Jean Klein, apuntes filosóficos sobre el arte

Jean Klein (1912-1998)

Jean Klein (1912-1998)

Difíciles son las sendas del hombre. Difíciles porque en nada tangible se apoyan. Hay un aforismo hermético que dice: el verdadero Sol y la Luna verdadera son tan invisibles como el hombre real. El hombre no es el cuerpo que habita, ni su mayor o menor vitalidad; tampoco los diferentes estados emocionales que experimenta, unas veces por gusto y otras obligado a ello; ni siquiera el tejido de casi infinitas formas y nombres de nuestros pensamientos, formen una maraña caótica, un laberinto casi sin salida o una fortaleza de glorioso esplendor. El hombre verdadero está más allá de nombres y formas, más allá de tiempos y espacios y la única referencia que de él tenemos es la conciencia que proyecta sobre el mundo, reconociéndolo e íntimamente unido a él.

Y sin embargo, los pitagóricos afirmaban que hay un misterioso vínculo entre lo difícil y lo verdadero. Difícil es la verdadera política, que ilumine y ordene con su justicia los núcleos sociales. Difícil la verdadera mística que convierta en flamígera estrella el corazón del devoto, y que alimente a multitudes con un pan de bondad. Difícil la verdadera ciencia que no se conforme con estudiar los hechos, organizándolos minuciosamente sino que sea capaz de leer y entender las leyes de la naturaleza, haciendo de su significado y vivencia un camino iluminado por un Sol de Verdad.

Y difícil, en fin, los caminos del Arte que intenten expresar con juegos de luz, de espacio (volúmenes y formas) y silencio (en el que los sonidos nacen y mueren como lo hace la espuma en las ondas del mar) el rayo de la eterna belleza, siempre viva y fecunda.

Pero así como no es fácil caminar bien en lo invisible de las ideas y las vivencias, es cierto que en todos los momentos históricos encontramos almas que abren sus alas de águila y elevándose poderosamente trazan con su vuelo misteriosos rumbos, invitándonos a recorrerlos. Sus palabras son tan bellas como sublimes las vivencias de sus almas. Bellas y fértiles en significación. No están ahí para ser cultuados, ni ellos mismos ni su mensaje; sólo para incitar a recorrer esos caminos invisibles e intangibles, que arrancándonos de la inercia y los preconceptos nos lleven de retorno a las fuentes de la verdadera Vida.

Uno de ellos, que pasó silenciosamente a través de los estertores del siglo XX, es Jean Klein (1916- 1998), musicólogo y doctor que, iluminado por la sabiduría védica pasó más de 40 años enseñando en base a conversaciones sobre los Misterios del Ser, y sobre la belleza de la vida que haciendo vibrar las cuerdas más íntimas del alma hace nacer en ésta una alegría sin causa y sin objeto, natural, simple y permanente como la vida misma.

Jean Klein nace en Europa Central (al parecer en Checoslovaquia, aunque él rara vez hacía, como tampoco el filósofo Plotino, referencias al lugar y fecha de nacimiento), descendiente de una familia de músicos. Estudiante de violín a los siete años, él mismo se convirtió en un musicólogo. Destacaban en su carácter, desde adolescente, el amor por la libertad y el estudio intenso de las obras de escritores como Nietzsche, Dostoievsky y las enseñanzas espirituales de Sri Aurobindo, Gandhi, Krishnamurti, Lao Tse, Coomaraswami, Tagore y otros. A los 17 años tuvo una experiencia espiritual de lo que llamó “mi propio silencio”, o, “un destello de unidad o de autodespertar”; una vivencia que comenzó a acompañarle en su vida. Continuó su formación como doctor, hasta que en la década de los 50 sintió una necesidad de ir a la India. Aunque él insiste en que carecía de preconceptos de lo que iría a encontrar, y que por tanto, no buscaba un maestro; encontró a su Gurú en un sencillo profesor de sánscrito que lo enfrentó cara a cara con su no-realidad. Este personaje era un maestro de la escuela vedanta advaita y junto a él aprendió hasta que consumó su iluminación y sintió la necesidad de educar en el mundo occidental, adaptando sus vivencias y su aprendizaje en términos y metáforas que pudieran ser de algún modo accesibles a la mente analítica, tan nuestra. De hecho, en sus obras, apenas vamos a encontrar terminología hindú (salvo las muy conocidas de Maya, la Ilusión, y algunas otras), sino palabras muy sencillas. Hay en su mensaje un hálito del alma de Plotino, de la profundidad de un Sri Ram (uno de los filósofos más importantes del siglo XX, director internacional de la Sociedad Teosófica de Adyar desde el 1953 hasta el 1973), destellos del pensamiento, desconcertante, de Krishnamurti; y claramente precursor –en cierto modo- del “Poder del Ahora” del Eckhart Tolle, poder que debe ser procurado en una incesante vigilancia interior, sin discurso mental.

