Economía humanas vs economía del mercado.

“Uno debe pagar sus deudas”. La razón por la que esta frase es tan poderosa es que no se trata de una declaración económica: es una declaración moral.”
David Graeber, antropólogo
“Con los regalos se hacen esclavos, y con los látigos, perros.” Proverbio inuit.

Extractos adaptados de: ‘En deuda. Una historia alternativa de la economía’, del antropólogo David Graeber.
Los antropólogos saben bastante acerca de cómo funcionaban y funcionan las

economías sin Estado. Hay innumerables estudios de, por poner un ejemplo, el empleo de ganado como dinero en el sur de o el este de África, de conchas de moneda en las Américas (el wampum iroqués es el ejemplo más famoso) o en Papúa Nueva Guinea, dinero-cuentas, dinero-plumas (de Salomón), anillos de hierro, cauríes, conchas de espóndilo, barras de bronce o cabezas de pájaros carpinteros. La razón por la que los economistas ignoran este tipo de literatura es porque apenas se emplean “monedas primitivas” para comprar y vender objetos cotidianos como pollos, huevos, zapatos o patatas. Para lo que se utilizan es para arreglar las relaciones entre las personas, para crear, mantener y reorganizar relaciones entre personas: para solventar disputas, acordar matrimonios, establecer la paternidad de hijos, consolar a los parientes en un funeral, adquirir seguidores… Hay muchas razones para creer que nuestro dinero comenzó de la misma manera, e incluso el verbo inglés “to pay” proviene de “calmar, pacificar”. Pero históricamente, nuestras economías comerciales o de mercado son relativamente recientes.

También es significativo qué tipo de objetos se utilizaban como moneda. La tela de rafia que utilizaban los lele se empleaba para la ropa, las barras de sándalo como cosmético, cuentas, conchas, plumas, dientes de perro o de ballena, oro y plata son objetos muy conocidos de esto… Eran, pues, materiales empleados paracambiar la apariencia física de la gente, para presentarlos como maduros, decentes, atractivos y dignos ante sus iguales. Eran lo que convertía a un mero cuerpo desnudo en un adecuado ser social. Hay excepciones (el ganado, por ejemplo) pero por norma general sólo cuando los gobiernos (y con ellos, los mercados) entran en escena comenzamos a ver monedas como la cebada, el queso, el tabaco o la sal.
En definitiva, en las economías humanas, las “monedas” son sociales porque se emplean para subrayar toda visita, toda promesa, todo momento importante en la vida de un hombre o una mujer. Eran muy importantes, tanto que se puede decir que la vida social giraba en torno a su posesión y disponibilidad. He decidido referirme a ellas como “monedas sociales” y a las economías que empleaban como “economías humanas”, basados principalmente no en la acumulación de riquezas, sino en la creación, redistribución y destrucción de los seres humanos.
Peter Freuchen cuenta como, un día al regresar hambriento de una infructuosa

expedición de caza, un cazador inuit que sí había tenido éxito le dió varios kilos de carne. Él se lo agradeció, pero el hombre indignado, le dijo:

“En nuestro país somos humanos! Y como somos humanos nos ayudamos. No nos gusta que nos den las gracias por eso. Lo que hoy consigo yo puede que mañana lo obtengas tú. Por aquí decimos que con los regalos se hacen esclavos, y con los látigos, perros.”
En lugar de considerarse humano porque podía hacer cálculos económicos, el cazador insistía en que ser verdaderamente humano implicaba negarse a hacer esos cálculos, rechazando medir o calcular quién debía qué a quién, precisamente porque hacerlo crearía inevitablemente un mundo en el que compararíamos “poder con poder, midiendo, calculando” y reduciendo a los demás a la condición de esclavos o perros mediante la deuda.
De igual manera, en las economías humanas, se vuelven suspicaces de todo aquello que pueda hacer que un miembro de la sociedad se vuelva en deuda con otro. Cualquiera que haga ostentación de sus méritos se verá convertido en objeto de burlas.

“Alguna gente no sabe mucho. Soy mal cazador, y mi mujer es tan mala cocinera que lo arruina todo. No tengo mucho, pero creo que hay un corte de carne afuera. Aún debe estar allí, porque los perros lo han rechazado varias veces.”
A la manera de jactarse a la inversa de los inuit, era un elogio tan bueno que las bocas de todos comenzaron a hacerse agua.
¿Y qué hay de las economías de mercado?
Hombres como Adam Smith y Jeremy Bentham eran idealistas, partidarios de

una utopía. Crearon una imagen de un mundo imaginario casi completamente libre de deuda y crédito y, por tanto, de deuda y pecado; un mundo en el que hombres y mujeres eran libres de sencillamente, calcular sus intereses sabiendo que todo había sido dispuesto por Dios para el bien común. El problema es que, una vez creadas estas utopías, tendemos a tratarlas como realidades objetivas, e incluso, arrodillarnos ante ellos y tratarlos como a dioses. “¡Debemos obedecer a los dictados del mercado!” Si permitimos que algunas personas controlen el capital productivo, dejando nuevamente a otros sin nada que vender excepto sus cerebros y cuerpo, el resultado será indistinguible de la esclavitud, y el sistema completo acabará destruyéndose a si mismo. 

