Enormes estatuas y fabulosos templos se alzan en medio del más enorme y desolador de los desiertos. Así es Egipto, una cultura cuyo halo de misterio se sumerge en lo más profundo de los tiempos, provocando la maravilla y el asombro del hombre moderno. Hasta ahora, la egiptología nos ha querido hacer creer que un pueblo de incultos pastores cambió de la noche a la mañana el curso de la Historia y creó, de repente, una de las civilizaciones más grandes de cuantas hayan existido. En la meseta de Giza, entre las pirámides y la Esfinge, hay algo que no está acorde con la estética egipcia y que parece fuera de lugar. Se trata de tres templos que se encuentran frente a la Esfinge de piedra y la segunda pirámide, atribuida al faraón Kefrén, que fue el cuarto faraón de la dinastía IV de Egipto. Reinó desde 2547 a 2521 a. C. En la Lista Real de Abidos lo titulan Jafra y en la Lista Real de Saqqara, Jaufra. El Canon Real de Turín da 20 años de reinado. Manetón lo denomina Sufis II y le asigna 66 años de gobierno. Según Heródoto mandó erigír la segunda pirámide de la meseta de Giza, datada cerca de 2520 a. C, de la que quedan el núcleo pétreo y restos del revestimiento original, en piedra caliza, cerca del vértice, y una hilada, de granito, en la zona inferior. Dispone de cámara Real con sarcófago de granito rosado, donde el eminente egiptólogo Giovanni Battista Belzoni encontró, en 1818, unos huesos de vaca. También se le adjudica la Gran Esfinge, el templo funerario, el Templo del Valle, una pirámide subsidiaria, cinco fosos de barcos y la calzada procesional. Ordenó construir la tumba de Jamerernebty I en Giza, próxima a la pirámide. Una espléndida estatua de Kefrén sedente protegido por el dios Horus, de diorita, fue encontrada en Giza por Auguste Mariette, en 1860. A diferencia de todas las construcciones de su entorno, las grandes pirámides incluidas, esos tres templos sagrados fueron edificados utilizando grandes bloques de caliza de unas 200 toneladas de peso cada uno, algunos de los cuales se elevaron hasta 12 metros de altura mediante procedimientos que desconocemos. Además se advierte fácilmente que esas tremendas masas pétreas están engarzadas entre sí como si fueran las piezas de un enorme puzle. Tuvo que ser un geólogo de la Universidad de Boston, Robert Schoch, quien no sólo se fijó en las tremendas proporciones de esos bloques, sino también en el inusitado grado de erosión que reflejaban. Una erosión conformada por estrías verticales y horizontales que, desde el punto de vista técnico de Schoch, sólo podrían explicarse por la acción ininterrumpida del agua hace más de siete mil años, mientras que los egiptólogos sólo estaban dispuestos a dar a esas estructuras una antigüedad de cuatro mil quinientos años.
Robert Schoch realizó sus primeras averiguaciones entre 1990 y 1991 gracias a una solicitud del egiptólogo John Anthony West, autor de La Serpiente Celeste: Los Enigmas de la Civilización Egipcia. Fue West quien le pidió que examinara la erosión del coloso de piedra de Giza a fin de que confirmara o desmintiera las teorías de Rene Adolphe Schwaller de Lubicz, que dedujo que la Esfinge debió de haber sido esculpida por una cultura que precedió a los faraones en varios milenios. Tal vez se trataba de la cultura atlante. Y no sólo la Esfinge, sino también los templos vecinos. El problema que planteó la confirmación de Schoch de que la Esfinge se erosionó al menos tres mil años antes de que existiese Kefrén es muy importante. El hecho de que ni sobre la Esfinge ni en las pirámides se haya encontrado una sola inscripción de sus constructores no contribuye, desde luego, a despejar estas incógnitas. El llamado templo del Valle está situado a apenas quince metros al sur de la Esfinge, y su estructura arquitectónica no tiene nada que ver con el resto de los famosos templos faraónicos erigidos a orillas del Nilo. Los muros están construidos con sólo tres o cuatro hileras de enormes bloques de piedra caliza de unos 5 metros de largo por 3 de ancho y 2,5 de alto. Están revestidos por losas de granito milimétricamente encajadas entre sí, que pesan la tampoco nada despreciable cifra de entre 70 y 80 toneladas. Lo más llamativo es el engarzado del granito que recuerda, de inmediato, a los bien encajados puzles de piedra que se pueden admirar en Cuzco o en el recinto sagrado de Ollantaytambo, en Perú. ¿Quién construyó el templo del Valle? La egiptología oficial responde que fue el faraón Kefrén. Pero en ninguno de estos recintos se ha encontrado inscripción alguna que vincule los edificios a Kefrén. Fue el hallazgo de varias estatuas de este faraón enterradas en el recinto del templo del Valle lo que sirvió a los egiptólogos para datar ese edificio y las estructuras colindantes. Después se llegó a afirmar incluso que el rostro de la Esfinge correspondía sin lugar a dudas al propio Kefrén, cuando había elementos más que suficientes para dudar de ese paralelismo. Por lo que se desprende del examen de este recinto, el templo del Valle fue construido en dos fases. En la primera se colocaron los bloques de caliza que hoy vemos desgastados por la acción del agua. No sabemos qué época fue ésa, pero sí sabemos que en una segunda fase un faraón que desconocemos decidió restaurar el templo con las losas de granito.
Si como sugiere Schoch, los primeros bloques se tallaron, transportaron y colocaron en la época de las grandes lluvias en el Nilo, alrededor de finales de la última era glacial, si no antes, estaríamos ante el monumento de piedra más antiguo de la historia humana. En cuanto a la segunda fase del templo, sabemos que faraones como Tutmosis IV o Ramsés II restauraron bajo sus mandatos partes significativas del conjunto monumental de Giza, por lo que tampoco puede descartarse la idea de que Kefrén mismo hubiera podido reformar el templo del Valle añadiéndole las losas de granito, de pesos similares a los de las piedras mayores de las pirámides, y enterrara las estatuas del rey en su suelo. Frente a la Esfinge se encuentra el otro recinto conocido como templo de la Esfinge.Presenta algunas peculiaridades como la de su suelo de alabastro, hoy casi desaparecido, y la existencia de bloques de granito enterrados a una profundidad de 16 metros, traídos directamente desde Asuán en épocas remotas, nada menos que desde 1.000 kilómetros al sur de Giza. Este segundo templo, que actualmente no puede ser visitado por los turistas, presenta un grado de deterioro mucho mayor que el del Valle, y carece del revestimiento granítico de su vecino. En sus enormes bloques de caliza se advierte la misma erosión causada por el agua que denunció el doctor Schoch en la Esfinge, tal y como sucede asimismo en el llamado templo mortuorio de Kefrén, situado frente a la segunda pirámide, un kilómetro más arriba, y reducido en la actualidad a una masa caótica de piedras. ¿Quién erigió estas obras? ¿Por qué su técnica y estilo arquitectónicos no se siguieron usando en Egipto en dinastías faraónicas posteriores? Para expertos como John Anthony West o Graham Hancock, la respuesta sólo puede ser porque fueron erigidos en tiempos predinásticos por alguna supercivilización de la que hemos perdido toda referencia, y que a los faraones más modernos de Egipto les resultó imposible imitar. De hecho, disponemos de al menos dos cronologías antiguas que enumeran los reyes que tuvo Egipto y que los remontan a mucho antes de la unificación del Alto y el Bajo Nilo en tiempos del faraón Menes (3150 a.C). Estas listas reales son la Piedra de Palermo (de la V dinastía) y el Papiro de Turín (de la XIX dinastía). LaPiedra de Palermo cita 120 reyes que gobernaron antes del nacimiento de la época dinástica, aunque se encuentra tan deteriorada que es imposible extraer más información acerca de ese oscuro período prehistórico. En cuanto al Papiro de Turín, pese a su lamentable estado de conservación, describe un período de 36.200 años, que se inició con el gobierno de los Neteru (o dioses), y que se desarrolló a lo largo de nueve longevas dinastías anteriores a Menes, comandadas por una suerte de clanes semidivinos conocidos como «los venerables de Menfis», «los venerables del Norte» y hasta los Shemsu-Hor (o «compañeros de Horus»), que reinaron sobre Egipto durante más de trece mil años. Para los egiptólogos oficiales esta información no es más que un mito. La cronología del Papiro de Turín finaliza así: “Los Akhu, Shemsu Hor, 13.420 años; reinados antes de los Shemsu Hor, 23.200 años; total: 36.620 años”.