Aunque Jean Klein no escribe ningún libro y su enseñanza nace, como dice, del silencio y la situación; y es difícil de ser transferida fuera de ellos en el lenguaje escrito y cotidiano, muchos de sus diálogos filosóficos han sido transcritos y los podemos encontrar fácilmente en los títulos, entre otros: “Alegría sin objeto”, “Mirada Inocente”,  “La escucha creativa”,  “La Transmisión de la Llama”, “La sencillez del ser”, “Quien Soy Yo- La búsqueda sagrada”.

En este último libro y en el último capítulo hay un diálogo de gran belleza y por veces inquietante sobre la naturaleza del arte y la búsqueda de su ideal. La experiencia intuitiva se entrelaza con la indagación filosófica y la pasión de vivir del artista: en la conversación intervienen tres personajes que son un filósofo, uno que interroga y un artista. No llegamos a saber si este diálogo tuvo lugar como tal o es un modo dinámico de exponer el pensamiento de Jean Klein sobre el arte: Tampoco importa demasiado. Por momentos, mientras leemos, perdemos la noción de que estamos en el siglo XXI y nos parece oír a Plotino indagando sobre los caminos del filósofo, del artista y del músico en pos de su ideal de belleza y verdad. Pero es evidente que Jean Klein no copia a nadie, lo que dice es demasiado original y vivaz para ser, sólo, una repetición o una composición de dos o más autores. Hay siempre un perfume de autenticidad que captan las almas sedientas de Ideal, las almas abiertas sin prejuicios a los vientos de la Vida.

Estas enseñanzas son fuente de aguas límpidas para quien quiera beber de ellas y adentrarse en las difíciles –por lo sutiles- sendas de la Estética Metafísica. Dialoguemos con aquellos que dialogaron sobre el significado de la belleza:

Y no olvidemos las palabras que Jean Klein escribe en el prólogo de esta obra: “Sólo una mente clara se atreve a entregarse a su Origen, aquello que ha sido y que siempre será

Anotaremos con la letra I al interrogador, y con la A al Artista, si no se especifica nada es que está hablando el Filósofo.

La primera cuestión que se plantean todos los que meditan sobre el arte es: si la naturaleza es, como decían los místicos medievales, un espejo de Dios, y si cualquier elemento o matiz de la naturaleza es un símbolo de una cualidad del Pensamiento Divino, qué añade el artista a esta Naturaleza. La respuesta de Jean Klein es clara: Todos los objetos, en última instancia, son indicadores de verdad y belleza, pero existen objetos  que, por excelencia, nos devuelven a la verdad y la belleza. Estos son las obras de arte.

Y es que el verdadero arte nos libera de la maraña de nuestro egoísmo, de la esterilidad de nuestros hábitos mentales repetitivos: El deleite de las grandes obras de arte reside en que éstas tienen el poder de situarnos ante lo que somos, ante esa desnudez y ese sentido lúdico del simplemente ser, libres del pensamiento y de un excesivo sentido de nosotros mismos.

La obra de arte, siendo la cristalización de un rayo de la belleza de ese Reino de Inteligencia en que todo está en todo, es una especie de holograma. El hombre casi se convierte en un Dios al crear aquello que es como la Naturaleza misma, una imagen de la unidad divina: Cuando exploramos los detalles de una obra punto por punto, el sentido global permanece como fondo y cada detalle se remite espontáneamente a él. De este modo la atención se mantiene expandida y en ella los sentidos pierden su objetividad y se abren (…) es el matrimonio en agradecimiento entre la admiración y la apreciación.

La verdadera obra de arte es, en definitiva, una ofrenda de y hacia el Alma de la Naturaleza. El poeta, escultor, pintor, el músico, el arquitecto o el orador, etc, son los sacerdotes de esta ofrenda: El arte es un reflejo de la armonía que nosotros somos en común con todas las cosas. Contiene la globalidad en sí mismo. La naturaleza es armoniosa y el ser humano es parte de la naturaleza.

Pero qué es esta armonía: ¿es simetría?, ¿es proporción? ¿es equilibrio? El Filósofo responde que es el todo en que todas las cosas existen sin conflicto. Es lo mismo que la belleza. Nuestra verdadera naturaleza y la verdadera naturaleza de la obra de arte son una y la misma cosa. La obra de arte es una manifestación, un indicio, si quieres, de esta unidad.

En la belleza pura ya no hay ni observador ni observado, es un retorno a la unidad perdida: En la totalidad no hay sujeto ni objeto, así que ¿cómo puede haber subjetividad u objetividad? La belleza es única aunque sus expresiones sean muchas. En la belleza no hay objeto, así que ¿cómo puede haber un sujeto? Es el mismo éxtasis en que se funden amante y amado.

