La Iglesia española escenificó en la jornada de la Sagrada Familia celebrada en Madrid y Barcelona lo que se apunta como un cisma interior. Algunos observadores han querido ver en la presencia en la capital catalana de Vicenzo Paglia, presidente del Consejo Pontificio para la Familia, una señal de los nuevos vientos que el Papa Francisco promueve y que han de barrer, se supone, la esclerotizada jerarquía de la Iglesia católica en España. Ciertamente fueron actos diferentes. Rodeado de obispos fieles, el cardenal Rouco Varela hizo del pomposo ritual de Madrid la que seguramente será su última demostración de fuerza: una exaltación del modelo de familia cristiana capaz de pasar “de una pastoral sacramental a una pastoral evangelizadora”. Y no era mera retórica, como demostraba el homenaje que en el acto recibieron las 100 familias del Camino Neocatacumenal que partían hacia tierras de misión.
Pero el cisma que se escenificó el domingo no era en realidad entre tradicionalismo y modernidad, sino entre dos formas de tradicionalismo, uno mucho más retrógrado que el otro, pero con una pretensión común: la de definir qué es familia y dejar fuera de esa institución cualquier otra forma que no sea la que ampara la Iglesia, que es, como se encargó de precisar Vicenzo Paglia, la compuesta por el padre, la madre y los hijos. Estamos pues ante un nuevo episodio de la batalla por acotar y definir la realidad de acuerdo con unos parámetros ideológicos muy determinados, lo que dada la influencia que la Iglesia ha demostrado tener sobre el partido que gobierna España con mayoría absoluta, tiene sus peligros.
Si algo caracteriza la evolución de los hogares en España es la emergencia de nuevas formas de familia. Hace ya tiempo que la familia tradicional extensa dio paso a la familia nuclear, compuesta por padres e hijos, pero este formato, aunque mayoritario todavía, ya solo representa, según el INE, el 31,8% de los hogares españoles. Crecen los hogares unipersonales (23,2%), las parejas sin hijos (21%) y las familias monoparentales (9,3%). Y crecen también las parejas de hecho y las familias reconstituidas, fruto de rupturas anteriores.
Todos estos cambios sociológicos están dando lugar a una diversidad de formas de familia que la Iglesia rechaza apelando precisamente a la defensa de “la familia”. Este es, sin embargo, un terreno en el que la izquierda siempre se ha sentido incómoda, hasta el punto de permitir que la reivindicación de la familia quedara como patrimonio casi exclusivo de las fuerzas conservadoras más retrógradas. Como si la defensa de la familia fuera incompatible con los principios y valores de la izquierda, cuando no tiene por qué ser así. Lo que es incompatible es el modelo de familia autoritaria y patriarcal. La lucha contra este modelo ha sido uno de los ejes del pensamiento progresista. Autores como Marcuse, Adorno, Erich Fromm o Wilhelm Reich identificaron a la familia tradicional como un instrumento del autoritarismo del viejo orden, además de un elemento de control social, represión sexual y opresión individual. A este combate se unió el feminismo porque la familia patriarcal era la institución que consagraba la división sexual del trabajo.
Pero fueron las transformaciones legales y culturales promovidas por las fuerzas progresistas las que permitieron la profunda transformación de la familia en España. Una revolución que la socióloga Inés Alberdi ha descrito con detalle y que se basa en la preeminencia de valores sociales como la diversidad, la cohesión y la solidaridad. El viejo modelo patriarcal y autoritario ha dado paso a un nuevo tipo de familia, democrática e igualitaria, en la que tanto el tamaño como la forma no son ya fruto de una imposición, sino de decisiones libremente adoptadas; una familia en la que los hijos no llegan, sino que se buscan y se desean, porque la misión de la pareja no es ya cumplir con el imperativo divino de la reproducción, sino vivir el amor mientras este perviva. Despojada de su rol de garante del orden social, lo que queda es una estructura basada en los afectos cuya principal razón de ser es la solidaridad entre generaciones.
Esto es lo que explica que la familia no haya muerto ni se haya debilitado tanto como algunas teorías extremas habían preconizado. Y es también la causa de que goce en España de un abrumador apoyo social, hasta el punto de que el 91% de los españoles se muestren satisfechos con sus relaciones familiares y de que la familia sea una de las instituciones más valoradas por los jóvenes. La crisis ha demostrado ahora que la solidaridad familiar es uno de nuestros principales bienes culturales.
Es el pensamiento progresista el que ha impulsado estos cambios y la que defiende la diversidad familiar, pero siempre desde la defensa de los derechos individuales: de la mujer, de los homosexuales, de cada uno para elegir la forma en que quiere vivir. Queda por formular un discurso público que defienda la familia como institución solidaria libremente compartida y arrebate a la derecha el monopolio de su defensa.