Antes de Menes, que habría aparecido en escena hacia el año 3.100 antes de Cristo, en Egipto vivían y gobernaban los “dioses”. En esta época pre-faraónica llamada “Zep Tepi” o “tiempo primero“, habitaba una raza de seres llamada Neteru. De acuerdo a las crónicas egipcias, el gobierno de los dioses sobre Egipto tuvo dos dinastías, que abarcaron algo más de 26.000 años. La primera duró un total de 12.300 años, 9000 de los cuales estuvieron a cargo del dios Ptah, y la segunda encabezada por el dios Thot, que llegó a los 13.870 años. Estos períodos dinásticos divinos y toda la sucesión de gobernantes dioses, aparecen documentados en la tradición egipcia, según el historiador Herodoto (“Libro II de la Historia“) y el investigador contemporáneo Robert Bauval. En cuanto a los faraones mitad dios y mitad hombre, que sucedieron a los dioses, fueron llamados los Shemsu-Hor o “compañeros de Horus”, y aparecen descritos con todo lujo de detalles en el Papiro de Turín o Lista de Reyes de Turín. Sin embargo, esta historia ha sido silenciada desde la antigüedad, ya que se omitían aquellos primeros tiempos donde los dioses se mezclaban con los hombres. Afortunadamente, sabemos que los dioses venían de un lugar específico: Orión. El sistema de estrellas triple de Sirio y la constelación de Orión, estrechamente relacionadas en la mitología egipcia, tenían una gran significancia para los egipcios. Sirio era considerada como la estrella más importante en el cielo. De hecho, era el fundamento astronómico de su sistema religioso. Fue venerada como Sothis y se asoció con Isis, la diosa madre de la mitología egipcia. Isis es también el aspecto femenino de la trinidad formada por ella misma, Osiris y Horus. Los antiguos egipcios le atribuían una gran importancia a Sirio, y la mayoría de sus dioses estaban asociados a dicha estrella de alguna manera u otra. Los egipcios tenían muy claro que su más allá estaba en la Duat, la porción de firmamento donde se encuentran las constelaciones de Orión y Can Mayor. Los antiguos egipcios conocían que Sirio es un sistema estelar triple, al igual que lo sabían el antiguo pueblo Dogón, que habita en la región central de Malí, o los Mayas, de América central. Además, el arqueólogo ruso Vladimir Rubtsov afirmaba que la palabra con la que los antiguos iraníes se referían a Sirio era Tistrya, palabra que proviene del sánscrito Tri-Stri, que significa tres estrellas.
El jeroglífico con que los egipcios representaban al dios Osiris era un ojo, lo que guarda una sorprendente similitud con el concepto que tenía el pueblo Bozo de Mali con Sirio B, a la que denominaban “la estrella del ojo”. Asimismo la misma tribu describe a Sirio A como “la estrella sentada”, cuando en Egipto el asiento o trono es el símbolo de la diosa Isis. Bozo en lengua Bambara significa “casa de bambú“. Se les considera como los habitante más antiguos de las llanuras comprendidas entre los ríos Níger y Bani. Hace unos 900 años nació la ciudad de Djene, creada por comerciantes de otros pueblos a los que autorizaron a levantar este enclave comercial en su territorio. Con el tiempo, esta ciudad se convertiría en la ciudad más importante del país Bozo. Aunque han seguido manteniendo el control de las riberas de los ríos, hace siglos que la mayor parte de las tierras fueron dominadas por otros pueblos que emigraron. Los antiguos egipcios tenían como columna vertebral de su cosmogonía el enlace sagrado entre Isis y Osiris, quienes representaban las constelaciones de Sirio y de Orión, que se mueven conjuntas en el firmamento y conforman la Duat. De igual forma hacen corresponder a Isis con la estrella más brillante del firmamento, Sirio A. Y a la diosa Neftis con sirio B, “la oscura compañera“, que describía un círculo alrededor de Isis. En Saqqara se encuentran “Los Textos de las Pirámides“. Estos grabados en la roca, diferentes a los jeroglíficos a que estamos acostumbrados, narran el “vínculo” cósmico entre Egipto, sus faraones y los dioses venidos de Orión. Estos dioses del cosmos están asociados con extrañas bolas de fuego voladoras en los papiros egipcios antiguos, como podemos leer en un papiro de la época del de la 18a dinastía (1580-1320 a.C.), archivado en la sección egipcia del museo del Vaticano: “En el 22º año, en el tercer mes de invierno, en la sexta hora del día, los escribas de la Casa de la Vida descubrían que era una bola de fuego que venía del cielo. Ella no poseía cabeza y el soplo de su boca tenía un olor hediondo. Su cuerpo, una vara de largo y una vara de ancho. Ahora bien, algunos días pasaron esas cosas, he aquí que ellas fueron más numerosas que nunca. Ellas brillaban en el cielo más que el Sol, hasta los límites de cuatro pilares del firmamento“. En el Libro de los Muertos egipcio, Nu pide subir a bordo de algún tipo de barca celeste: “¡Déjame subir a bordo de tu embarcación, oh Ra!”. ¿Quiénes eran estos “dioses” de Orión y Sirio que gobernaron Egipto y surcaban los cielos en embarcaciones voladoras hace miles de años?
Los Shemsu Hor (Sms Hr) eran “compañeros de Horus“. El concepto evolucionó con el tiempo: se ha llamado así a una serie de reyes míticos que gobernaron Egipto antes que los faraones, a aquellos que ayudaban a Horus en sus luchas con Seth, y también se dio ese nombre a los sacerdotes que se ocupaban de los ritos funerarios. Según el Canon Real de Turín, los Sms Hr gobernaron Egipto durante seis mil años, entre el reinado de los dioses y los primeros faraones. Algunos autores traducen como compañeros de Horus, seres semidivinos con grandes conocimientos astronómicos que legaron a los sacerdotes y faraones. Manetón, historiador egipcio del siglo III a. C. que recibió el encargo del faraón Ptolomeo II Filadelfo de escribir la Historia de Egipto y que tenía acceso a la biblioteca del templo de Ra en Heliópolis (en donde era sacerdote), aseguró que gobernaron Egipto alrededor de 6.000 años, justo después de los “semidioses y reyes” de épocas anteriores. Antes que estos últimos, habían dirigido el país los “dioses”. Lo único que resta de la Aegyptíaka nos ha llegado a través de Eusebio de Cesarea. Tras los dioses reinaron los héroes durante 1.255 años, a los que siguieron unos reyes que gobernaron 1.817 años. Más tarde gobernaron 30 reyes de Menfis cuyos reinados suman en total 1.790 años. Les sucedieron diez reyes de Tis durante 350 años, y después de éstos llegaron los Shemsu Hor, que reinaron durante 5.813 años. Tinis (Thinis, This o Tis) es el nombre griego de una población del Antiguo Egipto, situada cerca de Abidos, en el Alto Egipto, que fue la capital de las dos primeras dinastías del Antiguo Egipto. En los epítomes de Manetón, es el lugar de origen de Menes, unificador de Egipto y Tis es considerada la capital de la Confederación Tinita y el hogar de los faraones de las dinastías primera y segunda. Por eso, a estas dinastías se las denominó Tinitas; también se llamó a este periodo: época Tinita (3150 – 2686 a. C.), y a la región nomo Tinita. Después de los espíritus de los muertos, y de los semidioses, la primera casa real tuvo ocho reyes, el primero de los cuales, Menes de Tis, reinó 62 años. La ubicación de la antigua ciudad de Tinis es desconocida, aunque posiblemente estaría situada en la orilla derecha del Nilo, cerca de Girga, unos quince kilómetros al norte de Abidos, o del pueblo de Al-Birba o El-Birbeh, unos veinte kilómetros al noroeste, pero no ha sido hallada ninguna prueba arqueológica concluyente. Con el advenimiento de la tercera dinastía, la capital se trasladó a Menfis.
