¿Hay lugar para lo sagrado en las sociedades del tercer milenio?
En una conferencia en 2012, el filósofo Edgar Morin decía que vivimos en un tiempo sin esperanza, que la esperanza se desintegró en el siglo pasado a causa de la incertidumbre y el miedo al futuro. El fracaso del proyecto ilustrado, las dudas sobre el sistema socioeconómico y tecno-científico, las crisis de todo tipo: de valores, de sentido, cultural, educativa, familiar, económica, ecológica… hacen que en el imaginario del hombre de hoy “la incertidumbre” parezca coparlo todo. Quizás estemos en un cambio de época del que aún no somos plenamente conscientes pues sólo atisbamos la otra orilla, de la que aún permanecemos extranjeros. Juan Jesús Cañete Olmedo.
La cuestión previa sería si el cristianismo tiene algo que decir en esta sociedad del tercer milenio en la que, según algunos (ver Bruce, St., A general theory of secularization in the West, Blackwell, Oxford 2002, obra en la que se defiende que el proceso de secularización es algo imparable en Europa), se consumaría la muerte de dios como final del proceso de secularización.
Pero la cuestión no está tan clara, de hecho quizás ocurra lo contrario, tras un largo proceso en el que el hombre pretendió sustituir a Dios, relegándolo al cajón de las ideas obsoletas, parece descubrir ante sí un abismo al que se va viendo abocado. Esto le está haciendo comprender que tal vez sería mejor dar un rodeo por el viejo Dios para poder vislumbrar el sentido de la vida que había desaparecido de su horizonte (ver Safranski, R., El mal o el drama de la libertad humana, Tusquets, Madrid 2000, p. 267-281).
Si es así podríamos hablar de una nueva oportunidad para llevar al ser humano la Buena Noticia de Jesucristo. Para ello hará falta pensar sobre lo que supone esa fe en Jesús que queremos transmitir, sólo desde ahí podrá iluminarse la realidad del hombre en estos comienzos del tercer milenio cristiano.
Pensar tiene que ver con recordar por un lado y también, como nos decía Heidegger, con descubrir lo que considera el hombre como esencial en cada momento (Heidegger, M., ¿Qué significa pensar?, Nova, Buenos Aires 1979, p.10). Para descubrirlo habrá que escuchar al hombre de hoy, de lo contrario podemos caer en el error de ofrecer respuestas a preguntas que no se hacen, como irónicamente decía Mario Benedetti: cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, de pronto, cambiaron las preguntas.
Una propuesta para la esperanza
Mi propuesta será, más que responder, escuchar y comprender, sólo desde ahí el Evangelio podrá iluminar la auténtica realidad. Para escuchar y comprender lo primero es dar algunas claves de la realidad sociocultural del mundo actual. Hoy día no estamos en la misma situación en la que se gestó el Concilio Vaticano II, podemos decir que el mundo es muy distinto, tener en cuenta esto será clave para saber cuál es la realidad en la que queremos insuflar la vida de la fe.
No se trata sólo del cambio socio-psicológico operado (apartado primero), también se está produciendo un cambio de gran calado en el orden religioso (apartado segundo); concretamente la teoría de la secularización, que había dominado la visión sociológica y filosófica de buena parte del siglo XX, está puesta en entredicho, la crisis más que de religión parece ser una crisis de las grandes instituciones religiosas.
En el espacio sociocultural actual sigue aconteciendo la experiencia de Dios, vivimos en un mundo en el que la vivencia de lo religioso adquiere nuevas configuraciones, entender el alcance de estas es fundamental a la hora de plantear la Nueva Evangelización (conclusión).
Un famoso teorema atribuido a W. I. Thomas decía que si el hombre considera que una situación es real, sus consecuencias son reales. Si pensamos en el marco de la teoría de la secularización sus consecuencias son tan reales que nos impiden ver la novedad de los contextos socioculturales en los que actualmente nos movemos, el mundo de la vida parafraseando a Husserl, lo que llevará a considerar obstáculos lo que pueden ser oportunidades. Conocer la realidad social, religiosa y cultural en la que replantar la semilla de la fe cristiana será determinante para que el proyecto de la Nueva Evangelización de sus frutos.
Sobre si los argumentos y las razones que se presentan en este ensayo les parecen convincentes o no, eso lo decidirá cada uno de ustedes si tiene la paciencia de leerlo hasta el final. Lo que si puedo asegurar es que el tema es fundamental y que la reflexión habrá merecido la pena.
