CAPÍTULO I
LOS CIMIENTOS DEL EDIFICIO: DE LOS ALBORES A LA CONSOLIDACIÓN
I.4. LA CONSOLIDACIÓN POLÍTICA E INSTITUCIONAL
El afianzamiento en el terreno económico del modelo capitalista, que comenzó a perfilarse a principios del XVII, no fue más que la primera fase de un proceso que habría de desembocar tiempo después en su consolidación política e institucional, aspecto del que nos ocuparemos a continuación.
Antes de penetrar en el análisis de la Revolución Francesa, que sin duda constituye el modelo prototípico de revolución burguesa, convendrá dedicar una breve alusión a los dos movimientos políticos de significación equivalente que la precedieron en el tiempo. Alusión que resulta incluso necesaria, y no tanto por las similitudes de fondo que entre las tres revoluciones (inglesa, americana y francesa) se pudieran establecer, como por las peculiaridades que caracterizaron a la última respecto de las otras dos.
En efecto, el régimen republicano instaurado por la revolución inglesa de 1680 no fue sino el resultado del compromiso al que llegaron la aristocracia terrateniente y la clase burguesa para compartir el poder; un pacto, además, que al no necesitar del auxilio popular para afianzarse, pudo llevarse a efecto sin realizar excesivas concesiones a las capas inferiores de la población. Algo parecido podría decirse de la revolución americana de 1776, cuyos logros políticos, netamente orientados en beneficio exclusivo de un sector minoritario de la sociedad, se verían magnificados por una declaración de principios tan altisonante como hueca y puramente formal. En la práctica, la esclavitud siguió existiendo en aquel país y la jerarquización socio-política siguió basándose en el poderío económico.
Por contra, lo que marcó el carácter específico de la Revolución Francesa fue el hecho de que, en su asalto al poder político e institucional, la burguesía tuvo que recurrir a las masas populares para quebrar la tenaz oposición a todo compromiso de una parte considerable del estamento aristocrático. Esta contingencia fue la causa que obligó a la clase burguesa a efectuar ciertas concesiones circunstanciales y estratégicas a las capas populares, lo que habría de desencadenar una serie de consecuencias cuyos ecos perdurarían hasta mucho tiempo después.
Por lo demás, las convulsiones sociales que posibilitaron el acaparamiento del poder político por parte de la burguesía no fueron más que la culminación de un proceso que se venía gestando desde mucho tiempo atrás. En el siglo XVIII, e incluso antes, la burguesía francesa dominaba por completo el panorama económico de aquel país, situándose a la cabeza tanto del comercio como de la industria y las finanzas. De sus filas procedían igualmente la mayor parte de los cuadros técnicos de la administración monárquica. Por otra parte, el esquema ideológico burgués y su escala de valores (presidida por el culto al dinero) impregnaban desde hacía tiempo la mentalidad de las capas superiores de la clase aristocrática. Ya es bien significativo el hecho de que los conciliábulos donde se incubaron y desde donde se propalaron las consignas burguesas de la Ilustración encontraran su mejor acogida en los salones de la aristocracia. Naturalmente, la burguesía tenía plena consciencia de que su hegemonía económica y su ascendiente ideológico sobre la población le facultaban para abordar la segunda fase del proceso, esto es, la conquista del poder institucional.
Con todo, la colaboración que la burguesía encontró entre una porción importante de las clases populares, y la favorable acogida de que gozaron sus señuelos ideológicos, debieron buena parte de su éxito a la profunda degradación en que se hallaba sumido en Antiguo Régimen y sus estructuras de mando. Por lo que se refiere al estamento eclesial, otro de los pilares seculares del orden aristocrático, su grado de putrefacción había alcanzado cotas igualmente considerables; al punto que en la Francia de entonces las palabras clérigo y disoluto llegaron a convertirse poco menos que en términos sinónimos. Todo ello sin olvidar que una parte considerable del alto clero compartió desde muy pronto los postulados de la nueva ideología, y que casi la mitad de los párrocos franceses juraron fidelidad a la Constitución de 1790, que consagraba los principios del nuevo régimen.
La profunda aversión al estamento clerical y a sus usos depravados, unido al arraigo que, pese a todo, siguieron manteniendo las creencias religiosas entre amplios sectores de la población, fueron bazas que la oligarquía burguesa supo instrumentalizar en cada coyuntura como mejor convino a sus intereses. En un primer momento tales resortes sirvieron para la confiscación de los bienes eclesiales (cuya adquisición proporcionó a la burguesía revolucionaria beneficios inmensos), así como para canalizar la penuria y la indignación de las masas contra la reacción aristocrática. Pero, una vez consolidados sus objetivos y alcanzada la hegemonía institucional, la burguesía dirigente execró los excesos de las turbas que ella misma había instigado y apeló de nuevo a las viejas creencias, viendo en ellas un factor de control y estabilización de su orden social. Nadie sería más explícito a este respecto que Napoleón Bonaparte, cuando afirmara que «la sociedad no puede existir sin la desigualdad de las fortunas, y la desigualdad de las fortunas no puede existir sin la religión». Esta frase refleja a la perfección el concepto que del hecho religioso tuvo siempre la mentalidad burguesa, una mentalidad patológica en su esencia y patógena en su proyección.
A la descomposición del Antiguo Régimen, que sin duda constituyó un factor básico en el desencadenamiento del proceso, se sumó la regresión económica sobrevenida a partir de 1778, y que en realidad no fue sino el detonante. En efecto, aunque el siglo XVIII había constituido hasta ese momento un período de prosperidad, muy especialmente durante la fase comprendida entre 1760 y 1776, a partir de 1778 se desencadenó una etapa de contracción económica que culminaría finalmente en la gran crisis de 1787, con todo su cortejo de penurias y miseria. Esa circunstancia, que tan oportunamente iban a explotar los promotores de la Revolución, no fue, conviene reiterarlo, sino el desencadenante de una situación larvada cuyo mar de fondo se venía gestando desde mucho antes. De hecho, carestías y hambrunas de envergadura incomparablemente mayor a las que se produjeron entonces las ha habido por docenas a lo largo de la historia, sin que ello comportara la caída del sistema anterior y la implantación de un nuevo régimen. Y es que, para que esto último sucediera en 1789 se precisó de algo más. Hizo falta, en primer término, la profunda decadencia de la casta dominante que entonces se dio, y el progresivo descrédito en el que, como lógica consecuencia, se vieron envueltos los valores que esa vieja oligarquía había venido utilizando para legitimar su autoridad. Pero fue necesaria, además, la presencia de una estructura organizada capaz de llevar a cabo una labor sistemática de demolición cultural y de agitación social, como lo era la maquinaria que venía preparando desde hacía tiempo el asalto de la burguesía al poder político e institucional. Sobra decir que en todo ese ejercicio de fuerza, el tan largamente invocado papel de las masas no fue sino el de mera comparsa, como los acontecimientos sucesivos demostrarían hasta la saciedad.
