Reflexión de Raimon Arola sobre dos dibujos de Josefa Tolrà, una artista que pintaba sus visiones como expresión de su búsqueda espiritual. Su capacidad medíumnica le permitió reencontrar las formas y los símbolos de la inspiración creativa más ancestral, como se exponen en algunos ejemplos.
Josefa Tolrà por Pilar Bonet (Fragmento, artículo de prensa)
Josefa Tolrà fue un personaje fascinante… una artista autodidacta que empezó a dibujar a los sesenta años, sin afán de notoriedad, alejada del mundo oficial del arte y próxima al universo astral… Entre 1942 y 1959 esta clarividente de Cabrils realiza casi un centenar de dibujos, escribe e ilustra numerosas libretas, compone poemas, transcribe textos, borda matones con filigranas fluídicas, redacta una novela y atiende a sus vecinos como sanadora. Una mujer sin estudios, humilde y apacible, que empieza a dibujar y escribir como antídoto a la tristeza y la depresión que le ocasiona la muerte de sus dos hijos varones. El dolor le abre paso directo hacia el más allá, esa matriz cósmica omnipresente, y empieza a interpelar las voces que murmuran tomando nota de los dictados…
Normal y extraño
El mundo occidental es en verdad sorprendente, ha llegado a considerar extraños a las mujeres y a los hombres que contemplan los seres imaginarios, que ven dragones, mujeres de agua, unicornios y todo un bestiario fascinante; en cambio, aquellos que no ven más que la materia exterior son considerados normales. Realmente, este planteamiento parece un tanto grave, y todavía lo parece más si tenemos en cuenta que el mundo global se refleja en el mundo occidental.
Sin embargo, los humanos que ven y conviven con los seres imaginarios no son, ni mucho menos, especiales ni extraños. Ellos viven en compañía de la naturaleza viva; los extraños, podríamos decir, son los demás, que ¡necesitan juegos informáticos y otros medios parecidos para contemplar un tímido reflejo de la vida oculta!
Me explicaba un amigo sabio y, seguramente por eso, desconocido por el mundo, que Occidente dejó de contemplar los seres que viven en el interior de la naturaleza cuando, a partir de la Edad Media, se dedicó a quemar a los videntes y a los dotados de capacidades mediúmnicas, acusándolos de brujería y otras magias oscuras. Y, también, cuando otros personajes con las mismas capacidades seguían sus impulsos espirituales y entraban en conventos u órdenes célibes de todo tipo. Así, unos por una muerte prematura y otros por un voto de castidad, las mujeres y los hombres con sensibilidad para ver espectros de la realidad que no todos podían observar dejaron de reproducirse y, por lo tanto, de transmitir su linaje especial. De este modo, los europeos fueron aniquilando poco a poco uno de los tesoros más preciados de la humanidad, como un hijo necio que se gasta lo más preciado de la herencia.
Después, este depósito familiar es muy difícil de recuperar, prácticamente imposible, y tan solo el azar –por decirlo de alguna manera– procura que nuevos individuos se vuelvan a unir en secreto con linajes antiguos y puedan volver a contemplar la naturaleza viva y oculta, con todo su esplendor de actores y de lugares. Evidentemente, con estas palabras nos referimos a Josefa Tolrà, una mujer normalentre tantos y tantos individuos insólitos y peregrinos que no ven más allá de sus narices.
Los seres espirituales que eran contemplados por Josefa aparecen muy bien explicados en las obras de un gran sabio suizo, médico, teólogo y vidente, llamado Theophrastus Philippus Aureolus Bombastus von Hohenheim, más conocido como Paracelso (1493-1541). Para unos, Paracelso fue el último de los sabios medievales; para otros, el primer sabio moderno. En cualquier caso, en sus libros se enseña que los seres imaginarios que aparecen en cualquier fiesta tradicional no son invenciones de la cultura popular, sino que están fuertemente arraigados en la gran tradición mágica renacentista. Pero, antes de adentrarnos en las teorías de Paracelso, quisiéramos detenernos un momento en la obra de Josefa Tolrà, concretamente en un dibujito, pues, qué duda cabe, ella convivió con muchos de estos seres objetos de la atención de Paracelso.
