El odio y el pavor a la música son expresiones que podrían parecer surreales. Incluso la mayoría pensaríamos que el Universo entero está hecho de música, pues además de ser un elemento fundamental del ser humano para transmitir emociones, la encontramos también en la naturaleza misma, al estrellarse uno o varios sonidos con nuestros oídos produciendo armonía.
Según testimonios, al neurólogo Sigmund Freud le era insoportable escuchar una melodía, las memorias reprimidas y los recuerdos nostálgicos que éstas le producían eran abominables, e incluso llegaron a causarle migraña y neurosis severas. Resulta una paradoja sorpresiva que el gran ludópata de las mentes nunca pudo resolver los problemas que la música generaba en su cerebro (más aún viviendo en la lucidez musical de Viena), retrayéndose de cualquier sentimiento que ésta le provocara. Diversas hipótesis surgen de este fenómeno tétrico que en el caso del Dr. Freud, podríamos imaginar que se trataba de arrogancia pura.
El término armonía tiene muchos significados relacionados con la belleza del equilibrio que el ser humano puede percibir del entorno. En términos disciplinarios, es la progresión de un sonido, constituido por varios en menor volumen que forman el todo de dicha simetría. La mayoría logramos comprender esto con el oído, sin necesidad de una explicación que recurra a las palabras. Pero algo diferente sucede con las personas que sufren “amusia”, extraño trastorno que inhabilita la capacidad para distinguir o producir un ritmo musical, desde la ineptitud para cantar o tararear melodías hasta la dificultad para percibir o diferenciarlas. Estamos hablando de que las personas que poseen dicho desorden no experimentan emoción o placer alguno al escuchar música, y muchas veces, pueden desarrollar melofobia –naturalmente, el miedo a la música.
Este desorden parece una de las explicaciones más factibles para el caso de Freud, sin embargo, hay algo más: según el psicoanalista y amigo cercano, Heinz Kout, a Freud le encantaba Mozart, presumía de haber presenciado todas las óperas; La flauta mágica, en especial, le resultaba una de las piezas más hermosas. Una paradoja de estas características nos vuelve a la posición principal de que quizás la arrogancia del maestro del psicoanálisis influía en un cierto nivel.
La música provoca liberación de dopamina, y así como cada cerebro es distinto de otro, no toda la música puede soltarla de igual manera. El efecto de las frecuencias sonoras provocan innumerables sensaciones ad hoc al ambiente que se desea lograr. Genesis P. Orridge, por ejemplo, comentaba que «uno de los propósitos de las frecuencias que él intentaba conseguir era confundir y colapsar el cerebro de la audiencia a base de muestras repetitivas de momentos muy cortos como orgasmos, muertes y sucesos que la mente humana no está acostumbrada a relacionar de una forma repetitiva». Precisamente era esto de lo que huía Freud, ser la víctima de su propio juego, de la psicoacústica que jugueteara con su inteligencia emocional.
La música, además de ser un elixir maravilloso para toda enfermedad, es también un lenguaje. A diferencia de muchas artes, no intenta probar nada, pues su mensaje siempre será simbólico: intentar traducirlo, adjudicarle cualquier significado a palabras, siempre será insuficiente. Decía Heinz que Freud evitó la sensación musical para que predominase siempre su racionalidad y fue aquí donde (tal vez erróneamente) concentró la soberbia de sus reflexiones musicales.
Sigmund Freud no odiaba la armonía. Más allá de cualquier aversión musical incongruente o de cualquier desorden mental que le impidiese aceptarla como un elemento vital, nunca descartó su aprecio por un compás o una métrica que, a su manera de percibirla y emitirla, resultó una especie de sinestesia científica, en donde sólo podía encontrarle armonía a las afecciones mentales.
Twitter de Jaen Madrid: @barbedwirekisss
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