Nada menos oportuno, por tanto, que extenderse en argumentos para desmontar el mito de la revolución espontánea, una más de las innumerables patrañas consagradas por la intoxicación oficial. Además de la experiencia histórica (y de la lógica más elemental), que ha acreditado sin excepción que las revueltas populares verdaderamente espontáneas jamás rebasaron el grado de simple motín, se cuentan por centenares los datos y los testimonios que no dejan lugar a dudas sobre la autoría de la orquestación.
Esa estructura minuciosamente organizada a través de la cual la oligarquía burguesa alcanzó sus objetivos no fue otra que la francmasonería, una organización que, por el papel desempeñado a todo lo largo de la época moderna, es merecedora de un tratamiento exhaustivo imposible de abordar aquí; bastará, por el momento, con reseñar algunos datos que permitan hacerse una idea de su decisiva participación en aquel suceso.
Bien podría empezarse, pues, significando el hecho de que todos los ideólogos del nuevo régimen y de la Revolución, y la totalidad de sus dirigentes políticos, sin ninguna excepción sobresaliente, fueron feligreses de las logias. Desde los teóricos y propagandistas de la primera hora, como D’Alembert, Montesquieu, Rousseau, Condorcet o Voltaire, hasta los activistas más destacados del proceso revolucionario, del Directorio y del régimen bonapartista, como Mirabeau, Desmoulins, Robespierre, Danton, Saint-Just, Marat, Hebert, Fouché, Siéyès, o el propio Napoleón. Todo ello sin contar, claro está, los innumerables clérigos afiliados a la secta. Masónicos igualmente eran los símbolos republicanos (gorro frigio, bandera republicana) y el himno revolucionario (la marsellesa), compuesto por el adepto Rouget de L’Isle y cantado por vez primera en la logia de los Caballeros Francos de Estrasburgo. Lo mismo podría decirse de las consignas ideológicas, comenzando por la más hipócrita y falaz de todas ellas («libertad, igualdad, fraternidad»), amparo desde entonces de masacres y tiranías, y artificio que bastante antes de convertirse en el eslógan señero del régimen burgués era ya la divisa de las logias masónicas. Bien es cierto que sus creadores y propaladores nunca han interpretado tan capcioso señuelo con el papanatismo habitual de sus incautos destinatarios, sino de un modo muy distinto. Véase, si no, el modo en que se manifestaba sobre ese particular Jules Boucher, alto grado de la Gran Logia de Francia, en declaraciones recogidas por el órgano oficial de dicha logia, la revista Humanisme, en su número de abril 1990: «¿Libertad? La libertad masónica es muy relativa. La masonería ha multiplicado las obligaciones a las cuales debe someterse el francmasón, lo que significa obediencia, y dictado reglamentos draconianos cuya enumeración precisaría un volumen de casi doscientas páginas. ¿Igualdad? La masonería es la negación misma de la igualdad. Sus grados y su jerarquía recuerdan constantemente al francmasón que la igualdad es un mito. ¿Fraternidad? El masón sincero constata con pesar que la fraternidad no es más que una palabra vacía de sentido en su aplicación real». Esto vale como muestra de lo que, desde hace tiempo, se ha convertido ya en táctica habitual de los grupos de poder multinacional, propaladores a través de sus voceros (grandes medios de comunicación) de filantropías y mundialismos de probados efectos hipnóticos sobre las masas, aunque no se trate sino de falacias dirigidas a consolidar la hegemonía de tales grupos, cuyas prácticas constituyen la antítesis de sus espúreas monsergas.
Por lo que se refiere a la participación fáctica de la francmasonería en el proceso revolucionario, ostensible ya desde el primer momento, tampoco escasean los testimonios de la propia casa que reducen a escombros la falacia de la espontaneidad. Figura entre ellos el de M. Zeller, gran maestre del Gran Oriente Francés, quien en 1973, con motivo del bicentenario de la fundación de esa logia, declaraba lo siguiente:«Las logias masónicas fueron el crisol donde se ha formado, desarrollado y enriquecido el pensamiento republicano y progresista. Ellas constituyeron a través de Francia entera una vasta asamblea en el seno de la cual se elaboraron los programas y las perspectivas de lucha que debían permitir el nacimiento y el desarrollo del régimen republicano».
En la misma línea se sitúan las manifestaciones de M. Béhar, gran maestre del Gran Oriente de Francia, a la revista Humanisme, en mayo de 1975: «En Francia, es en el seno de las logias masónicas donde se elaboraron las ideas que han sido en buena medida el motor de la revolución burguesa de 1789»; a lo que la propia revista añadía: «Es conveniente recordar que la francmasonería está en el origen de la Revolución Francesa….Durante los años que precedieron a la caída de la monarquía, la Declaración de los Derechos del Hombre y la Constitución fueron larga y minuciosamente elaboradas en las logias masónicas. Y, naturalmente, desde que fuera proclamada la República Francesa se adopta la divisa prestigiosa que los francmasones habían inscrito siempre en el Oriente de su Templo: Liberté, Egalité, Fraternité».
Más explícito aún habría de ser un francmasón de tronío, el Doctor Encausse, quien en su obra "Traité élémentaire d'occultisme" dejó escritas estas palabras: «Hay ingenuos que abren los libros de Historia donde se encuentra una idílica imagen representando a un señor que gesticula y que grita ¡A la Bastilla! Esos incautos se figuran simplemente que la toma de la Bastilla se efectuó gracias al furor popular desencadenado por el gesto soberbio del tribuno. Sin embargo, yo lamento decirles que se engañan grandemente, pues hicieron falta cuarenta y dos años para preparar el grito de Camille Desmoulins. Para tomar la Bastilla fue necesario que todos los oficiales que debían estar de guardia en Versalles ese día pertenecieran a la orden masónica; hizo falta asegurarse la complicidad de los más altos servidores del rey; y se necesitó que los cañones que sirvieron para la toma de la Bastilla fueran transportados a los Inválidos quince días antes por hombres entregados a la causa. En fin, fue preciso orquestar una revuelta y lanzar a los parisinos al asalto de la fortaleza del Estado».