Tras los Shemsu Hor ellos llegó el primer rey dinástico, Menes, que gobernó el Valle del Nilo desde el año 3100 a. C. Según Jacqueline Moreira de la Universidad de São Paulo, los Shemsu Hor podrían estar representados en la Paleta de Narmer, en un periodo en que Egipto estaba muy influenciado por el culto a Horus. Cuando John Anthony West presentó las conclusiones del doctor Schoch y sus ideas sobre una avanzada civilización preegipcia, fue inmediatamente rebatido por Mark Lehner, egiptólogo de la Universidad de Chicago, con el argumento de que si los análisis geológicos demuestran que la Esfinge y los templos fueron erigidos por una cultura desconocida hace más de nueve mil años, «¿dónde están los restos de esta civilización?». Según West, los restos están sepultados debajo de muchos de los monumentos que hoy contemplamos en Egipto. A fin de cuentas, es bien conocida la costumbre de los antiguos habitantes del Nilo de construir sus nuevos templos sobre las ruinas de los anteriores. Esto, unido a la acción del desierto, habría hecho desaparecer todo rastro de los templos de Giza. Pero en el otro extremo de Egipto, cerca ya de la frontera con Sudán, se encuentra otra pista arquitectónica que apoya la tesis de la existencia de esta civilización predinástica. Puede admirarse en la parte trasera del templo de Seti I, en Abydos, empotrado en un nivel del suelo sensiblemente inferior al del resto de la construcción. Se trata del Osireion. El Osireion es el nombre dado al cenotafio que se cree que el faraón egipcio Seti I mandó construir en Abidos. Se encuentra en la prolongación del eje longitudinal del templo del faraón, y se realizó con piedra caliza, arenisca rojiza, y granito en la cámara central. Su estructura consta de: un corredor abovedado, que partiendo del templo de Seti I llega hasta la antecámara, un corto pasaje, que comunica con la gran cámara central, rodeada por 17 nichos, y una última cámara, paralela a la antecámara. La decoración de los accesos, que se puede observar tanto en los muros como en el techo, se deben principalmente a Merenptah, hijo de Ramsés II, destacando las escenas del Libro de las Puertas, un texto religioso típico de las tumbas reales de la dinastía XIX. Se trata de una edificación carente, en la actualidad, de superestructura, aunque pudo estar formada por un túmulo sobre el que habría plantados sauces y otros símbolos vegetales asociados al dios Osiris. Se cree que el Osireion buscaba, con su organización interna, la evocación de la creación según la mitología egipcia, representando la colina primigenia que emergió de las aguas primordiales. La tipología edificatoria, sus elementos y los materiales empleados (granito) guardan semejanza con el templo del valle de la pirámide de Kefrén, en Giza, por lo que algunos eruditos han sugerido que puede tratarse de una copia, o de un edificio anterior reutilizado.
Las mismas líneas geométricas del templo del Valle e idéntico estilo arquitectónico pueden encontrarse en el Oseirión de Abydos, más de mil kilómetros al sur. ¿Pertenecieron a un Egipto predinástico? Como los templos de Giza, este recinto fue construido con enormes bloques que alcanzan casi los siete metros de largo, y que carecen también de cualquier inscripción o ángulo que no sea de 90 grados. La impresión que transmite el conjunto es de enorme sobriedad, aunque de inmediato resalta que esta especie de sala subterránea sufrió, como el templo del Valle, en Giza, una restauración posterior. Cuando Flinders Petrie y Margaret Murray descubrieron el Oseirión en 1903, dedujeron que se trataba de una construcción muy antigua. Inspirados por los enormes paralelismos arquitectónicos que presentaba en relación a los templos de Giza, estos dos arqueólogos no dudaron en apostar por una datación que remontaba su edad hasta, al menos, la IV dinastía. Sin embargo, más tarde, entre 1925 y 1930, el arqueólogo Henry Frankfort descubrió en el recinto un tosco cartucho de Seti grabado en piedra y asentó definitivamente la tesis de que el Oseirión no era más que un cenotafio, una tumba falsa para un dios mítico. Pero si la tumba de Abydos era falsa, ¿quería esto decir que existía una tumba de un dios? Tras setenta metros de caída vertical, se alcanza una sala oscura bajo la meseta de Giza, que alberga el sarcófago de un gigante. Tiene tres metros de longitud y los expertos creen que se trata de una tumba falsa del dios Osiris. La mera sospecha de que los restos mortales de alguna de las divinidades egipcias pudiera encontrarse cualquier día bajo las arenas del desierto es asombrosa. En cierta manera, la leyenda de Osiris justificaba la existencia de varias sepulturas para su cuerpo. Plutarco, el famoso escritor latino del siglo I d.C, recoge en su obra Isis y Osiris cómo el cuerpo del dios fue troceado en catorce partes y enterrado en otros tantos lugares, de donde sería rescatado por su esposa Isis y «reconstituido» con la sola intención de quedarse embarazada y dar a luz a Horus, que regiría en adelante los destinos del país. Previsiblemente, por tanto, deberían existir otras tantas tumbas vacías, quizá en recuerdo del cadáver que un día albergaron.
A inicios de 1998, el doctor Zahi Hawass, máximo responsable arqueológico de la meseta de Giza, anunció el descubrimiento de otra «tumba de Osiris» cerca de las pirámides. Hawass fechó el hallazgo, ubicado a medio camino entre la Esfinge y la segunda pirámide de Giza, en una época cercana al período saíta, entre el 665 y el 525 a.C. Y añadió que la tumba había sido hallada vacía y sin inscripciones. Pero, si los arqueólogos habían sido incapaces de hallar inscripción alguna o material datable en aquel agujero, ¿cómo podían concluir que se trataba de una obra de la época saíta? En la embocadura del monumento funerario hay un pozo de sección cuadrada y unos quince metros de profundidad, que inmediatamente daba paso a otra sección interior sumida en la más absoluta de las penumbras. El pozo tenía unos setenta metros de profundidad, y estaba dividido en tres niveles principales. En uno de ellos reposaban cinco sarcófagos de granito negro, vacíos. Y más abajo, rodeado por un foso de agua, un sexto sarcófago, gigante, pero con la forma de un hombre tallada en el fondo, descansaba allí desde tiempo inmemorial. De haber albergado a un ser humano, su ocupante debió de medir más de dos metros veinte de alto, y mereció la construcción de una galería vertical de enormes dificultades técnicas en su vaciado, que acogió aquella caja de piedra enorme. Y de haber permanecido siempre vacía, ¿para qué tanto esfuerzo? La nueva supuesta tumba de Osiris era impresionante. Los saítas dejaron escrito en la Piedra Shabaka, un trozo de granito negro hoy expuesto en el Museo Británico: «Giza es el lugar de enterramiento de Osiris». Para los antiguos egipcios Osiris fue uno de los dioses primordiales de su panteón. Astronómicamente emparentado con la constelación de Orión, creían que esta divinidad fue la que culturizó Egipto. Como otros dioses civilizadores de otras culturas, Osiris trajo al valle del Nilo la abolición del canibalismo, la agricultura, el vino y el primer código de leyes para los hombres. De ser ciertas sus atribuciones como instructor a alguien como Osiri, los egipcios le deben el uso de un sistema de escritura tan complejo como el jeroglífico, la comprensión de un calendario minuciosísimo fundamentado en la medición del movimiento de la estrella Sirio en el firmamento, y hasta el empleo de técnicas constructivas ciclópeas que se aplicaron con intensidad hasta la IV dinastía y que luego se fueron perdiendo hasta dejar paso sólo a contadas obras arquitectónicas posteriores, como la erección de obeliscos.
En su magnífica obra Las huellas de los dioses, Graham Hancock sugiere que Osiris podría tratarse de un dios navegante, lo que justificaría el impresionante hallazgo realizado en 1991 junto a la «Casa de millones de años» de Abydos. En diciembre de aquel año fueron hallados bajo las arenas del desierto doce barcos teóricamente preparados para la navegación en alta mar, y hundidos bajo tierra a unos dos kilómetros del curso del Nilo. Según la datación aproximada que se hizo entonces, las naves bien podrían tener cinco mil años de antigüedad y ser, por tanto, muy anteriores al reinado de Seti. Esto confirmaría que Abydos era un lugar sagrado antes de la llegada del faraón que construyó el templo que hoy admiramos, y que Seti bien se pudo volcar en la rehabilitación de una construcción del tiempo en que los dioses gobernaban Egipto. La suposición de la existencia de dioses navegantes obliga a replantearse una vez más el asunto de la Atlántida. Un supuesto pueblo atlante pudo haber desarrollado dotes de navegación y haber dejado huellas de su paso tanto en Sudamérica como en África. A nadie pueden pasar inadvertidas las conexiones existentes entre la tecnología de navegación empleada en Tiahuanaco, en el altiplano boliviano, y los navíos enterrados en Egipto. O que tanto en Tiahuanaco como en templos del Imperio Nuevo se emplearan idénticas grapas de metal para unir los bloques de piedra de sus templos; o que los bloques de andesita que se utilizaron en los muros defensivos de la fortaleza inca de Sacsahuamán presenten la misma disposición «en puzle» que las losas de revestimiento de la pirámide de Micerinos en Giza o que los bloques que flanquean el interior del templo del Valle. A primeros de octubre de 1850 el Museo del Louvre, en París, enviaba a Egipto a Auguste Mariette, un joven de veintiocho años que hablaba correctamente inglés, francés y árabe, y a quien se le asignó la delicada misión de adquirir el mayor número posible de antiguos papiros egipcios. Pero algo debió de ocurrirle para que, de la noche a la mañana, decidiera cambiar de planes e invertir el dinero en otro proyecto bien diferente. En cuestión de semanas, tras su llegada a El Cairo, se lanzó al desierto a explorar las pirámides de Giza primero, y la todavía mal excavada necrópolis de Sakkara después. Él nunca creyó que aquella pirámide escalonada, hecha con bloques de ladrillo, hubiera pertenecido alguna vez al faraón Zoser, y desarrolló la teoría de que bajo sus cimientos deberían de encontrarse despojos de bueyes sagrados de las primeras dinastías, como representaciones animales de Osiris.
