El poeta romano Ovidio, al describir el Diluvio, nos ofrece la continuación de la crónica de Platón sobre la Atlántida: «Había antaño tanta maldad sobre la Tierra, que la Justicia voló a los cielos y el rey de los dioses decidió exterminar la raza de los hombres. La cólera de Júpiter se extendió más allá de su reino de los cielos. Neptuno, su hermano de los mares azules, envió las olas en su ayuda. Neptuno golpeó a la tierra con su tridente, y la tierra tembló y se estremeció. Muy pronto, no era ya posible distinguir la tierra del mar. Bajo las aguas, las ninfas Nereidas contemplaban, asombradas, los bosques, las casas y las ciudades. Casi todos los hombres perecieron en el agua, y los que escaparon, faltos de alimentos, murieron de hambre». Una leyenda egipcia dice que fue el dios Sol, Ra, quien causó la inundación sobre las personas en la Tierra. Un papiro de la XII dinastía, de tres mil años de antigüedad, que se conserva en el Ermitage de Leningrado menciona la «isla de la Serpiente» y contiene el siguiente pasaje: «Cuando abandonéis mi isla, no la volveréis a encontrar, pues este lugar desaparecerá bajo las aguas de los mares». Asimismo, este antiguo documento egipcio describe la caída de un meteoro y la catástrofe que siguió: «Una estrella cayó de los cielos, y las llamas lo consumieron todo. Todos fueron abrasados, y sólo yo salvé la vida. Pero cuando vi la montaña de cuerpos hacinados estuve a punto de morir, a mi vez, de pena». Es casi imposible hacerse una idea exacta de los trastornos geológicos que destruyeron la Atlántida. Pero las tradiciones y las escrituras sagradas de numerosos pueblos nos proporcionan un cuadro de la catástrofe. La Biblia contiene el relato del arca de Noé que se salvó del gran Diluvio. En el libro de Enoc, el patriarca que previno a Noé del inminente desastre antes de subir él mismo al cielo, encontramos significativos pasajes referentes al «fuego que vendrá del Occidente» y a «las grandes aguas hacia Occidente». El canto épico de Gilgamesh, de hace cuatro mil años, contiene un relato detallado del Diluvio y deplora el fin de un pueblo antiguo: «Hubiera sido mejor que el hambre devastara el mundo, y no el Diluvio». Los sacerdotes de Baalbek (“Ciudad del dios Baal”), en el actual Líbano y donde se encuentran tres colosales bloques, cada uno de ellos con un peso de entre mil y dos mil toneladas, tenían la costumbre de verter agua de mar, obtenida en el Mediterráneo, en la grieta de una roca cercana al templo, a fin de perpetuar el recuerdo de las aguas del Diluvio, que se decía habían desaparecido por allí. La ceremonia debía conmemorar igualmente la salvación de Deucalión. Para conseguir esta agua, los sacerdotes tenían que realizar un trayecto de cuatro días hasta las orillas del Mediterráneo, y otros tantos de regreso hasta Baalbek.
Andrew Tomas (1906 – 2001) fue ufólogo, masón y escritor. Tomás nació en San Petersburgo, Rusia. En 1911 su familia se trasladó a Helsinki, Finlandia, donde su padre trabajaba como ingeniero civil para el Ministerio de Defensa. En 1912 la familia Tomas se trasladó a Vladivostok y luego, en 1922, a Harbin, Manchuria. Allí Tomas fue a una escuela de un misionero metodista inglés para aprender mecanografía e inglés. En 1924, la familia de Tomas se mudó a Shanghai, China, donde vivió durante 21 años hasta 1948, cuando se trasladó a Australia. Tomás fue miembro de grado 32 y Gran Maestre de la Logia Masónica de Shanghai. Andrew Tomas vivió en Australia desde 1948 hasta alrededor de 1966. Sus amplios intereses, sobre todo por los misterios, implicaron que se uniese al grupo Australian Flying Saucer Bureau, de Edgar Jarrold, creada el año 1952. Tomás había estado pensando en la cuestión de seres de otros mundos mucho antes de la era moderna, que comenzó con el avistamiento de Kenneth Arnold en 1947. En una entrevista para la revista People, en 1955, describió su papel como dedicado a abordar el “lado filosófico y teórico de los platillos“. A raíz de la popularidad del libro de von Daniken “Recuerdos del futuro“, Tomas escribió No somos los Primeros, que fue publicado en 1971. Luego escribió otros libros, como Secretos de la Atlántida, en que me he basado para escribir este artículo, No somos los primeros, Shambhala, oasis de luz, En las orillas de los mundos infinitos, y La barrera del Tiempo. Hay autores que sin destacarse y sin muchos libros logran volverse verdaderos clásicos. El ruso Andrew Tomas es un buen ejemplo de ello. En su primera obra escrita No somos los Primeros, el autor relata, mediante una serie de ejemplos, que han existido varias civilizaciones, cuyos rastros se han perdido a través del tiempo y que alcanzaron conocimientos que no hemos sido los primeros en descubrir. En Secretos de la Atlántida, Tomas se propone atraer la atención de los medios científicos y del gran público sobre uno de los grandes misterios de este mundo. ¿Dejó la Atlántida depósitos de oro y otros tesoros enterrados bajo las Pirámides y la Esfinge, como pretende una antigua tradición? Con motivo de la Exposición Internacional de 1964, se enterró en Nueva York una cápsula conteniendo 44 objetos, testigos de nuestra época. Nuestros predecesores históricos pudieron haber actuado del mismo modo, legando a las edades futuras objetos y manuscritos de inapreciable valor.
