“La verdad es -¡debe ser!- divertida y puede ser presentada de modo que haga resplandecer su atractivo”[1]. Esta frase del Profesor Nubiola en El taller de la filosofía me ha dado qué pensar. Si bien muchos filósofos nos reconocemos como abanderados del bien y la verdad, también es cierto que muchas veces no logramos ser todo lo divertidos que quisiéramos. Este verano, una amiga de mi madre me dio un recordatorio de la Primera Comunión de su hijo. Tenía escrita una original oración a Dios en la que se podía leer: “Haz a los malos, buenos y, a los buenos, divertidos”. Me hicieron gracia estas palabras y me pregunté si podía haber gente que fuera buena pero que no fuese divertida. Seguramente, la respuesta a esta pregunta venga determinada a su vez por qué idea tenemos de diversión. ¿Existe una relación directa entre lo que es bueno y lo que es divertido?
Si preguntáramos hoy día a un grupo de chicas y chicos de entre 15 y 23 años cuál fue el momento más divertido de la última semana, dudo mucho que nos contestaran que fue cuando ayudaron a su madre a sacar la basura. En cambio, es muy probable que nos dijeran que fue el viernes o el sábado, cuando “salieron de fiesta” hasta las 5 o 6 de la madrugada y bebieron algo más de la cuenta. Al parecer de los entrevistados, aquellos podrían calificarse de momentos “divertidos” –en los que “se lo pasaron bien”- aunque no necesariamente “buenos”. El dolor de cabeza y las ganas de vomitar no le sientan bien a nadie. Considero que, en estos casos, podríamos equiparar “diversión” con “dispersión”. Este es un modo de “divertirse” habitual hoy día. Consiste en escapar de lo real y zambullirse en un mundo más o menos ilusorio de luces de color, música ensordecedora y un poco de alcohol para nublar la mente. “Me lo paso bien”, decíamos, es un modo de expresar qué se siente en estos casos. La expresión no puede ser más sincera. El “me” hace alusión a uno mismo y a nadie más. El que importa soy yo. Por otro lado, el “paso” implica que esa diversión se irá tan rápido como ha llegado. Es una experiencia fugaz. Esta idea de “diversión” es, por consiguiente, egoísta y pasajera. Pero, ¿acaso es el bien egoísta?, ¿es pasajero?
Jóvenes haciendo botellón en Madrid |
Creo que el sentido auténtico de la palabra “diversión” es otro bastante diferente. No discuto que la diversión se da en la fiesta como ámbito natural. Ahora bien, ¿qué es la fiesta? Es una reunión de personas que celebran unidas algo que consideran bueno. Podemos celebrar una boda, un logro académico o deportivo, un cumpleaños. Lo importante en la fiesta es ese bien que se comparte, pues sin él no habría celebración alguna. Es el bien el que da su razón de ser a toda fiesta. Por otro lado, es importante que ese bien sea compartido, pues solo así la alegría puede ser participada por todos. Es entonces cuando la diversión surge espontánea, empujada por una alegría honda que nos une. Vemos, por tanto, lo diferente que es la diversión de la dispersión.
Podemos decir que el bien, cuando va acompañado de la verdad –aquel que tiene una correspondencia con la realidad y no es imaginario- es divertido, ya que es lo más susceptible de ser compartido, de ser celebrado. Simone Weil decía que “el bien imaginario es aburrido; el bien real es siempre nuevo, maravilloso embriagante”[2]. Lo imaginario, en cuanto tal, sólo puede existir en la imaginación de cada sujeto. Por consiguiente, es algo hasta cierto punto particular y subjetivo. En cambio, el bien real es maravilloso, pues, al ser bien, es motivo de alegría y, al ser real, puede ser compartido realmente. El bien es difusivo de suyo, dice el adagio clásico. El bien más necesario, la verdad más cierta, es la existencia. Por eso todo cumpleaños y todo nacimiento suponen una gran alegría. Pieper resumía el motivo de toda celebración con una frase reveladora: ¡Qué bueno que existas!.
La realización del bien, así como la posesión de la verdad, ha de traslucir siempre un cierto carácter festivo. Quizá en muchas ocasiones ese carácter se nos oculta en un primer momento. Efectivamente, podemos encontrar a muchas personas que obran correctamente, pero que no nos atraen ni, desde luego, nos divierten. No es lo mismo lo correcto que lo bueno. Pienso que todo buen obrar no ha de reducirse a obrar correctamente, sino que ha de dejar traslucir su razón de bien y, como consecuencia, su razón de ser celebrado. Es el filósofo el que tiene la tarea de levantar ese velo que tantas veces oculta el carácter festivo del bien. Es él quien tiene el cometido de hacer partícipes a los que le rodean de la dicha que conlleva poseer lo bueno y verdadero.
[1] NUBIOLA, Jaime, El taller de la filosofía, EUNSA, Pamplona, 2006 (4ª edición), p. 117
[2] WEIL, Simone, La gravedad y la gracia, p. 111, citado en NUBIOLA, Jaime, op. cit., p. 118