El pequeño dibujo
El dibujo que nos interesa de Josefa Tolrà está hecho con lápices de colores, se trata de una especie de esbozo que esperamos que nos sirva, como si de una puerta de entrada se tratase, para penetrar en el sentido de sus visiones. Aparentemente naif, reproduce la imagen de un personaje femenino que tiene una flor en la mano –la flor es siempre símbolo de pureza y virginidad– y va engalanada con un manto sorprendente, como si fuera una capa y, al mismo tiempo, su aura. En este manto azul se desarrolla la tensión significativa del dibujo: surge de unas aguas revueltas y acaba en algo parecido a un tocado o una corona; doce puntos azules, seis en cada lado, lo sostienen. Como la mayoría de los rostros de Josefa, el de esta figura está dibujado en negro y muestra una mujer sensible e ingenua. En su tocado, aparecen unos colores resplandecientes, complementarios del azul de la figura, y dispuestos en forma de rayos ondulantes; se podría decir que este tocado muestra el estado espiritual de la mujer, puesto que nace del tercer ojo de la figura, un ojo perfectamente marcado en la frente, que después crecerá como una flor iluminada con los colores mencionados. La proyección del tercer ojo reúne el rostro de la joven con el tocado.
El tercer ojo es un tema muy recurrente en el simbolismo tradicional: tal vez, el ejemplo más conocido sea el tercer ojo de Shiva, el dios hindú que junto con Brahma y Vishnu representan las tres etapas de la creación. El tercer ojo de Shiva significa la visión de aquello que está en el fondo de una realidad diferente de la que se contempla con los dos ojos exteriores; por eso, se dice que es el ojo de la sabiduría. En la tradición occidental, se podría comparar con el ojo del corazón o del espíritu del que hablan, por ejemplo, san Agustín o san Pablo en la Epístola a los Efesios.
Este ojo de la sabiduría no tan solo es receptor de la luz secreta de las cosas, sino, y este sentido es todavía más importante, es un emisor de luz, por eso se compara con el Sol. Chevalier, en su diccionario simbólico escribe sobre el tercer ojo y dice: «El tercer ojo indica la condición sobrenatural, aquella en que la clarividencia llega a su perfección, así como, en un nivel superior, la participación solar» (Diccionario de los símbolos, voz: ‘ojo’). Como volveremos a ver más adelante, la iluminación de este ojo podría ser representada en el dibujo por el tocado de colores ígneos.Terracota que representa al dios Shiva y su tercer ojo.
Así, de una manera espontánea –hasta podríamos decir aquí, de una manera automática, tal y como proponían los surrealistas–, Josefa Tolrà nos muestra en este dibujo el origen de la aureola de los santos que aparecen en la iconografía cristiana, pero también, y esto es aún más sorprendente, muestra una representación del despertar oriental, cuando el chakra superior, llamado sahasrara, se abre en los mil pétalos del loto. Este chakra representa la vibración universal de la consciencia y de la conexión con el dios supremo. En el antiguo Egipto, los personajes más ilustres, como los faraones, lucían el mismo Sol en la cabeza, símbolo de Ra, el dios creador; en este sentido, no hay que olvidar los espectaculares tocados de plumas de los jefes de las tribus de los indios americanos.
La imagen arquetípica del tercer ojo –arquetípica porque, como acabamos de ver, sus representaciones se encuentran por todas partes sin vínculos culturales plausibles– se ha perpetuado en la Europa moderna bajo la forma de la corona de los monarcas y en la tradición Sioux con las plumas del jefe, y es que, simbólicamente, el conocimiento que nace del tercer ojo irradiaría la luz y la sabiduría que el monarca debería expandir por todo su pueblo. Evidentemente, me refiero a un símbolo sin ninguna relación de tipo social.Jefe sioux
En una persona mediúmica, como es el caso de Tolrà, las imágenes aparecen de repente, «saltan a la consciencia» sin alcanzarla de un modo deductivo. Se podría comparar a una intuición: quien la tiene, conoce su sentido, pero no puede explicar cómo ni por qué lo sabe. Y cuando intenta explicarlo, la imagen se deshace, solo queda de ella aquello que el lenguaje ha podido retener; es decir, la parte más fina.
