El furor occidental por los zombis queda reducido a un cuento de hadas comparado al fenómeno social que se vive en Haití, donde los zombis realmente existen y son producto del castigo político de algunos pueblos rurales. El escritor Mischa Berlinski viajó a Haití en busca de zombis, y se involucró caprichosamente en la investigación de un asesinato donde “la victima no murió”.
Como un mes después de que llegué a Jérémie, se esparció un rumor en el pueblo de que un zombi mortal estaba suelto. Este zombi, se decía, podía matar con el solo tacto. La historia tuvo tal autoridad que las escuelas cerraron. Se le pidió al líder de la sociedad secreta local, responsable del manejo de la población de zombis, que investigara. Más tarde esa semana, Monsieur Roswald Val, habiendo llevado a cabo una presunta investigación profunda, anunció en Radio Lambi: no había nada de qué preocuparse; todos los zombis estaban bajo control.
Una de las primeras cosas que Berlinski aprendió a decir en criollo haitiano fue: “¿Realmente hay zombis en Haití?, para obtener, invariablemente, la misma respuesta: “claro”. Al parecer todos ahí tienen una imagen precisa de cómo se ve un zombi: “Hombres y mujeres inmutables con palidez de muertos, voces muy nasales y la característica quijada caída”. Haití, escuchó decir, es la república de los zombis.
Berlinski cuenta que en Haití han existido un número de personas que son declaradas muertas, pero que no murieron en realidad. A ellos se les llama zombis. Existe el caso, por ejemplo, de Clarivius Narcisse. Su certificado de muerte fue firmado por un doctor americano en Haití en 1962, y luego, en 1980, lo encontraron en su pueblo natal con una historia que contar de los años que pasó como un sirviente zombi. Narciso y otros zombis no murieron realmente, sino que fueron envenenados con un compuesto que contiene tetrodotoxina, que se encuentra en un pez que nada en las costas haitianas. El efecto de tal veneno es producir un estado de parálisis tan profundo que incluso expertos médicos se convencen de que la víctima ha expirado.
Este veneno provoca palidez extrema, temperaturas subnormales y disminución de ritmo cardiaco. Luego vienen los “hacedores de zombis” y lo desentierran y lo “regresan a la vida”. El zombi haitiano es, en palabras de Mischa Berlinski, el producto de una serie de experiencias terroríficas, todas específicas del contexto cultural del Haití rural.
Primero viene el sobrecogedor trauma de haber sido enterrado vivo. Narcisse reportó total lucidez a lo largo del acontecimiento. Cuando estos “hacedores” retiran el cuerpo del ataúd, le dan una sustancia alucinógena llamada “Datura stramonium” y entre todos lo golpean fuertemente. El toque final de la “zombificación” es el absoluto rechazo del zombi por parte de su comunidad. El efecto acumulado es la destrucción de la voluntad del zombi: se vuelve un sirviente.
Cada zombi de Haití está “hecho” con la aprobación oficial de la sociedad secreta de zombis, misma que, según el relato, está intensamente involucrada en el gobierno de Haití. Estas sociedades aumentan su poder por medio de la “zombificación”. Generalmente, aquellos que son “zombificados” son los que han cometido un delito en contra de su comunidad. Es una especie de castigo esotérico y médico contra aquellos que han afectado a las personas de alguna comunidad rural de Haití.
La historia completa (en inglés) es realmente entretenida y, por lo menos, aterradora.
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