Un cambio de época
Si hacemos un poco de historia, los años en los que aconteció el Concilio Vaticano II eran tiempos donde terminaba el colonialismo, años en los que se imponía el estado del bienestar, estábamos en la época álgida de la guerra fría, donde no se vislumbraba lo que ocurriría un par de décadas más tarde con la caída del telón de acero y la rápida desaparición del bloque comunista que dividía el mundo en dos claras áreas de influencia política, económica, social y cultural.
En el terreno del pensamiento, el gran interlocutor era el marxismo, que se presentaba como una ideología global con un proyecto de futuro. Desde un punto de vista religioso parecía estar en juego el futuro de la experiencia religiosa y la fe católica. Una época donde el ateismo de masas y el triunfo de la secularización aparecían como una posibilidad real en el horizonte.
Los teóricos de la secularización auguraban la erradicación de las señales de lo religioso y lo sagrado de la sociedad dado que no haría falta la legitimación de la religión para ningún aspecto ya fuese político, social o ético. Fijémonos como botón de muestra que en el Concilio Vaticano II se habló mucho de ateismo, de agnosticismo sólo en la Constitución pastoral Gaudium et Spes (GS), número 57 y de indiferencia religiosa, simplemente se hace eco en el número 19 de la misma Constitución.
Pablo VI habló de que uno de los principales dramas de la modernidad fue la ruptura entre la fe y la cultura (Evangelii Nuntiandi, 20) La Iglesia se había sentido desconcertada ante los desarrollos intelectuales, filosóficos, políticos y sociales en el Siglo XIX y, de modo paulatino, se había ido replegando sobre sí misma.
El Concilio pretendía encontrarse con la modernidad para restaurar la fractura ocasionada y poder ofrecer de nuevo el Evangelio al hombre de tal modo que pudiese iluminar la historia desde Cristo.
Tras grandes esfuerzos, no exentos de tensiones, parecía haberlo logrado, sin embargo lo que ocurría era que arreglaba las cuentas con un moribundo. A partir del último tercio del siglo XX la razón endiosada caía estrepitosamente desde el pedestal en que había sido colocada a partir de la Ilustración. El conocimiento como representación de la verdad entraba en crisis. La verdad como búsqueda constante quedaba reducida a verdades o creencias diferentes. La propia ciencia se ponía en entredicho.
Aquel sustituto de la vieja providencia que era la idea de continuo progreso, mostraba a las claras sus limitaciones. No había fundamentos a los que agarrarse, todo quedaba reducido a una cadena ininterrumpida de interpretaciones según el gusto o el interés del pensador de turno, esto derivaba finalmente en un relativismo que terminaba contagiando todos los órdenes de la sociedad y la cultura. Eran las secuelas de la muerte de diosque pronosticara Nietzsche que culminarían con la muerte del propio hombre y la agonía consiguiente de todo humanismo (Nietzsche, F., La Gaya Ciencia, Akal, Madrid 1988, aforismo 125; Foucault, M., Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. Siglo XXI, México 2002).
En este panorama, el nihilismo parecía ser el rasgo determinante de la nueva época. Desde luego no se trataba de un nihilismo trágico como el de Nietzsche, sino un nihilismo light mezcla del espíritu dionisíaco y narcisista muy afín al mercado, así lo expresaba Lipovestsky: Dios ha muerto, las grandes finalidades se apagan pero a nadie le importa un bledo: esta es la alegre novedad (Lipovetsky, J., La era del vacío. Anagrama, Barcelona 1988, p.36). Los grandes interrogantes que el hombre siempre se había planteado parecerían eclipsarse, se caía en de una especie de fatiga del absoluto. Mediante el término postmodernidad, algo ambiguo e indefinido, pretendía caracterizarse este tiempo nuevo que emergía en occidente.
Un suceso fue muy relevante como signo de este cambio de época al que nos referimos anteriormente pues transformó las perspectivas que muchos habían albergado respecto al futuro de la humanidad, nos referimos a la caída de la última gran utopía, el desmoronamiento del marxismo real liderado por la antigua URSS, con este acontecimiento millones de personas se quedaban a la intemperie una vez que aquella ideología que actuaba como autentica religión mesiánica caía estrepitosamente.