Luciano de Samοsata (125 – 181), escritor sirio con influencias griegas, escribió una historia muy curiosa que ilustra la supervivencia en el mundo antiguo de la tradición del gran Diluvio. En África, una narración difundida entre los bosquimanos menciona una vasta isla que existía al oeste de África y que fue sumergida bajo las aguas. Es una de las numerosas leyendas que hablan de la desaparición de la Atlántida. Al otro lado del Atlántico existen igualmente testimonios de un cataclismo mundial. Ello debería parecer natural si se admite que la Atlántida estaba unida por lazos comerciales y culturales, no sólo a Europa y África, sino también con América. Un códice maya afirma que «el cielo se acercó a la tierra, y todo pereció en un día: incluso las montañas desaparecieron bajo el agua». El códice de Dresde maya describe de forma gráfica la desaparición del mundo. En el documento se ve una serpiente instalada en el cielo, que derrama torrentes de agua por la boca. Unos signos mayas indican eclipses de la Luna y del Sol. La diosa de la Luna, señora de la muerte, presenta un aspecto terrorífico. Sostiene en sus manos una copa invertida de la que manan olas destructoras. El libro sagrado de los mayas de Guatemala, el Popol Vuh, aporta un testimonio del carácter terrible del desastre. Dice que se oía en las alturas celestes el ruido de las llamas. La tierra tembló y los objetos se alzaron contra el hombre. Una lluvia de agua y de brea descendió sobre la tierra. Los árboles se balanceaban, las casas caían en pedazos, se derrumbaban las cavernas y el día se convirtió en noche cerrada. El Chilam Balam del Yucatán afirma que, en una época lejana la tierra materna de los mayas fue engullida por el mar, mientras se producían temblores de tierra y terribles erupciones. Chilam Balam es el nombre de varios libros que relatan hechos y circunstancias históricas de la civilización maya. Escritos en lengua maya, por personajes anónimos, durante los siglos XVI y XVII, en la península de Yucatán. Son fuente importante para el conocimiento de la religión, historia, folklore, medicina y astronomía maya precolombina. Los libros del Chilam Balam fueron redactados después de la conquista española. Durante la época colonial, la mayor parte de los escritos y vestigios de la religión maya fueron destruidos por los misioneros católicos españoles, al considerar que tales vestigios representaban influencias paganas y por tanto nocivas para la catequización de los mayas.
Los libros Chilam Balam fueron escritos por los mayas después de la conquista, presuntamente propiciados por los europeos, por lo que en su redacción se nota ya la influencia de la cultura española, sobre todo en materia religiosa. Los libros en su conjunto relatan acontecimientos de relevancia histórica consignados conforme a los katunes (períodos de 20 años) del calendario maya. Los relatos dejan constancia de las tradiciones religiosas del pueblo original, así como de su devenir histórico. Algunos historiadores piensan que los libros podrían contener cierta información que habría provenido, a través de la memoria colectiva, de los escritos destruidos en el auto de fe de Maní del arzobispo Diego de Landa (1524-1579). Desde el siglo XVI, indígenas evangelizados recopilaron, en el alfabeto latino, viejas memorias orales vertidas en códices o dibujos. Así se fueron reuniendo textos de diversa naturaleza: cosmogonías, calendarios, astronomía, rituales, crónicas y profecías; todos sin estructura unitaria. Entre esas memorias están los libros del profeta Chilam Balam de la región de Chumayel, en Yucatán. En el texto se dice, es la “Profecía de Chilam Balam, que era cantor, en la antigua Maní”, quien preparaba a los mayas sobre la llegada de un “Padre, señor del cielo y de la tierra”. Se estima que originalmente existían más textos de Chilam Balam, aunque solamente unos cuantos han llegado hasta nuestros días. Antiguamente, vivía en Venezuela una tribu de indios blancos llamados parias, en un pueblo que llevaba el significativo nombre de «Atlán». Esa tribu mantenía la tradición de un desastre que había destruido a su país, una vasta isla del océano. Un estudio de las mitologías de los indios de América nos permite comprobar que más de 130 tribus conservan leyendas referentes a una catástrofe mundial. ¿Son válidas la mitología y las leyendas para rellenar las lagunas de la Historia? Iván Antónovich Yefrémov (1908 – 1972), paleontólogo y escritor de ciencia ficción ruso, responde a esta pregunta de forma netamente afirmativa: «Los historiadores deben dar pruebas de más respeto en relación con las tradiciones antiguas y el folklore». Una leyenda esquimal cuenta: «Vino luego un diluvio inmenso. Muchas personas se ahogaron, y su número disminuyó». Los esquimales, como los chinos, conservan una curiosa leyenda, según la cual la tierra fue violentamente sacudida antes del Diluvio. Un bamboleo del eje terrestre podría explicar un cataclismo de amplitud mundial. Pero la ciencia no conoce causas que pudieran producir semejante sacudida. La colisión con un enorme meteoro habría podido provocar el cataclismo atlante, a menos que se tratara, como pretende Hanns Hörbiger, ingeniero austríaco y gurú científico de la Alemania nazi, el cataclismo habría sido causado por el contacto con un planeta conocido en la actualidad con el nombre de «Luna». Los «hoyos» de Carolina tendrían su origen en caídas de meteoros. Estos cráteres elípticos tienen, por término medio, un diámetro de unos ochocientos metros, con bordes elevados y una depresión de 7,5 a 15 metros de profundidad. Puede observarse que en Carolina del Norte y del Sur se han encontrado gran número de meteoritos.
La hipótesis de un deslizamiento de la corteza terrestre fue formulada en los Estados Unidos por el doctor Charles Hapgood. Según su teoría, la fina corteza terrestre se deslizaría hacia delante y hacia atrás sobre una bola de fuego. El peso de las capas de hielo sobre los dos polos provocaría este deslizamiento. El doctor Hapgood explica por este deslizamiento de la corteza la presencia de corales fósiles en el Ártico y los movimientos hacia el Norte de los glaciares del Himalaya. La hipótesis del deslizamiento polar sugiere que han ocurrido cambios geológicos muy rápidos en lo que refiere a las ubicaciones geográficas de los polos y eje de rotación de la Tierra, provocando calamidades como inundaciones y eventos tectónicos. Aunque hay evidencia de precesión y cambios en la inclinación axial, pero éstos cambios han ocurrido dentro de escalas de tiempo mucho más largas y no implican movimiento relativo del eje de giro con respecto al planeta. Sin embargo, en lo que es conocido como Deriva o Desplazamiento Polar Real, la Tierra puede girar con respecto a un eje fijo de rotación. Algunas investigaciones revelan que durante los últimos 200 millones de años ha ocurrido un desplazamiento polar de casi 30°, pero no han ocurrido eventos muy rápidos de cambio de posición dentro de éste período de tiempo. La relación de cambio típica de deriva polar o desplazamiento implica sólo 1° dentro de un lapso de 790 y 810 millones de años. Cuando existió el supercontinente de Rodinia es probable que se hayan verificado dos eventos geológicos rápidos. En cada uno de ellos los polos magnéticos cambiaron unos 55° con respecto los polos geográficos. Los polos geográficos de la Tierra son puntos sobre la superficie que son intersecados por el eje de rotación. La hipótesis del deslizamiento polar describe un cambio de localización de éstos polos respecto a la superficie, un fenómeno distinto del cambio de orientación axial respecto del plano de la eclíptica, que son causadas por la precesión y rotación, y de la verdadera deriva polar. La hipótesis del deslizamiento polar no está conectada con la teoría geológica de la Tectónica de Placas, que es una teoría bien aceptada y que concibe la idea de una superficie terrestre formada por placas sólidas que cambian de posición y se ubican sobre una astenósfera líquida. Tampoco está conectado con la deriva continental. La teoría de las placas tectónicas sustenta que las ubicaciones de los continentes se han movido lentamente sobre la superficie de la Tierra. Provoca como resultado el surgir y la ruptura gradual de continentes y océanos en periodos de cientos de millones de años.
