Sentado sin tocar el mundo, el Maestro mantenía los ojos ligeramente cerrados…
– ¿Maestro, estás dormido?.
– ¿Maestro, estás despierto?.
– ¿Maestro, te ocurre algo?.
– ¿Maestro, por qué no me hablas?.
El discípulo preguntaba una y otra vez, casi sin respirar… y del mismo modo continuaba preguntando…
– ¿Maestro, me oyes?.
– ¿Maestro, estás bien?.
– ¿Maestro, por qué no me haces caso?.
Finalmente, el Maestro abrió los ojos y dijo:
– Sólo cuando estés en silencio podrás escuchar mis respuestas. Ahora cierra los ojos y no hables.
El discípulo cerró los ojos a la par que su Maestro, y no habló, pero pensaba…
– ¿Qué habrá querido decir?.
– ¿Le habré fallado?.
– ¿Pero si estoy en silencio, cómo voy a preguntar?.
– ¿Y si no pregunto, cómo me va a responder?.
– ¿Y si no hay respuesta…, cómo voy a enterarme de algo?.
– ¿Podré abrir ya los ojos?.
Entonces el Maestro, como si leyera sus pensamientos, rompió su silencio, diciendo:
– Para abrir los ojos debes cerrar la boca, incluso la que no es capaz de mover los labios porque se expresa en el pensamiento. Detén el bullicio de la mente. Sólo entonces podrás oír la Voz.
Un destello de comprensión se adueñó del aprendiz, y no musitó palabra. Una leve sonrisa y una pícara mirada dijeron al Maestro lo que necesitaba. Comenzaba a hacerse el silencio.