Los hechos a los que aludiera el Doctor Encausse fueron minuciosamente descritos por Funck-Bretano en "Légendes et archives de la Bastille", un documento riguroso y exhaustivo en el que se desvelan las claves de esa gran falsificación histórica, una más entre otras tantas, así como el papel desempeñado en aquel suceso por las bandas de criminales a sueldo reclutados en Alemania y Suiza por la Logia de los Illuminati, y financiados por los traficantes y agiotistas de Estrasburgo. En esa obra se revela igualmente la identidad de los reclusos de la Bastilla, las famosas «víctimas políticas del absolutismo» liberadas por los asaltantes. Siete eran los prisioneros: de Whyte y Tavernier, dos pobres enajenados que inmediatamente después serían recluidos por el régimen republicano en Charenton; el conde de Solages, un libertino culpable y convicto de crímenes espeluznantes; y cuatro defraudadores; Laroche, Béchade, Pujade y La Corrége, encarcelados por falsificar letras de cambio en perjuicio de dos banqueros parisinos, un hecho que no impediría al sistema plutocrático surgido a raíz de aquel suceso elevarlos a la categoría de víctimas de la tiranía. Peor suerte correrían tres años después los ocupantes de las cárceles y hospicios parisinos del régimen de la «fraternité», ocupantes que fueron masacrados en masa y entre los cuales figuraban delincuentes comunes, enfermos mentales, mendigos y niños abandonados.
En último término convendrá significar que la masonería moderna es, entre otras cosas, sinónimo de plutocracia. No obstante, se engañaría quien pensara que la operatividad de esta organización se reduce a sus objetivos hegemónicos en el terreno económico y político, ya que en el ámbito ideológico ha venido desempeñando asimismo un papel determinante a la hora de conformar la mentalidad actual. Y es que sin el arraigo social de sus falacias humanistas, ese repertorio de tópicos que sirven de cobertura al materialismo moderno, tal hegemonía nunca habría sido posible.
Vistos ya los resortes que desencadenaron la Revolución, es llegado el momento de analizar el desarrollo ideológico y político del proceso revolucionario que dio paso a la instauración en Francia del modelo capitalista y del régimen burgués. Y al hacerlo comprobaremos que la Revolución Francesa no solamente fue el marco embrionario en el que se gestaron las corrientes políticas surgidas posteriormente, sino también la matriz ideológica de casi todos los clichés fraudulentos que conforman la mentalidad actual. Y los que no se fraguaron allí lo habían hecho anteriormente en el otro hemisferio del universo burgués, al otro lado del Atlántico.
Como parece evidente, nada puede ser más oportuno a la hora de iniciar dicho análisis que abordar el contenido del eslógan señero de la Revolución, el ya célebre enunciado «liberté, egalité, fraternité». De lo que se trata, pues, es de escrutar lo que, con arreglo a los hechos, constituía el contenido real de aquella tríada hipnótica.
Efectivamente, lo primero que reclamaba la burguesía emergente era la libertad, pero no tanto la libertad política, que no habría de ser sino un instrumento a su servicio, como la libertad económica, es decir, la de empresa y beneficio, factores imprescindibles para garantizar la consolidación y el desarrollo del capitalismo. Es cierto que la Declaración de Derechos de 1789 no recogió tales conceptos, y ello por dos razones muy simples: la primera, que no era preciso explicitar algo tan obvio para los artífices del nuevo régimen; y la segunda, porque el hacerlo habría despertado el recelo de las masas populares, fuertemente apegadas al sistema económico tradicional, que a través de la tasación y la reglamentación aseguraba en gran medida sus medios de subsistencia.
Pero la dinámica de los hechos demostró desde el primer momento que el liberalismo económico constituía la piedra angular del nuevo régimen. Así, la ley Allarde del 2 de marzo de 1791 suprimió no sólo las prerrogativas reales de la industria manufacturera, sino también las corporaciones y asociaciones gremiales, base de la economía productiva artesanal. Simultáneamente fueron decretadas la libertad mercantil y la libertad laboral, aunque eso sí, en virtud de la ley Le Chapelier del 14 de junio de 1791, quedaron excluidos del nuevo marco «libertario» los derechos de asociación y de huelga.
En el ámbito rural, la redención de las rentas establecida por el Decreto del 3 de mayo de 1790, y la supresión de los diezmos decretada el 11 de marzo de 1791, fueron un malabarismo infame que, además de beneficiar exclusivamente a los propietarios, abocó al campesinado francés a una situación aún peor que la que padecía antes. No en vano se estaban sentando las bases del capitalismo «liberal», en virtud del cual la libertad pasaba a ser una abstracción puramente ornamental para los más, al tiempo que un útil de acaparamiento y poder para una reducida minoría.
Con anterioridad a todas esas medidas, ya en noviembre de 1789 habían sido confiscados todos los bienes eclesiales, a los que se añadirían tiempo después los recursos expropiados a los exiliados del Terror. Fueron los denominados «bienes nacionales», que constituyeron una fuente de beneficios inmensos para la burguesía jacobina, y cuya titularidad pasaría a manos de la nueva clase dominante.
En el terreno de las libertades civiles y políticas, la revolución burguesa dejó bien claro desde el principio cuál era el sentido de su magnánima liberalidad. Ya en los años de la Ilustración, los editores de la libérrima Enciclopedia, Diderot y D’Alembert, se habían dirigido a Malesherbes, responsable de las publicaciones durante el reinado de Luis XVI, para solicitarle la censura y, en su caso, el secuestro de todos aquellos escritos que criticasen la Enciclopedia. Pero el infortunado funcionario, protector y valedor, por otra parte, de los enciclopedistas ante la Administración real, tuvo la mala ocurrencia de rechazar dicha solicitud. Tiempo después, en 1794, habría de pagar muy cara su torpe interpretación de la tolerancia burguesa, siendo guillotinado. Aquello no fue más que un simple antecedente de la tolerancia actual, en cuyo nombre la Inquisición progresista exige el absoluto respeto para sus clichés ideológicos y sus esnobismos sórdidos, mientras reduce al silencio o a la ignominia (cuando no puede ir aún más lejos) a quienquiera que se atreva a rebatirlos.
