El Cristo, en sí mismo, es una fuerza cósmica universal, que vive y palpita en todo electrón, en todo ión, y se encuentra latente en todo lo que es, ha sido y será, esa fuerza puede manifestarse a través de cualquier hombre o mujer que esté debidamente preparado.
Si pensamos en Jesús de Nazareth como la única expresión del CRESTOS, estamos equivocados. Así como el Cristo en aquella época se expresó a través de Jeshuá Ben Pandirá, así también se expresó a través de Juan El Bautista, y es el mismo que se expresó a través de Moisés (que resplandeció en su rostro, en el Monte Nebo) y es el mismo que enseñó la Sabiduría Hermética en el hombre de Hermes Trismegisto, y es el mismo Quetzalcoatl.
El Cristo íntimo tiene que encarnar y desarrollarse en el corazón del hombre, debe crecer en nosotros, y una vez que ha logrado esto, debe predicar la palabra, para bien de la humanidad. Aunque siempre que Él viene al mundo, le odian tres clases de gentes: los Ancianos, los Escribas y los Sacerdotes.
Los Ancianos, las personas muy juiciosas, llenas de experiencia (muy serias), le aborrecen porque no encaja dentro de sus costumbres y su forma de ser. Le aborrecen también los Escribas, es decir los intelectuales, porque no encaja dentro de sus dogmatismos y sus teorías. Y lo rechazan, lo odian también los Sacerdotes de los Templos, porque Él viene a decir siempre cosas revolucionarias que van contra los intereses creados de las religiones; viene a destruir dogmas, y eso no lo pueden aceptar los Sacerdotes de todos los cultos.
Hay tres traidores que se prestan para llevarlo a la crucifixión, que son: Judas, el demonio del deseo; Pilatos, el demonio de la Mente; y Caifás, el demonio de la mala voluntad.
Las multitudes piden su crucifixión. No se trata de multitudes meramente externas, sino de multitudes internas, y cada uno de nosotros tiene esas multitudes dentro de sí mismo (son los «agregados psíquicos», los «Yoes», que piden su crucifixión). De tal manera que, el Señor tiene que vivir dentro del Alma Humana, todo el Drama Cósmico.
Por último, el Señor es crucificado y después depositado en su Santo Sepulcro Interior, en su sepulcro de Cristal. Es necesario que el Señor resucite dentro del Sepulcro y él resucita al tercer día, es decir, después de la Tercera Purificación por el hierro y por el fuego. Después de que el hombre ha pasado por las tres purificaciones, entonces el Señor resucita, nuestro Rey se levanta de su Sepulcro de Cristal, se reviste con el «TO SOMA HELIAKON», el Cuerpo de Oro del Hombre Solar, y adviene al mundo físico-sensorial, penetra profundamente en nuestra naturaleza orgánica para poder hablar a las multitudes, para poder trabajar, para poder convertirse en el Siervo de todos.
Obviamente, es fundamental encarnar al Cristo íntimo, y es posible encarnarlo, a condición de recibir la «Iniciación Venusta». Es pues, en la «Iniciación Venusta», cuando el Cristo Cósmico nace en el corazón del hombre.
Cuando él adviene, ciertamente el Iniciado lo único que posee para recibirlo, son los nuevos Cuerpos Existenciales Superiores del Ser.
Ese «Belem» de que se habla en el Evangelio, está dentro de nosotros mismos, porque en la época en la que el Hierofante Jeshuá Ben Pandirá enseñó la Doctrina del Cristo, Belem no existía, «Belem» viene del término caldeo («BEL») que nos recuerda a la «TORRE DE BEL» (TORRE DE FUEGO), y todo hombre tiene que haber desarrollado el Fuego dentro de sí mismo, haber elevado el Fuego a la «Torre», a la parte superior de la cabeza para poder recibir al Señor.
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