Toda obra de arte juega bien con el color, el ritmo, con el volumen o el sonido, pero no de cualquier manera. Como dice este autor, el arte experimental es sólo un juego racional que expresa la misma insatisfacción de quien lo crea y contempla: nada tiene que ver con la belleza, es un grito o una carcajada burlona y angustiosa que surge del vacío interior, de la falta de unidad. No de cualquier manera por tanto, sino sólo cuando el volumen se concibe de manera que libera el espacio, el color libera la luz y el sonido libera silencio pues las grandes obras de arte te llaman, mediante distintas técnicas, a la dimensión espacial intemporal y cuando eres devuelto a la existencia en luz, silencio y espacio, estás en la proximidad de ser que constituye el fondo de toda manifestación y de la que procede toda existencia.

El arte es una llamada a nuestra intuición, el relámpago de la belleza ilumina nuestro mundo interior al que estamos cotidianamente ciegos: el arte debe hacer una aparición súbita. Debe ser una indicación. Es parcialmente secreto y ese carácter es sagrado. El poder creativo de las grandes obras de arte es la revelación de lo sagrado. Esa es nuestra verdadera naturaleza.

Decíamos que el arte es una ofrenda y el artista un sacerdote de la belleza, pero ¿cómo nace la necesidad de crear en la belleza, belleza?:

Interrogador: ¿Tiene el artista un sentido de la sagrada función de su trabajo?

Artista: Oh sí, aunque él no le de un nombre. En el artista hay un sentimiento original de plenitud que se derrama en gratitud. Ésta, a su vez, deriva en el deseo de ofrecer o compartir. El artista vive con el ardiente deseo de compartir el sentimiento original. Dicho deseo es el fondo de su vida. Este ofrecimiento busca expresión. Trata de hacerse específico. No se necesita ser un gran artista para sentir esto. Es algo que pertenece a todos los seres humanos. Pero en el artista, a causa de sus aptitudes, hay, en cierto momento, una condensación de energía. El deseo se hace más localizado. El artista lucha para expresarlo, para hallar la representación apropiada, para hacerlo concreto en su forma más elevada. Esta concretización es la extinción del deseo, la consumación del ofrecimiento. En el momento en que se da la representación, hay una relajación de la energía.

Bien podemos decir respecto al artista, como del Discípulo, que quiere hacer de su vida una obra de arte, una ofrenda; las palabras del Bhagavad Gita: “Así como el sacrificio al Eterno es un símbolo del Eterno a quien se ofrece, así se une a Mí el que en todas sus acciones piensa en Mí”.[1]

El artista se queda maravillado. Tiene un sentimiento de realización y unidad con todas las cosas y, de esta profunda gratitud, surge la necesidad de ofrecer. Es una sagrada emoción, libre de todo sentimiento personal. La cuestión sujeto no es más que un pretexto para expresar este ofrecimiento en el espacio y el tiempo

El filósofo que hace música con el alma cuando busca la sabiduría, el discípulo que se disciplina como una ofrenda al Dios que vive dentro de sí, el artista que se entrega a su obra, a su creación (poiesis) para después elevarla como una ofrenda hacia la fuente de toda belleza; todos ellos caminan en lo invisible, ennoblecen la condición humana. Nos recuerdan que somos algo más que sombras hambrientas, que sucios mendigos del placer, que esclavos de nuestros miedos y deseos. Nos recuerdan que es muy importante dejar huellas que sirvan de referencia a los que nos siguen, pero más importante aún no petrificarse en esas huellas, no quedar atado a un presente que ya se convirtió en pasado, sino seguir el camino, perfeccionar aún más la obra, hacer nacer nuevas ofrendas cada vez más luminosas.

Interrogador: Entonces, ¿la obra en sí no es importante para el artista?

Artista: El medio es sólo un canal para llegar a la fuente creativa y revelarla. Lo que hace a un gran artista es su capacidad de entregar su personalidad.

La obra expresa una visión divina, es su símbolo, pero el artista sabe que no puede expresar su infinitud: Las ideas no se enfatizan en el arte, pero podría decirse que la representación de la armonía, lo que el artista entiende por perfección, es un ideal. Este ideal podría llamarse “musa” pero no es una adquisición cultural. Pertenece al sentimiento ascético profundo. El ser capaz de representar este ideal depende de la maestría artesanal. El artista sabe que nunca podrá exteriorizar completamente su visión. Sólo puede aproximarse a ella. Esto puede crear sufrimiento, pero no es la idea de sufrimiento comúnmente aceptada.

Otra de las enseñanzas prácticas de este diálogo sobre el arte es cómo estar frente a la obra artística, cuál debe ser nuestra actitud:

Es importante darse cuenta de la sutilidad del cuerpo, estar lo bastante sensible como para saber cuándo la belleza se revela en nosotros y cuándo no. Toda armonía está en nosotros. Somos un microcosmos de armonía universal, así que debemos escuchar al eco que hay en nosotros. Cuando oímos música o vemos una pintura, o nos encontramos en un edificio, debemos fijarnos en cómo éste actúa en nosotros, en cómo reaccionamos en la mente, el cuerpo y el sentimiento.