No obstante los negros presagios enciclopedistas, una vez desencadenado el proceso revolucionario la situación mejoraría ostensiblemente. La libertad religiosa fue abolida, permitiéndose únicamente los cultos disidentes. La libertad de prensa corrió parecida suerte. En 1792, y sólo en París, fueron clausurados de un plumazo once diarios: La Hoja del Día, El Amigo del Rey, La Gaceta Universal, Los Anales Monárquicos, La Gaceta de París, El Diario de París, El Espectador y Moderador Nacional, El Diario de la Corte y de la Villa, El Boletín de Medianoche, El Diario Eclesiástico, y El Logógrafo. Eran todavía los buenos tiempos, pues lo peor estaba aún por ocurrir.
Por lo que se refiere los derechos civiles más relevantes, como el de ingresar en la Guardia Nacional o el de sufragio, ambos estuvieron limitados, con arreglo a los cánones de la democracia censataria, a los ciudadanos activos, esto es, a aquéllos cuyo nivel de rentas les permitía pagar la contribución directa, inasequible para la mayoría. Muy pronto comprobaremos cómo fue modificada temporalmente esa situación durante los momentos álgidos del proceso revolucionario, y de qué forma se restableció después.
Sobre los otros dos términos del tríptico no merece la pena extenderse, ya que hablar de igualdad en un sistema cuyo fundamento social y político es esencialmente oligárquico no pasaría de ser un escarnio. En cuanto a la fraternidad, esa flor que, como todo el mundo sabe, se desarrolla pródigamente en la sociedad competitiva y materialista alumbrada por el capitalismo moderno, bastará con remitirse a las calamidades y matanzas que el nuevo régimen perpetró para consolidarse si se quiere comprender su exacta significación.
Pero el elemento central del sistema burgués a la hora de articular su régimen político, y el que suscitaría, alternativamente, el apoyo y el recelo de las capas subordinadas de la población, fue, sin duda, el concepto de democracia. Y aquí, como en tantos otros aspectos, la Revolución Francesa, en tanto que paradigma del modelo burgués, habría de marcar las pautas y sentar los dogmas vigentes en el mundo actual.
No existe la menor duda acerca de lo que clase burguesa entendía por democracia. De hecho, para los más celebrados teóricos del nuevo régimen político, el modelo a seguir no podía ser otro que el sistema representativo ya establecido con anterioridad en Inglaterra y Norteamérica. El propio Montesquieu, máximo ideólogo de la democracia burguesa, había dejado bien clara su posición al respecto cuando en "El Espíritu de las Leyes" escribiera: «La mayoría de las repúblicas antiguas adolecían de un gran defecto: en ellas el pueblo tenía derecho a adoptar resoluciones activas, que exigen algún tipo de ejecución, cosa de la que aquél es totalmente incapaz. El pueblo debe participar en el gobierno exclusivamente para elegir a sus representantes».
Pero, como resulta obvio, esa concepción tuvo que modificarse circunstancialmente cuando la burguesía precisó del concurso de las masas para doblegar la resistencia aristocrática. Esa fue la razón de que, tres años después de iniciarse el curso revolucionario, la Convención concediera el sufragio general. Lo malo es que tal medida no consiguió colmar las expectativas de las clases populares, convencidas de que sus sacrificios en pro de la causa revolucionaria debían ser retribuidos con mejores recompensas. No menos ajenas a sus pretensiones ilusorias fueron las demagógicas llamadas de los activistas burgueses a la soberanía del pueblo, una mera entelequia que éste acabaría interpretando de modo consecuente al pie de la letra.
Bien es cierto que las florituras de algunos ideólogos burgueses contribuyeron a dotar de tintes más vistosos al nuevo régimen, pero al precio de provocar expectativas imprevistas. Tal fue el caso de Rousseau, que se permitió escribir sobre el parlamentarismo británico en estos esclarecedores términos: «El pueblo inglés cree ser libre, pero se equivoca gravemente; solamente lo es durante la elección de los miembros del Parlamento, pero una vez elegidos éstos, es un esclavo, no es nada. En las antiguas repúblicas el pueblo nunca tuvo representante alguno, no se conocía esa palabra….Desde el momento en que el pueblo se da representantes, deja de ser libre, deja de existir». Lo curioso es que, después de su demoledor análisis del sistema representativo, elemental, por otra parte, y tal vez comprendiendo que había ido más allá de lo conveniente, el escritor ginebrino se apresuró a atemperar sus atrevidos juicios mediante una fórmula de compromiso a mitad de camino entre la pseudodemocracia representativa o formal y la democracia real. Fórmula que sería adoptada posteriormente por la demagogia jacobina para granjearse el apoyo de las masas y que podría resumirse en los siguientes puntos: el modelo representativo se aceptaba como el único válido, pero a cambio de ciertas garantías; los diputados elegidos por el pueblo no serían sus representantes, ya que la voluntad soberana es inalienable, sino únicamente sus «comisarios»; y las leyes emanadas de la Asamblea de comisarios carecerían de valor en tanto no hubieran sido refrendadas por el pueblo. Todos estos planteamientos marcan la frontera más lejana a la que, en el plano teórico, llegaría jamás la democracia burguesa, aunque no es necesario decir que ni remotamente han sido nunca llevados a la práctica. Tiempo después el bolchevismo marxista, trasunto perfecto de la dictadura jacobina, iría aún más lejos que aquélla, tanto en su espúrea demagogia como en su totalitarismo criminal.
La retórica democrática de la burguesía surtió pronto los efectos previstos, aunque no tardaron en añadírseles otros menos deseados. A fuerza de vociferar el eslógan de la soberanía del pueblo, éste acabó por tomarlo no como la metáfora hipnótica que en realidad era, sino como una posibilidad real. Buena muestra de ello fue la moción aprobada por las secciones sans-colulottes parisinas, que uno de sus portavoces, el enragé Varlet, redactó en estos términos: «Invitamos al departamento de París, parte integrante del pueblo soberano, a apoderarse del ejercicio de la soberanía; autorizamos al cuerpo electoral de París a renovar los miembros de la Convención traidores a la causa del pueblo».
