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¿No se te ha ocurrido nunca pensar que sólo eres capaz de amar cuando estás solo? Pero ¿qué significa amar? Significa ver a una persona, una cosa, una situación tal como realmente es, no tal como tú la imaginas, y reaccionar ante ella como merece. No puedes amar lo que ni siquiera ves.
¿Y qué es lo que te impide amar? Tus conceptos, tus categorías, tus prejuicios y proyecciones, tus necesidades y apegos, los “clichés” que tú mismo has elaborado a partir de tus propios condicionamientos y experiencias pasadas. Ver es la más ardua tarea que un ser humano puede emprender porque requiere una mente alerta y disciplinada, mientras que la mayoría de la gente prefiere ceder a la pereza mental antes que tomarse la molestia de ver a cada persona y cada cosa de un modo siempre nuevo, con la novedad de cada momento.
Liberarte de tus condicionamientos para poder ver es bastante difícil. Pero el verte exige algo aún más doloroso: liberarte del control que la sociedad ejerce sobre ti; un control cuyos tentáculos han penetrado hasta las raíces mismas de tu ser, hasta el punto de que liberarte de él es tanto como despedazarte.
Si quieres comprenderlo, piensa en un niño al que se le inocula el gusto por la droga. A medida que la droga penetra en su cuerpo, el niño se va haciendo adicto y todo su ser demanda a gritos dicha droga. Llega un momento en que la falta de la droga le resulta tan insoportable que prefiere morir.
Pues bien, esto es exactamente lo que la sociedad hizo contigo cuando eras un niño. No te estaba permitido disfrutar del sólido y nutritivo alimento de la vida: el trabajo, la actividad y la compañía de las personas y los placeres de los sentidos y de la mente. Se te hizo tomar afición a unas drogas llamadas “aprobación”, “aprecio”, “éxito”, “prestigio”, “poder”… Una vez que les tomaste el gusto, te hiciste adicto a ellas y empezaste a temer la posibilidad de perderlas. Sentías terror con sólo pensar en los fallos, en los errores o en las críticas. De modo que te hiciste cobardemente dependiente de los demás y perdiste tu libertad. Ahora tienen otros el poder de hacerte feliz o desdichado. Y, por más que detestes el dolor que ello supone, te encuentras completamente desvalido.
No hay un solo minuto en el que, consciente o inconscientemente, no trates de sintonizar con las reacciones de los demás, marchando al ritmo de sus exigencias. Cuando te ves ignorado o desaprobado, experimentas una soledad tan insoportable que acudes de nuevo a los demás mendigando el consuelo de su apoyo, su aliento y sus palabras de ánimo. Vivir con los demás en este estado conlleva una tensión interminable, pero vivir sin ellos acarrea el agudo dolor de la soledad. Has perdido tu capacidad de verlos con toda claridad tal como son y de reaccionar adecuadamente ante ellos, porque, en general. tu percepción de ellos está oscurecida por tu necesidad de conseguir la “droga”.
La aterradora e ineludible consecuencia de todo ello es que te has vuelto incapaz de amar nada ni a nadie. Si deseas amar, has de aprender a ver de nuevo. Y si deseas ver, has de renunciar a tu “droga”. Tienes que arrancar de tu ser esas raíces de la sociedad que se te han metido hasta los tuétanos. Tienes que liberarte de ellas. Externamente, todo seguirá como antes y tú seguirás estando en el mundo, pero sin ser del mundo. E internamente serás al fin libre y estarás absolutamente solo. Es únicamente en esa soledad, en ese absoluto aislamiento, como desaparecerán la dependencia y el deseo y brotará la capacidad de amar, porque ya no verás a los demás como medios de satisfacer tu adicción.
Sólo quien lo ha intentado conoce el terror de semejante proceso. Es como si te invitaran a morir. Es como pedirle al pobre drogadicto que renuncie a la única felicidad que ha conocido y la sustituya por el sabor del pan, la fruta, el aire limpio de la mañana y el frescor del agua del torrente, mientras se esfuerza por hacer frente al síndrome de abstinencia y al vacío que experimenta en su interior una vez desaparecida la droga. Para su enfebrecida mente, nada que no sea la droga puede llenar ese vacío. ¿Puedes imaginar una vida en la que te niegues a disfrutar de una sola palabra de aprobación y de aprecio o a contar con el apoyo de un brazo amigo; una vida en la que no dependas emocionalmente de nadie, de manera que nadie tenga ya el poder de hacerte feliz o desdichado; una vida en la que no necesites a ninguna persona en particular, ni ser especial para nadie, ni considerar a nadie como propio? Hasta las aves del cielo tienen nidos y los zorros guaridas, pero tú no tendrás dónde reposar tu cabeza a lo largo de tu travesía de la vida.
Si alguna vez llegas a ese estado, al fin sabrás lo que significa ver con una visión despejada y no enturbiada por el miedo o el deseo. Y sabrás también lo que significa amar. Pero para llegar a esa región del amor deberás soportar el trance de la muerte, porque amar a las personas supone haber muerto a la necesidad de las mismas y estar absolutamente solo.
¿Cómo se llega ahí? A base de un incesante proceso de concienciación… y con la infinita paciencia y compasión que deberías tener para con un drogadicto. También te ayudará el emprender actividades que puedas realizar con todo tu ser; actividades que de tal manera te guste realizar que, mientras te ocupas en ellas, no signifique nada para ti ni el éxito ni el reconocimiento ni la aprobación de los demás. E igualmente útil te será volver a la naturaleza: despide a las multitudes, sube al monte y comulga silenciosamente con los árboles y las flores, con los pájaros y los animales, con el cielo, las nubes y las estrellas. Entonces sabrás que tu corazón te ha llevado al vasto desierto de la soledad, donde no hay a tu lado absolutamente nadie. Al principio te parecerá insoportable, porque no estás acostumbrado a la soledad. Pero, si consigues superar los primeros momentos, no tardarás en comprobar cómo el desierto florece en amor. Tu corazón romperá a cantar, y será primavera para siempre.