Constantino el Grande fue el emperador que hizo del cristianismo la religión oficial del Imperio romano. El nombre de Constantinopla (hoy Estambul), ciudad capital durante cientos de años del Imperio romano oriental, viene de él. Murió en el año 337. En el siglo IX empezaron a aparecer referencias a la Donación de Constantino en los escritos cristianos; en ella, Constantino lega a su contemporáneo el papa Silvestre I todo el Imperio romano occidental, incluida Roma. Este pequeño presente, según contaba la historia, se debía ala gratitud de Constantino, que se curó de la lepra gracias a Silvestre. En el siglo XI, los papas se referían con regularidad a la Donación de Constantino para justificar sus pretensiones de ser gobernantes no sólo eclesiásticos sino también seculares de la Italia central. A lo largo de la Edad Media, la Donación se consideró genuina tanto por parte de los que apoyaban las pretensiones temporales de la Iglesia como de los que se oponían.
Lorenzo de Valla era un polígrafo del Renacimiento italiano. Un hombre controvertido, brusco, crítico, arrogante y pedante, que fue atacado por sus contemporáneos por sacrilegio, impudicia, temeridad y presunción… entre otras imperfecciones. Tras concluir que, por razones gramaticales, el credo de los apóstoles no podía haber sido escrito realmente por los doce apóstoles, la Inquisición le declaró hereje y sólo la intervención de su mecenas Alfonso, rey de Nápoles, impidió que fuera inmolado. Inasequible al desaliento, en 1440 publicó un tratado demostrando que la Donación de Constantino era una burda falsificación. El lenguaje del documento equivalía al latín cortesano del siglo IX como el cockney de hoy al inglés normativo. Gracias a Lorenzo de Valla, la Iglesia católica romana ya no reclama el derecho a gobernar las naciones de Europa por la Donación de Constantino. Se cree en general que esta obra, cuya procedencia tiene un vacío de cinco siglos, fue falsificada por un clérigo adscrito a la curia de la Iglesia en la época de Carlomagno, cuando el papado (y especialmente el papa Adriano I) defendía la unificación de la Iglesia y el Estado. (Carl Sagan, El mundo y sus demonios).