se sabe, por otra parte, vigilado por los servicios de Kaltenbrunner, que controlan todos sus movimientos. En las memorias del viejo político alemán se lee: «Me bastó un primer golpe de vista para convencerme de que bajo mis ojos tenía la copia auténtica de un telegrama dirigido por el Foreign Office a su embajador en Ankara. El aspecto, el estilo y el contenido no dejaban margen a la duda: Se trataba de un telegrama verdadero. El documento y los que le acompañaban, eran respuestas de sir Hugh Knatchbull a formularios de preguntas enviados por el ministro británico Edén y a instrucciones del Foreign Office respecto al modo de lograr la entrada de Turquía en la guerra».

Pero las opiniones del embajador alemán no afectan en nada la preconcebida actitud del Ministerio, que se obstina en su incredulidad. Von Papen dice en otro lugar: «… Los telegramas británicos que gracias a la operación Cicerón llegaban todos los días a nuestras manos, tenían un doble valor: Por un lado nos informaban de las grandes líneas de los acuerdos —y también de las divergencias— existentes entre los Aliados, en cuanto al destino de Alemania después de la eventual derrota de ésta. Por otra parte, nos permitían conocer los inmediatos proyectos ofensivos del adversario. Lo cual era de vital importancia para Alemania». Hitler conocía la trascendencia del asunto Cicerón. A este respecto, von Papen señala: «… En un informe sobre la situación general, yo hacía saber al Führer que nuestras informaciones sobre lo que los Aliados habían decidido en Teherán procedía de los telegramas que Cicerón nos había facilitado». Los comentarios que Kaltenbrunner se permite ante Moyzisch muestran la pobre opinión que le merece el instinto político de Ribbentrop, así como el grado de rivalidad a que ambos jefes habían llegado: «Ya veremos qué partido podemos sacar de los documentos de Cicerón. Depende del sesgo que tome el asunto. Conozco a Ribbentrop: A éste nada le convencerá de que no es una trampa de los ingleses que nos han enviado a Cicerón para engañarnos. Se agarrará a su idea con la tozudez de una muía. Ese precioso material se pudrirá en uno de sus cajones. Hay que impedirlo a toda costa. Pediré al Führer que me encargue la dirección de este asunto».Sin embargo, también Kaltenbrunner se equivoca: Está convencido de que el segundo frente sólo puede establecerse en los Balcanes. Cuando Moyzisch le hace ver que las dos palabras «Operación Overlord» podrían muy bien significar «Operación desembarco en Normandía», Kaltenbrunner responde: «Es posible, pero no lo creo». «La ironía del destino —concluye Moyzisch— quiso que el último e inapreciable informe que Cicerón nos había de proporcionar, fuera acogido por Berlín con la misma incomprensión e indiferencia con que se habían recibido los demás. He dicho «el último» porque el rollo de película que contenía las revelaciones sobre la «Operación Overlord» nos fue entregado a principios de marzo de 1944 y sería, efectivamente, el último que nos entregaría Cicerón». Un oscuro ayuda de cámara había facilitado todos los elementos de información que Hitler necesitaba para tomar las contramedidas que hubieran podido hacer fracasar el desembarco en Normandía. Extraño sino el de este espía turco que supo engañar a los ingleses y que, a su vez, fue engañado por sus amos los alemanes, que con dinero falso pagaron documentos auténticos. Unos documentos que sólo sirvieron para atizar la hoguera de la discordia entre los jefes nazis, y que hubieran podido cambiar la Historia del mundo…

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