La hipótesis del deslizamiento polar no es lo mismo que la reversión geomagnética del campo de la Tierra, el cambio real de los polos magnéticos norte y sur. Una temprana mención del deslizamiento del eje terrestre se encuentra en un artículo que data de 1872 y se titula “Chronologie historique des Mexicains“, escrito por Charles Étienne Brasseur de Bourbourg, quien interpretó los antiguos mitos mexicanos como evidencia de cuatro períodos de cataclismos globales que comenzaron aproximadamente hacia el 10.500 a.C. En 1948, Hugh Auchincloss Brown, un ingeniero electricista, lanzó una hipótesis sobre el deslizamiento polar. Brown argumentaba que la acumulación de hielo en los casquetes polares causaban una desviación del eje de rotación terrestre, identificando ciclos de aproximadamente siete milenios. En su controvertido libro “Mundos en Colisión“, escrito en 1950, Immanuel Velikovsky postuló que Venus emergió de Júpiter como un cometa. Durante dos aproximaciones propuestas para el año 1450 a.C., sugirió que la dirección de la rotación de la Tierra fue cambiada radicalmente y que ésta se revirtió en el siguiente paso. Esta disrupción supuestamente ocasionó tsunamis y terremotos y la desaparición del Mar Rojo. Pero aún más, afirmó que aproximaciones de Marte ocurridas entre 776 y 687 a.C. también propiciaron que el eje de la Tierra cambiara entre 4 y 10 grados. Velikovsky respaldó su trabajo con registros históricos, aunque sus estudios fueron ridiculizados por la comunidad científica. Charles Hapgood, en su libro “La Deslizante Corteza Terrestre” (1958), incluye un prefacio de Albert Einstein y fue escrito antes de que la tectónica de placas fuese aceptada por la gran mayoría de los expertos. En su libro Path of The Pole (La Ruta del Polo), escrito en 1970, Hapgood especulaba que la masa de hielo acumulada en cada uno de los polos desestabiliza el balance rotacional de la Tierra, causando deslizamientos de una buena parte de la corteza alrededor del núcleo terrestre, que retiene su orientación axial. Basado en sus investigaciones, Hapgood opina que cada deslizamiento se produce en aproximadamente 5000 años, seguido por períodos de 20.000 a 30.000 años sin ningún movimiento polar. Asimismo, según sus cálculos, el área de movimiento nunca cubrió más de 40º. Los ejemplos de Hapgood para las ubicaciones recientes del Polo incluyen: La bahía de Hudson (60° N, 73° W), el Océano Atlántico, entre Islandia y Noruega (72° N, 10° E), y Yukon (63° N, 135° W). Sin embargo, en “La ruta del Polo“, Hapgood argumentó que las fuerzas que causaban los deslizamientos en la corteza se encontraban debajo de la superficie. Hoy está demostrado que la Deriva Polar, o Desplazamiento Polar, ha ocurrido varias veces en el pasado, pero en relaciones de 1° en millones de años. Aunque Hapgood sobreestimó los cambios en la distribución de masa a través de la Tierra, los cálculos muestran que cambios en la distribución de masa en la corteza pueden conducir a verdaderas derivas polares.
Si la envoltura de la Tierra fuese móvil, una colisión con un asteroide habría podido provocar el desplazamiento de esta corteza. No se trata de ciencia ficción, sino de una posibilidad astronómica. Baste recordar cómo nuestro planeta evitó en octubre de 1937, por cinco horas y media solamente, el choque con un planetoide. El profesor soviético N. S. Vetchinkin pretende resolver el misterio de la Atlántida y del Diluvio de la manera siguiente: «La caída de un meteorito gigantesco fue la causa de la destrucción de la Atlántida. Huellas de meteoritos gigantes son claramente visibles en la superficie de la Luna. Se divisan en ella cráteres de doscientos kilómetros de diámetro, mientras que en la Tierra no tienen más de tres kilómetros de longitud. Al caer en el mar, estos meteoritos gigantes provocaron una marea de olas que sumergió, no solamente el mundo vegetal y animal, sino también colinas y montañas». El recuerdo de un cataclismo atlante sobrevive en los mitos de numerosos pueblos. Puede deducirse que la amplitud y el carácter de la catástrofe variaron según los emplazamientos geográficos. Los indios quichés de Guatemala recuerdan una lluvia negra que cayó del cielo en el momento mismo en qué un temblor de tierra destruía las casas y las cavernas. Esto implica un violento movimiento tectónico que se produjo en el Atlántico. El humo, las cenizas y el vapor ascendieron desde las hirvientes aguas hacia la estratosfera, y fueron seguidamente arrastrados hacia el Oeste por la rotación de la Tierra, produciendo así la lluvia negra que se derramó sobre la América Central. Las leyendas de los quichés encuentran confirmación en las de los indios de la Amazonia. Cuentan éstos que, tras una terrible explosión, el mundo quedó sumido en tinieblas. Los indios del Perú añaden que el agua subió entonces hasta la altura de las montañas. En la cuenca del Mediterráneo, los relatos referentes al Diluvio ocupan más lugar que los dedicados a fenómenos volcánicos. En la antigua mitología griega se habla de mareas cuyas olas ascienden hasta las copas de los árboles, dejando tras ellas peces trabados en las ramas. El Zend-Avesta afirma que en Persia el Diluvio alcanzó la altura de un hombre. Alejándonos más hacia Oriente, vemos que, según los documentos antiguos, el mar retrocedió en China en dirección Sudeste. Megatsunami es un término informal utilizado para designar aquellos tsunamis cuyas olas superan con creces en altura a las de un tsunami provocado por terremotos. Los megatsunamis pueden alcanzar alturas de cientos de metros, viajar a más de 400 km/h por el océano y a diferencia de los tsunamis que rompen en la costa, los megatsunamis pueden romper decenas de kilómetros tierra adentro. Probablemente es esto lo que nos cuentan estas tradiciones. El derrumbe de la isla griega de Santorini, durante su erupción cataclísmica hace alrededor 3.500 años, produjo una ola de 100 metros de altura, que se estrelló contra la costa norte de Creta después de viajar 70 km.