El otro acontecimiento determinante se manifestaba claramente al finalizar el siglo. En los años en los que concluía el milenio una nueva realidad se iba imponiendo, la de la globalización (Giddens, A., Sociología, Alianza, Madrid 2010, p. 148-173) y la de los espacios virtuales que se generaban fruto de las nuevas tecnologías de la información.
Cada vez se hacía más evidente que vivíamos en un mundo donde las personas, las instituciones y las mismas naciones se hacían cada vez más interdependientes.
La aceleración de la globalización se veía impulsada por el desarrollo de las tecnologías de la información y de la comunicación que intensificaban la velocidad y el alcance de las interacciones que se establecían por parte de las personas en todo el mundo. Cada vez estábamos más interconectados y éramos conscientes de ello.
La globalización estaba y está cambiando el carácter de nuestras experiencias cotidianas. Las profundas transformaciones que ha ido sufriendo nuestra sociedad han llevado a cambios políticos, sociales y económicos evidentes. La llamada sociedad de la información resituaba el papel que hasta entonces habían tenido instituciones muy consolidadas.
Tradicionalmente estas instituciones eran las que ofrecían a las personas esos sistemas de valores, reglaban las relaciones entre las personas, ofertaban propuestas de sentido y servían de apoyo para orientar la vida a nivel individual y para consolidar la propia sociedad.
La crisis de estas instituciones tradicionales ha llevado a la redefinición de los aspectos tan íntimos y personales de nuestras vidas como la familia, los roles de género, la sexualidad, la identidad personal, nuestras relaciones con los demás y nuestras relaciones de trabajo.
La idea que tenemos de nosotros mismos y de nuestras conexiones con el resto de las personas se ha ido alterando profundamente. Si nuestra identidad personal se fraguaba tradicionalmente en un marco de tradiciones y costumbres heredadas que nos ofrecían los valores, formas de vida y ética que proporcionaban directrices relativamente fijas y seguras para guiar nuestras vidas, en las condiciones de globalización estos marcos identitarios tradicionales se iban disolviendo y emergían nuevas pautas de sentido, lo que nos obligaba a vivir a la intemperie de una forma abierta y reflexiva.
Este cambio que se ha ido operando hace que constantemente tengamos que responder al entorno cambiante que nos rodea y ajustarnos a él. El sociólogo Anthony Guiddens habla de una situación de reflexividad continua, en cada momento tenemos que repensar nuestras acciones, deberes u obligaciones a la luz de los nuevos conocimientos, lo que nos hace vivir con una sensación de falta de hogar y de cobijo. Guiddens dice de un modo muy expresivo que vivimos a la intemperie (Ibidem, p.165-167).
La deriva de las religiones
En el plano religioso, situados en occidente, parecía darse una lenta, pero irreversible, deriva hacia laindiferencia religiosa. Cómodamente instalados en una vida medio burguesa basada en el consumo, donde lo importante era la realidad inmediata, el objetivo profesional, el placer y el éxito.
El ocaso de los grandes relatos, ideales o utopías que había articulado la vida de las personas y la disolución de una razón fuerte, daban paso a un pensamiento débil desfondado y sin grandes pretensiones, la culminación de este proceso secularizador parecía dejarnos cómodamente asentados en nuestra finitud Lyotard, J. F., [La condición postmoderna, Cátedra, Madrid 1989; Vattimo, G. y Rovtti, Le pensiero debile, Ferrati, Milano 1988). En el fondo, el postmodernismo descubría algo tan antiguo como que la razón humana carece de posibilidades de autofundarse, siendo, además, incapaz de articular en un único discurso la totalidad de lo real.
Desde finales de los años setenta del pasado siglo hasta hoy no han cesado de repetirse la retahíla posmoderna: fin de la legitimidad de los grandes relatos, fin de la historia como un proceso lineal, fin del mito del progreso, fin de de la razón que se pretendía omnicomprensiva, fin de la fe en la ciencia…sociedad del exceso de la información, de la cultura del espectáculo, del pluralismo ético derivado en relativismo, de la estética sobre la ética, del individualismo narciso-egoísta, del hedonismo, de la introyección de la globalización, etc., muchos discursos filosóficos y teológicos siguen polemizando con la visión postmoderna del Vattimo de El fin de la modernidad o el Lyotard de La condición postmoderna (Lyotard, J. F., La condición postmoderna; Vattimo, G.,El fin de la modernidad, Gedisa, Barcelona, 1986) polémicas que suelen ser bastante estériles.
