Con mucha frecuencia me encuentro con personas que me confiesan su hartazgo con la vida que llevan, con el trabajo que tienen o con una relación sentimental que languidece. La mayoría dice necesitar un cambio radical, cambiar el chip, o experimentar una revolución en sus vidas que las dote de mayor sentido. Sin embargo, tras hablar más detenidamente, casi siempre aflora una enorme resistencia a cuestionar el sistema de creencias y valores que les han llevado hasta esa situación. Ell@s saben y sienten que los edificios de sus vidas necesitan esa profunda transformación, pero no están dispuest@s a tocar las vigas maestras que sustentan la estructura.
Recuerdo una ocasión en que una mujer joven se lamentaba de que su vida le parecía pesada y oprimente; cada día tenía menos energía para levantarse por la mañana y en los últimos tiempos su estado de ánimo oscilaba entre la tristeza y la irritación. Estaba casada, tenía una hija de cinco años y trabajaba como secretaria. Sobre ella recaía la práctica totalidad de las tareas de la casa y del cuidado de la niña, a pesar de tener el mismo horario que su marido. La relación con él era sumamente fría y ella se quejaba del abandono emocional del que se sentía víctima.
En el trabajo, en cambio, se sentía completamente feliz y la empresa la valoraba lo suficiente como para haberle ofrecido un puesto de más responsabilidad. Sin embargo ella lo había rechazado porque el ascenso implicaba la necesidad de viajar a Bruselas tres o cuatro veces al año.
Cuando le pregunté que porqué había rehusado una oferta tan aparentemente atractiva, ella me dijo que su marido se había negado rotundamente a que aceptara un puesto de trabajo que implicaba abandonarle a él y a su hija.
-¿De cuánta duración eran los viajes? –le pregunté.
-Tres días como mucho.
-¿Y tú también piensas que eso sería abandonar a tu marido y a tu hija?
Ella dijo que sí, sin dudarlo, ya que pensaba que como mujer debía ocuparse de la niña y de su marido, por muy tedioso que le resultara todo aquello. Le pedí entonces que imaginara, como simple juego, que en un momento dado decidía darle un poco más de prioridad a su vida profesional y aceptaba alguna de las oportunidades que le surgieran.
-¿Crees que tu vida te sería menos pesada y oprimente?
Dudó un momento y me contestó:
-Sí, pero esa no es la solución. La cuestión es que estoy casada y tengo una hija y yo pienso que esto debe estar por encima de todo. Esas mujeres que priorizan el trabajo no son buenas madres, y además me resultan poco femeninas. Por nada del mundo quiero caer en eso. La cuestión es que tengo que aprender a ser feliz con esto, a que mi vida no me parezca tan rutinaria y por eso necesito un cambio de chip.
Entonces recordé uno de los cuentos orientales más conocidos, el de la taza de té. Es un cuento de origen bastante moderno y narra la historia de un profesor universitario occidental que viajó hasta Japón para encontrarse con Nan-in, un maestro japonés del budismo Zen.
Nan-in le recibió con suma cortesía, le escuchó con atención y le ofreció tomar una taza de té. El profesor le explicó que había viajado hasta allí para informarse sobre el Zen, ya que había leído bastante sobre filosofías orientales y había forjado una interesante teoría sobre sus orígenes, evolución e interrelaciones.
Nan-in, con gesto sereno, asintió suavemente y comenzó a llenar la taza de su invitado. Vertió té hasta que la taza estuvo llena y aún después, siguió vertiéndolo. El profesor, viendo que el té comenzaba a derramarse comenzó a agitarse nerviosamente en su cojín. Al cabo de unos segundos no pudo contenerse más:
-¡Ya está llena, no cabe más! –dijo.
Nan-in dejó la tetera sobre la bandeja y dijo:
-Como esta taza está usted lleno de sus propias opiniones y especulaciones. ¿Cómo puedo mostrarle el Zen a menos que vacíe su taza antes?
Como aquella taza y esta mujer joven, estamos demasiado llenos para poder albergar nada nuevo. Llenos de ideas, clichés, estereotipos, miedos, obligaciones, auto-limitaciones y otras muchas cosas. Hasta que no consigamos vaciarnos un poco no podremos cambiar nada. Todo el líquido nuevo acabará perdiéndose en el suelo.
NAMASTÉ-
SIMÓN-
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