Porque el mercado suele estar lleno de paradojas, porque requiere fundar las relaciones del mercado en algo más que el frío cálculo: en los códigos de honor, confianza y, en definitiva, ayuda y cooperación comunitarias típicas de las economías humanas.
La novelista canadiense Margarte Atwood comienza un reciente libro acerca de la deuda con una paradoja:
“El escritor y naturalista Ernest Thompson Seton recibió una inusual factura el día que cumplió veintiún años. Se trataba de un registro que su padre había mantenido de todos los gastos relacionados con la infancia y la juventud de Ernest, incluyendo la factura emitida por el doctor por su parto. Más inusual es que, según se dice, Ernest pagó la deuda. Yo solía pensar que el señor Seton era un imbécil, pero ahora albergo dudas”
Los choques culturales ocurren cuando estas dos economías, la humana y la del mercado, se encuentran.
Los misioneros que trabajan en ciertas partes de África quedaban a menudo sorprendidos por las reacciones de aquellos a quienes administraban medicinas. He aquí un ejemplo típico de un misionero británico en el Congo:
“Al día o dos de llegar a Vana hallamos a un nativo gravemente enfermo de neumonía. Comber lo trató y lo mantuvo vivo a base de una fuerte sopa de gallina; se le brindaron  atentos y numerosos cuidados en cada visita. El hombre ya estaba curado para cuando nosotros debíamos reemprender el viaje. Para nuestra sorpresa, vino a pedirnos un regalo, y cuando rechazamos dárselo se quedó tan sorprendido y disgustado como nosotros. Le sugerimos que era él el que debía hacernos un regalo en señal de agradecimiento. Nos respondió: “Desde luego los blancos no tenéis vergüenza!”

Lucien Lévy-Bruhl compiló una lista de historias similares. Por ejemplo, un hombre salvado de morir ahogado que procedió a pedir ropas bonitas a su rescatador, u otro que al sanar pidió un cuchillo. Quizás, para los pacientes indígenas de las economías humanas, pagarles a cambio sería como el gesto de Seton hacia su padre, un insulto: una manera de decirle que, aunque le ha salvado la vida, el misionero no quiere saber nada más de él.
Porque el intercambio nos permite cancelar nuestras deudas. Nos ofrece una manera de quedar en paz, de acabar con la relación. Por eso, uno puede preferir no cancelar las deudas con los vecinos. Laura Bohannan describe su llegada a una comunidad tiv, en en la Nigeria rural: las vecinas comenzaron a llegar inmediatamente con pequeños regalos: “dos mazorcas de maíz, un calabacín, un pollo, cinco tomates, un puñado de cacahuetes…” Dos mujeres la adoptaron y le explicaron que todos aquellos regalos, efectivamente, tenía que devolverlos. Se les podía llevar algo de un valor similar. Uno podía incluso llevar dinero (no había nada de malo en ello) siempre que lo hiciera pasado un cierto tiempo y que no llevase el precio exacto de los huevos, porque podría sigificar que ya no se quería tener nada que ver con la vecina. Las mujeres tiv se pasaban gran parte del día caminando kilómetros hacia casas distantes para devolver un manojo de ocra, o un puñado de monedas” en un interminable círculo de regalos en el que nadie devolvía el valor preciso de lo último que se le había prestado”

Pierre Bourdieu ha descrito a los bereberes de cabileños de Argelia y como el intercambio de regalos es a la vez un honor y una provocación. Responder a uno requiere infinita maestría. Calcular el tiempo es de la máxima importancia. También que el regalo a devolver sea suficientemente diferente pero también ligeramente más importante. También hay una historia indonesia acerca de esto: acerca de un hombre rico que sacrificó un buey para humillar a un hombre pobre; éste lo acabó humillando por completo, limitándose a sacrificar, tranquilamente, una gallina.

Una vez convocaron a Nasrudín a comparecer ante el rey. Un vecino lo vio afanándose con prisas por la calle, con un saco lleno de nabos.
“¿Para qué son?”, le preguntó.
“Me han convocado ante el rey. Pensé que sería mejor aparecer con algún regalo.”
“¿Y le llevas nabos? ¡Los nabos son comida de campesino! ¡Es un rey! Deberías llevarle algo más apropiado, como uvas.”
Nasrudín estuvo de acuerdo, y acudió ante el rey con un racimo de uvas. Al rey no le hizo gracia. 
“¿Me traes uvas? ¡Pero si soy un rey! ¡Esto es ridículo! Llevaos a este idiota y enseñadle modales. Arrojadle todas y cada una de sus uvas y luego echadlo del palacio.”
Los guardias del rey se llevaron a Nasrudín a una sala del castillo, donde empezaron a apedrearlo con sus uvas. Mientras lo hacían, él cayó de rodillas y comenzó a gritar: “¡Gracias, gracias, Dios, por tu infinita piedad!”.
“¿Por qué das gracias a Dios?”, le preguntaron. “¡Te estamos humillando!”
Nasrudín replicó: “Oh, sólo estaba pensando:¡gracias a Dios que no traje los nabos!”.

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