Las revueltas y la revolución del mundo árabe de 22 países están creando profundas fracturas tectónicas en la geopolítica medio oriental que acentúan las fallas geológicas del subcontinente indio con las que se ha conectado.
La revolución árabe apenas se encuentra en su comienzo generacional. Varios estadistas, como el presidente ruso Medvédev, calculan que puede durar una generación entera.
Las revueltas árabes han alejado las otrora relaciones especiales entre Arabia Saudita y Estados Unidos –forjadas hace más de medio siglo por el rey Ibn Saud y el presidente Roosevelt–, fincadas en el abastecimiento seguro del petróleo saudita, el mayor productor del mundo, a cambio de la protección militar de Estados Unidos.
La geopolítica del petróleo difiere de la del gas, y si uno se acerca a las importaciones de hidrocarburos de Estados Unidos y a las exportaciones petroleras de Arabia Saudita, se topará con sorpresas estrujantes que, a mi juicio, se encuentran detrás del nuevo reajuste regional y global.
Estados Unidos, en plena adicción energética, busca afanosamente cesar su dependencia umbilical con las importaciones petroleras del Oriente Medio –lo cual ya está sucediendo sin mucho ruido multimediático–. Está sustituyendo el petróleo por el gas, menos contaminante y todavía más barato que el oro negro.
Existe toda una narrativa en Estados Unidos, que esperamos no sea fantasiosa, sobre los pretendidos yacimientos fabulosos de gas en las Montañas Rocosas que cesarían de tajo su dependencia peligrosa del petróleo del Oriente Medio, en particular de su otrora socio especial que exporta ahora la principal parte de su producción a China.
Bajo la mesa, Arabia Saudita y Estados Unidos se están dando patadas.
Cuando el gobierno de Obama soltó literalmente a las fauces de las fieras a su otrora exaliado indefectible Hosni Mubarak, el sátrapa egipcio, no pasó inadvertido el cuestionamiento público de ciertos centros de pensamiento estadunidenses sobre el abultamiento publicitario de las reservas del reino wahabita, que no solamente trastocaría la correlación energética de fuerzas a escala global y regional, sino que, además, movería el centro de gravedad del consumo hacia el gas, cuya geopolítica difiere sustancialmente de la del oro negro.
Es a partir de esta sencilla ecuación energética –de las dependencias umbilicales como del destino geoeconómico de sus importaciones y exportaciones– que se pueden desprender los nuevos intereses y los reajustes dramáticos en juego que se traducen diáfanamente en el amplio campo de la geopolítica regional y que han afectado las relaciones de Estados Unidos con sus otrora aliados que conforman el eje sunnita de Arabia Saudita y Pakistán, quienes hoy se han acercado concomitantemente a China.
Antes de las revueltas y revoluciones del mundo árabe, la situación tanto en Arabia Saudita como en Pakistán (un país sunnita no árabe que protege con sus entre 90 y 110 bombas nucleares al reino wahabita) era, de por sí, inestable.
La enfermedad del octogenario rey Abdalá de Arabia Saudita y, sobre todo, su sucesión monárquica descobijaron las diferencias de las tendencias geopolíticas, no pocas veces centrífugas, de la familia real.
La prensa medio oriental, incluyendo los muy desinformativos multimedia israelíes, afirma que el campo de los “duros”, encabezados por Bandar bin Sultan –anterior embajador del reino wahabita en Estados Unidos e íntimo de Baby Bush (se dicen “hermanos”)–, no solamente se ha hecho cargo de la seguridad local y regional, sino que, también, ha inclinado la balanza sucesoria a su favor.
Pakistán no se queda atrás. Mucho antes de las revueltas y revoluciones del mundo árabe y del tambaleo de su aliado saudita, Pakistán, al borde de la atroz balcanización de sus etnias y tribus, sufre los embates viciosos en Afganistán producto de la invasión de Estados Unidos, que encabeza la expedición de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Más allá del asesinato hace cuatro años de la exprimer ministro Benazir Bhutto –al mes de que destapó el homicidio de Bin Laden por Sheikh Omar tiempos atrás, lo cual contradice flagrantemente la propaganda del gobierno de Obama al respecto en Abottabad y su muy cuestionado montaje hollywoodense que no se atrevió a presentar el cadáver del terrorista islámico más peligroso del planeta–, Pakistán ha sido secuestrado por la invasión de la OTAN, encabezada por Estados Unidos.
