A principios del S. XX el sociólogo alemán Robert Michels formuló la llamada “Ley de hierro de la oligarquía” para explicar la contradicción de por qué los partidos políticos, que son las principales instituciones de la democracia, no son organizaciones democráticas. Un siglo después, esta ley sigue tan vigente como entonces a la hora de describir su funcionamiento y organización.
Robert Michels investigó a principios del S. XX la contradicción entre la lucha por la democracia que en ese momento realizaban los partidos socialistas y la ausencia de democracia en su funcionamiento interno. Esta investigación se hizo extensible a todos los partidos y demás organizaciones políticas, y los resultados quedaron plasmados en su obra “Los partidos políticos” (publicado en castellano por Amorrortu editores, en dos volúmenes).
La conclusión de Michels fue demoledora: Ningún partido u organización es democrática porque “la organización implica la tendencia a la oligarquía. En toda organización, ya sea un partido político, de gremio profesional u otra asociación de ese tipo, se manifiesta la tendencia aristocrática con toda claridad”. ¿Por qué? Para explicarlo Michels formuló la que denominaría “Ley de hierro de la oligarquía”: “La organización es la que da origen al dominio de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegadores. Quien dice organización, dice oligarquía”.
La necesidad de la organización
En un sistema democrático parlamentario es necesario organizarse para poder participar en la toma de decisiones. Los partidos son las organizaciones a través de las cuales se efectúa la representación de los ciudadanos en la toma de decisiones. A medida que históricamente cada vez más personas iban adquiriendo el derecho al voto y por lo tanto a ser representados, y como consecuencia de que las sociedades van transformándose, los propios partidos tienen la tendencia a ampliarse y a fortalecer su burocratización, ya que están abocados a enfrentarse a los problemas derivados de la cada vez mayor complejidad social, y más cuando aspiran a gobernar, o ya gobiernan, el Estado en el que se manifiestan estas complejidades.
En este sentido, Michels explicó que “a medida que se desarrolla una organización, no sólo se hacen más difíciles y más complicadas las tareas de la administración, sino que además aumentan y se especializan las obligaciones hasta un grado tal que ya no es posible abarcarlas de una sola mirada”. Es decir, a medida que van creciendo como organizaciones, el trabajo en los partidos se va complicando y con ello su organización.
Como las organizaciones políticas están formadas por personas, estos cambios les afectan sobre todo a ellas, y más en concreto a aquellas que están más implicadas como son los líderes y trabajadores del partido, que pasan a especializarse en sus funciones y a trabajar a tiempo completo. Es decir, “cuanto más sólida se hace la estructura en el curso de la evolución de un partido político moderno, tanto más se marca la tendencia a reemplazar al líder de emergencia por un líder profesional. Toda organización partidaria que ha alcanzado un grado considerable de complicación necesita que haya cierto número de personas que dediquen toda su actividad al trabajo del partido”.
Por lo tanto, como afirmaba Michels en su investigación, “en un principio los líderes surgen espontáneamente, sus funciones son accesorias y gratuitas. Muy pronto, sin embargo, se convierten en líderes profesionales, y en esta segunda etapa del desarrollo son estables e inamovibles”.
Se consolida así el liderazgo profesional de los partidos porque, explicaba Michels, “es innegable que la tendencia oligárquica y burocrática de la organización partidaria es una necesidad técnica y práctica. (…) Por razones técnicas y administrativas, no menos que por razones tácticas, una organización fuerte necesita un liderazgo igualmente fuerte”. Y este liderazgo podía llegar a ser enorme en el caso de los partidos que mueven millones de votos, ya que, “como regla general, cabe enunciar que el aumento de poder de los líderes es directamente proporcional a la magnitud de la organización”.
El líder se independiza
Michels señalaba pues que el liderazgo profesional y oligárquico sustituye al de la primera etapa, que era más accesible para la gente corriente y estaba controlado por la masa de afiliados. Ese acceso directo al líder cambia con la profesionalización, ya que según Michels, “los líderes que al principio no eran más que órganos ejecutivos de la voluntad colectiva, se emancipan al poco tiempo de la masa y se hacen independientes de su control”. ¿Cómo?