Pese a todo, ése era un riesgo que la burguesía francesa tenía que correr para abatir tanto a la resistencia interna como a la amenaza foránea, un riesgo calculado e imprescindible en todo caso para consolidar su asalto al poder institucional. De ahí las concesiones del año 1792 a los ciudadanos pasivos, otorgándoles el derecho al voto y la franquicia para ingresar en las filas de la Guardia Nacional, prerrogativas hasta entonces exclusivas de la minoría burguesa que pagaba la contribución censataria. Durante el año siguiente las dificultades acarreadas por la guerra exterior, que en el caso de derrota habría significado el colapso del régimen republicano, obligaron a la burguesía dirigente a paliar la extrema penuria desencadenada por la Revolución mediante una serie de concesiones económicas. El motivo de fondo no era otro que la imperiosa necesidad de ganar la guerra, y para ello no había otro remedio que conciliarse temporalmente con las masas sans-coulottes que nutrían el ejército revolucionario. Un miembro de la Convención, el diputado Baudot, resumiría tiempo después aquellas circunstancias de forma explícita en sus "Notes Historiques" con estas palabras:«Solamente las masas populares podían derrotar a las tropas extranjeras; por consiguiente había que sublevarlas e interesarlas por el éxito de la Revolución. La burguesía, además de pacífica, era poco numerosa para un movimiento de esa envergadura».
El grado de oposición interna y las guerras exteriores marcaron, pues, el pulso y los vaivenes políticos del proceso revolucionario. Cada fracaso militar conducía a una mejora momentánea de las condiciones de vida y de las prerrogativas políticas de las masas; cada victoria, a un debilitamiento de las mismas. Debe especificarse, además, que, en lo fundamental, esas guerras exteriores nunca obedecieron, como a menudo sostiene la intoxicación oficial, a razones de antagonismo ideológico entre la Europa monárquica y la Francia republicana, sino a los sórdidos intereses habituales de quienes desencadenan tales conflictos sin sufrir sus consecuencias. Prueba de ello es que la Inglaterra «democrática» y burguesa, principal antagonista militar de la nueva «democracia» francesa, no se opuso al proceso revolucionario hasta que éste entró en colisión con sus intereses comerciales. Por su parte, la burguesía francesa sufragó los gastos de la Revolución y de la guerra con los bienes expropiados y a través de la inflación, que sumió al país en una penuria calamitosa. No sólo no desembolsó ni un céntimo para costear sus «patrióticas» contiendas, sino que obtuvo de ellas beneficios inmensos merced al negocio de los suministros al Ejército.
A finales del invierno de 1794, ahogada en sangre la oposición interna y conjurada la amenaza exterior, los acontecimientos se precipitaron en la dirección prevista y en la única que podían hacerlo. En marzo era licenciado el Ejército Revolucionario, integrado en su práctica totalidad por descamisados, y pieza clave hasta poco antes tanto de las campañas militares como de la represión interna. Inmediatamente después eran suprimidos los comisarios para la vigilancia del acaparamiento de víveres, y daba comienzo el desmantelamiento de la Comuna y de las unidades seccionarias, núcleos políticos de las organizaciones populares. La depuración iniciada contra los hebertistas en marzo de 1794 siguió su curso implacable a lo largo de todo un año, para culminar en la jornada del 4 Pradial (23 mayo 1795) con la rendición incondicional del barrio Saint-Antoine, último reducto sans-coulotte. Simultáneamente, el proceso de depuración política fue acompañado por una labor paralela de violencia callejera. Dada su condición «pacífica» (según la expresión empleada por el citado Baudot en sus Notes Históriques), la burguesía se sirvió en cada momento de los elementos oportunos para conseguir sus propósitos. Durante el período revolucionario había instigado los más bajos instintos de las turbas para instaurar su régimen de terror y hecho uso de los descamisados para laminar cualquier clase de resistencia. Una vez concluida esa primera fase con sus objetivos cubiertos, usó a las juventudes doradas realistas para liquidar definitivamente los restos del movimientos sans-coulotte.
En agosto de 1795 era promulgada una nueva Constitución, que retornaba al sistema censatario y consagraba explícitamente el poder oligárquico y el beneficio como pilares del régimen republicano. La mascarada sangrienta había terminado.
En el capítulo político-ideológico, al igual que en los restantes, la Revolución Francesa fue un banco de pruebas en el que se desarrollaron la mayor parte de las pautas y estereotipos consagrados posteriormente. No estará de más, por tanto, describir someramente la composición y actitud de las diversas facciones políticas que concurrieron en aquel proceso.
El estamento burgués, auténtico promotor de dicho proceso, estaba integrado por dos grandes grupos, girondinos y jacobinos, cuya equivalencia contemporánea vendría a corresponder a la derecha conservadora y a la izquierda progresista respectivamente. De entonces arranca la falacia de la división entre izquierdas y derechas que tan rentables beneficios ha venido rindiendo al Sistema. También por aquellos años se operó una especie de ósmosis en virtud de la cual se amalgamaron hasta prácticamente confundirse la izquierda burguesa y los elementos más oportunistas y ambiciosos de los estratos populares, algo que desde aquel momento ha venido siendo una constante. Sobra decir que la mentalidad de las diversas facciones que se disputaron el poder político era esencialmente la misma, aunque en no pocos casos sus intereses inmediatos resultaran contrapuestos.
La Gironda representaba a la gran burguesía comercial, cuyos intereses no eran necesariamente antagónicos, sino más bien compatibles, con los de la alta aristocracia. De ahí que su deseo del primer momento fuese una solución a la inglesa, es decir, un régimen parlamentario comandado y compartido por los notables de ambos estamentos. Pero el desarrollo posterior de los acontecimientos la llevaría a adoptar posturas muy diversas que fluctuaron en la medida que lo hicieron los avatares del proceso revolucionario. Hubo momentos en que accedió a una alianza táctica con los sectores más radicales de la Montaña, llegándose incluso a producir un considerable trasvase de diputados girondinos al bando jacobino, alentado por el sustancioso botín que para estos últimos supuso la adquisición de los llamados «bienes nacionales». Pero la preocupación constante de la facción girondina, la razón fundamental de su recelo permanente fue el temor a que el proceso político iniciado para consolidar su posición acabara desbordándose.
