La pensadora escandalizó a la opinión pública cuando, tras cubrir para «The New Yorker» el juicio de Adolf Eichmann, publicó un tratado en el que retrató al acusado como una persona normal, no como un demonio, fruto de su tiempo
Hannah Arendt, judía de origen alemán, exiliada durante años en Estados Unidos, fue enviada a Jerusalén, ya bien enfilado el año 1961, por el diario The New Yorker para cubrir el juicio contra el jerarca nazi Otto Adolf Eichmann. Después de asistir durante tres semanas, de abril a mayo, al proceso judicial -Arendt se marchó antes del interrogatorio y no llegó a escuchar la defensa de Eichmann-, regresó a América y, con calma, redactó sus conclusiones en un tratado que tituló Eichmann en Jerusalén: informe sobre la banalidad del mal. Sus artículos, publicados en 1962, povocaron un enorme alboroto. En ellos, la pensadora judía, que volvió de Europa habiendo «entendido» la crueldad del nazismo, no solo intentó explicar el mal como fruto de unas circunstancias y una época concreta, sino que, además, acusó a los Consejos judíos, en concreto, a sus presidentes, de colaborar de hecho con los nazis. Y desató el escándalo.
Según Hannah Arendt, la cifra de judíos muertos en Europa, durante la primera mitad del siglo XX, hubiese sido significativamente inferior si los encargados de estos Consejos no hubiesen entregado a los líderes nazis, para salvar su propia piel, inventarios de sus congregaciones. Estas acusaciones de «colaboración» en la masacre se sumaron al cuestionamiento que añadió Arendt de la legalidad jurídica de Israel para sentar en el banquillo a Eichmann. Pero lo más inquietante del relato de Hannah Arendt, lo que más ampollas levantó en los lectores, es que la filósofa mostró a Eichmann, oficial de las SS encargado de los transportes en masa de los judíos a los campos de exterminio, como un hombre normal, un funcionario que declaraba cumplir con su deber y se enorgullecía de sus convicciones religiosas cristianas. Insinuó Arendt que el jefe nazi, a quién el fiscal de Jerusalén había retratado como un monstruo, era un hombre como tantos, un producto de su tiempo, del régimen que le tocó vivir. Ni siquiera una mala persona.
Hannah Arendt respondió como nunca se hubiese esperado de una judía, revisó la causa de su pueblo desde otra perspectiva que poco o nada gustó a la sociedad estadounidense, se deshizo de sus prejuicios, encaró un proceso desde una posición racional, no emocional, e instauró un concepto, el de la banalización del mal, que fue discutido, defendido y rechazado, a partes iguales, años después una y mil veces. El hecho de definir a individuos que hacen el mal, que cometen crímenes, que hacen daño a otros, como personas normales, o, explicado de otra forma, de intentar entender como alguien completamente común llega a cometer hechos brutales, fue un movimiento interesante que muchos, sin embargo, vieron erróneamente ejemplificado en las palabras de Arendt. Pero la judía, en realidad, conocía a la perfección la historia de Eichmann. Sabía de lo que hablaba. Estaba al tanto de su antisemitismo feroz, de su voluntad de hacer el mal. Lo que intentaba explicar Arendt, mal entendido por muchos, es el abandono a una corriente, a un régimen, el rechazo a las decisiones personales, la renuncia al juicio propio.
La tesis de Hannah Arendt -convertida en 73 páginas en The New Yorker– volvió a abrir viejas herdidas el año pasado, medio siglo después de su enunciación, culpa de la película de la realizadora alemana Margarethe von Trotta, ganadora de la Espiga de Plata en la Seminci (Semana de Cine de Valladolid). Y la que fue una de las grandes polémicas intelectuales del siglo XX volvió a monopolizar conversaciones mientras los alemanes se revolvieron de nuevo en su historia, demasiado reciente todavía. ¿Se convirtió este señor alemán, formado y serio, en el mayor criminal de su tiempo por pura vocación o porque alguien se lo impuso? Actualmente no vivimos ese terror nazi con el que tuvo que lidiar Hannah Arendt, pero, por su frecuencia y presencia mediática, el mal se vuelve una realidad cotidiana y constituye la atmósfera de una amenaza suspendida sobre nuestras cabezas. Hoy, la banalización del mal se alcanza por hacer de lo extraordinario algo que se repite a diario. Todos nos volvemos temerosos de los enemigos de la sociedad abierta en la que vivimos, a lo que ayuda hablar indiscriminadamente del mal.
Esta masividad del mal provoca que, por el hartazgo, caigamos en la indiferencia. No tenemos tiempo para el dolor ni espacio para el duelo. Antes de haber terminado de oír una luctuosa noticia, la siguiente está en la antesala. No queda lugar para el olvido porque no tenemos tiempo para el recuerdo. La memoria ya no es necesaria. Pero esto no es sin efectos: el mayor de ellos es que el discurso actual vuelve la existencia de cada uno de nosotros una mera contingencia. Si la vida ya no necesita tener un sentido, ¿por qué la muerte, producto del desencadenamiento de las fuerzas del mal, habría de ser justificada?
El aparato psíquico humano no está hecho para el sobresalto, para lo enigmático, para lo inexplicable. Por eso necesita consumir sentido y es por ello que una de las formas que adquiere la banalización del mal es la que consiste en explicarlo, proporcionándole sentido. Frente a esto es necesario afirmar que el mal, aunque sea inevitable, no tiene sentido. No tiene sentido pero sí tiene causa, causa que no es otra que la del goce destructivo del propio sujeto, el agente del mal. Porque el mal es un sinsentido actuado.
Una forma como otra de encontrar la manera de poder perdonar y la paz interior.