El espejismo de que los ucranianos iniciaban una nueva era se ha esfumado
Ucrania nos ha inundado y sobrecogido con imágenes fuerza: los manifestantes de la plaza de Maidan de Kiev resistiendo con valentía meses de frío lacerante, embestidas policiales y balas de francotiradores; el oro de los accesorios de baño de la opulenta residencia del presidente depuesto Víktor Yanukóvich; Yulia Tymoshenko saliendo de la cárcel en silla de ruedas para dirigirse con voz quebrada a sus compatriotas. En un momento en que la autoconfianza de Europa atraviesa sus horas más bajas, el arrojo de que han hecho gala los ucranianos para derrocar un sistema político corrompido nos ha recordado cuáles son sus valores fundamentales, que son los nuestros. La cuestión es qué respuesta va a dar Europa.
La autorización por la Duma del envío de efectivos militares rusos a Ucrania (es significativo que no se restringe a Crimea), solicitada por Putin, consolida la fuerte presencia de facto de tropas rusas ya existente en Crimea y progresivamente más allá. El espejismo de ver en la destitución de Yanukóvich una señal de que Ucrania se adentraba en una nueva era, se alejaba inexorablemente de Rusia y buscaba refugio en el redil democrático europeo se ha esfumado. Sorprendidos por una realidad que deberían haber previsto, nuestros líderes han de reconocer que Ucrania se enfrenta a profundas divisiones internas y fuerzas geopolíticas en conflicto.
Ucrania es un país desgarrado por tensiones culturales arraigadas, resultado de una historia de ocupación a manos de potencias extranjeras. En el siglo XVII, la lucha entre cosacos, rusos y la mancomunidad de Polonia-Lituania por el control de Ucrania dio lugar a una división a lo largo del río Dnieper. Y, pese a que la separación desapareció formalmente tras la segunda partición de Polonia en 1793, su legado se mantiene vivo aún hoy.
La geografía de Ucrania también ha contribuido a la vigencia de líneas de falla. Tras la devastadora hambruna de 1932-1933, entre 2 y 3 millones de rusos repoblaron las zonas agrícolas abandonadas en el sur y el este de Ucrania, lo que no hizo sino ahondar las divisiones etnolingüísticas que perduran hasta nuestros días. Si a eso añadimos una corrupción endémica, oligarcas poderosos y poco escrupulosos y díscolos partidos políticos, resulta fácil entender las dificultades a que se enfrentan los ucranianos en su lucha en pos de un sistema auténticamente democrático. Y los desafíos no se agotan en las fronteras de Ucrania. Por el contrario, las discordias internas de Ucrania operan dentro del contexto de una amplia y cambiante pugna reproduciendo divisiones que parecían enterradas con el fin de la guerra fría.
Desde el inicio de las protestas de la plaza de Maidan, de forma soterrada por la proximidad de los Juegos Olímpicos en Sochi, Rusia viene enviando señales claras de que su planteamiento con respecto a Siria (y su apoyo a El Assad) no era un fenómeno aislado, resaltando, así, la carencia de visión estratégica y la, al menos temporal, menguante influencia global de EE UU. No le faltaba razón al líder ruso: EE UU, abstraído en sus problemas internos, no determina hoy la agenda internacional. La muy publicitada conversación de 90 minutos, el sábado pasado, entre Obama y Putin, cuyo magro resultado fue la amenaza de hacer descarrilar la cumbre del G8 prevista en Sochi el próximo mes de junio, da testimonio de los límites actuales del poder americano. Ni siquiera alcanza las tímidas propuestas formuladas la semana pasada por el antiguo asesor de Seguridad Nacional de EE UU, Zbigniew Brzezinski, centradas en el establecimiento de sanciones financieras o la revisión del estatus de Rusia en la Organización Mundial de Comercio.
La naturaleza cambiante de las relaciones transatlánticas no hace sino complicar aún más la situación. La buena noticia es que Europa parece haber reconocido finalmente la necesidad de asumir una mayor responsabilidad estratégica, y buen ejemplo son las misiones encabezadas por los franceses en Malí y en República Centroafricana. Pero el proceso de construcción de una estrategia de seguridad común para la UE apenas ha comenzado, y los avances, no cabe duda, serán lentos.
La UE carece en la actualidad de la experiencia y conocimiento que EE UU acumuló durante las décadas en las que se erigió como potencia hegemónica internacional. Esta deficiencia quedó patente en noviembre pasado, cuando la UE ofreció a Ucrania un acuerdo de asociación que no tenía en cuenta la vulnerabilidad financiera del país. Ello permitió al presidente de Rusia, Vladímir Putin, implicarse de lleno, y obligar a Yanukóvich a sabotear el acuerdo a cambio de una promesa de 15.000 millones de dólares en préstamos y subsidios a la energía.
Resalta además que Alemania, renuente líder europeo, ha venido actuando en defensa de sus propios intereses económicos y energéticos, manteniendo una estrecha relación bilateral con Rusia. Berlín envía hoy señales confusas. Parece otorgar cada vez más importancia a los valores —del imperio de la ley a los derechos humanos— en su trato con Rusia a lo largo del último año, pero no está claro si llegará a asumir el liderazgo de una iniciativa fuerte en nombre de la UE. Así, que el ministro de Asuntos Exteriores alemán, Frank -Walter Steinmeier, fuese acompañado de sus homólogos franceses y polacos a las negociaciones que tenían como fin alcanzar el acuerdo de la semana pasada en Kiev prueba las dudas de Alemania, que no se decide a ir por su cuenta. Ello contradice la conferencia reciente en Múnich del presidente la República Gauck, que proclamaba la ambición alemana de jugar un papel más activo en los asuntos globales, de la que no cabía deducir, en absoluto, que Alemania tuviera intención de alinear su política con la de la UE.
La incertidumbre de Occidente respecto de Ucrania contrasta con la nítida visión de Rusia. Putin sabe que una Ucrania pro-Occidental y pro-OTAN representaría un gran obstáculo a la dominación rusa de Eurasia, podría cortar el acceso de Rusia al mar Negro y, lo que es aún más importante, servir de modelo a los opositores en su país. Su actuación en los últimos días confirma que está dispuesto a jugar fuerte, provechar el descontento (real o inducido) de la población de etnia rusa de Ucrania, sobre todo en Crimea —que alberga la flota rusa del mar Negro—.
En este contexto, si dejamos que viejos conflictos y rivalidades persistan, y determinen la política, las imágenes que irán emergiendo de Ucrania progresivamente contrastarán con las esperanzas de la plaza de Maidan, y nos retrotraerán a las que vimos en 2008, 1979, 1968 o 1956. La comunidad internacional debe lograr un equilibrio entre la necesidad de que Ucrania no se convierta en objeto de una lucha de poder, y el imperativo de frenar las deletéreas ambiciones de Putin. El conflicto de Ucrania entraña una realidad crítica: la comunidad atlántica y Rusia se necesitan mutuamente. Es, por lo tanto, urgente que los EE UU y Europa hagan saber a Putin que no le dejarán las manos libres en Ucrania.
Ana Palacio, exministra de Asuntos Exteriores de España y ex vicepresidenta primera del Banco Mundial, es miembro del Consejo de Estado de España.