Sin embargo, y pese a las inclinaciones de la burguesía girondina hacia una solución de compromiso, éste no pudo alcanzarse, y ello por dos razones fundamentales. La primera, porque tal compromiso conllevaba una serie de reformas económicas acordes con el nuevo modelo capitalista, reformas que suponían la bancarrota total para buena parte de la nobleza y, por tanto, inaceptables para ésta. Y la segunda, y no menos importante, porque de haberse llevado a buen término esa fórmula de compromiso, la posición de la mediana y pequeña burguesía se habría visto relegada a un lugar secundario, y eso era algo que aquélla no estaba dispuesta a permitir. Su firme propósito de participar en el reparto de la tarta llevó, por tanto, a la burguesía jacobina a radicalizar el proceso, para lo cual hubo de desplegar toda su capacidad demagógica y realizar las concesiones ya comentadas al objeto de involucrar en su empresa a las masas. Fue de esta forma como el bando jacobino consiguió hacerse con las riendas de la Revolución. De hecho, todos los mecanismos del Poder estuvieron en sus manos en los momentos álgidos del proceso, y a través de ellos pudo aplastar cualquier oposición disidente y canalizar en su provecho las pretensiones y los excesos de las masas sans-coulottes. A su inicial dominio de la Convención, órgano legislativo que detentaba la «soberanía del pueblo», se uniría posteriormente el acaparamiento casi absoluto de los cargos ejecutivos del Gobierno Revolucionario.
Por otra parte, la hegemonía de la facción jacobina en los centros de poder institucional iba acompañada de una estrategia política extraordinariamente eficaz, y en la que puede reconocerse el modelo prototípico adoptado después por los partidos de izquierda. En efecto, dada la necesidad de contar con un respaldo extendido, la burguesía jacobina se granjeó el apoyo de las masas a través del radicalismo populista, un papel hábilmente interpretado por demagogos de la talla de Danton o Robespierre. Como sería norma posteriormente, ese cometido lo desempeñaron entonces individuos procedentes de la pequeña y media burguesía, con algunas excepciones de baja extracción social (Danton). Un surtido elenco de demagogos y arribistas ávidos por escalar posiciones y codearse con la alta sociedad. Tal vez fuera el infortunado Varlet quien mejor retrató a la izquierda jacobina, a los «patriotas» revolucionarios, cuando en las páginas de su periódico les dedicara estas palabras: «Ayer no teníais otra cosa que un comercio minúsculo, y hoy tenéis almacenes inmensos; ayer no erais sino empleados insignificantes de oficinas y hoy armáis barcos de guerra; ayer vuestra familia tendía la mano al primer llegado, y hoy hace alarde de un lujo insolente. En verdad que ya no me sorprende que haya tantas personas amantes de la Revolución; les ha proporcionado un buen pretexto para acumular patrióticamente y en poco tiempo riquezas sobre riquezas».
Visto ya el cometido político y la procedencia social de los demagogos populistas, cuya plataforma de actuación se situaba en la Convención y en las innumerables sociedades adscritas al Club de lo Jacobinos, no queda sino dirigir la mirada hacia los miembros del Ejecutivo, donde operaban los técnicos. ¿Quiénes eran, pues, esos tecnócratas del Comité de Salud Pública? Por su origen social, la mayor parte de ellos pertenecían a la alta burguesía. Jeanbon Saint-André, director de la Marina, era hijo de un gran fabricante, al igual que Joseph Cambon, máximo responsable de las Finanzas. Robert Lindet, director de las Subsistencias, era hijo de un rico negociante y antiguo procurador del rey. El jefe de la Diplomacia, Bertrand Barère, procedía de una acaudalada familia de juristas y poseía la titularidad del feudo de Vienzac. Lazare Carnot, el organizador del Ejército, era ex-oficial de la Armada Real e hijo de un acaudalado notario.
Unos y otros se complementaban mutuamente. Los tecnócratas conducían con eficacia los intereses vitales del nuevo régimen capitalista, aunque debido a su posición social carecían de la credibilidad necesaria para despejar la desconfianza y el recelo que inspiraban a los sans-coulottes. Y los demagogos políticos de la pequeña y mediana burguesía, faltos de preparación técnica, se encargaban con su retórica populista de interesar a las masas en el éxito de la causa revolucionaria emprendida para la instauración del régimen burgués.
No podrá cerrarse este repaso a las facciones políticas que protagonizaron la Revolución sin aludir al hebertismo, considerado por la mayor parte de los tratadistas como la vanguardia del movimiento sans-coulotte, un término, este último, sumamente genérico, y bajo el que se amalgamó un complejo y heterogéneo amasijo de categorías sociales tan diversas como el maestro artesano y los asalariados que trabajaban para él, el pequeño tendero, el incipiente proletariado urbano, y un variado lastre de buscavidas, aventureros y otras especies de lumpen. El ideario sans-coulotte se resumía en dos puntos: en lo económico, imposición de un máximo a las fortunas, de tal manera que ninguna persona pudiera poseer un patrimonio superior a ese máximo, que se cifró en el equivalente a la pequeña propiedad artesanal o comercial; y en el terreno político, establecimiento de una democracia efectiva, en virtud de la cual las leyes de la Asamblea y los decretos del Ejecutivo carecerían de validez hasta haber sido sancionados por la ciudadanía, que, además, tendría la facultad de controlar y, en su caso, revocar a sus elegidos. Un ideario, huelga decirlo, que chocaba frontalmente con la libertad de empresa y de beneficio y con el modelo representativo postulados por el nuevo régimen capitalista; y una visión de la sociedad que, como también se podrá apreciar, nada tenía en común con las tesis que más tarde iban a elaborar los doctrinarios burgueses del totalitarismo colectivista. Pues bien, la supuesta avanzadilla de esas clases populares eran los hebertistas y cordeliers, una mezcla de medradores pequeño-burgueses (Hebert, Ronsin) y arribistas plebeyos (Chaumette, Rosignol, Santerre) íntimamente vinculados a la burguesía jacobina, y cuyo máximo empeño era encumbrarse política y económicamente a través del acaparamiento de cargos en los Departamentos Ministeriales (especialmente el de la Guerra) del Consejo Ejecutivo, organismo reducido finalmente a la nada por el Comité de Salud Pública. Esta camarilla de oportunistas, que sirvieron a la causa burguesa al tiempo que se servían a sí mismos, habían colaborado estrechamente con el partido jacobino en la eliminación de los actores más desinteresados de aquel funesto episodio, Roux y Varlet, escarnecidos por añadidura con el apodo peyorativo de «enragés», aunque al final, en justo premio a su bajeza, acabaron corriendo la misma suerte que aquéllos.