La clave está en el conocimiento que los líderes profesionales y burócratas van adquiriendo a medida que desempeñan su trabajo, unas habilidades que escapan de la comprensión y competencia de la masa de los afiliados y votantes de los partidos. Así, “este conocimiento de expertos que el líder adquiere en cuestiones inaccesibles, o casi inaccesibles para la masa, le da seguridad en su posición”. Sin embargo, este proceso tiene consecuencias porque “la democracia acaba por transformarse en una aristocracia por la imposibilidad de la masa de adquirir las competencias necesarias y su dependencia de un liderazgo”.
Ciertamente, con la profesionalización se consigue mayor eficacia en la gestión de los partidos, pero al precio de sacrificar la participación y el control por la mayoría ya que, en palabras del autor, “el advenimiento del liderazgo profesional señala el principio del fin para la democracia” (…) porque “es obvio que el control democrático sufre de este modo una disminución progresiva, y se ve reducido finalmente a un mínimo infinitesimal”.
¿Cómo se justifica esto en un partido que defiende la democracia? Según Michels porque “la democracia es incompatible en todo con la rapidez estratégica, y las fuerzas de la democracia no se prestan para los rápidos despliegues de una campaña. Por eso es que los partidos políticos, aunque sean democráticos, muestran tanta hostilidad al referéndum y a todas las otras medidas para la salvaguarda de la verdadera democracia”.
La democracia aplasta a la democracia
Michels afirmaba que en los partidos “el poder de los líderes elegidos sobre las masas electoras es casi ilimitado”. Por lo tanto, una vez llegado a este punto se alcanza una contradicción fundamental: los partidos son fundamentales para el funcionamiento y la construcción de la democracia, pero al mismo tiempo “la estructura oligárquica de la construcción (de la democracia) aplasta el principio democrático básico”. Es decir, “lo que es (una oligarquía evidentemente no democrática) aplasta a lo que debe ser (una democracia)”. El medio se convierte en un fin y los partidos democráticos dejan de serlo para servir mejor a la democracia.
Los partidos políticos necesitan la democracia para poder existir, necesitan elecciones, parlamentos, leyes, etc., pero al mismo tiempo destruyen la democracia interna en el camino para conseguirlo, aunque no la democracia en sí. Es decir, el hecho que no haya democracia interna en los partidos no impide que estos compitan entre sí de manera pacífica para alcanzar el poder. Michels explicaba que “toda organización partidaria representa un poder oligárquico fundado sobre una base democrática”. Pero a la vez “la aparición de oligarquías dentro de diversas especies de democracia es consecuencia de una necesidad orgánica y por eso afecta a todas las organizaciones”.
Así pues, el sistema democrático es fundamental para los partidos, es lo que les permite existir y competir entre ellos. Sin embargo, para poder llegar a ser organizaciones en una democracia dejan de ser democráticos y se convierten necesariamente en oligarquías porque, como se preguntaba Michels, “¿qué es en realidad el moderno partido político?”, a lo que respondía: “Es la organización metódica de masas electorales”. Es decir, los partidos son máquinas electorales creadas con el fin de ganar elecciones, y para ganarlas, necesitan sacrificar su democracia interna.
Sin embargo, y este es uno de los puntos más controvertidos de la teoría de Michels, es que a la mayoría de los miembros de la masa del partido y del electorado esta circunstancia de falta de democracia interna no les preocupa demasiado. Según Michels, “no hay exageración al afirmar que, entre los ciudadanos que gozan de derechos políticos, el número de los que tienen un interés vital por las cuestiones públicas es insignificante”.
No existiría, según el autor, una verdadera demanda de participación en la toma de decisiones excepto por parte de aquella minoría que siente realmente un interés personal en ello, porque “únicamente el egoísmo puede incitar a la gente a interesarse en los asuntos públicos”.
La consecuencia de esta falta de interés por parte de la mayoría frente a unos pocos que sí se siente atraídos, provocaría “un proceso de selección espontánea, en virtud del cual se segregan de la masa organizada cierto número de miembros que participan con más diligencia que otros en la tarea de la organización”, y que pasarían a formar parte, tarde o temprano, del liderazgo organizado y de la élite.