Una cultura refractaria al cristianismo
Desde el punto de vista de esta nueva cultura, una serie de rasgos parecían hacerla refractaria al cristianismo (Martin Velasco, J., Ser cristiano en la cultura posmoderna, P.P.C. Madrid 1997 p. 42-65)
La cultura que se imponía era una cultura de la intrascendencia, el hombre se acomodaba a la finitud y a lo sumo se embarcaba en un trascender sin trascendencia, en un movimiento indefinido de superación de pequeñas metas sin un norte claro. Era una cultura marcada por el divertimento que terminaba justificando la frivolidad. Era la cultura del pluralismo relativista que generaba una indiferencia marcada por ese todo vale o, dicho de otro modo, que nada tiene valor. La crítica de la razón prepotente había traído consigo, algo que suele ocurrir cíclicamente en los reflujos de la historia, la exaltación fantástica de la subjetividad perdiéndose en el instante, lo inmediato y los propios intereses.
El relativismo se imponía como la dictadura de nuestro tiempo y finalmente se asentaba un individualismo hedonista y narcisista, sin carácter trágico, instalándose en la levedad del ser (Kundera, M., La insoportable levedad del ser, Tusquets, Barcelona 2004), eso sí, todo al servicio del comercio.
Hasta aquí nada nuevo, sin embargo puede que esta visión no sea del todo cierta, quizás la glorificación del instante y de la emoción, o la cultura de la supuesta intrascendencia esconda algo. Somos herederos de los maestros de la sospecha y de los arqueólogos de la cultura [Ricoeur, P., se refiere con esta expresión a Marx, Freud y Nietzsche en Freud: una interpretación de la cultura, Siglo XXI, México 1999; Faucault, M., Arqueología de saber, Siglo XXI, Buenos aires 2002].
Uno puede detectar ciertos síntomas que hacen que el diagnóstico anterior no sea del todo correcto. Por citar sólo alguno, fijémonos en el Vattimo que a partir de los 90 del pasado siglo vuelve a reflexionar sobre la fe cristiana, o al mismo Lyotard, a quien le sorprende la muerte en 1998 acabando un libro sobre las Confesiones de san Agustín (Vattimo, G., Creer que se cree. Paidós, Barcelona 1996; La religión, P.P.C. Madrid 1996; Lyotard, J. F., La Confesión de San Agustín, Losada, Madrid 2002).
Pensemos en el resurgir de un laicismo beligerante en Europa de corte ideológico que no tendría ningún sentido de ser si operase contra algo que estuviese en un estado agonizante. Pensemos en lo que se conoce como Nuevo Ateísmo de cariz cientifista, auspiciado por los cuatro jinetes del Ateísmo, Richard Dawkins, Sam Harris, Christopher Hitchens y Daniel Dennett. Pensemos en el tan manido revival religioso o pensemos en las grandes religiones que se sitúan en centro de los asuntos mundiales.
Sobre todos estos temas encontraremos referencias a lo largo de este trabajo, aquí solo quiero destacar el ateísmo cientifista de nuevo cuño que ha rebrotado como una respuesta a lo que entienden como un reflorecimiento de las tradiciones religiosas, un trabajo sobre este tema que conjuga el rigor y la claridad expositiva es el de Haught, J.F., Dios y el Nuevo ateísmo, Sal Terrae, Santander 2012; también resulta de mucho interés el resultado de estudio multidisciplinar The cognition, Religion and Theology Projet que en definitiva viene a indicar que los intentos de suprimir la religión tienen corta vida porque el pensamiento humano hunde sus raíces en los conceptos religiosos. (Una referencia de este estudio puede encontrarse en
www.ox.ua.uk/media/news_stories/2011/110513.html ) ¿Qué pasa realmente?
Para intentar responder debemos intentar discernir cuáles son los rasgos determinantes de nuestra época. El término postmodernidad es tan indefinido que al final se ha convertido en una especie de cajón de sastre en el que cabe todo, y por lo tanto, termina diciéndonos nada.
Las imágenes que nos proporcionan el sociólogo Zygmunt Bauman y el filósofo Peter Sloterdijk son mucho más elocuentes (Baunmann, Z., La modernidad líquida, F.C. E., México, D.F., 2003; Sloterdijk, P.,Espumas, Siruela, Barcelona 2005), ellos hablan respectivamente de sociedad líquida o de sociedad de la espuma, precisemos más.