Apenas concluida la Revolución Francesa, comenzaron ya a manifestarse los primeros efectos de su múltiple herencia ideológica; y no solamente merced a los postulados políticos, económicos y sociales propios del sistema capitalista que instauró, sino también a través de los esbozos colectivistas pergeñados por uno de sus herederos inmediatos, el agrimensor y geómetra Gracchus Babeuf. Comenzaban así los análisis superficiales y en clave exclusivamente material de las sociedades humanas, y se iniciaba la siniestra dinámica de las alternativas materialistas y economicistas al materialismo y el economicismo burgués, elaboraciones todas ellas producto de una misma mentalidad. Los utopismos rudimentarios de Babeuf serían recogidos y perfilados más tarde por Buonarrotti, Blanqui y otros ideólogos burgueses del colectivismo, para desembocar finalmente en el socialismo científico del «proletario» Carlos Marx, quien, refundiendo las provechosas enseñanzas de la dictadura jacobina con su gélida pseudociencia, pudo alumbrar por fin la fórmula magistral. Pero éste es un tema del que nos ocuparemos más adelante.
No podrá cerrarse este análisis sin aludir a otros dos importantes aspectos en los que la Revolución Francesa fue precursora y pionera. Se trata del totalitarismo y del genocidio, dos temas de permanente actualidad en nuestros días, y que el sistema capitalista no deja de instrumentalizar, aunque tales lacras, como tantas otras que han asolado el mundo moderno, hundan sus raíces precisamente en las concepciones ideológicas alumbradas por las revoluciones burguesas.
No había transcurrido mucho tiempo desde que el Comité de Salud Pública fuese creado (6 Abril 1793) cuando, en el verano de ese mismo año, comenzó a gestarse la dictadura jacobina que muy pronto se iba a implantar. Un hecho, por otra parte, en el que la propia estructura organizativa del bando jacobino desempeñaría un papel determinante. En efecto, el Club de los Jacobinos se había convertido desde bastante antes en una perfecta maquinaria de poder; un entramado que, en palabras de uno de sus dirigentes, Camille Desmoulins, «abarcaba en su correspondencia con sus sociedades filiales todos los rincones y recovecos de los ochenta y tres Departamentos franceses». Esa estructura, perfectamente coordinada bajo la dirección de la matriz parisina, dispuso desde el principio de una capacidad operativa muy superior a la de cualquier otra organización de su tiempo. De hecho, y aunque no adoptara ese nombre, se trataba del primer partido político de la era moderna y de la única estructura de mando plenamente consciente de su poderío en aquel momento. Baste con significar que el Club de los Jacobinos llegó a contar con una red de 3.000 sociedades y alrededor de 40.000 comités repartidos a todo lo ancho del país.
La inspiración netamente despótica del Gobierno Revolucionario constituido en la primavera del año II (1793), se fue perfilando a lo largo del verano hasta desembocar en el Decreto del 14 Frimario (4 Diciembre 1793), que consagraba definitivamente la dictadura del Terror. Las pautas del llamado Gobierno Revolucionario habían sido diseñadas por el jacobino Saint-Just en su informe del 10 de octubre de 1793, informe adoptado por la Convención y a raíz del cual quedaron suspendidas la Constitución, la división de poderes y los derechos individuales, lo que, sumado a la creación de un Tribunal Revolucionario sumarísimo, dio paso al primer ensayo totalitario de la era moderna. Tales medidas eran ratificadas y reforzadas poco después por el citado Decreto del 14 Frimario y por sendos informes de Robespierre (25-Diciembre-1793 y 5-Febrero-1794).
Por lo que se refiere a los pretextos esgrimidos por los modernos apologistas de la dictadura jacobina, que significativamente son los mismos que en su día justificaron el totalitarismo soviético, bastará con acudir a los hechos para constatar que tales pretextos no fueron nunca otra cosa que burdas patrañas carentes del menor fundamento. Las falacias exculpatorias se resumen en dos: la amenaza exterior, representada por los ejércitos realistas extranjeros, y el peligro interno, encarnado en los elementos contrarrevolucionarios. Razones, todas ellas, de indudable peso si se considera que la fecha en que era refrendada la Dictadura del Terror (10-Octubre-1793) coincidió precisamente con el momento en que las citadas amenazas estaban por vez primera bajo control del régimen republicano. En el interior, los últimos restos del federalismo girondino, que nunca constituyó un peligro real, sino más bien un recurso propagandístico, habían sido definitivamente laminados tras la caída de la municipalidad de Burdeos (18-Septiembre-1793) y la toma de Lyon (9-Octubre-1793). Paralelamente, el 17 de octubre de ese mismo año los últimos resistentes de la Vendée eran aplastados en Cholet. En lo concerniente al frente exterior, la amenaza de invasión había desaparecido por completo en los comienzos del otoño de 1793; más aún, la victoria de Watignies del 16 de octubre sobre los coaligados marcaba el vuelco de la balanza en favor de las armas republicanas.
No fueron, por tanto, esos peligros ya conjurados lo que la burguesía jacobina se propuso erradicar, sino la competencia de todo cuanto pudiera suponer una merma en su ejercicio absoluto del poder. De ahí que el primer objetivo a abatir fuesen las unidades militares y las organizaciones seccionarias sans-coulottes, utilizadas hasta entonces como fuerza de choque brutal para laminar a sus primeros oponentes, pero que, una vez reducidos éstos, pasaron a convertirse en un peligroso estorbo que era preciso neutralizar. Pero una vez alcanzados sus primeros objetivos la maquinaria represiva emprendió una dinámica ciega y feroz que golpeaba indiscriminadamente a todo lo que se interpusiera en su camino, una dinámica en la que el poder y el terror ya no se justificaban más que en sí mismos y en su lógica criminal.
A través de los dos organismos que asumieron los poderes excepcionales, el Comité de Salud Pública y el Comité de Seguridad General, la burguesía jacobina pudo instaurar un régimen de dominio cuya naturaleza difería cualitativamente de todo lo conocido hasta entonces. De hecho se trataba de una forma de Poder que, tanto por sus resortes ideológicos, como por sus procedimientos, rebasaba ampliamente los viejos esquemas del absolutismo del Antiguo Régimen. Dicho con otras palabras, lo que se estaba gestando en aquel episodio no era otra cosa que el basamento del totalitarismo moderno. Y así lo vio, adelantándose incluso al desarrollo de los hechos, el enragé Leclerc, quien supo vislumbrar la naturaleza de las primeras propuestas de Danton, en el verano de 1793, cuando éste abogara por convertir el Comité de Salud Pública en un órgano de gobierno dotado de poderes excepcionales. «En esa masa de poderes reunidos -apuntó premonitoriamente Leclerc-no veo otra cosa que una dictadura espantosa».
