Ser alguien en la vida o ser un don nadie, that is the question

ser o no ser

Y tú, ¿qué quieres ser en la vida? Estamos ante la frase socorrida por excelencia que todo progenitor de la clase trabajadora espetaba a sus pequeños no hace tanto, masculinos sobre todo, cuando despuntaba la adolescencia en ellos. Quizá haya caído en desuso, pero ser alguien en la vida sigue funcionando como la aspiración más noble de la gente común. La alternativa era y es convertirse en un buscavidas, ir sin norte a la buena de dios, transformarse en un don nadie sin oficio ni beneficio. Hoy los don nadie con estudios superiores están en paro, en la precariedad laboral o en mitad de la globalidad a muchos kilómetros de sus sueños infantiles y de sus pueblos o barrios de origen.

Lo cierto es que décadas atrás ser algo útil para sí mismo dentro de la clase trabajadora era aprender un oficio o bien entrar en la categoría de empleado del sector servicios. En cualquier caso, situarse en la vida. Con el paso del tiempo, algunos hijos e hijas de los obreros alcanzaron un título universitario y optaban a la función pública a través de selectivas y exigentes oposiciones. El ascensor social del estado del bienestar permitía subir de grado y categoría en bastantes ocasiones, si bien las estructuras sociales permanecían intactas, inamovibles, pero esa imagen dulzona y estereotipada de elevación hacia la clase media servía de acicate para creer en la democracia, el mérito y la igualdad de oportunidades. Todos celebrábamos ese camino plural que nos llevaba en volandas a un espacio ideal y cooperativo basado en el esfuerzo y la justicia.

Mientras eso sucedía, empezaron a proliferar como setas tras un copioso chaparrón las escuelas privadas de negocios y directivos, lugares especiales para la clase dirigente y la elite, que no tuvieron más remedio que ensayar rutas diferentes para sus cachorros, vástagos elegidos para formarse y prepararse como dirigentes de los nuevos tiempos. La educación clasista adoptaba formas más sutiles y sofisticadas. El ascensor social, en puridad, encubría políticas de clase activas que no dejaban ver la estructura piramidal de la sociedad real. En realidad, el ascensor social presupone la lucha de clases y una filosofía educativa vertical e instrumental, al servicio de los intereses capitalistas y no de una sociedad libre de iguales.

Ahora con la crisis, el neoliberalismo, la norma Wert, el ansiado retoño malformado y abortivo de Gallardón y la ley mordaza contra la disidencia pública de Fernández Díaz vuelven a agudizarse de manera descarnada las diferencias de clase. La Universidad trazará otra vez una barrera invisible prácticamente inexpugnable entre la clase alta y la clase trabajadora. A las hijas e hijos de éstos no les quedará más remedio que regresar al oficio, empleo u oposiciones de escalones inferiores para ser alguien en la vida, eso sí, dentro de una movilidad geográfica y temporal extrema, dando tumbos de contrato en contrato sin solución de continuidad alguna, compitiendo además con su pares de clase hasta la extenuación en una carrera de fondo sin metas concretas salvo las de sobrevivir a toda costa.

En cuanto se asoma la cabeza del nido familiar, competir es el objetivo a ultranza. El mundo está plagado de enemigos y adversarios que intentan hacerse con la escasez económica inducida por el capitalismo. A mayor escasez, más competitividad y menos ética y solidaridad con el prójimo. La conciencia de clase se va debilitando poco a poco, lo importante y sustancial es acceder a un trabajo y mantenerlo frente a todos: el compañero, el inmigrante, el otro que puja por lo mismo que nosotros. El neoliberalismo apura al máximo nuestra capacidad de resistencia y agresividad, es su esencia constitutiva, instalarnos en un presente feroz o futuro permanente con el propósito de no pensar en exceso los alrededores estructurales que nos cercan las respuestas críticas que pudieran aflorar en nuestras mentes agotadas por la fatiga imperiosa de no tropezar con la marginalidad social.

Ser alguien en la vida se ha puesto muy caro para los miembros de la clase trabajadora. Salir a flote significa aceptar una explotación más intensiva y un silencio cómplice. La alternativa es dura: el ostracismo social, alejarse del estatus de conveniencia de consumir desaforadamente y vivir cogidos de un hilo que puede quebrarse en cualquier momento.De ese instante de riesgo álgido hay que huir como sea y el único modo legitimado por el sistema para salvarlo es el de competir con denuedo y orejeras ideológicas, no detenerse a respirar ni un suspiro, ser pieza de un engranaje ineludible y fantástico imposible de comprender ni de analizar detenidamente.

Antaño, situarse en la vida formaba parte de la mochila doctrinal de la clase trabajadora. Se iba inculcando a los pequeños desde su tierna infancia un amor al trabajo consecuente y afectivo. Se era lo que se debía ser. La apertura de la educación, sin llegar a ser nunca horizontal, dio alas a encaramarse a un ascensor social mítico que llevaba a alturas moderadas desde las cuales se miraba a los padres, madres, abuelas y abuelos con una satisfacción personal muy entrañable. Éramos más que ellos, gracias a ellos en gran parte, merced a nuestra dedicación y esfuerzo sostenido. Esta visión se ha desplomado de repente.

La crisis actual está poniendo las cosas en su sitio clásico. Los de arriba en la cúspide y los de abajo con los pies en la tierra, batiendo el suelo con las migajas de costumbre. El capitalismo ha surcado muchas etapas y de todas ha salido más o menos indemne, sabiendo adaptarse a las circunstancias históricas cambiantes e imprevisibles a las mil maravillas. Ahora, regresa triunfante a su origen, expropiando a la clase trabajadora de sus conquistas sociales y derechos civiles y políticos. El medievalismo vuelve por sus fueros.Hay que dejar al trabajador desnudo ante la competencia inexorable. De esta forma, tendrá que venderse al mejor postor por el mínimo imprescindible para sobrevivir. Adiós aborto y mujer trabajadora, adiós futuro razonable. Hola vuecencia esclavitud, hola mi señor y amo.

En este campo de batalla adornado de luces de neón y figuras banales, la familia tradicional es el instrumento que repara los daños causados por las inclemencias de los furibundos mercados capitalistas. Allí, todavía existe un cierto calor humano y no hay que rendir cuentas de productividad ni de horarios intempestivos ni de rupturas psicológicas que nos acechan por doquier. La familia es la contraparte idónea de enorme utilidad para el régimen capitalista, por esa razón tanto la miman ideológicamente las derechas en todo el mundo. Sirve de hospital de campaña para curar heridas de la guerra laboral y de la supervivencia a muerte de todos contra todos. Después del fin de semana, de la fiesta familiar, de la cena viendo la televisión o de la tregua navideña, todos nos transformamos de nuevo en alimañas sedientas de un salario precario para ir tirando hasta el próximo y anhelado encuentro familiar. Se trata de una secuencia circular donde escapar resulta una opción impensable. Fuera de ese círculo vicioso hace un frío abrasador. Ser alguien en la vida es una trampa perfecta: para llegar a ser hay que lanzar por la borda ideas propias, sueños privados y la solidaridad con el otro. Competir o no competir, esa es la cuestión de fondo del sistema capitalista. Hasta la última gota de sudor y sangre, por supuesto.

http://www.diario-octubre.com/2013/12/28/ser-alguien-en-la-vida-o-ser-un-don-nadie-question/

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