Personas como Josefa Tolrà son importantes porque ven los niveles de realidad que se esconden bajo las apariencias de la ilusión que rodea al ser humano y que él, desgraciadamente, interpreta como realidad; pero es que, además, son capaces de reflejar esa visión. Hay muchas más personas de las que nos pensamos que captan el mundo sutil, pero son incapaces de atraparlo en la conciencia por falta de un lenguaje; ese lenguaje que permite acceder y representar el mundo sutil suele ser el artístico (o hasta podríamos plantearlo a la inversa: el lenguaje del arte ¿es otra cosa que aplicar un lenguaje a las intuiciones y visiones sutiles?).
Los seres imaginarios
Dentro de la tradición popular –donde, bajo el velo de la fiesta y de las fábulas, los sabios visionarios amagaron, por suerte, una parte importante de su contemplación de la vida interior de la naturaleza– se suelen encontrar unos seres que viven bajo tierra o en el agua, así como en los árboles, en las piedras y en las rocas… Se trata de unos seres reales, aunque no estrictamente corporales, tal y como se entiende este término en su primera acepción, y que forman parte del mundo que nos rodea.
Estos seres han recibido los más diversos nombres, quizá los más conocidos son los duendes, los faunos, las salamandras, las ninfas o los gigantes. Existen, y su existencia va ligada a los objetos y fenómenos del mundo. No obstante, este existir está relacionado con lo vivo y lo dinámico de los objetos y los fenómenos, que los cohesiona y los habita, pero no con las formas exteriores. Los visionarios, como los niños y, a menudo, los locos, contemplan estos seres de igual modo que se podría contemplar el transcurrir de la vida de un árbol; esto es, viendo al mismo tiempocómo nace, cómo crece, cómo se reproduce y cómo muere. En su visión se personifica la energía de la vida, que está por todas partes, por eso tiene poco que ver con las fantasías de mentes débiles o enfermas. Como ya hemos apuntado, el gran Paracelso escribió un tratado sobre estos seres vinculándolos con la magia renacentista; los llamaba entes espirituales y argumentaba que son: «los espíritus del cuerpo, de naturaleza invisible e impalpable».
En un libro publicado en 1550 y titulado Libro del ente espiritual, habla de dos tipos de carne, una material y otra espiritual, y dice Paracelso: «De la carne se ha de saber que hay de dos clases: la que proviene de Adán y la que no proviene de él. La carne que proviene de Adán es una carne basta, pues es terrenal y no es más que carne, que puede ser atada y empuñada, como un trozo de madera o una piedra. La otra carne, la que no proviene de Adán, es una carne sutil y no puede ser atada ni empuñada, ya que no está hecha de tierra». Este es precisamente el argumento que después desarrolla ampliamente para referirse a las criaturas secretas, como esa mujer de agua, que existen en la carne que no viene de Adán, pero eso no significa que no tengan relación con el ser humano, porque, como sigue explicando el sabio suizo: «de la misma manera que se dice que el hombre es imagen y semejanza de Dios, es decir, que está hecho conforme a su figura, también se puede decir de esta gente que son imagen y semejanza del hombre, hechas según su figura».
Luego, Paracelso señala dónde y cómo viven, y sus distintas modalidades, que, en principio, corresponden a los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego. Los seres de tierra son pequeños, como los enanos, los pigmeos o los duendes; las ninfas y las mujeres de agua corresponden a este elemento, son seres siempre femeninos como el dibujo que nos ocupa; los de aire se elevan hacia el cielo, como los gigantes; y los seres de fuego son los más difíciles de identificar, pues, al fin y al cabo, los seres que viven en el fuego.., ¡son demonios!, por eso se acostumbra a representarlos como salamandras, que es como los llama Paracelso, o incluso dragones, aunque estos seres representen los cuatro elementos.
Fotografía de 1950 de gigantes y cabezudos
Después de leer a Paracelso, la danza de los gigantes y cabezudos tan propia de nuestro pueblo, la he comenzado a ver como la danza de los seres de la tierra y los seres del aire, en la que se representa el momento de conjunción de lo que está arriba y lo que está abajo, como se dice en la Tabula Smaragdina. Una vez más, la tradición popular ha transmitido con insuperable ingenio los misterios de la naturaleza viva.
