Fernando Sánchez Dragó
Que las aventuras de un gato hayan dado tanto de sí como para completar una novela de más de trescientas páginas representa un hecho insólito en las letras españolas. Más si cabe tratándose de un autor como Fernando Sánchez Dragó, cuya literatura, desde que su nombre alunizara en los escaparates de las librerías hace más de treinta años, siempre ha sido de fuste, altos vuelos, pulso firme y trazo viril. Así pues, que una novela animada por el homenaje a la muerte de un animal doméstico aparezca bajo una de las firmas más consolidadas del panorama podría inducir a sospechar que tal vez nos hallemos ante una boutade de escritor ya sin ideas.
Nada más lejos de la verdad. Y en efecto, parecería Soseki. Inmortal y tigre un libro extemporáneo entre los de Dragó si no encajara en el conjunto de su obra anterior del modo que lo hace.
La literatura es una cadena de anillos eslabonados, y toda la producción de Dragó constituye un canon de círculos concéntricos que se propagan sobre la superficie de un mismo estanque. De sus aguas bebeSoseki. Inmortal y tigre, en donde el lector atento encontrará los ecos antiguos de Gárgoris y Habidis, sus numancias, sus dólmenes, sus mitos, sus teseos y sus minotauros; el ímpetu del viaje y el magnetismo de lo desconocido de El camino del corazón, la distancia más larga entre las idas y las vueltas, entre las odiseas y las ítacas; el código de conducta dragoniano y la sophia perennis de El sendero de la mano izquierda; los encuentros con lo invisible de La del alba sería, con sus casualidades, sus causalidades, sus brujas y sus diablos cojuelos; la delicadeza y la feminidad recuperada deKokoro. A vida o muerte; el sacrificio crístico común a La prueba del laberinto, Carta de Jesús al Papa y Muertes paralelas; y envolviéndolo todo, el culto al yo literario predominante en la totalidad del corpus del autor, siempre la autobiografía como motor de escritura, un abuelo ―Dragó― contándole a su nieta ―Caterina― una parábola de sabiduría inmemorial.
Con Soseki. Inmortal y tigre Dragó alcanza la cima de su eterna voluntad de estilo. Dueño de un marcada personalidad, caracterizada por una prosa que navega entre las orillas de Quevedo y Cervantes, la intención del autor de escribir una novela de iniciación dirigida a todos los públicos, sin excluir a los niños, le ha llevado a una asombrosa decantación de su léxico, exento de la exuberancia estilística consustancial en él, tanto que llega a evocar, en ocasiones, un rumor azoriniano. Acaso Dragó se haya dado cuenta de que la belleza estriba en hacer que lo inalcanzable, lo difícil, parezca, en manos del artista, cercano, tangible y hermoso. Si el arte no busca aproximar lo inescrutable a la mayoría de forma natural, corre el peligro de quedarse en simple ejercicio circense. Y quizá pensando en eso Dragó habla de Soseki con elegancia, sorteando con naturalidad los riesgos que supone elevar un gato a la categoría de héroe, con el tono adecuado, sencillo sin rayar en la simpleza, accesible sin pecar de coloquial, conmovedor sin precipitarse en el abismo de lo patético.
Todo esto a cuento de un gato que apenas convivió un par de años con el escritor. Muchos se preguntarán qué tenía Soseki de extraordinario para haberle dedicado tantos pliegos de papel de imprenta. Curiosamente, hay una obra de Lope de Vega que recuerda mucho a ésta inspirada por Soseki, La gatomaquia, una fórmula dialogada de personificación animal en verso que más tarde repetiría Cervantes en prosa en El coloquio de los perros de sus Novelas ejemplares. Ambas fueron escritas en el tramo final de la vida de sus autores, sobre todo La gatomaquia, que pertenece al período de Lope de Vega conocido como «época de senectud». Se desconocen las circunstancias de Esopo, pero sorprende que, entre todas las etapas literarias posibles, coincidan, en estos tres escritores ―Lope, Cervantes y Dragó―, las fábulas concebidas como vehículo para verter el conocimiento que brinda la experiencia en la linde de la ancianidad. Cabe imaginar que las cosas se simplifiquen en la vejez, lejanos el arrebato y la arrogancia de la juventud, liberado ya el artista del ego y las poses escénicas, tanto como para poner en boca de un gato sin voz las altas verdades que un hombre ha aprendido de la existencia.
Porque Soseki. Inmortal y tigre es una lectura de riqueza inagotable para los niños, con infinidad de cabos sueltos que irán anudándose a medida que sus ojos vayan posándose en el mundo con la edad. En sus páginas flotan, como restos de un naufragio que el mar arrastrara a la playa de una isla misteriosa, cajas cerradas cuyo contenido, al ser descubierto por el pequeño robinsón, le conducirán a otras cajas y a otras playas, es decir, a otros libros, a otros espacios, a otra forma de ver la vida. Las múltiples referencias culturales y sapienciales que el libro contiene poseen la valiosa facultad de estimular como pocos la curiosidad del niño despierto y de dejar en su subconsciente un poso invisible que, llegado el momento, se activará, imprimiéndole carácter, distinguiéndolo de sus congéneres de forma análoga a como lo ha hecho El principito de Saint-Exupéry en tantas otras generaciones.
Tal vez Soseki naciera únicamente para transformarse en memoria, para que su nombre reverberara en el sueño de los niños. Algo parecido a lo que sucedía en el desenlace de La historia interminable, de Michael Ende, cuando el protagonista, en la obligación de regresar a la realidad, dejaba pendientes de terminar sus historias vividas en un mundo de fantasía, que no era sino la metáfora del fin de la infancia y la pérdida de la memoria que trae consigo. El hallazgo de la muerte marca de modo implacable la frontera de la niñez. De eso trata la fábula de Soseki que su abuelo le cuenta a Caterina, a punto de entrar en la adolescencia: de aferrar con hilos sutiles lo aprendido hasta entonces, todo aquello que perdemos al cruzar ese umbral del que Peter Pan siempre huía. Y sin apenas reparar en ello, en adelante las aventuras de Soseki impregnarán la vida de sus jóvenes lectores, haciéndolos mejores personas, al igual que impregnarán la de la nieta a quien va dirigido el libro, y algún día, cuando la noche nuble sus pensamientos, aquel gato que una vez la salvó de la amenaza del mal acudirá de nuevo en su ayuda, y con él el recuerdo de su abuelo, el narrador de fábulas, hablándole al oído con las viejas palabras que han de volver a sonar. Así una y otra vez ―porque la memoria es lo único que permanece aunque se borren los recuerdos― el fulgor del tigre de luz ronroneará en el pecho de los niños, alentándolos, iluminándoles los senderos que se bifurcan, tornando la vida de Soseki en una historia que perdurará tanto como la conciencia de quien se sumerja en sus páginas. Es decir, en una historia interminable, como la de Ende, en una historia inmortal.
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