Tiempos atrás, también, habíamos formulado “el cuadrángulo de la muerte” representado por Afganistán-Pakistán-India-Cachemira, sin duda, el lugar más peligroso del planeta que puede desencadenar una nueva guerra mundial entre los grandes actores geoestratégicos, como en fechas recientes acaba de aseverar Henry Kissinger, el polémico exsecretario de Estado con varios etnocidios seriados a cuestas, al historiador israelí-británico Simon Schama (La Jornada, Bajo la Lupa, 22 de mayo de 2011).
Todo el operativo militar del gobierno de Obama que supuestamente desembocó en el asesinato de Bin Laden –de acuerdo con su inconsistente narrativa singular con varios agujeros negros e innumerables claroscuros– afloró las tensiones entre Washington e Islamabad a tal grado que el primer ministro de Pakistán, Yousuf Raza Gilani, en una visita intempestiva a Beijing, declaró su público romance con China.
Después de la intervención militar saudita en la isla estratégica de Baréin para someter la revuelta de la mayoría chiíta (alrededor del 75 por ciento de la población) en contra de la dinastía minoritaria sunnita, los lazos del eje Islamabad-Riad se profundizaron.
Arabia Saudita encabezó la intervención militar en Baréin (sede de la sexta flota de Estados Unidos) de las seis petromonarquías sunnitas del Consejo de Cooperación de los Países Árabes del Golfo, apuntalado militarmente por Pakistán.
La teocracia chiíta de Irán, otra potencia regional no árabe en el Golfo Pérsico, tuvo que digerir a regañadientes el sometimiento de sus correligionarios en Baréin debido, en gran medida, a la intervención de Pakistán, con quien ha tenido relaciones tormentosas en su frontera común: Baluchistán.
De todas maneras, asistimos a una guerra fría entre la teocracia chiíta de Irán (que no es “árabe”, justo es recalcarlo) y la monarquía sunnita de Arabia Saudita, la cual ya empezó a jalar a otros actores regionales del peso nuclear de Pakistán.
El ajuste de los ejes regionales (verbigracia, Arabia Saudita-Pakistán en su fuga hacia delante), así como el reacomodo energético y geopolítico, ya empezó en forma dramática.
Más allá de otros ineludibles factores trascendentales, lo interesante radica en que la guerra fría entre la monarquía sunnita wahabita de Arabia Saudita y la teocracia chiíta de Irán evidencia –quizá por encima de todas las conflagraciones, contradicciones y convulsiones– dos geopolíticas de los energéticos diametralmente opuestas.
Si la monarquía sunnita wahabita de Arabia Saudita personifica la primera potencia de petróleo del planeta, la teocracia chiíta de Irán representa al mismo tiempo la segunda potencia gasera del mundo (detrás de Rusia y antes de Qatar, y muy probablemente de Turkmenistán, donde, en fechas recientes, se descubrió uno de los mayores yacimientos).
Lo relevante consiste en que los dos principales consumidores de hidrocarburos del planeta, Estados Unidos y China, han empezado a reacomodar sus intereses de adicción energética a las dos geopolíticas respectivas del petróleo y el gas.
Por lo que se ha visto hasta ahora en la escenografía de las revueltas y revoluciones del mundo árabe, así como en el inicio de la retirada de Estados Unidos tanto de Irak como de Afganistán (que se subsume en el asesinato hollywoodense de Bin Laden), el gobierno de Obama ha empezado a abandonar su previa geopolítica del petróleo que favoreció a Arabia Saudita y, por ende, a su aliado axial Pakistán, quienes ahora buscan refugio y protección en China.
¿Cómo responderán Irán e India, más volcados en la nueva geopolítica del gas?
Los reajustes de la geopolítica energética global, regional y local apenas empiezan.
*Catedrático de geopolítica y negocios internacionales en la Universidad Nacional Autónoma de México
Autor: Alfredo Jalife-Rahme *