Una democracia de élites
La consecuencia del sacrificio de la democracia interna y de la supuesta falta de interés por parte de los electores y militantes, es que los partidos, que son la espina dorsal de la democracia, están dominados por élites que funcionan de manera no democrática dentro de las organizaciones, pero que necesitan a la democracia para legitimarse en su poder interno y para aspirar al poder más allá de esas organizaciones. Es decir, la democracia está controlada por un grupo de personas que funcionan de manera no democrática.
Surge entonces la siguiente pregunta: ¿Puede ser democrático un sistema en el que sus principales instituciones no lo son? Como explicaba Michels, “podemos resumir el argumento diciendo que en la vida partidaria moderna la aristocracia se complace en presentarse con apariencia democrática, en tanto que la sustancia de la democracia se impregna de elementos aristocráticos. Por un aparte tenemos una aristocracia con forma democrática, y por otra parte, una democracia con contenido aristocrático”.
Al estar dominados por elementos oligárquicos, los partidos presentan a las elecciones unos candidatos que son las élites de estos partidos: la “aristocracia con forma democrática”. Los ciudadanos tienen la oportunidad de elegir entre diferentes oligarcas de los diferentes partidos para dirigir la democracia, lo que sería la “democracia con contenido aristocrático”, o lo que Gaetano Mosca llamó “clase política”. Los ciudadanos corrientes no tienen acceso al ejercicio real de su soberanía, y por lo tanto a participar realmente en la democracia, si no es formando parte de esta clase.
La siguiente cuestión entonces es si se trata de una clase cerrada, de acceso restringido. Michels explicaba que sus miembros pueden surgir de la ciudadanía ordinaria, lo que es más cierto en los partidos de amplia base popular, pero al alcanzar el puesto de liderazgo en los partidos, estas personas dejan de pertenecer a su grupo de origen y se elevan por encima de la ciudadanía. Michels lo explicaba así: “Todo poder sigue así un ciclo natural: procede del pueblo y termina levantándose por encima del pueblo”.
Se produce así, según Michels, un proceso de “circulación de élites” que ya estudiaron los autores italianos Gaetano Mosca y Vilfredo Pareto, según el cual en un sistema democrático las élites en el poder político se verán refrescadas por la llegada de nuevas personas surgidas de los estratos inferiores, pero que al acceder al poder pasan a convertirse a su vez en élites dejando necesariamente de pertenecer a la ciudadanía corriente.
Es decir, la democracia sin élites sería imposible porque, en un sistema de partidos, los que llegan a la situación de poder tomar decisiones lo hacen porque han ascendido dentro de la organización y por ello han alcanzado el estatus de élite separándose de la base. “Los defectos de la democracia residirán en su incapacidad para liberarse de su escoria aristocrática”, escribía Michels.
En casos de crisis política, la lejanía de la llamada “clase política” con respecto a la masa de la ciudadanía produce rechazo en esta, lo que provoca el surgimiento de grupos que denuncian a la oligarquía de turno y a la democracia como imperfecta o incluso inexistente porque no se sienten representados. Esos grupos están integrados por una número relativamente pequeño de personas, que son las interesadas en política, y luchan de manera organizada por llegar al poder, adquiriendo a su vez rasgos oligárquicos, y cuando alcanzan el poder lo hacen generalmente mezclándose con la anterior oligarquía hasta confundirse con ella.
Es lo que ha ocurrido a lo largo de la historia: los burgueses revolucionarios de finales del S. XVIII a mediados del S. XIX acabaron por formar parte de la élite política mezclados con los antiguos aristócratas; los socialistas revolucionarios de finales del S.XIX acabaron fundiéndose con la burguesía en el S. XX; y los partidos que han surgido de la actual crisis de legitimidad del sistema democrático, como organizaciones oligárquicas que son, acabarán mezclándose con la actual “clase política” que hoy tanto rechazan.
Es como un tornillo que no deja de girar. Después llegarán otros grupos que denunciarán a los anteriores y le llamarán traidores a los ideales que inspiraron su revolución, aspirando a su vez a ocupar el poder, proceso en el que volverán a mezclarse en la élite con el grupo anterior. Y así sucesivamente. Como decía Michels, “es probable que este juego cruel continúe indefinidamente”.