Hoy he querido compartir ésta historia que está basada en algo muy triste que me ocurrió. Quisiera que se lo tomen con seriedad y que comenten sobre el cuento.
Aceptaré críticas constructivas, cualquier comentario fuera de lugar será eliminado y el usuario bloqueado.
Título: ¿Cómo debería reaccionar?
¿Cómo se supone que debiera reaccionar?
No lo sé…
Hoy me ha ocurrido una gran pena que ya me ha pasado antes, pero ésta vez he sentido algo distinto que las veces anteriores. He sentido la garganta apretada y la conciencia pesada, pero aún así mi pena agobiante se ha mantenido en lo más profundo de mi alma y no ha explotado en llanto.
Tengo conejos. Muchos. Una de mis conejas tuvo una camada de seis hijos, hace poco, no más de dos meses. Pero hemos decidido separarlos de su madre, “porque ya son independientes”. Todos los pequeños vivían juntos en su propia jaula. Los amo. Les doy comida que recolecto de mi propio jardín: alfalfa. A veces también comen verduras. Pero siempre selecciono la comida que elijo para los adultos y los jóvenes: intento darle la más blanda a los pequeños para que sus pequeñas bocas puedan masticarla y que se alimenten sin problemas.
-¿Qué pasa? ¿Te sientes enferma?- pregunté a una de mis conejas, como si me fuera a contestar, o como si yo fuera a entender lo que me dice.
Estaba echada en el suelo. No comió lo que le di, como sí lo hicieron sus hermanos. Parecía desmotivada. La saqué de la jaula y la puse en el suelo. No caminaba, no era capaz de sostener su cuerpo. Desesperadamente intenté darle zanahoria, pero ni si quiera esa apetecible verdura le llamó la atención.
Intenté darle de beber agua, pero la escupía. Le hacía cosquillas, pero no reaccionaba. Respiraba lentamente. Pedí ayuda a mi madre. “Seguramente tiene problemas de indigestión” me dije al ver que tenía excremento endurecido en su ano. Lo limpié (fue entonces cuando me percaté de que era hembra). Mi mamá sugirió limpiárselo con aceite de oliva. También le dimos de beber un poco de éste líquido.
“Podría tener una infección” me decía yo para mis adentros. Me intentaba dar una explicación a su malestar. La tenía en mis brazos y le acariciaba su cabecita, esperando que con amor se curara.
-Va a morir- decía mi madre de una forma que me dolía… pero no por el significado de esas palabras, ni porque me lo dijera ella; sino que no quería aceptar lo que le estaba pasando.
No quería admitirlo. Estaba claro… Pero yo me decía que no. ¡No, no y no!, mi esperanza se refugiaba en esa mentira. Insistí en salvarla, insistí en evadir la realidad…
Su cuerpo se revolcó en sí mismo convulsionadamente.
-Oh no… ¡Va a morir!- exclamé y miré a mi madre como esperando compasión.
Sentí acidez en mis ojos, esa que sientes cuando vas a llorar. No lloré. Recordé muchas mascotas que se me han muerto antes: un conejo de una camada anterior que murió de sarna. Otras dos conejas que se murieron un día se lluvia, seguramente de frío (aunque mi mamá le echa la culpa al señor que les dio comida, pues podía no haberse fijado en que su alimento incluía una hierba que los conejos no pueden comer). Recordé también a una gata que se murió porque se había ido mucho tiempo de casa y estaba deshidratada y desnutrida; justo antes de partir nos dejó una camada prematura de cuatro gatitos, que más adelante también dejaron nuestro mundo. Mi gallina y mi gallo que murieron bajo el ataque de un perro. Otro conejo que teníamos que también murió por culpa del mismo tipo de animal…
Recordé a mi gato Bigotes, que desapareció sin razón aparente. También recordé a mi gato negro que hace años le pasó lo mismo, y nunca supe por qué. La mascota que más he querido, ese loco gato de bruja con corazón bondadoso. Recordé la mirada suya, la mirada de todos ellos que ahora no viven conmigo. Y el recuerdo de todas esas mascotas que no fui capaz de cuidar en mi infancia súbitamente sacudió mi calma.
Volví a la realidad que había dejado. Miré a la pequeña. “Se parece a los conejos salvajes, por su color gris moteado con café” me decía mi madre.
No soportaba verla sufrir tanto. Pero no podía dejar de mirarla. ¿Por qué tiene que morir? ¿¡Es que a caso todas esas mascotas que han muerto antes no dejaron en mí ninguna enseñanza!? ¿¡¡No he aprendido nada de mis horribles experiencias pasadas!!?
Era mi culpa. ¡Toda la culpa era mía! Lloré al saber que su destino no tenía escapatoria. Lloré porque ella recibía lo que yo debiera merecerme. Ella tenía derecho a vivir, no tenía por qué recibir el castigo de mi irresponsabilidad.
Mi mamá me animaba diciéndome cosas como “así es la vida”, “éstas cosas siempre pasan” o “el señor que nos regaló los conejos decía que le pasaba lo mismo: muy bien que los conejitos jugaban alegremente un día, y al siguiente amanecían muertos”…
Decidí dejar de mirarla, dejarla en una canasta con hierba seca a modo de colchón para que muriera en paz y entrar a la casa. Empecé a pensar en el libro que he estado escribiendo, pero el luto me había quitado por completo la inspiración.
Más rato, cuando mi mamá estaba preparando la once, decidí ir afuera y encontré toda la hierba seca revuelta y su cuerpo duro como palo. La miré fríamente, no sentí nada cuando vi su cuerpo, a lo mejor porque ahora era un simple cuerpo sin alma… pero aún así me arrepiento de no haberme compadecido. Le di de comer a los demás conejos. Mi hermano se enteró de lo sucedido y nos ayudó a mamá y a mí a darle sepultura. Cavamos un hoyo en el suelo y la dejamos ahí, lo mejor tapado posible. “Aquí va a crecer un árbol” decían ellos.
En ese momento, lo único que hacía era preguntarme qué sería de su verdadera “ella” en éste momento. No creo en dios, tampoco puedo asegurar que los animales tengan alma. Pero si yo tuviera una, ¿qué diferencia habría entre yo y un conejo que impidiera que él también la poseyera?
Podría haber reencarnado, su alma podría estar viajando en éste momento o podría haberse difuminado como humo. No sé. Pero lo que sí sé es que su alma ahora estaba en paz. “Descansa en paz” le decía, esperando ser escuchada por su espíritu.
No quería llorar, no me entraban las ganas. Regresé a casa y comí. Luego me senté en el computador para hacer un trabajo que tenía pendiente para el colegio.
Pero su recuerdo me agobiaba. Refugié mis penas en buena y fuerte música rock que en estos momentos parece ser la única que me entiende. Luego lo desahogué escribiendo, pero no en el libro que señalé antes… sino que en éstas palabras.
Y ahora, lo único que estoy sintiendo mientras le doy vida a éste retrato es un fuerte apretón de garganta y la música en mis audífonos que ensordece lo que me rodea para sólo estar yo y mi conciencia. Y una incontrolable culpa que me acusa de esa muerte que no fui capaz de evitar.
Descansa en paz, mi querida amiga. Deseo lo mejor para ti. Adiós para siempre…
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