Otro ejemplo extraordinario y cercano se encuentra en la famosa leyenda de la mujer de agua que vivía en el pozo Negro, cerca de Gualba. Eugeni d’Ors recoge parte de la leyenda en su libro Gualba, la de mil voces –escribe el fragmento aproximadamente en 1914 o 1915–, ya que estuvo varias veces en este pueblo del Montseny. Para él, estos seres se relacionan con fuerzas y lo explica así:
«¡Atención! Gualba es tierra de brujas. ¿No es sábado hoy? Las brujas de Gualba hacen su sábado allá arriba, en el pozo Negro. El agua duerme, negra, en el pozo Negro. Mas si con dos astillas hicierais una cruz, y la lanzaseis al agua negra del pozo Negro, veríais que el agua arranca en una gran ebullición y deja ir un fuerte y siniestro rumor y se enrosca y espuma, hasta que la cruz salta fuera de ella, lejos. El espíritu del mal duerme bajo los verdores musicales de Gualba».Fotografía del Gorg Negre en el Montseny
A continuación, Eugeni d’Ors explica a su manera la historia de la mujer de agua que vivía allí y que un día fue vista por el heredero de Can Prat, que se enamoró y fue correspondido. El heredero y la mujer de agua se casaron y tuvieron hijos. Pero en este casamiento había una condición: que el heredero no mencionara jamás el origen de la mujer. Así pasaron muchos años prósperos, puesto que ella podía prever las lluvias y las sequías, lo cual hizo ganar mucho dinero al de Can Prat. Hasta que un día, en un ataque de rabia, él le dijo: «Maldita mujer de agua». Desde entonces nadie supo nada más de ella.
Pero, como explica Eugeni d’Ors y la gente de Gualba, es muy cierto que vive escondida en su pozo. Si uno se acerca en una rápida visita, seguramente no la verá, pero si se queda solo mucho rato sentado y en silencio al borde, sentirá su presencia.
A parte de las leyendas, lo que es seguro es que Josefa Tolrà vivió y convivió con estos seres, que podemos denominar elementarios, ya que representan las fuerzas internas de la naturaleza, los elementos entendidos como las energías que la habitan. Pero hemos de ser muy precavidos, pues en la actualidad hay un gran interés por la recuperación de estos seres y se está generando una moda que amaga más de lo que parece: los seres imaginarios no son, como se pretende, una réplica a la religiosidad judeocristiana, no provienen del pensamiento pagano de la antigüedad. No. Forman parte de la realidad más sagrada de toda religión, pagana o cristiana. Esta es la idea de Paracelso, sus entes espirituales reflejan la imagen de Jesucristo por medio del hombre.
Para comprender la idea de Paracelso, hemos de remontarnos a la Edad Media y a sus famosos bestiarios. Cada uno de los animales que participa en estos compendios, desde el más pacífico al más feroz, representa una cualidad de la figura de Jesucristo. Y, según la filosofía de la época, no eran solamente las bestias las que describían al Dios encarnado, también los vegetales, los minerales, los astros y los elementos. La creación, decían, era un libro donde estaban escritos todos los atributos de Jesucristo. A mediados del siglo pasado, Louis Charbonneau-Lassay escribió, e ilustró con grabados suyos, el famoso Le Bestiaire du Christ. La mystérieuse emblématique de Jésus-Christ, un ejercicio espléndido en relación con la idea que acabamos de exponer y que fue muy apreciada por los maestros antiguos.
Esto, obviamente, no tiene nada de neopaganismo, aunque así se haya transmitido popularmente. Lo veremos claramente en el siguiente apartado.
La coagulación de las fuerzas fluídicas
En el dibujito de Josefa que estamos estudiando se guardan muchos misterios. En primer lugar, el misterio de la visión, un tema que ha sido estudiado ampliamente por el filósofo y estudioso de las religiones, Henry Corbin. Según este autor, las imágenes florecen en la imaginación del vidente, como una realidad nueva que nace en el momento de la visión; por ello, a esta facultad la llama la imaginación creadora, para diferenciarla de la fantasía subjetiva. La visión da forma a un mundo que se manifiesta al vidente como una nueva existencia.