Es cierto que cada época y cultura crean su propio arte, condicionado por un sistema de valores, por una iconografía y sistemas de significados que le es propio, pero aun así la verdadera apreciación no está condicionada por ideas. Dado que todos estamos hechos de los mismos elementos fundamentales, las grandes obras de arte y naturaleza ejercen una atracción universal en cualquier siglo. La transformación alquímica que tiene lugar cuando observador y observado se convierten en uno no está ligada al tiempo y el lugar.

Hay un modo de estar frente al “hecho artístico”, el mismo en que debemos contemplar la naturaleza. Es un retorno a lo puro e inmaculado que vive en nuestro interior. Es necesario revelar esa forma de mirar, esa forma de oír y de vivir, en que el parloteo de la mente es dejado de lado, o desaparece, sin más, al tornarse ésta transparente y fuerte como un diamante: Debes explorar como lo hace un niño, abiertamente. Esto sólo es posible cuando el controlador, el ego, el propagador de visiones está ausente. El escuchar entonces no está fijado en los oídos, ni el mirar lo está en los ojos ni el saborear en la boca. De modo que no escuches el sonido, deja que él te escuche a ti. No mires esta flor, deja que ella te mire a ti. En el momento en que estas receptivo, todos los sentidos se acentúan. Cuando no hay  fijación en una facultad sensorial es cuando todas pueden entrar en juego. Un sentido no es sino un mero canal para el resto. El permitir la transposición de un sentido hasta la exaltación de todos es una manera de vivir con los objetos.

Jean Klein nos dice que no podemos “obligar” a una obra de arte que nos diga lo que ya pensamos o lo que queremos oír, hay que estar abierto, dar la bienvenida al mensaje de su voz silenciosa, de su gesto invisible. ¿Cómo?: Cuando no hay fijación, concentración o dirección, los sentidos relajan su carácter asidor, la garra con que bloquean el espontáneo despliegue de todo el cuerpo. La alerta sin foco invita al objeto a contar su historia. La bienvenida es atractiva y, cuando los objetos quedan libres de la fijación de los sentidos, se ven espontáneamente atraídos hacia la bienvenida, como si fuese un imán. En cierto momento hay un movimiento súbito y los residuos de energía fija, los residuos de las percepciones, se integran en la conciencia global. Hay una reorquestación de energía.

Pero quizás el momento más emotivo de este discurso sea cuando Jean Klein nos dice que el filósofo, el verdadero buscador de la verdad y amante de la sabiduría, puede convertir en arte cada uno de los gestos de su vida, hacer de la supervivencia cotidiana un magnífico arte de vivir: Así como el artista vive constantemente en su medio sabiendo que éste es la puerta a la fuente de la creatividad, así el buscador de la verdad vive en todo momento en el medio de su verdadera naturaleza, la abierta bienvenida. Cuando vives como cuerpo, todo aparece como cuerpo; cuando vives como mente, todo aparece como mente; cuando vives como artista, todo aparece como color, sonido, espacio y forma; cuando vives como un científico, todo aparece como relación; cuando vives en la consciencia, todo aparece como consciencia.

Pues en el fondo no hay más que un Eros universal, que a todos lanza sus dardos de fuego y amor, de necesidad de crear y abrir caminos en lo invisible. El filósofo, el músico y el amante abren su alma a estos dardos de fuego que nos hermanan con todo cuanto alienta en este universo: red mayávica y entretejida del Ser, velo en que percibimos la belleza de Dios: ¿No es el deseo creativo lo más cerca que podemos llegar de entender el Deseo Cósmico del que procede toda creación? ¿Acaso el proceso de creación en el artista no es el mismo que en la creación del universo, con la diferencia de que el deseo cósmico jamás llega al agotamiento completo porque su concretización es infinita? Este deseo permanece sin principio ni fin: Es el deseo arquetípico. La actividad de Dios llega a descansar solamente en el conocer como ser, donde la quietud se encuentra consigo misma. La transparencia del sabio permite al ser encontrarse consigo mismo. El fuego extingue al fuego.

Y termina este diálogo sobre el arte, con acordes finales semejantes a los de una sinfonía de Beethoven, esa nota exaltada, ese “tirón” del alma que nos quiere arrastrar de nuevo al manantial que vierte las aguas puras de la vida interior:

¡La existencia es la obra de arte en la que todo se une en un festival de amor!

Jose Carlos Fernández

 http://josecarlosfernandezromero.com/2014/02/19/jean-klein-apuntes-filosoficos-sobre-el-arte/

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