En cuanto a la filosofía que inspiró el régimen de Terror instaurado por la dictadura jacobina, nada mejor para captar su alcance y significado que reproducir los términos empleados por el dirigente Couthon, términos que serían recogidos por la ley represiva del 24 Pradial del año II (10-Junio-1794): «Se trata menos de castigar a los enemigos de la Revolución que de exterminarlos».
Todo lo dicho guarda, a su vez, un estrecho parentesco con otro de los temas apuntados, el genocidio, pues eso, y no otra cosa, fueron las matanzas perpetradas en la Vendée por la filantropía revolucionaria. Vaya por delante el hecho de que, del aluvión de víctimas causadas por la represión y el Gran Terror, aproximadamente un 86% se registraron en las capas sociales inferiores. Una circunstancia, por otra parte, que desde entonces ha venido siendo la norma de todas las revoluciones desencadenadas para «liberar» a los parias.
Hoy son ya bien conocidas la sevicia y la saña con que el régimen jacobino combatió a sus adversarios, en primera instancia, y seguidamente a todo aquél que no comulgara con sus procedimientos. De la dureza con que fueron reprimidos sus oponentes dan buena cuenta varias órdenes oficiales dirigidas por el Comité de Salud Pública a sus delegados departamentales. Sirva como muestra al respecto el decreto dictado en 1794 para aplastar la rebelión lionesa: «La ciudad de Lyon debe ser destruida. Sobre sus ruinas se levantará una columna que dará testimonio a la posteridad de los crímenes y el castigo de los realistas de dicha ciudad con esta inscripción: Lyon combatió contra la libertad; Lyon dejó de existir».
Pero donde sin ninguna duda desplegó el Terror jacobino su más abyecta política exterminadora fue en las regiones del noroeste, y especialmente en la Vendée. La proclama emitida por la Convención burguesa tan pronto como tuvo noticia del levantamiento vendeano no dejaba lugar a dudas sobre el fanatismo criminal con que se iba a desarrollar la represión subsiguiente: «Se trata de exterminar a los bandoleros de la Vendée para purgar completamente el suelo de la libertad (sic) de esa raza maldita».
¿Y quiénes eran esos «bandoleros» a los que había que exterminar? En la Vendée, sencillamente toda la población. Una población que, dicho sea de paso, se había decantado en los primeros momentos por el nuevo régimen revolucionario, pero que, al igual que ocurriera en otros lugares de Francia, acabó levantándose contra las arbitrariedades, las tropelías, la desolación y la miseria provocadas por aquél. Las levas masivas decretadas por el poder republicano supusieron el acicate definitivo para el desencadenamiento de la insurrección. Acto seguido, se sucedieron los pronunciamientos criminales de la Convención. «Se trata de despoblar la Vendée», rezaba uno de ellos, cosa que fue llevada a cabo de manera sistemática mediante una política de matanzas indiscriminadas de todo cuanto se tuviera en pie: prisioneros, ancianos, mujeres, aunque estuvieran encintas, y niños. Como la destrucción debía ser completa, la Convención elevó sus resoluciones al Comité de Salud Pública para que el territorio rebelde fuera devastado, una de las cuales decía así: «No se ha incendiado bastante en la Vendée; es preciso que durante un año ninguna persona, ningún animal, encuentren subsistencia en ese suelo».
Lo realmente significativo, pues, del impulso que movió a los pregoneros de la «libertad», la «fraternidad» y los «derechos del hombre», fue su afán no ya de derrotar al oponente, sino de exterminarlo. Buena prueba de ello es que la represión y las matanzas se prolongaron bastante tiempo después de que la rebelión hubiese sido aplastada. Los ahogamientos en masa perpetrados en Nantes en diciembre de 1793, con la situación totalmente controlada por el poder republicano desde varios meses antes, son uno de los varios ejemplos que podrían citarse a este respecto. Centenares de personas fueron ahogadas en dicha localidad tras ser amarradas a embarcaciones provistas de un dispositivo para que se hundieran. En relación con aquel, suceso siniestro aún podría citarse la sangrante anécdota de la amonestación que el Comité de Salud Pública dirigiera a su comisario en la zona, Carrier, por haberse permitido enviar a París 110 detenidos para que el Tribunal Revolucionario los juzgase formalmente, en lugar de liquidarlos in situ sin más miramientos.
El episodio vendeano, por tanto, no fue otra cosa que un genocidio en toda la regla y con todos los ingredientes de éste, a saber: propósito de exterminio y no de simple doblegamiento del adversario; represión indiscriminada dirigida contra toda la población; y alevosía manifiesta en la prolongación de las matanzas una vez que el enemigo ya ha sido sojuzgado, obedeciendo todo ello a un plan consciente y sistemático trazado desde las altas instancias del Poder.
Resumir en media docena de líneas todo lo dicho a lo largo de este epígrafe podría parecer imposible, pero no lo es. Léase, si no, y léase con atención, el contenido de un escrito confidencial que el aristócrata jacobino Mirabeau le envió a Luis XVI durante los primeros meses de la Revolución con el evidente propósito de hacerle ver las ventajas del nuevo Poder que ya despuntaba sobre el viejo y caduco autoritarismo monárquico. Esto era lo que Mirabeau le decía al monarca francés: «Comparad el nuevo estado de cosas con el Antiguo Régimen, pues es ahí donde nacen los consuelos y las esperanzas. Una parte de las actas de la Asamblea, y la más considerable, es favorable al gobierno monárquico….La idea de no formar más que una sola clase de ciudadanos habría gustado a Richelieu; esa superficie igual facilita el ejercicio del Poder. Varios reinados de un gobierno absoluto no habrían hecho tanto por la autoridad real como este único año de Revolución».
En aquellas breves líneas estaba condensado de manera magistral y con muchas décadas de adelanto el trasfondo del nuevo Poder y la naturaleza de la nueva sociedad que las revoluciones burguesas iban a alumbrar. En una pocas palabras se apuntaba con diabólica perspicacia la magnitud de un dominio asentado y ejercido sobre una masa uniformizada.
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