Tanto Baumann como Sloterdijk, coinciden en el hecho de que, frente a la uniformidad, universalismo y exclusivismo de los discursos típicamente modernos, hoy la clave es la pluralidad inerradicable en nuestro mundo. En esta nueva realidad no queda espacio para la certidumbre, los antiguos proyectos basados en el saber y el poder no suelen despertar muchas pasiones y, no sólo somos conscientes de la carencia de fundamentos que sirvan para enfocar nuestra vida, sino que hemos perdido la esperanza en la propia búsqueda.
Baumann destaca que la modernidad clásica podía caracterizarse como sólida, en ella se creía en el progreso de la humanidad, se pensaba que los cambios llevarían a soluciones estables y permanentes.
Hoy, por el contrario, la modernidad puede caracterizarse como líquida. Lo líquido da idea de cambio y transitoriedad, frente a lo duradero y persistente nuestro tiempo, es un tiempo líquido, informe. Todo parce que fluye y se transforma constantemente, desde las relaciones personales a las estructuras sociales o el propio mercado.
En la modernidad se daba una confianza básica en uno, en los demás y en las propias instituciones. Hoy día todo esto parece haber desaparecido. Estaríamos en un tiempo sin certezas al deshacernos de nuestra propia tradición, nos encontraríamos a la intemperie, condenados a ser libres como diría Sartre. Sin paraguas protectores tenemos que asumir nuestros propios miedos y angustias.
Sloterdijk coincide en este análisis sociológico. Desde una perspectiva más filosófica, considera que la imagen de la espuma sirve para describir los rasgos fundamentales de esta sociedad. El ser humano, según Sloterdijk tiene la necesidad de repetir fuera la situación intrauterina, es lo que él llama uterotopía.
Él recrea en el espacio y en el tiempo marcos donde se siente protegido. Las religiones, las ideologías o la misma ciencia, le han servido para crear esas situaciones construyendo esferas que dieran seguridad, una especie de macroúteros, por ejemplo el Estado, que le servían para generar ese ámbito protector. Burbujas, Globos y Espumas, le sirven al filósofo alemán como imágenes de las distintas soluciones que el hombre ha creado en las historia en la búsqueda de ese espacio protector.
En la actualidad se sirve de la imagen de la espuma. Lo propio de la espuma es su carácter multifacial, la espuma da idea de relaciones complejas pero frágiles, de interacciones sin centro definido. La vida moderna tendría esos caracteres. Hablar de espuma después de burbujas y globos da idea de la implosión de las esferas protectoras.
Ahora viviríamos cada uno en una especie de aislamiento conectado, de relaciones evanescentes sin centro. Nada de aquella idea de los estructuralistas del siglo pasado, que veían al hombre como los nudos donde interaccionaban redes sólidas. Las conexiones estarían, como las de las pequeñas burbujas que conforman la espuma, en constante movilidad, parejas, asociaciones, partidos nada sería permanente, nada ocuparía el centro.
Tanto si nos fijamos en la imagen del líquido o la imagen de la espuma, este tipo de interrelaciones no nacieron del estado de necesidad, sino de la abundancia y el confort, por lo tanto no se dan, por ejemplo, fuera del mundo occidental. Es una realidad que nace del derroche o del confort que lleva a los individuos a pretender realizarse a través del placer que da la posesión de cosas.
El problema es que el hombre necesita de certidumbres, de seguridad existencial, de guías o faros que lo iluminen. Cuando ya no cuenta con los auxilios espirituales de una sociedad erigida sobre cimientos religiosos, las vidas empiezan a tornarse más vulnerables y esa sensación de total vulnerabilidad ha llevado a que nuestras sociedades se hayan convertido en auténticas metrópolis del miedo (Baumann, Z., Miedo Líquido. La sociedad contemporánea y sus temores. Paidós, Barcelona 2007).
Como el mismo Baumann indica: Sigue (…) existiendo la necesidad de confianza ya que somos animales sociales, pero no hay ningún anclaje para esa confianza, y eso crea un enorme nerviosismo….de tal modo que la visión a largo plazo es uno mismo, el resto es a corto plazo (…) (como todos sabemos) la seguridad y la libertad son igualmente indispensables, pero reconciliarlas es endiabladamente difícil. (Baumann, Z., Entrevista de Daniel Gamper a Z. Baumann en Múltiples culturas una sola humanidad, Katz Barpal, Buenos Aires, 2004, 39-64, p44, 48, 50).
Así pues Baumann, Sloterdijk o Morin coinciden en que la incertidumbre, la inquietud, la inseguridad y la vulnerabilidad, aparecen como los rasgos que definen nuestra época.