Tras una intuición genial, basada en sus lecturas de historiadores clásicos como Heródoto, Diodoro de Sicilia y Estrabón, Auguste Mariette descubrió algunos indicios que le llevarían a uno de los descubrimientos más fascinantes jamás realizados en Sakkara: el Serapeum, otra aparente tumba para bueyes sagrados.En el verano de 1851 Mariette había desenterrado ya más de un centenar de esfinges en la zona de Sakkara y creyó que, casi con toda seguridad, formaban parte del conjunto arquitectónico del desaparecido Serapeum. Un lugar citado por Estrabón en su célebre Geografía, y que en la época ptolemaica, ya en el ocaso de la cultura faraónica, fue centro de veneración popular por darse sepultura allí a los bueyes sagrados Apis. Estrabón mencionaba que tales bueyes, una vez muertos, eran enterrados con gran suntuosidad. Y dado que nunca antes se había dado con tal mausoleo, Mariette creía estar a las puertas de un descubrimiento espectacular. El 30 de junio de aquel año recibió del Louvre la nada despreciable suma de treinta mil francos más para proseguir su búsqueda del Serapeum. Se empleó a fondo en drenar el mar de arena que le rodeaba y en colocar cargas de dinamita alrededor del lugar donde se perdía la avenida de esfinges que acababa de desenterrar. Finalmente, el 12 de noviembre de 1851, el suelo cedió bajo sus pies dando paso a una enorme galería subterránea de más de 300 metros de longitud, flanqueada por veinticuatro enormes sarcófagos de granito negro. De hecho, lo primero que pensó Mariette es que aquello tenían que ser tumbas de gigantes, no de bueyes. Y con razón. Cada uno de aquellos sarcófagos estaba tallado en una sola pieza de granito, de 3,79 metros de longitud por otros 2,30 de ancho y 2,40 de alto. Además, y por si tales monstruosidades arquitectónicas no fueran suficientes, todos ellos estaban coronados por una enorme tapa de granito, ligeramente desplazada, que permitía echar un vistazo en su interior. Pero aquellas moles provistas de paredes de 42 centímetros de grosor y que debían pesar alrededor de 70 toneladas cada una, estaban vacías. El desorden que encontró Mariette al descender a aquella galería, con cientos de estelas y objetos de culto esparcidos caóticamente por el suelo, indicaban que el lugar había sido profanado hacía largo tiempo. Sin embargo, no era lógico que los ladrones se hubieran llevado a los inquilinos de aquellos sarcófagos. Nunca lo hacían. Y además, tratar de sacar un buey por la reducida abertura que dejaban las tapas hubiera sido una heroicidad. Sus más que razonables dudas no sólo no fueron resueltas entonces, sino que alimentaron después toda clase de hipótesis. Por ejemplo, se cree que cuando el rey persa Cambises entró en Egipto y se proclamó faraón (525-522 a.C), profanó el Serapeum, saqueándolo y quemando después todas las momias de los bueyes para reafirmar su autoridad. Según esta versión de los hechos, lo único que dejó tras de sí la ira de Cambises fueron los sarcófagos y cientos de estelas que mencionaban la existencia de un culto alrededor de Apis-Osiris.
Pero en ningún documento o estela ptolemaica conocido se menciona el traslado de, al menos, veinticuatro bloques de granito de casi 100 toneladas de peso cada uno, desde las canteras de Asuán hasta 1.000 kilómetros hacia el norte. Y tampoco está aún claro por qué ninguno de los sarcófagos contiene inscripciones con la historia o los nombres de los bueyes sagrados que albergaron. Hipótesis como la del saqueo de Cambises dejan numerosas preguntas sin respuesta. Por ejemplo, la mayoría de las ranuras existentes entre las tapas descorridas y los sarcófagos, si bien permiten que un hombre se deslice en su interior, no facilitan que una momia de un buey salga por ellas entera. Además, Cambises no lo destruyó todo, ya que Mariette se encontró, finalmente, con dos sarcófagos intactos y herméticamente cerrados en uno de los extremos de la galería. Mariette siguió explorando aquella inmensa bóveda subterránea descubriendo otra inferior con evidentes signos de haber sido utilizada mucho antes de la llegada de los Ptolomeos a Egipto. Se trataba de una serie de corredores, probablemente construidos en la XIX dinastía, en tiempos de Ramsés II (1290-1224 a.C.) y en donde el arqueólogo francés accedió a los hallazgos más interesantes. El 5 de septiembre de 1852, se tropezó con dos sarcófagos de la época ramésida en los que se podían reconocer grabados que representaban a un hijo de Ramsés II ofreciendo una libación al dios Apis. Sin dudarlo, Mariette se lanzó a la tarea de abrir aquellos sepulcros y a sacar el vendaje de lo que parecían los cuerpos de sendos bueyes-dioses. «En ese momento —leemos de las notas que el propio Mariette dejó de su hallazgo— tenía la certeza de encontrarme ante una momia de Apis y por ello la manipulé con sumo cuidado… Empecé por deshacer las vendas que envolvían la cabeza; sin embargo, no encontré nada. En el sarcófago no había más que una maloliente masa bituminosa que se deshacía con el más ligero toque. —Y continúa—: En esa hedionda masa había un gran número de minúsculos huesecitos, que por lo visto habían sido desmenuzados ya en la época del enterramiento. En medio de esa confusión de huesecillos mezclados al azar encontré quince figuras». No obstante, ninguno de los dos sarcófagos desveló el misterio. Antes bien, lo agravó. Resulta inconcebible que los sacerdotes egipcios despedazaran el cuerpo de un buey sagrado, profanando así al dios Osiris, al que representaba, y lo enterraran hecho añicos. Pero tal vez no se trataba de cuerpos de bueyes. La única momia que encontró Mariette en el Serapeum fue una humana, la de Kaemwaset, uno de los muchos hijos de Ramsés, que dejó la carrera política para convertirse en sacerdote de Ptah. Las inscripciones y las joyas halladas por Mariette junto a su sarcófago de madera, en el segundo nivel de aquel recinto, le valieron para confirmar la importancia sagrada del lugar. Pero Mariette murió antes de saber que, incluso en esta ocasión, su momia tampoco era tal.
En los años treinta del siglo XX los arqueólogos británicos Robert Mond y Oliver Myers despojaron del vendaje el cadáver hallado por Mariette. Cuando abrieron sus mortajas, se tropezaron con una masa de betún mezclada con huesos, aunque no todos humanos, a la que, por alguna razón desconocida, se le había dado forma humana. El descubrimiento reabrió la veda para las hipótesis más osadas. El propio Robert Mond protagonizó un nuevo hallazgo que añadiría más misterio al enigma del Serapeum. Fue junto al pueblo de Armant, no demasiado lejos del actual Luxor, donde ocurrió. Mond trabajaba sobre los restos de la antigua ciudad santuario que los griegos bautizaron como Hermontis. Se trataba de un enclave particularmente importante, ya que era el reflejo, en el sur, de la ciudad de la sabiduría del Delta, Heliópolis. Fue justo allí donde Mond desenterró un nuevo complejo de «tumbas para gigantes». Según dedujo, aquellos sarcófagos, dispuestos a ambos lados de un corredor subterráneo casi idéntico al del Serapeum, más de 500 kilómetros Nilo arriba, formaban parte de un complejo funerario para bueyes Bukhis. Bautizó su descubrimiento como Bukheum. Pero cuando echó un vistazo al interior de sus sarcófagos, los encontró vacíos. Mond sabía que los hallazgos de masas bituminosas con astillas óseas minuciosamente troceadas no justificaban los laboriosos recipientes pétreos que los contenían. De hecho, también en Abusir se descubrieron un par de toros embalsamados y envueltos en telas de lino, a través de las cuales se adivinaban perfectamente sus perfiles cornudos. En aquella ocasión fueron dos arqueólogos franceses, Lortet y Galliard, los que deshicieron los vendajes y hallaron el correspondiente muñeco de betún y huesos troceados procedentes de varias especies animales. Pero no se encontraron restos de una momia auténtica. El hallazgo de estatuillas egipcias intactas entre los huesos troceados descartaba la hipótesis de que fueran sacerdotes coptos los que, siglos después, exhumaron los cuerpos de los bueyes, los apalearon reduciéndolos a huesecillos y los volvieron a depositar en sus sarcófagos. Todo se mueve en el terreno de las hipótesis. Quizá incluso nos estemos enfrentando a lugares de tremenda fuerza mágica y a alguna clase de culto del que hemos perdido memoria. A fin de cuentas, la fabricación de muñecos a los que se insuflaba vida era una de las prácticas comunes de los sacerdotes egipcios. O, al menos, así se refiere en el llamado Papiro Westcar, donde se narra la historia de un sacerdote que, para vengarse del amante de su mujer, construyó un muñeco de cera de un cocodrilo que lanzó al agua y que mató a su adversario cuando lo tuvo cerca.Tal vez fueron aquellas falsas momias preparadas para ser reavivadas en galerías subterráneas como el Serapeum.