Esta concepción de cataclismo mundial es perfectamente defendible. Una marea gigantesca del Atlántico debía por fuerza producir un reflujo en la otra parte del Globo, en el océano Pacífico. En apoyo de esta tesis puede citarse que en el antiguo México se celebraba una fiesta consagrada a la celebración de un acontecimiento del pasado en el que las constelaciones tomaron un aspecto nuevo. Resultaba de ello, según la opinión de los indígenas, que los cielos no habían tenido en otro tiempo el mismo aspecto que hoy. Martinus Martini, misionero jesuita que trabajó en China en el siglo XVII, habla en su Historia de China de viejas crónicas que evocan un tiempo en que el cielo comenzó súbitamente a declinar hacia el Norte. El Sol, la Luna y los planetas cambiaron su curso después de una conmoción ocurrida en la Tierra. Constituye ello una seria indicación de una fuerte sacudida de la Tierra, única causa susceptible de explicar los fenómenos astronómicos descritos en los documentos chinos. Dos reproducciones de la bóveda celeste, pintadas en el techo de la tumba de Senmut, el arquitecto de la reina Hatshepsut, nos presentan un enigma. Los puntos cardinales se hallan correctamente colocados en uno de estos mapas, mientras que en el otro están invertidos, como si la Tierra hubiera sufrido un choque. En efecto, el papiro Harris afirma que la Tierra se invirtió durante un cataclismo cósmico. En los papiros del museo Ermitage, de Leningrado, y en el papiro Ipuwer, se hace igualmente mención de esta inversión de la Tierra. Los indios asentados a orillas del curso inferior del río Mackenzie, en el Canadá septentrional, afirman que una ola de calor insoportable se abatió durante el Diluvio sobre su región ártica; y, luego, súbitamente, un frío glacial habría sucedido a este calor. Un desplazamiento de la atmósfera, producido en el curso de una sacudida del globo terráqueo, muy bien hubiera podido provocar estos cambios extremadamente bruscos de la temperatura de que hablan los indios del Canadá. De todos estos testimonios del pasado se infiere que la catástrofe de la Atlántida tuvo un carácter violento y terrorífico. En 1833 se produjo la famosa erupción del Krakatoa. La isla de Krakatoa, situada entre Sumatra y Java, fue literalmente levantada, provocando un desgarro del suelo submarino. Una ola de más de treinta metros de altura proyectó grandes buques y pequeñas embarcaciones sobre las costas ribereñas. El fragor de la erupción se oyó hasta en Australia, y la atmósfera sufrió perturbaciones en toda la extensión del globo terrestre. Tal vez sea exactamente esto lo que ocurrió con la legendaria Atlántida. Aunque la Historia, nos ha transmitido el recuerdo de importantes cambios geográficos operados en el pasado. Heinrich Schliemann, leyendo la Ilíada de Homero, encontró la legendaria Troya. La ciudad etrusca de Spina, mencionada por Plinio el Viejo y por Estrabón como un importante centro del comercio y la civilización, se halla en la actualidad completamente sumergida bajo las olas del Adriático.
Fanagorias, importante puerto del mar Negro en la época helénica, está sumergido en el golfo de Tamán. Dioscurias, la ciudad cercana a Sukumi, que fue visitada por los legendarios argonautas en su travesía del mar Negro, yace hoy bajo las aguas. No se trata solamente de ciudades, sino también de inmensas extensiones de terrenos que desaparecen constantemente en las profundidades de los océanos. Y los movimientos tectónicos prosiguen sin cesar en toda la superficie de la Tierra. Si tomamos en consideración estos hechos, la desaparición de la Atlántida bajo las aguas es perfectamente factible. La tierra se hunde en el mar y emerge de él en un tiempo relativamente muy breve. La simple enumeración de estos cambios geológicos y geográficos que se han producido por doquier en la Tierra pone de manifiesto fenómenos sorprendentes. El templo de Júpiter-Serapis fue construido en la bahía de Nápoles el año 105 a. C. Tras haber ido hundiéndose gradualmente en el Mediterráneo, emergió de nuevo, en 1742, de las profundidades del mar. En la actualidad, se está hundiendo otra vez. Existe, a través del Atlántico, otro lazo entre el antiguo Egipto y el antiguo Perú. Su calendario constaba de dieciocho meses de veinte días, con una fiesta de cinco días a fin de año. ¿Se trata de simple coincidencia? Un examen de estos antiguos calendarios nos permite fijar la fecha aproximada de la desaparición de la Atlántida. El primer año de la cronología de Zoroastro, el año en que «comenzó el tiempo», corresponde al 9600 a. C. Esta fecha es muy próxima a la que, con motivo de su conversación con Solón, dieron los sacerdotes egipcios para la desaparición de la Atlántida, es decir, 9560 a. C. Los antiguos egipcios calculaban el tiempo en ciclos solares de 1460 años. El fin de su última época astronómica sobrevino en el año 139 d. C. A partir de esta fecha se pueden reconstituir ocho ciclos solares hasta el año 11.542 a. C. El calendario lunar de los asirios dividía el tiempo en períodos de 1805 años; el último de estos períodos finalizó en 712 a. C. A partir de esta fecha, se pueden establecer seis ciclos lunares para remontarse hasta 11.542 a. C. El calendario solar de Egipto y el sistema asirio de calendario lunar coinciden, pues, al llegar al mismo año, 11.542 a. C., como fecha probable de iniciación de los dos calendarios. Los brahmanes de la India calculan el tiempo en ciclos de 2850 años a partir del 3102 a. C. Tres de estos ciclos, o sea 8550 años, sumados a 3102 a. C., nos dan la fecha de 11.652 a. C. El calendario maya nos muestra que los antiguos pueblos de la América Central tenían ciclos de 2760 años. El comienzo de una etapa se instituye en el año 3373 a. C. Tres períodos de 2760 años, o sea, 8280 años, a partir de 3373 a. C., nos llevarían a 11.653 a. C., es decir, a un año de distancia de la fecha establecida por los Sabios de la India. El Codex Vaticanus A-3738 contiene una cronología azteca muy significativa, según la cual el primer ciclo concluyó con un diluvio, tras 4008 años de duración. El segundo ciclo de 4010 años finalizó con un huracán. La tercera Era de 4801 años terminó con incendios. Durante el cuarto período, que duró 5042 años, la Humanidad padeció hambre. La Era actual es la quinta y comenzó el 751 a. C. La duración total de los cuatro períodos mencionados en el Codex Vaticanus A-3738 es de 17.861 años y su comienzo se halla en la fecha, increíblemente remota, de 18.612 años a. C.