La incertidumbre se ve acompañada por el debilitamiento de los sistemas de seguridad que protegen al individuo, lo que conlleva la transitoriedad de vínculos humanos, la renuncia a la planificación a largo plazo, siempre dispuestos a cambiar de tácticas, de vínculos o de lealtades. Nada pues del nihilismo light como se sostenía en los años ochenta del siglo pasado.
La anomia desintegradora ha llevado a muchas personas al sentimiento de falta de hogar y de vacío, en definitiva, de desamparo profundo. El sistema socioeconómico, centrado en el crecimiento y el desarrollo material a ultranza, han terminado trayendo la soledad a un individuo que se encuentra en medio de una actividad frenética.
Hoy parecen diluirse las fronteras que estaban más o menos delimitadas, y así los límites entre lo privado y lo público, el saber objetivo y la convicción pasajera, el arte y la moda, el amor y el libertinaje egoísta… parecen disiparse. El mundo de la cultura que tendía a brindarle al hombre un entorno de estabilidad, reduciendo el temor al desorden y a la incertidumbre inaceptable, queda desdibujado.
De hecho las formas de confianza tradicional tienden a disolverse. Vivir en una sociedad globalizada significa fiarse cada vez más de sistemas abstractos como instituciones políticas, sociales o económicas tanto nacionales como internacionales que en la mayoría de los casos no comprendemos. Algunos autores (Beck, U., World Risk Society, Polity, Cambridge 1999; Cosmopolitan Vision, Polity, Cambridge 2006) definen nuestra sociedad como sociedad del riesgo global, para ellos la gestión del riesgo es el rasgo principal del orden global.
Las ideas de Beck han sido estudiadas recientemente por el profesor de Teología de la Universidad de Deusto,Dr. Diego Bermejo, que ha editado un denso trabajo titulado ¿Dios a la vista? (2013, Editorial Dykinson, Madrid, 565 páginas).
Tras el fracaso de la modernidad, que proponía una religión conformada por la trinidad que constituía la producción económica irrestricta, la libertad individual absoluta y la felicidad personal ilimitada (Fromm, E.,¿Tener o ser?, F. C. E. Madrid 1995, p. 13), pero que no transmitía sentido ni energía a sus adeptos, es necesario beber en otras fuentes.
Por mucho que la cientificidad moderna considerara que el debate sobre el sentido de la historia y la existencia del hombre era algo pueril, el hombre no puede vivir sin ese espacio de sentido, precisamente esto se hace más necesario hoy ante la experiencia de vulnerabilidad y de miedo.
Es algo que no debería extrañarnos cuando el mismo Max Weber (que consideraba el recurrir de las sociedades occidentales como un incontenible proceso de secularización), sostenía que ni la razón instrumental, ni las ciencias, tenían respuesta a lo que realmente importaba: lo que debíamos hacer y como debíamos vivir.
Esto causaba el desasosiego y el sentirse desorientados (Weber, M., El político y el científico, Alianza, Madrid 1972, p. 201-202) y el que sólo la religión brindara los últimos motivos reales para la actuación humana (Weber, M., Aufsätze zur Wirtschaftslebre, compilación de Winkelmann, J., Tubingen: Mohr- Siebeck, 1985, p.503, citado por Mansilla, H. C. F., Lo rescatable de la religión hoy, Diálogo Filosófico 58 (2004) 61-78, p. 67).
M. Horkheimer, poco sospechoso de ninguna actitud confesional, afirmaría décadas más tarde, que no puede sostenerse un sentido incondicional en el mundo sin presuponer la existencia de Dios (Horkeimer, M., La añoranza de lo completamente otro, en A la búsqueda de sentido, H. Marcuse, K. R. Popper, M. Horkheimer. Sígueme, Salamanca 1998, p 91).
Siendo esto así, quizás tengamos que cuestionar el paradigma estándar de la secularización. Habrá que ver si lo sagrado sigue presente en nuestras sociedades, intentando escuchar al hombre de hoy, recurriendo a las islas de sentido en las que pretende habitar, atendiendo a las posibles metamorfosis de lo religioso. Tener esto en cuenta será fundamental para abordar con sentido la Nueva Evangelización.
Juan Jesús Cañete Olmedo es profesor en el Centro de Estudios Teológicos de Jaén y colaborador de Tendencias 21 de las Religiones.