Algo debieron percibir los antiguos egipcios en aquel subterráneo para convertirlo en un lugar tan sagrado como secreto. Y ese algo tal vez tenga que ver con la radiactividad. En efecto. En 1995 un equipo de científicos del Departamento de Física de la Universidad Laurenciana de Canadá y de la Autoridad Egipcia de Energía Nuclear, hicieron mediciones de los niveles de radiactividad en siete lugares arqueológicos de la zona de Sakkara. En tres de ellos, la tumba de Sekhemkhet, los túneles de Abbis y el Serapeum, encontraron fuertes índices de radiación, aunque determinaron que estaban lo suficientemente mitigados como para no afectar ya a ningún ser vivo. ¿Lo sabían los antiguos? Este sarcófago pesa setenta toneladas. Está hecho de una sola pieza de granito y la tapa que lo cubre pesa otras treinta toneladas más. Veinticuatro moles como ésta fueron depositadas en una galería subterránea, para dejarlas vacías. Todos estos sarcófagos con momias de betún o vacíos, sin inscripciones y colocados siguiendo un patrón geométrico preciso, enclavados en Sakkara, uno de los más antiguos centros ceremoniales de Egipto, se supone que debían cumplir una función bien diferente a la de rendir culto al buey muerto. Los expertos reconocen que en el complejo de Sakkara apenas se ha desenterrado un 20 por ciento de lo que alberga. De hecho, si bajo los supuestos sarcófagos gigantes ptolemaicos existen otros de la época ramésida, tal vez existan más galerías a mayor profundidad? Al periodo histórico que comprende las dinastías XIX y XX se le suele denominar época ramésida, por el nombre de sus más importantes faraones, los Ramses. En 1936, desembarcó en el puerto de Alejandría el filósofo y esoterista alsaciano Rene Adolphe Schwaller de Lubicz. Schwaller había nacido en Alsacia en 1887 en el seno de una familia acomodada, y estaba a punto de cumplir ya los cincuenta. Desde niño había compartido con su padre farmacéutico la fascinación por la química. Un interés que con los años lo llevaría a introducirse en el oscuro mundo de la alquimia y las ciencias ocultas. Era miembro de la Sociedad Teosófica y desde muy joven se interesó por los misterios de las catedrales góticas, al tiempo que entablaba cierta amistad en París con el mítico Fulcanelli y los miembros de una extraña hermandad de Heliópolis, a los que entregó el resultado de sus trabajos sobre la misteriosa coloración de los vitrales góticos y la disposición astronómica de recintos como la catedral de Notre-Dame de París. De hecho, parece ser que Fulcanelli no dudó en copiar partes sustanciales de ese trabajo en su conocida obra El misterio de las catedrales, uno de los pilares de la tradición esotérica del siglo XX, lo que le valió la posterior reprobación de Schwaller.
Schwaller llega a Egipto siendo ya un hombre maduro. Acompañado de su esposa Isha, recorrió buena parte del Nilo hasta llegar al Valle de los Reyes, en Tebas, donde admiró la tumba del faraón Ramsés IX (1131-1112 a.C). Buscaba una representación del monarca muy concreta en la que sus brazos formaban lo que Schwaller creía que era la demostración geométrica del teorema de Pitágoras.Aquel matrimonio había acudido a Egipto para confirmar que mucho antes de que naciera el sabio matemático heleno, los antiguos habitantes del Nilo poseían una matemática avanzada que fue copiada por los griegos primero, y por el mundo árabe después. Pero aquél no fue su único descubrimiento. De hecho, su viaje dio un giro imprevisto cuando Rene e Isha visitaron, en la orilla opuesta al Valle de los Reyes, el templo de Luxor. Se trata de un recinto relativamente pequeño, sobre todo si lo comparamos con la grandeza del vecino templo de Karnak, construido en tiempos de la XVIII dinastía (1550-1070 a.C.) y en el que ambos advirtieron una larga serie de anomalías arquitectónicas que decidieron investigar a fondo. Por ejemplo, en sus primeras visitas en 1936 se dieron cuenta de cómo, pese a la armonía de formas reinantes en el templo, éste presentaba una inexplicable desviación de su eje nada más atravesar los pilares que dan acceso a su interior. Además, comprobaron con sorpresa que frente a la tremenda regularidad de columnas, muros y grabados, el suelo pétreo que rodeaba el sanctasanctórum era tremendamente caótico: una suerte de desordenado mosaico de losas de piedra que desentonaba con el resto del orden arquitectónico imperante. De inmediato dedujeron que aquellas imperfecciones fueron introducidas deliberadamente por los constructores del recinto, ya que por todas partes encontraron la sutil huella de la proporción áurea (que se expresa matemáticamente como ½ [1 + √5]) y que desde la antigüedad ha fascinado a arquitectos y artistas empezando por la Grecia clásica, donde se utilizó para dotar de armonía y proporción a todo lo creado por sus canteros. El número áureo aparece en las relaciones entre altura y ancho de los objetos y personas que aparecen en las obras de Miguel Ángel, Durero y Leonardo Da Vinci, entre otros. Los egiptólogos se resisten a incluirlo en el listado de conocimientos faraónicos por considerarlos avances muy posteriores históricamente, pero que, según Schwaller, sirvieron a los antiguos egipcios para configurar un sistema religioso que integraba las matemáticas y una filosofía basada en las proporciones del cuerpo humano a la que llamó la «ciencia sagrada». La búsqueda de respuestas a aquellas primeras incongruencias constructivas no sólo espoleó la curiosidad del matrimonio Schwaller durante meses, sino que les abrió la puerta a un buen número de nuevas anomalías que habían pasado totalmente inadvertidas a los egiptólogos. Hasta 1951 Rene Schwaller de Lubicz se empleó a fondo en Luxor. Descubrió que la desviación del eje del templo no correspondía a cuestiones astronómicas o a un súbito cambio en las obras debido a una subida inesperada del nivel del Nilo, sino que obedecía a la existencia de tres ejes trazados desde el principio por los arquitectos del recinto, y en torno a los cuales estaban orientados todos los muros del mismo.
Al parecer, un primer eje dividía la cara sur en dos mitades equivalentes; otro era un eje longitudinal que atravesaba toda la construcción, y el tercero dividía la anchura de la naos de Amón (en el sanctasanctórum) en dos mitades idénticas. El naos (“templo” o “vivienda de los dioses“) es la sala más importante de los templos del Antiguo Egipto y de la Antigua Grecia, así como de las iglesias del primer cristianismo, bizantinas y ortodoxas. Schwaller descubrió, además, que cada eje estaba dedicado a un asunto importante para los sacerdotes, ya que a lo largo de cada eje, los muros levantados sobre él se dedicaban a un mismo contenido, transmitiendo así al visitante la irracional impresión de estar caminando por un recinto dotado de vida propia. El hallazgo que sin duda más marcó a Schwaller fue la interpretación de la caótica disposición de las losas del suelo que rodean el sanctasanctórum. Según Schwaller, las losas sólo podían interpretarse correctamente sobre un plano del recinto. Coloreando aquellas de disposición más extraña, aparece nítidamente la representación gigante de un rostro humano de perfil, con un tocado y un ojo típicamente egipcios. Las claves de este hallazgo fueron publicadas por Schwaller seis años después de abandonar Luxor. En su monumental ensayo Le Temple de l’Homme (1957), avanzaba una tesis completa en la que enmarcaba todas estas anomalías. Según él, el rostro del pavimento reflejaba una suerte de hombre cósmico cuyo cuerpo podía extenderse figurativamente a lo largo de los casi 200 metros de largo del recinto. Un cuerpo simbólico que no sólo respeta escrupulosamente las proporciones que debe tener un «humano perfecto» con respecto a su cabeza, sino que guarda coherencia con la supuesta parte del cuerpo a la que corresponde cada parte del templo, incluyendo órganos internos, glándulas y centros nerviosos. A veces la relación templo-cuerpo humano es sutil; otras, en cambio, muy clara. Así, por ejemplo, el cráneo se corresponde con los santuarios del templo; el recinto dedicado a Amón coincide con la cavidad oral, mientras que las clavículas están marcadas por paredes, las costillas se corresponden con columnas de su sala hipóstila, el abdomen queda a la altura del peristilo y las rodillas coinciden matemáticamente con los dos colosos de Amenofis III, faraón de la dinastía XVIII de Egipto que gobernó de c. 1390 a 1353 a. C. que flanquean la entrada, mientras que una hilera de columnas actúan como sendos fémures. La irregular disposición del pavimento original del templo de Luxor condujo a Schwaller de Lubicz a deducir que allí debía de haber algún mensaje oculto. Y, en efecto: al colorear algunas de las losas sobre el plano, emergió el rostro inconfundible de un faraón con su tocado. Por si esto fuera poco, en el lugar que debía ocupar la boca pueden contemplarse relieves que reflejan la Gran Eneada de Luxor. En la zona que corresponde proporcionalmente a la glándula tiroides, la que controla el crecimiento, se admiran en sus muros escenas de la infancia del faraón, y donde deberían estar las cuerdas vocales, se lee cómo se da nombre al rey. El término eneada proviene del griego y se emplea para designar grupos de 9 divinidades unidas, normalmente, por lazos familiares y relacionados todos ellos con la creación. La forman los dioses más antiguos del Panteón egipcio.