El obispo Diego de Landa escribía, en 1566, que en su tiempo los mayas establecían su calendario a partir de una fecha que venía a corresponderse con el 3113 a. C., en la cronología europea. Afirmaban que antes de esta fecha habían transcurrido 5125 años en ciclos anteriores. Esto fijaría el origen de los primitivos mayas en el año 8238 a. C., fecha muy próxima a la del cataclismo atlante. Sobre la base de todas estas fechas, que nos proporcionan una indicación para la de la Atlántida, cabe formular la hipótesis de que, hace millares de años, la Humanidad disponía ya de considerables conocimientos de astronomía, dignos de una elevada civilización. El día más largo del calendario maya contenía 13 horas, y el más corto, 11. En el antiguo Egipto, el día más largo tenía 12 horas y 55 minutos, y el más corto, 11 horas y 55 minutos, cifras casi idénticas a las de los mayas. Pero lo más asombroso de estos cálculos es que 12 horas y 55 minutos no es la duración real del día más largo en Egipto, sino en el Sudán. Tratando de explicar esta diferencia, el doctor L. Zajdler, de Varsovia, formula la suposición de que este cálculo del tiempo provenía de la Atlántida tropical. El arqueólogo Arthur Posnansky, de La Paz, Bolivia, hablando del templo inacabado del Sol en Tiahuanaco, afirma que la construcción fue súbitamente abandonada hacia el 9550 a. C. ¿No le habían dicho a Solón los sacerdotes de Sais que la Atlántida pereció en 9560 a. C.? Según el sabio soviético E. F. Hagemeister, la ciencia puede afirmar, con respecto a la desaparición de la Atlántida, que: «El fin de la Era glacial en Europa, la aparición de la Corriente del Golfo y la desaparición de la Atlántida se produjeron simultáneamente hacia el año 10000 a. C.». En la sección egipcia del museo del Louvre se encuentra un dibujo del Zodíaco de Dendera. Esta antigua reliquia egipcia constituía en otro tiempo parte del techo de un pórtico del templo de Dendera, en el Alto Egipto. Fue llevada a Francia por el grabador Jean Baptiste Le Lorrain en 1821. Durante generaciones enteras, el calendario de Dendera ha constituido para los sabios un enigma indescifrable. Los signos del Zodíaco están colocados en espiral, y los símbolos son fáciles de reconocer. Pero Leo se encuentra en el punto del equinoccio vernal. Teniendo en cuenta la precesión de los equinoccios, ello indicaría una fecha entre 10.950 y 8800 a. C., es decir, el período mismo en el curso del cual se produjo la catástrofe de la Atlántida. El Zodíaco de Dendera es de origen egipcio, pero podría haber sido esculpido en conmemoración de un remoto acontecimiento, el fin de la Atlántida y el nacimiento de un nuevo ciclo. Si observamos la literatura, la mitología y el folklore de la Antigüedad, la Atlántida se nos aparece como una posibilidad histórica. Los Diálogos de Timeo y Critias, de Platón, contienen una crónica de la Atlántida. Se la atribuye a Solón, legislador de la antigua Grecia, que viajó a Egipto hacia el 560 a. C. La asamblea de los sacerdotes de la diosa Neith, de Sais, protectora de las ciencias, reveló a Solón que sus archivos se remontaban a millares de años y que se hablaba en ellos de un continente situado más allá de las Columnas de Hércules y engullido por las aguas hacia el 9560 a. C. Sais es el nombre griego de la capital del Bajo Egipto, situada al oeste del delta del Nilo. Fue residencia real de la dinastía XXVI (664-527 a. C.), llamada saíta. Su divinidad tutelar era la diosa guerrera Neith. Su nombre en egipcio es Sau, en griego Sais y en árabe Sa el-Hagar.
Platón no comete el error de confundir la Atlántida con América, ya que dice claramente que existía otro continente al oeste de la Atlántida. Habla de un océano que se extiende más allá del estrecho de Gibraltar y dice que el Mediterráneo «no es más que un puerto». En este océano, el Atlántico, sitúa una isla-continente más extensa que Libia y Asia Menor juntas. Se dice que el nombre de Atlántida fue dado en honor de su primer gobernante, Atlas, uno de los hijos de Poseidón que se rebeló contra los dioses y fue condenado por Zeus a cargar sobre los hombros la bóveda del cielo. En los Diálogos también se describe como vivía la civilización atlante con bastante detalle. Esta civilización tuvo su origen en la unión del dios Poseidón con una mortal llamada Cleito. El amor de Poseidón por Cleito era tan grande que, para protegerla, aisló la isla de todo cuanto la rodeaba por medio de dos anillos de agua y tres de tierra, fosos inundados y muros alternados. Convirtió así el centro de la isla en un círculo. Cuenta que en el centro del Atlántico existía una fértil llanura protegida de los vientos septentrionales por altas montañas. El clima era subtropical, y sus habitantes podían recoger dos cosechas al año. El país era rico en minerales, metales y productos agrícolas. En la Atlántida, florecían la industria, los oficios y las ciencias. El país se enorgullecía de sus numerosos puertos, canales y astilleros. Al mencionar sus relaciones comerciales con el mundo exterior. Platón sugiere el empleo de barcos capaces de atravesar el Océano. Los habitantes de la Atlántida construían sus edificios con piedras rojas, blancas y negras. El templo de Cleito y de Poseidón estaba decorado con ornamentos de oro; los muros eran de plata y una muralla de oro lo rodeaba. Allí es donde los diez reyes de la Atlántida celebraron sus reuniones. Según los datos de Platón, más de 1 millón de hombres estaban alistados en el ejército y en la marina. Partiendo de esta cifra, había que admitir que la población entera se elevaba a un buen número de millones. Durante el último período de la historia de la Atlántida de que habla Platón, la nación se hallaba gobernada por los descendientes reales de Poseidón. Poco antes de su desaparición, el Imperio atlante se lanzó por los caminos del imperialismo, con la intención de extender sus colonias al Mediterráneo. A juzgar por el relato de Platón, parecería, no obstante, que en una época anterior los atlantes se mostraban sabios y afables. Según él, «despreciaban todo, a excepción de la virtud». No daban gran importancia a «la posesión del oro y de otras propiedades, que les parecían una carga; no estaban intoxicados por el lujo, y la riqueza no les hacía perder el sentido».