En el personaje que aparece en el dibujo de Tolrà, reconocemos una síntesis perfecta de la tradición pagana y de la judeocristiana, y esto, no por méritos de la autora, sino porque ella contempla algo que existe realmente; o sea, que no es una fantasía. Como acabamos de decir, encontramos rasgos de la tradición griega y el mito del nacimiento de Venus o Afrodita y, también, el sentido teológico de la Madre de Dios. Vayamos paso a paso.
En la parte de abajo del dibujo, diversos remolinos se entrecruzan como si se tratara de agua circulando con movimientos intensos, realmente fluídicos, según se define esta palabra: «fenómenos ligados al desplazamiento y a la interacción de los chorros de fluidos en movimiento sin participación de piezas móviles» (Diccionari Enciclopèdia Catalana). Este fenómeno recuerda el mar donde cayeron los testículos de Urano y de donde nació Afrodita, que en griego significa, ‘la surgida de la espuma’. Hesíodo, en su Teogonía, explica esta sorprendente historia: resulta que Cronos cortó los genitales de su padre, Urano, y que cayeron al mar para ser «luego llevados por el piélago durante mucho tiempo. A su alrededor, surgía del miembro inmortal una blanca espuma y en medio de esta nació una doncella» (véase vv. 188-206 de la Teogonía).Nacimiento de Venus (Afrodita) en una terracota antigua
Tras la fábula del mito, los poetas antiguos explicaban la aparición de las formas sólidas y concretas a partir de la conjunción del fuego –los genitales de Urano– con el agua. Esta unión de los contrarios está más allá del tiempo y creemos que es lo que contempla Josefa Tolrà, el dibujo es absolutamente claro y explícito. A partir del agua informal inferior, se forma la figura de la mujer y, de su vestido y de ella misma, la aureola, que es el fuego oculto en el agua, como los genitales de Urano en el gran mar de Chipre. Las mujeres de agua son la personificación de esta operación, de la solidificación de la energía; dicho de otro modo, las fuerzas fluídicas se coagulan en un centro precioso: Afrodita, de quien se dice que era la diosa más bella, más que la mujer de Zeus, y su hija predilecta. Tal belleza procede precisamente de su cuerpo, de que tiene una forma concreta. No nos ha de extrañar que el lenguaje recoja esta idea utilizando la palabra fermoso (hoy, hermoso) como sinónimo de belleza. Lo fermoso es lo que tiene forma y, consecuentemente, aquello donde se han coagulado las fuerzas fluídicas. En el dibujito de Josefa Tolrà, esta coagulación es el tocado luminoso que viste la mujer formada por los fluidos del agua del gran mar del mundo.
Esta idea no es ajena a los misterios marianos del cristianismo. La Virgen representa o simboliza, entre otras cosas, el agua cósmica, una energía que, hasta que no se coagula, no representa nada más que la vida universal. Ahora bien, cuando se concreta por la unión con el Espíritu Santo, entonces ofrece al mundo el Sol glorioso: el Infante nacido del fuego sagrado.
En este sentido, se podría decir que, simbólicamente, hay poca diferencia entre la mujer de agua que lleva un tocado luminoso a manera de aureola y la Virgen preñada del Sol que aparece en algunas pinturas religiosas y que cita el Apocalipsis. En ambos casos, se trataría de la misma operación de la naturaleza, aunque nos sorprenda la introducción de unos términos teológicos, ¡como si hablásemos de cosas distintas!
La aportación más importante de la teología en este asunto es que describe un nivel de realidad oculta en su pureza, una realidad que, como aparece en los dibujos de Tolrà, no pertenece a la fantasía o a la fantasmagoría, sino a una realidad visible exclusivamente con el ojo del corazón.
