“Aquél que ocultó en gemas las semillas de estrellas”
El título de este artículo parafrasea una nota que publica The Smithsonian que, como en la luz de una supuesta revelación, anuncia que la alquimia en realidad legó importantes pilares de conocimiento a la ciencia moderna. Según el sitio de esta importante institución, en el último siglo los científicos han considerado a los alquimistas como charlatanes o amateurs, que en vano procuraron hallar la piedra filosofal o transformar metales como el plomo en oro. Sin embargo, al parecer un revisionismo está en ciernes, y algunos historiadores de la ciencia están descubriendo —la obviedad— que los alquimistas hicieron importantes aportaciones al desarrollo de la ciencia moderna.
Para poder estudiar la alquimia y realmente conocer de qué se trataba y qué se logró, un investigador debe familiarizarse con un lenguaje oculto, revestido de metáforas y referencias mitológicas en el afán de mantener hermético el conocimiento. Los alquimistas practicaban la secrecía debido a que consideraban que había cierto poder en su conocimiento y era su responsabilidad hacer que fuera inaccesible para el vulgo o para las mentes comunes. Aurum nostrum non est aurum vulgi (“Nuestro oro no es el oro del pueblo”) dice una máxima que claramente hace referencia a que el oro que buscaban no era el oro común (lo cual nos hace ver que su trabajo es fundamentalmente incomprendido, ya que su meta no era transmutar oro material). Por esto y quizás también porque tenían cierta inclinación tropológica, apreciando la belleza del lenguaje y la misma sintonía de la poesía con la obra magna, ya que cada acto debía de ser un reflejo de los procesos cósmicos, es que surgen términos que acompañan la transformación y evocan las tinturas como el león verde (el vitriol, la sustancia que absorbe el oro, el ser verdadero), la cola de pavorreal (la visión iridiscente que antecede a la transmutación), el unicornio (la piedra blanca) o el pelícano (la piedra roja: se decía que la piedra filosofal y el oro es de este color; el pelícano míticamente alimenta a sus hijos de su propia sangre y llegó a ser una imagen de Cristo, de la perfección y resurrección del filósofo…) y toda una sutil fauna de criaturas simbólicas con numerosos significados que agregan elegancia a este arte. De igual manera, se dice que todo está compuesto de mercurio, azufre y sal, pero estos elementos no se refieren literalmente al mercurio, el azufre o la sal que conocemos, sino al espíritu, al alma y al cuerpo.
Las aventuras en el atanor de los alquimistas no eran fútiles o ingenuas. Recientemente, el químico de la Universidad John Hopkins, Lawrence Principe, logró realizar con éxito un experimento alquímico descrito en textos del siglo XVII, para generar un “Árbol Filosofal” a partir de una semilla de oro. Este arbor philosophica era considerado el precursor de la piedra filosofal. La idea era que a partir de oro se podía generar más oro, como se puede usar germen de trigo para crecer un campo de trigo. Los alquimistas le daban a la semilla del oro el nombre de “alkahest”.
Principe mezcló un preparado de oro con mercurio en una “bola mantequillosa” en un frasco. Luego cubrió el frasco sellado en un baño de sal al calor en su laboratorio. Al día siguiente, para su “completa incredulidad”, el frasco estaba llenó de un “brillante y maduro árbol” de oro. La mezcla había crecido en una estructura similar a la de un coral (curiosamente en la alquimia se habla del coral de oro, como un tipo de oro más valioso). Más sobre un experimento similar para extraer “la semilla áurea” puede leerse aquí (también existe la versión de plata, llamada “el árbol de Diana”).
Principe y sus colegas han detectado creciente evidencia de que los experimentos que realizaron los alquimistas obtuvieron genuinos resultados y analizaron el mundo material de manera valiosa para la ciencia. Por ejemplo, se sabe que Robert Boyle, considerado como uno de los fundadores de la química moderna, básicamente saqueó el trabajo del alquimista Daniel Sennert o que Lavoisier se basó para substituir la tabla moderna de elementos de los viejos cuatro elementos, “en conocimientos que eran conocidos ampliamente por fuentes alquimistas previas”, según señala William Newman de la Universidad de Indiana.