En Heliópolis es llamada Gran Eneada y se compone de los siguientes dioses: Ra (Atum), Shu, Nut, Isis, Seth, Tefnut, Geb, Osiris y Neftis. Según la teología heliopolitana, al principio existía Nun, el océano primordial, del cual surgió una colina donde Atum-Ra creó la luz; de él nació la Eneada. Ra creó a Shu, el aire y Tefnut la humedad. De estos nacieron Geb, la Tierra y Nut, los cuerpos celestes y de ellos Osiris, dios del Más Allá, Isis, representante de la unidad familiar, Seth, la aridez y el desierto y Neftis, hermana gemela de Isis. Los 5 primeros dioses forman parte de la cosmogonía egipcia como dioses creadores. Los 4 últimos son los antepasados directos de la realeza. También hay una pequeña Eneada, formada en torno a Horus, constituída por dioses que habían sobrepasado los límites de su provincia. Estaba formada por Thot, Maat, Anubis, Jnum y Horus. La Eneada hermopolitana consistía en nueve cinocéfalos que representan a Thot y sus otras ocho divinidades. En Menfis, el creador de la Eneada fue Ptah, identificado con Ta-tenen, de cuya boca salieron Shu y Tefnut. En Karnak se formó otra Eneada, con Montu a la cabeza, que tenía más de nueve dioses. En general, se subordinaba la vieja Eneada heliopolitana al dios local y se mantenía al resto de los dioses tal y como estaba. Schwaller nunca creyó que tales correspondencias fueran fruto de la casualidad. Es más, sus hallazgos le sirvieron para confeccionar una ambiciosa teoría en la que atribuía a los egipcios unos conocimientos sobre armonía, proporción y anatomía humanas muy superiores a los racionalmente atribuibles a los sabios de la XVIII dinastía. De hecho, según Schwaller, tal sabiduría sólo pudo haber sido heredada de una civilización superior y mucho más antigua. Semejantes consideraciones, pese a contar con el apoyo de arqueólogos ortodoxos como Alexandre Varille, o del jefe de excavaciones del equipo francés de egiptólogos en El Cairo, Clement Robichon, pronto le valieron la etiqueta de chalado, viéndose despreciado de inmediato por buena parte de la comunidad arqueológica internacional. Pero Schwaller no se desanimó. A raíz de sus descubrimientos, declaró que el templo de Luxor es el único monumento sagrado del pasado que representa una figura humana perfecta, y que, además, incorpora en sus muros todo el saber egipcio y de una «cultura superior» desconocida, sobre ciencia, matemáticas, geodesia, geografía, medicina, astronomía, astrología, magia y simbolismo. Unos saberes que, según él, aún están latentes en Luxor y que pueden obtenerse si se conocen las claves. Estas esotéricas certezas dispararon aún más los recelos de los egiptólogos del momento. A fin de cuentas, lo que planteaba Schwaller era que los arqueólogos renunciaran a su visión cartesiana de la historia y trataran de comprender Egipto bajo la mirada mágica que emplearon los constructores de Luxor. Sólo de esta forma, afirmaba hace algunos años John Anthony West, el más activo discípulo contemporáneo de Schwaller, puede entenderse este templo como «una biblioteca que contiene la totalidad del conocimiento vinculado a los poderes creativos universales, situados en un mismo edificio».
Para consultar esta biblioteca en piedra, siempre según West, hay que dejarse empapar por los detalles. Por ejemplo, justo detrás del sanctasanctórum puede admirarse una sala con doce columnas que, sobre el plano antropomorfo de Schwaller, se corresponden con los centros de percepción del cerebro. Allí, las columnas de 40 toneladas del este terminan en una serie de canalones de forma semicircular, mientras que las seis del oeste lo hacen en forma ojival. Tal detalle no es perceptible a simple vista pero, según Schwaller y West, transmiten un efecto visual sutil que contribuye a crear un estado de ánimo en el visitante. Schwaller completó en 1957 su obra Le Temple de l’Homme con una observación aparentemente extravagante: durante sus quince años en Egipto había visto que templos como los de Kom-Ombo y Edfú apenas tenían escombros que evidenciaran derrumbamientos a su alrededor, y sin embargo estaban muy incompletos, como si hubiesen sido desmantelados por los propios egipcios y sus piezas hubieran sido dispersadas por el Nilo. Eso no sucede, en cambio, ni en Luxor ni en el vecino recinto de Karnak, donde lo que falta en los muros de los templos puede encontrarse fragmentado a sus pies, fruto de terremotos, expolios y otras catástrofes vividas durante siglos por sus piedras. Según Schwaller, los egipcios erigían sus templos conscientes de que eran entidades vivas con un tiempo de funcionamiento limitado. Transcurrido ese plazo, marcado, probablemente, por cálculos astronómicos muy precisos, procedían a demolerlos, destruyendo selectivamente algunos de sus relieves, y picando con el cincel una especie de grapas que unen los bloques entre sí a modo de nervio simbólico, ya que otra funcionalidad práctica no parecían tener. De hecho, sólo una explicación como ésta satisface las dudas que plantea la versión oficial según la cual esos recintos fueron saqueados por cristianos coptos irritados que destruyeron los templos y sus relieves. Se trata de una hipótesis que no aclara por qué algunos relieves a baja altura fueron respetados mientras que otros, mucho más inaccesibles, fueron meticulosamente cincelados. Tal proceso de «anulación del templo» es perfectamente visible en los citados enclaves de Kom-Ombo y Edfú, donde hasta las columnas eran atacadas con escoplo de cantería, pero no sucede así en Luxor. Es más, la ausencia de este ritual de muerte hace suponer que Luxor se concibió como un templo distinto, diseñado para ser eterno. O mejor aún, para conservar un saber imperecedero sobre la propia naturaleza del ser humano. Un templo vivo.
En noviembre de 1996 el arqueólogo francés Franck Goddio había anunciado al mundo el descubrimiento del palacio de Cleopatra bajo las aguas del puerto este de Alejandría. Las primeras informaciones hablaban de grandes avenidas flanqueadas por columnas y bloques graníticos, muros de antiguos templos sumergidos, estatuas gigantes de dioses y estancias suntuosas que tan sólo podían corresponder al sector real de la antigua Alejandría y a construcciones que hace más de dos mil años habitaron personajes tan célebres como Cleopatra o Marco Antonio. Se había elaborado un mapa submarino de esa zona del puerto y se había determinado con precisión dónde se encuentran los restos del antiguo sector real de Alejandría durante el período ptolemaico. Se habían hallado los restos de un edificio especial que se creía era el palacio de Cleopatra. También, por los restos encontrados, se creía haber descubierto el Timonium, el palacio de Marco Antonio. Naturalmente, no es éste el único hallazgo que persiguen los arqueólogos en esa área. Entre los restos hundidos por los sucesivos terremotos que han asolado la zona desde el siglo i a.C. hasta nuestros días deben encontrarse, forzosamente, indicios de la fuerte actividad mágica de la última faraona de Egipto. Mujer supersticiosa, Cleopatra heredó la fuerte carga esotérica de la ciudad en la que habitó, empeñando una buena parte de su tiempo en oráculos y en coleccionar amuletos que la protegiesen. No en vano, esta ciudad estuvo rodeada de episodios inexplicables desde el mismo momento de su fundación por Alejandro Magno hacia el año 331 a.C. Una antigua tradición egipcia describe, por ejemplo, cómo la primera noche que los geómetras habían terminado de medir el solar sobre el que se asentaría la nueva capital del macedonio, éste tuvo un sueño espectacular. En él creyó ver al mismísimo Homero recitando unos versos del canto IV de la Odisea que aluden directamente a la isla de Faros. Al despertar, Alejandro examinó la zona, situada a menos de un kilómetro de las costas egipcias, decidiendo unir esa franja de terreno a la tierra mediante un dique artificial de 1.243 metros de longitud al que llamó Heptastadios. Su obra serviría para conectar con el continente una isla que albergaría el primer rascacielos construido por el hombre: el faro de Alejandría. Pero no fue ésta la única conexión esotérica de la ciudad. De hecho, tras el glorioso período de edificación de la urbe, pronto comenzó a hablarse, entre sus habitantes y sus cada vez más numerosos visitantes, sobre los libros de Hermes Trismegisto, y en especial de uno de ellos: el diálogo de Poimandres. Un auténtico tratado sobre magia, astrología, alquimia y profecías que debió de ser decisivo a la hora de estimular el interés por estas materias entre la dinastía de faraones surgida tras la muerte del macedonio. De hecho, desde este enclave se extendió la doctrina hermética por toda Europa, principalmente hacia Italia y el Asia Menor bizantina, que acogieron las principales escuelas herméticas durante el Renacimiento y extendieron la pasión medieval por la alquimia.