El visionario o la visionaria descubren el mundo invisible y, también, el mundo oculto. El primero es motivo de investigación de los ocultistas, espiritistas o teósofos; lo frecuentan muchos pintores, músicos y poetas de principios del siglo XX. Sin embargo, lo que queda oculto es el universo sagrado que explica la teología; evidentemente, es invisible con los ojos carnales, pero, además, también se amaga para preservar su pureza, una pureza que, por otro lado, no le impide la fecundidad.La diosa Ganga (el espíritu del río Ganges en la India) dibujada por mujeres de Madhubani; las creaciones de estas mujeres son muy cercanas a las imágenes de Josefa Tolrà: http://www.arsgravis.com/?p=5859
“La Virgen del Misionero”
Otro dibujo de Josefa Tolrà confirma las reflexiones que hemos desarrollado hasta aquí. Este es más grande y lleva el título de “La Virgen del Misionero”. El tema básico es muy parecido al dibujito que hemos visto, las diferencias tan solo formales –en principio, la diadema es más expansiva– no son sino variaciones de la misma visión y definición del fruto espléndido de la Virgen.
No obstante, hay una historia que acompaña la contemplación de la criatura elemental. Es como si, tras la presentación del personaje hecha en el dibujo pequeño, la médium-artista explicara una situación en la que el personaje ha intervenido –¿acaso sea este el origen de todas las leyendas?–. En la parte derecha inferior del dibujo, se observa una especie de fraile, que sin duda es el misionero, que lleva como ofrenda una flor a la Virgen nacida del agua; esta ofrenda se complementa visualmente con la diadema, creando una relación de armonía del conjunto, pues la Virgen solo recibe ofrendas que le corresponden en la medida en que son de la misma naturaleza.
Acompañan al misionero unos pequeños personajes que aparecen muy a menudo en la obra de Josefa. En este caso, son absolutamente identificables, los de arriba son extensiones de los remolinos del agua viva, que hemos visto anteriormente. Y los de abajo son réplicas del misionero, ya sean acompañantes humanos o sutiles, aquí es irrelevante. Todos se alzan hacia el fruto de la Virgen.
Así, de estos seis personajes, tres son hembras, que describen el devenir del agua, y tres son machos, las réplicas del misionero. El misionero es el séptimo personaje de la escena inferior. La imagen da lugar a una especie de estrella de David, donde se juntan dos triángulos, el que tiene el vértice hacia abajo y que representa la mujer, y el que tiene el vértice hacia arriba y que representa el hombre. En el mismo centro, aparece la figura del misionero.
Un pequeño texto de Josefa Tolrà en la parte inferior del dibujo, bajo los pies del misionero, nos amplía la explicación. Primero, y con buen letra, escribe en castellano: «Cuadro de la más realista escuela que el artista ganó para sus propias aspiraciones», frase extraña, sin duda, de la que proponemos la siguiente interpretación: «la escuela realista» sería la visión nítida que tiene Tolrà y que colma las aspiraciones existenciales de cualquier persona que se comunica con los mundos sutiles. Fragmento de “La Virgen del Misionero”donde se observan las dos firmas de la autora
Después, escrito primero con cierta claridad pero que se va perdiendo, se lee la historia de un misionero que está o estuvo en una selva. Es importante el hecho de que el misionero se halle en una selva porque, precisamente, es el lugar simbólico donde viven los faunos y la mayoría de los seres espirituales, un lugar donde no hay ni rastro de civilización. El misionero, continúa explicando el texto, lleva a la selva y da a conocer «el gran progreso». Este progreso, creemos, hace referencia a la aparición de la Virgen –de lo que nace en el interior más secreto de la selva, que, como una epifanía, se manifiesta a la visionaria– pero que «no todos lo comprendieron». Los que no comprenden son los acompañantes del misionero o, a nuestro entender, el conjunto de hombres que no son capaces de ver nada. Seguramente, por eso, el texto acaba de nuevo con buena letra y con esta frase: «La Virgen me inspiraba y esa señora fue siempre mi más cariñosa compañera».
El enigma se acentúa y se hace impenetrable. Josefa firma dos veces, una con su caligrafía habitual y clásica; la otra, ilegible, no solo por la mala letra, sino por una voluntad de ocultar el mensaje. Sobre esta extraña firma, podemos leer otro misterio: «años 1,013».
Buenos jeroglíficos que dan pie para meditar sobre los mundos sutiles y que incitan a recuperar el depósito mágico que debería transmitirse en los linajes familiares.
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Josefa Tolrà, La Diosa del fuego, 1959. El personaje complementario a la mujer de agua; allí la fuerza descendente, aquí, la ascendente…
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