El caso más notable en este sentido es el de Isaac Newton quien no sólo se inspiró en conocimientos propios de la alquimia y la filosofía hermética para desarrollar su teoría de la gravedad y sus descubrimientos en el campo de la óptica, él mismo dedicó buena parte de su vida a la alquimia, la cual consideraba la ciencia suprema e incluso hizo una traducción del texto hermético La Tabla Esmeralda, en el cual se habla de principios universales, como la ley de la atracción. Antes que Newton: Bruno, Brache, Copérnico y Kepler también tuvieron influencias alquímicas o herméticas —lo cual no es para nada extraño puesto que las mentes más brillantes de esa época estudiaban o buscaban una iniciación en la alquimia. Copérnico estudió filosofía hermética en Florencia y citó postulados herméticos al “redescubrir” que la Tierra giraba alrededor del sol en su “Revolución de las Órbitas Celestes”. Kepler tuvo una influencia de amigos y colegas interesados en la alquimia como puede constatarse por su correspondencia. Kepler escribió en su libro Tertius Interviens:
El hombre tiene también en su alma y facultades más bajas una afinidad con el cosmos, como también la tiene la tierra y esto puede ser probado de muchas formas.
Esto nos recuerda claramente a postulados alquímicos como éste, de Basilio Valentino:
El principio de la semilla de engendrar metal se produce en la tierra por medio de la influencia e impacto sideral.
O del amigo de Kepler, Martin Ruland:
El hombre es el mundo pequeño [microcosmos] porque en él todo lo que es invisible y espiritual en el gran mundo se vuelve material y visible.
El divino Paracelso, quizás el alquimista más famoso, escribió:
El hombre es un microcosmos, o mundo pequeño, porque es un extracto de todas las estrellas y planetas del firmamento, de la tierra y de los elementos; así es su quintaesencia.
Paracelso quizás debería de llevar el título no sólo de su excelsitud, sino también el de “Padre de la Medicina” (para muchos científicos es considerado al menos el Padre de la Toxicología). Introdujo metales, minerales y la aplicación de la química a la práctica de la medicina; acuñó el término para el “zinc”; recomendó en contra del uso de mercurio en un tratado sobre la sífilis, convencido de que “la dosis hace al veneno”; contribuyó al tratamiento de “la enfermedad del minero”; fue el primero en usar el término “inconsciente”, etcétera.
“La medicina no es sólo una ciencia; es también un arte. No debe de consistir sólo en confeccionar pastillas y colocar vendas; trata con los procesos esenciales de la vida, los cuales deben ser comprendidos antes de que puedan ser guiados”, dijo Paracelso, quien escribió: “¿Acaso no es más grande aquél que cura el alma que aquél que cura el cuerpo?”. Evidentemente este entendimiento filosófico-espiritual de la medicina hoy en día no es del todo aceptado. Por una parte, la especialización, ante el incremento de la cantidad de información, hace difícil que un médico pueda tener también una formación filosófica o incluso una formación amplia dentro de las ciencias naturales; por otra parte, la ciencia moderna no comparte esta visión integral. Me pregunto qué ocurriría si nuestros médicos tuvieran un poco de este espíritu de Paracelso: seguramente no recetarían medicamentos a diestra y siniestra e intentarían conocer las causas más profundas de las enfermedades, tal vez buscando en primera instancia una armonía con el entorno y la psique.
Si bien la visión de Paracelso, para quien la salud y la vida del hombre eran parte de un telar de influencia que incluía a los planetas y a su propia psique, supuestamente ha sido superada por la ciencia moderna, es interesante notar que cada vez más la ciencia moderna se ve en la necesidad de aceptar que existen factores psicosomáticos en las enfermedades, tales como el estrés, y que se pueden utilizar alternativas a la medicina farmacológica para lograr una salud y un mayor equilibrio. Tal vez, la alquimia no sólo no es una pseudociencia: es la trascendencia de nuestra ciencia que yace, paradójicamente, en el pasado, cerca del origen. Una honrosa herencia que conecta al arte con la ciencia y que, como una serpiente Ouroboros, quizás sea también un pilar al final de la historia.
Twitter del autor: @alepholo
http://pijamasurf.com/2014/01/la-alquimia-no-es-una-seudociencia-es-el-fundamento-de-la-ciencia/