– Los colombianos deciden este domingo 15 si continuar la guerra contrainsurgente de 50 años, o persistir en el intento de una negociación política para ponerle fin y que permita que los niños que están naciendo en 2014 conozcan lo que sus padres y abuelos no vivieron: un país en paz.
De refilón, la definición también va por un asunto menos publicitado: un sector emergente y violento podría instalarse a partir de ahora, y quizá por décadas, en el control del Estado.
Pero no se trata de un referendo, sino de la elección del presidente por los próximos cuatro años.
Para la segunda vuelta parecía que no había qué escoger, entre el centro derecha y la extrema derecha: respectivamente, el presidente Juan Manuel Santos, que aspira a la reelección, y Óscar Iván Zuluaga, seguidor del senador electo y expresidente Álvaro Uribe (2002-2010).
Los dos candidatos muestran empate técnico en las encuestas, aunque Zuluaga resultó ligeramente más votado en la primera vuelta, el 25 de mayo, con una abstención del 59,93 por ciento.
Ambos candidatos comparten un modelo neoliberal, según el cual el progreso de los empresarios es la palanca para el desarrollo del país. Por lo tanto, se aplican impuestos reducidos a los ricos y, para los más pobres, subsidios financiados con las rentas que deja, o dejará en los próximos 20 años, la megaextracción de petróleo, carbón y oro por parte de empresas transnacionales.
Ninguno de los dos ofrece la industrialización del país con el capital que generen estos recursos no renovables. Y ambos están con los tratados y asociaciones de libre comercio, que amenazan la producción de muchas industrias nacionales y del sector agropecuario y el campesinado.
Los dos candidatos fuero ministros de Uribe, Zuluaga en Hacienda y Santos de Defensa.
Bajo ese gobierno hubo 2,5 millones de desplazados forzados y al menos 3.000 mil personas ajenas al conflicto fueron asesinados por militares y presentados como guerrilleros dados de baja en combate, para obtener premios y vacaciones. Por eso a esas ejecuciones extrajudiciales las llaman “falsos positivos”.
Mientras Zuluaga es visto por sus opositores como un títere del expresidente, Santos, tan pronto llegó al poder en 2010 con votos del uribismo, contrarió varias políticas de su antiguo jefe y ejerció veeduría sobre algunas actuaciones de su gobierno, lo que lanzó a Uribe a una feroz oposición.
Santos se reconcilió con su incómodo vecino, aborrecido por Uribe, el venezolano Hugo Chávez, en el poder desde 1999 hasta su muerte en 2013. Con su ayuda emprendió una negociación para la terminación de la guerra con la guerrilla comunista de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), de origen campesino y que el 27 de mayo cumplió 50 años.
Tras dos años de diálogos exploratorios, la negociación avanza en La Habana desde noviembre de 2012, escoltada por la comunidad internacional y en medio de la guerra, pues Santos no acepta establecer un cese del fuego.
Ahora, cinco días antes de elecciones, Santos y una guerrilla menos numerosa que las FARC, pero más radical, el Ejército de Liberación Nacional (ELN), también surgida en 1964, anunciaron que adelantan desde enero la fase exploratoria que los podría llevar a una mesa de negociación.
La fase exploratoria con las FARC se mantuvo secreta y únicamente se dio a conocer cuando culminó, para anunciar el comienzo de la negociación formal. Por eso, Santos fue acusado en esta semana previa a los comicios de utilizar electoralmente las negociaciones de paz.
El caso es que en Colombia siempre la guerra se decide en las urnas. Todos los candidatos ofrecen ponerle fin, y solo difieren en la forma: ¿Mediante una solución negociada? ¿O prometiendo la siempre esquiva derrota militar de las guerrillas?
Mientras Uribe optó por la segunda vía, Santos las combina.
Zuluaga, igual que Uribe, considera que en Colombia no hay conflicto armado sino una “amenaza terrorista”, y acusa a Santos de dedicarse a “negociar con el terrorismo” en lugar de trabajar por mejorar las condiciones sociales.
Santos riposta que los recursos que se engulle la guerra servirían para catapultar a Colombia a las grandes ligas de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), y quiere llevar al país a los estándares de esa organización internacional.
Zuluaga anunció que suspendería la negociación con las guerrillas como primera medida de gobierno, aunque luego morigeró su amenaza.
Sin embargo, dijo que lo acordado hasta ahora entre las partes no lo compromete, y no hay que descartar que se levante de la mesa con las FARC a la primera oportunidad, y que ni siquiera avance con el ELN.
El riesgo de que Zuluaga haga naufragar un proceso calificado como serio por los observadores internacionales, ha llevado a lo impensable: que dos tercios de la izquierda, según encuestas, estén dispuestos a votar por Santos, exponente de la oligarquía tradicional, aunque no están de acuerdo con él sino exclusivamente en su política de paz.
El otro tercio de izquierdistas no ve diferencias entre Santos y Zuluaga-Uribe y duda seriamente que Santos cumpla los acuerdos que firme con las guerrillas.
Esto último es una posibilidad real.
Por eso cobra más significado la inédita adhesión de sectores anti establecimiento a la reelección de Santos, adobada, en los últimos 15 días, con un nuevo movimiento de apoyo a la negociación.
Surgen a diario docenas de iniciativas de artistas, intelectuales, organizaciones de víctimas, centrales sindicales, indígenas, feministas, periodistas y líderes políticos para arropar lo logrado hasta ahora y presionar por su continuación.
No en últimas, esta presión variopinta y, en parte, espontánea, podría hacer realmente irreversible la negociación, si gana Santos, y en todo caso estará más coordinada para enfrentar a Zuluaga cuando este abandone la mesa.
A contrapelo de quienes no ven diferencias entre Santos y Zuluaga y su mentor, la realidad es que la elite económica colombiana está dividida. Es precisamente la razón por la que Santos ha podido sacar adelante hasta ahora su política de paz.
Álvaro Uribe proviene de un sector económico emergente que ha acumulado capital gracias a la guerra, y está cebado en ella.
Integra un clan familiar salpicado de escándalos, señalamientos y procesos judiciales por sus relaciones con los escuadrones de la muerte de extrema derecha, que se agruparon como Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) para combatir a las guerrillas, pero que después despojaron a millones de campesinos para quedarse con sus tierras y establecer negocios en ellas.
De ahí que quizá fuera Uribe el único capaz de llevar a las AUC a la desmovilización, lo que logró en 80 por ciento.
La dirigencia colombiana acusa una división, quizá originada en la competencia por los negocios. El caso es que Santos representa un sector más moderno de esa elite económica.
Es un sector que, por ejemplo, no necesita que la droga sea ilegal, condición para que el narcotráfico genere los ingentes recursos que financiaron a las AUC.
Este sector hace cuentas, y concluye que el conflicto armado es un obstáculo para el crecimiento económico. Desde hace al menos 15 años, avizora mejores negocios en un “buen clima” distinto a la guerra.
Si es mayoritario o si este sector aún sigue en minoría, lo medirán las elecciones de domingo 15.
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