Los hombres de la Atlántida ponían la camaradería y la amistad por encima de los bienes terrestres. Despreciaba la propiedad privada y tenían un sistema de tipo socialismo. Ello explicaría la existencia de una economía sin dinero en el país de los incas, puesto que, según todos los indicios, el Perú era una porción del Estado atlante. Según las Geórgicas, de Virgilio, y las Elegías, de Tíbulo, la tierra era en la Antigüedad propiedad común. El recuerdo de una democracia que habría existido antaño en la antigua Grecia y en la antigua Roma se perpetuó en las fiestas de las saturnales, en las que amos y esclavos bebían y danzaban juntos durante un día entero. En su mito de Enki y Ninhursag, los sumerios se lamentan de la desaparición de una estructura social en la que «no había mentira, ni enfermedad, ni vejez». El mito de Enki y Ninhursag es relatado en las tablillas que datan de la época de Ur III y paleo-Babilonia, de la antigua Mesopotamia. La historia narra cómo Enki bendijo la paradisíaca tierra de Dilmun, a petición de Ninsikil, haciendo que brotara el agua, y que navíos de Tukric, y otros lugares llevaran oro y piedras preciosas. El texto narra a continuación la incestuosa historia de Ninhursag, Enki y sus hijas, Ninsar, Ninkurra y Uttu: Enki tiene relaciones con sus hijas y Ninhursag se venga causándole ocho enfermedades. Más tarde Enlil, con ayuda de un zorro, trae junto a Enki a Ninhursag que había jurado no verle con buenos ojos hasta el día de su muerte. Finalmente accede a deshacer el conjuro y crea ocho deidades para sanar cada una de las enfermedades. Platón evoca la decadencia moral de los atlantes, que se produjo cuando ganaron terreno la avaricia y el egoísmo. Fue entonces cuando Zeus, «viendo que una raza memorable había caído en un triste estado» y que «se alzaba contra toda Europa y Asia», resolvió infligirle un castigo terrible. Según el filósofo griego, «los hombres animados de un espíritu guerrero se hundieron en la tierra, y la isla de la Atlántida desapareció del mismo modo, engullida por las aguas». Previendo la actitud escéptica de sus futuros lectores, Platón afirma que su historia «aun pareciendo extraña, es perfectamente verídica». En nuestros días, su relato se ve cada vez más firmemente confirmado por los datos de la Ciencia. La exploración del lecho del Atlántico nos revela la existencia de una cresta que se extiende de Norte a Sur en medio del Océano. Las Azores podrían ser los picos de esas montañas sumergidas que, según el relato de Platón, protegían la llanura central de los vientos fríos del Norte. Cuando Critias nos habla de las casas atlantes construidas con piedras negras, blancas y rojas, su indicación está confirmada por el descubrimiento de terrenos calcáreos blancos y rocas volcánicas negras y rojas en las Azores, últimos restos de la Atlántida. Tenemos el ejemplo de la fortaleza de Caravan-Sarai, que fue construida en 1135 en un islote del mar Caspio. En el transcurso de las generaciones, desapareció lentamente bajo las aguas. Las referencias a este fortín que figuran en las antiguas crónicas fueron consideradas, en definitiva, como pura fábula. Pero, en 1723, el islote se elevó por encima del nivel del mar y es perfectamente visible en la actualidad.
La isla de Faucon, o de Jacques-dans-Ia-Boite, fue descubierta en el Pacífico meridional por Morell, un explorador español. En 1892, el Gobierno de Tonga hizo plantar en ella dos mil cocoteros, pero dos años más tarde la isla entera desapareció en el océano. En la actualidad, comienza a elevarse de nuevo. Durante el terremoto de Lisboa de 1755, la altura de las olas alcanzó los diez metros. La mayor parte de la ciudad quedó destruida y sesenta mil de sus habitantes perecieron. Un violento terremoto sacudió, en 1819, el delta del Indo (Sind). Un vasto territorio quedó inundado, y sólo los edificios más altos se mantuvieron por encima de las aguas. Entre 1822 y 1853, tras importantes movimientos sísmicos, la costa de Chile se elevó nueve metros. En Jamaica, Port-Royal, que durante mucho tiempo sirvió de albergue a los piratas, fue intensamente estremecido en 1692 por un temblor de tierra, quedando parcialmente cubierto por las aguas. En la segunda mitad del siglo XIX, la isla Tuanaki, en el archipiélago de las Cook, se sumergió con sus trece mil habitantes, en el océano Pacífico. Varios pescadores habían salido de la isla por la mañana a bordo de sus embarcaciones; cuando regresaron, al atardecer, la isla había desaparecido. En 1957, se vio surgir una isla humeante de las profundidades del Atlántico, no lejos de las Azores. El volcán de Tristán da Cunha, considerado como extinguido, hizo erupción en 1961 en el Atlántico meridional, lo que dio lugar a la evacuación a Inglaterra de toda su población. En este mismo archipiélago de las Azores, un terremoto asoló, siete años más tarde, la isla de San Jorge. La catástrofe adquirió tales proporciones que quince mil habitantes se vieron obligados a abandonar la isla. Y no son solamente islas o costas las que se hunden o emergen, sino continentes enteros. Así, se supone que, desde la época de Cristóbal Colón, los Andes, en América del Sur, se han elevado un centenar de metros. Francia se hunde treinta centímetros cada siglo. El terreno existente entre el Ganges y el Himalaya asciende 18 milímetros al año. El fondo del océano Pacífico asciende hacia la superficie en la región de las islas Aleutianas. Según el padre Lynch, de la Universidad de Fordham, en Nueva York, un nuevo continente se halla próximo a surgir en la superficie del océano Atlántico. Tal vez sea la reaparición de la legendaria Atlántida. La importancia de los cambios geológicos operados en las profundidades de los océanos fue puesta de manifiesto por los técnicos de la Western Telegraph, en 1923, cuando buscaban un cable submarino en las aguas del Atlántico. Descubrieron que el cable, en sólo veinticinco años, había sido proyectado, por el ascenso del fondo oceánico, a una altura de 3620 metros. Si se lograra desecar el océano Atlántico, podría verse en el fondo una larga cadena de montañas, desde Islandia al Antártico. Al sur de las Azores se encuentra una protuberancia denominada Atlántida, que seguramente representa los restos de la Atlántida legendaria.