Se sabe que el Poimandres de Hermes Trismegisto entró en Europa a través del duque de Florencia, Cosme de Médicis, hacia 1460. Mecenas de las humanidades de su época, trasladó, contra la opinión de la Iglesia, una antigua biblioteca de tratados egipcios a su palacio. Los encontró en Macedonia, traducidos al griego y en manos de un monje copto, y su contenido, una vez traducido al latín, pronto se convirtió en el llamado Corpus Henneticum. De ellos, el primero de los tratados fue el Poimandres, una palabra de origen egipcio que significa «el conocimiento de Ra». De Alejandría partió también el germen de la creencia europea en las vírgenes negras al exportar al antiguo puerto francés de Re o Rha, hoy Saintes-Maries-sur-la-Mer, en la Provenza, imágenes de Isis talladas sobre piedras negras, en donde se apreciaba a esta importante diosa egipcia sosteniendo en su regazo al pequeño dios Horus. Su imagen, extraordinariamente similar a las posteriores representaciones de la Virgen María con el niño Jesús en brazos, daría pie a la arraigada leyenda de las vírgenes precristianas halladas en toda Europa, y a todo un complejo simbolismo esotérico nacido a su alrededor. Y es que Alejandría, además de importante ciudad egipcia, fue sede de un decisivo cruce cultural en la antigüedad y escuela de la mayor parte de los movimientos esotéricos contemporáneos. Allí se tradujeron al griego, por primera vez, los cinco libros iniciales de la Biblia, el Pentateuco. Allí se hizo popular la astrología tal y como hoy la conocemos y allí se alumbraron científicos como Euclides, escritores como Heliodoro, o científicos como Hiparco, que descubrió el fenómeno celeste de la precesión de los equinoccios. Sin duda, bajo las aguas que rodean la costa alejandrina debe de haber más que unos simples palacios. Mucho más. Allí se encuentran también los restos del mítico faro de Alejandría. Una construcción que, a decir de cronistas como Estrabón o Flavio Josefo, superaba con creces los ciento veinte metros de altura, el equivalente a un rascacielos de cuarenta plantas. Sobre la existencia de este anacrónico edificio la historia no deja lugar a dudas. Numerosas monedas romanas, acuñadas entre los años 30 a.C. y 296 d.C, y que pueden contemplarse aún en el Museo Grecorromano de Alejandría, muestran esta imponente torre, construida sobre tres grandes niveles superpuestos. Una primera plataforma de base cuadrada, de unos sesenta metros de altura; una segunda, de base octogonal, de más de treinta, y una última, de planta redonda y de alrededor de veinte metros, coronada por una gigantesca estatua de un dios que aún no ha sido determinado y que algunos creen que fue Poseidón, Zeus o el propio faraón Ptolomeo I.
¿Dónde fue a parar este edificio, considerado la séptima maravilla del mundo antiguo, y casi tan alta como la Gran Pirámide? Según Jean-Yves Empereur, director de un equipo de submarinistas francés que investiga un conjunto de ruinas subacuáticas en el extremo oriental del puerto de Alejandría, alrededor de donde siempre se ha creído que estuvo el faro se han encontrado unos enormes bloques de granito de más de 70 toneladas cada uno. Y esos bloques, con seguridad, sólo pueden pertenecer al faro de Alejandría. Se han hallado varios bloques gigantescos de piedra, hallados a seis metros de profundidad, cerca de la fortaleza de Quaitbay, en uno de los extremos del puerto este de Alejandría, y que supuestamente formaron parte de los frisos del mítico faro. Su equipo se zambulle cada mañana frente a la fortaleza levantada en 1477 por el sultán Quaitbay sobre las ruinas del faro, a más o menos un kilómetro en línea recta del lugar de inmersión de los hombres de Goddio, con la esperanza de poder reconstruir no sólo el aspecto exterior de este edificio, sino también de determinar su ubicación y dimensiones exactas. El faro estuvo activo durante más de mil años y durante todo ese tiempo numerosos visitantes admiraron su prodigiosa estructura. Empereur se refiere a algunas teorías que sugieren que el faro dejó de existir definitivamente en 1303, según un manuscrito hallado en Montpellier, o en 1326, a causa de un fuerte seísmo. Y no sería extraño, pues tanto Empereur como el equipo rival de Franck Goddio han hallado serios indicios de que los restos sumergidos dentro y fuera del puerto este sufrieron daños considerables durante los últimos veinte siglos debido a los numerosos terremotos que han asolado la zona. Alejandría fue una ciudad muy avanzada para su época, que reunió a sabios de todos los rincones del mundo conocido y aunó muchos de sus conocimientos. Según Empereur, aquí se inventó el primer ascensor de la historia, e incluso se pusieron en marcha los primeros autómatas conocidos. Estrabón habló ya de ellos. Debían de ser estatuas articuladas que movían algunas extremidades gracias a algún mecanismo de vapor, aunque no podemos estar del todo seguros a ese respecto. Entre los egipcios, mucho antes de la llegada de los ptolomeos al poder, existía ya una larga tradición de estatuas móviles. Se trataba de imágenes a las que se concedían habilidades proféticas y que respondían a las preguntas de sus fieles mediante un suave balanceo de su cabeza o agitando uno de sus brazos. La prodigiosa técnica de tallado de esas imágenes se atribuyó al dios Toth, el Hermes Trismegisto griego, y sus gestos recibieron el nombre de hanu. De hecho, alusiones a este vocablo se encuentran en numerosos papiros cuyos contenidos se remontan a la época de mayor esplendor de Tebas.
Sin duda fueron ingenios movidos por complejos mecanismos de relojería, muy anteriores en su diseño a nuestras decimonónicas máquinas de precisión o de vapor. De hecho, ya hacia el siglo I a.C, los griegos desarrollaron instrumentos de precisión como la célebre «máquina de Antikythera», provista de un complejo engranaje de ruedas dentadas que, según todos los indicios, servía para ajustar un complejo «reloj» astronómico. Sin embargo, si hoy se quisieran buscar referencias a robots en el pasado, deberíamos acercarnos a los archivos vaticanos de Roma, pues allí debe encontrarse aún la documentación relativa a un robot del que dispuso, por ejemplo, el papa Silvestre II hacia el siglo XI. Se trató de una insólita «cabeza parlante» metálica que hizo las delicias de sus contemporáneos, y cuyo rastro puede seguirse hasta en las páginas del Quijote de Cervantes. Silvestre II, de nombre Gerberto de Aurillac, nació en Auvernia, Francia (945 – 1003). Fue el Papa nº 139 de la Iglesia católica, desde el año 999 al 1003. Al misteriosoPapa del Año 1000, se le atribuye una serie de inventos: astrolabios, relojes de agua, ábacos, entre otros. Se le acusó de tener un pacto con el diablo y de inspirarse en obras de autores herejes. Se sostiene que este sabio medieval, era un esotérico que buscó en conocimientos arcanos como la cábala, el sufismo, la astrología, etc. Otra leyenda que se forma en torno a Silvestre II es la de que ejerció el pontificado rompiendo una de las características más propias de los clérigos que es la del celibato. Se dice que Silvestre II hizo un pacto con Satanás, quien a su vez le puso como guardiana a un súcubo o demonio femenino. Esta demonio se enamoró tan profundamente de sus conocimientos que renunció a la inmortalidad y se hizo mujer y vivió en concubinato con el pontífice. La leyenda dice que una vez que murieron los dos fueron enterrados en la misma tumba en la catedral de San Juan de Letrán y que de su tumba emana un fluido con poderes afrodísiacos. Cautivaba a la aristocracia y a los sabios de su época con tantos conocimientos y talento, lo que le generó odio y envidia de todo tipo. La vida de Silvestre II está envuelta en un halo de misterio. Se sostiene, como parte de la leyenda en torno a él, que en el mismo instante en que él venía al mundo, un gallo cantó tres veces a miles de kilómetros de allí, en un valle de Jordania, y su sonido se escuchó incluso en Roma. Un hecho parece haber marcado su infancia. Se dice que cerca de Aurillac, vivía un ermitaño, que había sido un antiguo clérigo. Éste era temido por todos, y se hacía llamar Andrade. Habitaba en una cueva y se autoproclamaba descendiente de los druidas que allí celebraron rituales y sacrificios a sus divinidades. El pequeño Gerbert, impulsado por la curiosidad, venció su miedo y fue a visitarle. El anciano, se dice, que le predijo un futuro magnífíco y, en contra de la voluntad de su padre, el pequeño Gerbert empezó a frecuentar la madriguera de Andrade. Según reza la leyenda, fue allí donde recibió sus conocimientos de magia celta.
