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O me subo al carrito del cambio o el cambio me atropella.
Claro, nos educaron con el criterio de que la estabilidad era sinónimo de madurez, de equilibrio.
Quien cambia es ‘inestable’, inmaduro, todavía no ha crecido, porque el ideal de vida, para la sociedad, es un mundo quieto.
Vivir en el mismo barrio, habitar la misma casa, permanecer en el mismo colegio, tener la misma pareja, ‘durar’ en el mismo trabajo, escoger carrera ‘para toda la vida’, amarrarse a la misma ciudad y al mismo país… todos sinónimos de estabilidad.
Ni qué decir de las ideas o de las creencias.
Hay que tener los mismos valores, los mismos criterios, la misma mentalidad.
Atreverse a innovar es como una ‘locura’ y es más importante permanecer que arriesgar.
Nuestra sociedad valora lo estático, que ‘no produce desorden’, antes de romper esquemas y arriesgarse a que la vida sea diferente.
El criterio más elemental para cambiar, el más simple si se quiere, es que lo que hemos vivido, lo que hemos estudiado, lo que nos ha acompañado, donde hemos permanecido, no nos ha producido ni la paz ni la armonía esperadas.
Muchas personas se lamentan, por ejemplo, por la ‘pérdida’ de valores o por la ‘pérdida de la familia’.
Entonces, en la deducción más simplista, ‘volver’ con la familia tradicional ahora sí dará estabilidad.
¿Quién dijo?
¿Por qué creer que lo que no sirvió (o es que cree que el mundo va bien), hasta ahora, va a empezar a dar resultados?
¿No sería mejor buscar otra clase de alternativas que al menos nos permitan crear otra clase de circunstancias más humanas, de menos apariencia y de mayor contenido y aceptación de la diferencia?
Es el cambio y claro está también el miedo al cambio.
¿Qué escoger?
Arriesgarse o permanecer, he allí las alternativas.
Aclarando que muchas de las cosas que esperamos afuera no se encuentran ‘afuera’.
En más de una situación el cambio exterior no produce los resultados que anhelamos porque los problemas no son tan sólo geográficos, o de ambiente, o de la persona que nos acompaña, o de la ciudad o del país en el que habitamos.
Debo cambiar y arriesgarme, pero también debo manejar internamente la flexibilidad para no apegarme, para fluir, para atreverme.
Es el famoso equilibrio:
cambiar pero no desbordarse.
Cambiar pero no precipitarse o indigestarse queriendo asumirlo todo a la vez.
Ningún cambio duradero es rápido o instantáneo.
Los cambios necesitan cocción.
En el cambio no hay horno microondas sino fogón de leña.
Porque, así sea impactante, lo que permanece quieto es porque está muerto.
Lo único que no acepta cambio es la muerte.
Sorprende cómo los seres humanos dicen tanto de su personalidad a través de su necesidad o resistencia a los cambios.
Hay personas ‘muertas’ en vida que no se atreven a cambiar ni siquiera la ruta hacia el trabajo, ni lo que comen, ni se arriesgan a vestirse diferente, a mover los muebles de la casa, o a pasar un fin de semana de otra manera.
Por eso cuando no se acepta, la resistencia al cambio se convierte en enfermedad.
A las buenas o a las malas, el mundo se mueve y el cambio no consulta.
¡Simplemente se da!
O me subo al carrito del cambio o el cambio me atropella.
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