A veces los jóvenes tienen que largarse fuera para ganarse la vida. Espíritu aventurero, ya saben, movilidad exterior, que diría Fátima Báñez, ver mundo y todo eso. Cosas de la edad. Veintipocos años. Hay que imaginárselos en la terminal del aeropuerto rumbo a Edimburgo, Copenhague, Erfurt, o México DF, con su mochila al hombro. La banda sonora de la película podría ser la canción de Serrat: Escapad gente tierna/ que está tierra está enferma/ y no esperes mañana/ lo que no te dio ayer/ que no hay nada que hacer…/. El pasaporte en la mano, el aire tímido, la sonrisa grapada al currículum. Sin mirar atrás, como los valientes.
Luego vienen las llamadas telefónicas a casa o los correos, todos más o menos parecidos, tratando de no incrementar aún más la angustia de sus familiares: Todo bien por aquí, sin novedad en el frente. Suelen callarse la mitad de las cosas, aunque no hay ningún padre ni ninguna madre a quien se le pueda ocultar la verdad: el dolor de estómago de los últimos días, el baño comunitario, la precariedad existencial, la sensación de andar perdidos, de no aguantar las ganas de besar a quién se dejó atrás… En fin, las heridas mortales que son la soledad, la lluvia y los caminos.
Y no pasa nada. Ha ocurrido antes, pero como experiencia tiene enseñanzas que no conviene olvidar: toda esa energía malgastada, los espejismos de la tierra prometida, el cansancio de una travesía demasiado larga, el miedo a no llegar…
Pero llegan. Te los encuentras a miles de kilómetros. En China, por ejemplo, con mascarilla anticontaminación en ristre, enseñando español por 4.000 yuanes, unos quinientos euros al mes, en la Universidad de las Tres Gargantas, en la provincia Hubei, que ya es decir lejos.
Una se pregunta qué han hecho mal. Son chicos listos, responsables, con un buen expediente. Hablan dos o tres idiomas además del propio, se manejan con las nuevas tecnologías. Han cumplido con su parte del trato, pero aquí nadie va a apostar por su futuro. Así que han puesto tierra por medio. Hay 20.000 registrados. Más de la mitad, de Valencia. Los otros de Alicante y Castellón. La mayor legión de jóvenes desempleados de toda Europa.
Algunos tienen suerte, como Nuria Martí, que después de ser despedida del Príncipe Felipe, se fue a Oregón para seguir investigando con células madre y logró formar parte del equipo que consiguió uno de los mayores hitos científicos de los últimos años. Ella no piensa en volver.
¿Volver adónde? ¿A un país que echa el candado a su mejor centro de Investigación y al mismo tiempo dedica tres millones de euros a un campeonato de golf? ¿A un país que se desentiende de nosotros mientras se gasta cientos de millones de euros en unas torres de Calatrava que nunca se van a construir o en un aeropuerto donde jamás está previsto que aterrice un avión? No, gracias.
No es un problema económico. Si lo fuera, tendría solución. No somos un país subdesarrollado que necesita ayuda para ponerse en pie. Ya estamos en pie. Es un problema de otra clase que tiene que ver con los políticos de ayer y de hoy. Su apabullante visión de futuro negro, su honestidad y altura moral sobradamente demostrada en los casos Fabra, Gürtel, Brugal, Blasco o Emarsa. Unos prendas de mucho cuidado, que no sé como el Papa Francisco no los ha beatificado.
Busquen en el mapa las tres gargantas en el curso del río Yangtsé. Si no les gusta la idea de que sus hijos puedan acabar allí, por espíritu aventurero o así, vayan barajando otras opciones. ¿Cuáles? No sé… cambiar el voto, por ejemplo, siempre que haya listas abiertas, claro. De lo contrario, nos hacemos sintoístas. Y ya está.