En 1949, El profesor Ewing, de la Universidad de Columbia, llevó a cabo la exploración de la cordillera que se eleva en medio del Atlántico. A una profundidad entre los 3000 y los 5500 metros, descubrió arena costera prehistórica. Se encontró ante un gran enigma, pues la arena, producto de la erosión, no existe en el fondo del mar. La única conclusión que podía extraerse de este descubrimiento era que el terreno se había hundido en el fondo del Atlántico, a menos que las aguas del océano se hubieran encontrado, en una época remota, a un nivel inferior. Si se aceptase esta última hipótesis, cabría preguntarse qué había sido de toda el agua suplementaria. Numerosos valles submarinos del Atlántico no son sino continuaciones de ríos existentes. Esto indicaría que, en ciertos lugares, el actual fondo del mar era en otro tiempo tierra firme. En 1898, un barco cablero francés tropezó, a una profundidad de 3160 metros, con un trozo de lava vítrea, llamada taquilita, que solamente se forma en la superficie, por encima del nivel del mar. Ello indicaría que en este lugar se produjo una erupción volcánica, en una época en que en lugar del océano allí se encontraba tierra firme. Los Andes debieron de elevarse súbitamente en una época relativamente reciente, en la que ya se podía navegar sobre los mares. Si se rechaza esta hipótesis, resulta totalmente inexplicable la existencia de un puerto marítimo en el lago Titicaca, a una altitud de 3800 metros y a 322 kilómetros de distancia del Pacífico. Las argollas destinadas a sujetar las cuerdas al muelle eran tan grandes que sólo habrían podido utilizarlas los navíos que cruzaban los océanos. En este extraño puerto de los Andes se encuentran todavía rastros de conchas y de algas marinas. Se ven en él numerosas playas sobrealzadas, y el agua de la parte meridional del lago es, en la actualidad, todavía salada. En efecto, cerca del lago Titicaca, a unos cuatro mil metros de altura, sobre el océano Pacífico, se encuentran las ruinas de construcciones ciclópeas levantadas con gigantescos bloques de piedra. Son los restos de varias ciudades superpuestas, vestigios de una antigua civilización muy desarrollada, según las leyendas de los indígenas. Se trata de la fabulosa ciudad de Tiahuanaco, que se dice “fue levantada en una noche“, por unos extranjeros misteriosos, gigantes de piel blanca y barbudos, que se llamaban “Hijos del Sol“. La leyenda dice que llegaron del cielo para difundir allí su civilización e impartir sus conocimientos a los nativos. En aquel tiempo, según el investigador Hans Schindler Bellamy, el Océano Pacífico llegaba a esta altura de las montañas, por lo cual Tiahuanaco estaba a la orilla del mar. Tal como hemos indicado, existe una línea de sedimentos marinos, que se extiende sin interrupción durante setecientos kilómetros.
Vemos pues que Tiahuanaco era un puerto de mar. Y el lago Titicaca es salado porque es el último resto de un océano desaparecido. Los muelles del puerto de Tiahuanaco existen todavía, y se encuentran sobre la línea de sedimentos. Podemos deducir de ello y de lo que nos cuentan las antiguas leyendas indias, que quizá los hombres de Tiahuanaco tenían naves que daban la vuelta al Mundo. Ello implicaría que una cultura, que comprendía toda la tierra entonces habitada, estaba unida por el tráfico marítimo. No menos misterioso es el puerto megalítico de Nan Madol. Consistente en una serie de pequeñas islas artificiales unidas por una red de canales, Nan Madol es conocido a veces como “la Venecia del Pacífico“. Está cerca de la isla de Pohnpei, que forma parte de los Estados Federados de Micronesia, y fue la capital de la dinastía Saudeleur hasta aproximadamente el año 1500 de nuestra era. Nan Madol significa “entre espacios” y hace referencia a sus canales. Ya mucho antes de la primera gran guerra, según explicaron los nativos, buscadores de perlas y comerciantes japoneses habían efectuado sondeos clandestinos en el fondo del mar. Los submarinistas regresaron con narraciones fabulosas. Allí abajo se habían podido pasear por calles en parte bien conservadas, si bien recubiertas por moluscos, colonias de corales y otros habitantes marinos, amén de algún que otro vestigio de ruinas. Desconcertante había sido, según ellos, la visión de numerosas bóvedas de piedra, columnas y monolitos. Esta misteriosa ciudad submarina albergaba tesoros concretos, debiéndose hallar en el centro de la misma una especie de panteón de los nobles del lugar, cuyas momias yacían allí. Pero cada una de estas momias estaría encerrada en un sarcófago de platino. Estos son los sarcófagos que en época de la dominación japonesa de la isla, o sea entre las dos guerras mundiales, habrían localizado los submarinistas nipones. De acuerdo con estos testimonios, habrían ido extrayendo platino del fondo marino hasta el momento en que dos submarinistas ya no volvieron a emerger. Desaparecieron sin dejar rastro, llevándose consigo su moderno equipo de inmersión. ¿Qué era Nan Madol? Quizá parte de una vasta isla, cuya mayor parte fue engullida por las aguas, tal vez en la misma época de la destrucción de Tiahuanaco. Los indios quechuas afirman que los cereales comenzaron a cultivarse en las proximidades del lago Titicaca; pero en nuestros días el maíz no crece ya a esa elevada altitud. Todo esto nos permite suponer que el hundimiento de la Atlántida podría haber provocado la elevación de los Andes. El explorador mexicano José García Payón ha encontrado en la cordillera dos cabañas recubiertas de una espesa capa de hielo. Restos de conchas indicaban la presencia, en aquel lugar, de una playa marítima en la que se construyeron esas viviendas. En la actualidad, su emplazamiento se halla a 6300 metros encima del nivel del mar.