Cuando Gerbert tenía 12 años, la abadía cercana a su pueblo se transformó en una escuela para los niños. Un día, unos monjes que iban por el bosque, lo vieron cuando estaba tallando en una rama un tubo para observar las estrellas. Estos monjes quedaron tan impresionados por la inteligencia de aquel niño, que le recogieron para que estudiara en la abadía. A partir de ese momento, su destino comenzó a configurarse en el personaje que habría de ser. Según cuenta el historiador Antoni Pladevall, los recelos ocasionados por la postura de Gerbert en temas políticos explican, en parte, el origen de una leyenda negra que ha perdurado hasta hoy y que comenzó a construirse muy pronto, como atestigua Bennó d’Osnabrue, quien, para desprestigiar al papa Gregorio VII, sucesor de Silvestre II, le acusó de haberse formado entre los discípulos de éste, a los cuales atribuía maleficios y pactos con Satán. Entre esta mezcla de fábulas y hechos reales, se destaca una leyenda, según la cual su tumba, en la Iglesia de San Juan de Letrán, destila agua, y ese fluir, junto al ruido de huesos, que algunas veces se dice que se oye en su sepulcro, anuncia la muerte de un papa.Estas historias eran normales en el siglo XV, tanto, que el Liber Pontificalis, redactado en aquella época, se hizo eco de alguna de las mismas.Sin embargo, en el Renacimiento se fue más condescendiente con la figura de Silvestre II. Se reivindicó su memoria y, por ejemplo, el cardenal e historiador Caesar Baronius escribió que aquel papa, por quien no demostró jamás demasiada simpatía, fue un sabio que se adelantó a su tiempo y por ello fue objeto de calumnias y difamaciones.Luego, algunos historiadores románticos del siglo XIX presentaron el cambio de milenio, que coincidió con su papado, como un tiempo de oscurantismo, de guerras, de epidemias y de terror. Insistieron en sus contactos con el mundo árabe, ya que se presume que durante sus estudios de matemáticas en Barcelona, bajo la protección del conde Borrell, mantuvo contacto con sabios musulmanes que le iniciaron en los conocimientos mágicos y místicos, y en sus pactos con el diablo. Con ello se vinculaba al sabio con el terror que supuso el año 1000. En este punto incidirá Víctor Hugo en su obra La Légende des Siécles (1859). Por otra parte, según el cronista Guillermo de Malmesbury, Silvestre II alcanzó fama y prestigio y llegó hasta el trono de San Pedro gracias a su pacto con el diablo. Sin embargo, sostiene, en el momento de su muerte sintió remordimientos y mandó que su cadáver fuera cortado en trozos y que no fuera enterrado en un lugar sagrado.
En su estancia en Córdoba, con 23 años y siendo todavía monje, se dice que Gerbert estuvo rodeado de un círculo de amigos intelectuales, sabios de su tiempo, como Guérin, el abad de Saint-Mehel-de-Caxa, un reputado matemático, y de Lupito de Barcelona (Mohamed Ibn Umail), pariente y discípulo del astrónomo judío Abdallah Mohammed Ben Lupi, que vivía en Córdoba. Lupito era cristiano, pero profesaba doctrinas ortodoxas. Todas estas especulaciones forman una leyenda en torno a esta figura sobresaliente. En cambio, una de las anécdotas que tuvo gran difusión en la época, fue la de las cabezas parlantes que Gerbert habría construido, una de las cuales respondía a las consultas que se le hacían. Según este autor, había sido fabricada con oro puro, y en Roma se decía que Silvestre había descubierto un tesoro enterrado en el Campo de Marte -cerca del Vaticano- y que fundió el metal de una estatua para hacerse construir la cabeza diabólica que le vaticinaría el futuro de su pontificado. Hay quien relaciona la creación de dicha cabeza parlante, con Lupito de Barcelona. Gerbert había sido su primer alumno cristiano francés, y probablemente, habría sido Lupito quien le transmitiera los grandes conocimientos -algunos considerados como sacrílegos- y quien le recomendó lecturas como El libro Secreto de la Creación y técnica de la Naturaleza, atribuido al filósofo Apolonio de Tiana y La Tabla Esmeralda, atribuida a Hermes Trismegisto. En el palacio del califato, accedió a su biblioteca —una de las más grandes del mundo antiguo— donde se cree que se mantenían más de 600.000 volúmenes, pues el califa Abd el-Rahman y sus hijos nunca dejaron de adquirir y copiar obras en Bagdad, El Cairo y Alejandría. En Córdoba conoció a sabios cristianos de Navarra, Castilla, León y Barcelona que iban para aprender con los profesores árabes. Tuvo acceso a las obras de los filósofos maniqueos. Absorbió, igualmente, las ideas de la gnosis de los neoplatónicos, que permitían al hombre explicar el orden y el caos.Lupito fue quien despertó en Gerbert la curiosidad por el Camino de Santiago. Éste sostenía que el Camino permitía a algunos hombres adquirir un misterioso poder. Lupito también le habló de la Cábala judía, que, según él, había sido transmitida a Adán por el arcángel Raziel y permitía leer en los símbolos la «verdad trascendente». Entre los discípulos más aventajados de Silvestre II, se encontraba Richer de Saint-Rèmy, que sería su amigo y su mejor biógrafo, y quien intentó llevar a la práctica sus enseñanzas.
Entre ambos construyeron esferas, astrolabios, planetarios, instrumentos musicales, e incluso relojes hidráulicos, parecidos a los que el Papa había visto en Córdoba y que cada hora dejaban caer una esfera de metal. Quizá uno de los puntos más sacrílegos que se le atribuyen a Gerbert, fue la lectura de El Corán, en árabe o de las obras de Rhazes, un famoso alquimista. Astrología, matemáticas, música, filosofía, alquimia; Trivium y Quadrivium, hicieron de este personaje, una figura mítica y célebre en todo el mundo conocido de entonces. Entre el mito y la leyenda, entre la espiritualidad y el esoterismo, la figura del Papa del Año 1000 sigue intrigando hoy día. Pero robots y rastros de una ciencia avanzada aparte, la moderna ciudad de Alejandría todavía aguarda a que emerjan de sus aguas nuevas sorpresas. Entre ellas, alguna pista que facilite a los investigadores la ubicación real de la tumba del fundador de la ciudad, Alejandro Magno, cuyo mítico Soma ha sido objeto de numerosas búsquedas y de varios anuncios erróneos de descubrimiento en el pasado. Soma es el nombre que recibió el mausoleo que acogió los restos de Alejandro Magno. En la actualidad se desconoce cuál fue su ubicación exacta, aunque los arqueólogos la sitúa en la ciudad de Alejandría, Egipto, como lugar más probable. El último intento se dio a conocer en 1995 gracias a las excavaciones de una arqueóloga griega llamada Liana Souvaltzis, que creyó haber descubierto el Soma junto al oasis de Siwa, donde un día del 333 a.C. acudió Alejandro a consultar el oráculo de Amón. Sin embargo, las investigaciones de Souvaltzis nunca llegaron a confirmarse, y el sarcófago transparente de Alejandro, así como su preciada momia, siguen sin aparecer.
Fuentes:
- Javier Sierra – En busca de la Edad de Oro
- John Anthony West – La Serpiente Celeste: Los Enigmas de la Civilización Egipcia
- Rene Adolphe Schwaller de Lubicz – Le Temple de l’Homme
- Juan Jesús Vallejo – Enigmas del antiguo Egipto
- Robert Bauval – El misterio de Orión