La ciencia actual confirma la posibilidad de la existencia, en medio del Atlántico, de un centro de una elevada civilización. V. A. Obruchev, que fue miembro de la Academia de Ciencias de la URSS, afirmaba que la práctica de sondeos en la zona septentrional del océano Atlántico «podría revelar, bajo las aguas, ruinas de edificios y otros restos de una antigua civilización». El profesor N. Lednev, físico y matemático moscovita, tras veinte años de investigaciones llegó a la conclusión de que la fabulosa Atlántida no puede ser considerada como un simple mito. Según él, documentos históricos y monumentos culturales de la Antigüedad nos demuestran que la Atlántida «era una inmensa isla de centenares de kilómetros de extensión, situada al oeste de Gibraltar». Otro representante de la ciencia soviética, Catalina Hagemeister, escribía, en 1955, que, habiendo llegado hace diez o doce mil años las aguas de la Corriente del Golfo al océano Ártico, la Atlántida debió de haber sido la barrera que desvió la corriente hacia el Sur. «La Atlántida explica la aparición del período glaciar en Europa. La Atlántida era también la razón de su fin», afirmaba. Cuando las cordilleras que formaban la Atlántida se prolongaban desde América hasta Europa y África, impedían el flujo de las aguas tropicales del océano hacia el Norte y no existía la Corriente del Golfo, tal como la conocemos. La tierra encerraba el océano, que bañaba las playas del Norte de Europa y era intensamente frío. El resultado fue un período de glaciaciones. Cuando la barrera de la Atlántida se hundió lo suficiente como para permitir la expansión natural de las aguas calientes de los trópicos hacia el Norte, el hielo y la nieve que cubrían Europa desaparecieron gradualmente; la Corriente del Golfo fluyó alrededor de la isla-continente y aún conserva el movimiento circular que adquirió originalmente debido a la presencia de la Atlántida. Más coloquialmente, cuando se habla de los últimos millones de años, se utiliza «glaciación» para referirse a periodos más fríos con extensos casquetes glaciales en Norteamérica y Eurasia. Según esta definición, la glaciación más reciente acabó hace unos 10.000 años. Groenlandia está cubierta por una capa de hielo de unos 1600 metros de espesor que no se funde jamás. Y, sin embargo, Noruega, que se halla situada en la misma latitud, posee en verano una rica vegetación. La Corriente del Golfo calienta a Escandinavia y al resto de Europa, y a esta corriente cálida se la designa, con justicia, la «calefacción central» de nuestro continente. Realizando sondeos en el lecho del Atlántico ecuatorial, el buque sueco Albatros descubrió, a más de 3219 metros de profundidad, rastros de plantas de agua dulce. El profesor Hans Petterson, jefe de la expedición, expuso la opinión de que una isla había sido engullida en aquel lugar.
Los foraminíferos son minúsculos animales marinos testáceos, o recubiertos por una concha. Son organismos muy abundantes en los sedimentos marinos y presentan una gran diversidad de especies. Existen dos géneros principales de ellos, los Globorotalia menardii y los Globorotalia truncatulinoides. El primero se caracteriza por una envoltura de concha que gira en espiral hacia la derecha y habita en aguas cálidas. La concha del segundo gira hacia la derecha, y puede existir también en las aguas frías del océano. Estos dos géneros de animales marítimos pueden servir como indicadores de clima cálido o frío. El tipo cálido no aparece en ningún lugar por encima de una línea que se extiende desde las Azores a las Canarias. El foraminífero de agua fría se halla en el cuadrilátero nororiental del Atlántico. La zona media del Atlántico, desde el África occidental a la América central, está poblada abundantemente por el tipo cálido de losgloborotalia menardii. No obstante, el tipo frío hace su reaparición en el Atlántico ecuatorial. Parece como si la especie de foraminíferos de agua templada hubiera penetrado a través de una barrera en dirección al Este. Tal vez esto demostraría que la Atlántida era esta barrera. Los trabajos científicos emprendidos por el Observatorio Geológico Lamont (Universidad de Columbia), en los Estados Unidos, han permitido la realización de un importante descubrimiento basado en la distribución de foraminíferos. Hace una decena de millares de años se produjo en el Atlántico un súbito calentamiento de las aguas en la superficie oceánica. Lo que es más, la transformación del tipo «frío» de foraminíferos en tipo «caliente» no duró más de un centenar de años. Ello indicaría que hacia el año 8000 a. C. se produjo en el océano Atlántico un cambio climático catastrófico. En el curso de un sondeo submarino efectuado en 1949 por la Sociedad Geológica de América, se extrajo del lecho del Atlántico, al sur de las Azores, una tonelada de discos de piedra caliza. Su diámetro medio era de 15 centímetros, y su grosor de 3,75 centímetros. Estos discos poseían en su centro una extraña cavidad. Eran relativamente lisos por fuera, pero sus cavidades presentaban un aspecto rugoso. Estos discos de piedra caliza, difíciles de identificar, no parecían ser de formación natural. Según el Observatorio Geológico Lamont, «el estado de litificación de la piedra caliza permite suponer que pudo litificarse en condiciones aéreas en una isla situada en medio del mar hace doce mil años». Si queremos fijar la fecha de la desaparición de la Atlántida, no debemos olvidar que la edad de la garganta del Niágara se remonta a unos 12.500 años. Es también un hecho conocido que la elevación de la cordillera alpina hasta una altura de 5700 metros se produjo hace unos diez mil años.
El empleo de carbono radiactivo para determinar las fechas de diversos materiales ha producido resultados muy significativos. En otro tiempo, existió en las Bermudas un extenso bosque de cedros que se encuentra en la actualidad bajo las aguas. Las pruebas realizadas con carbono 14 nos revelan que el bosque desapareció de la superficie hace unos once mil años. Un bosque de abetos próximo a Two Creeks, en Wisconsin, fue destruido por el avance de los glaciares hace unos once mil años. También hace unos 10 800 años que bloques movedizos de hielo arrancaron grupos de abedules existentes en el norte de Alemania. Se ha podido comprobar que un montón de barro del lago Knockacran, en Irlanda, perteneciente a la última capa de hielo, tenía una edad de 11.787 años. La determinación por el carbono radiactivo de la edad de la civilización de Jericó nos da la fecha de 8000 a. C. Se han encontrado en este lugar reproducciones artísticas en yeso de cráneos de hombres de un tipo egipcio bastante refinado que vivían allí hace ocho mil años. La ciudad de Jericó es una de las más antiguas ciudades amuralladas del mundo, cuyo origen se remonta al 8000 a. de C. tal como se pudo comprobar tras sucesivas excavaciones realizadas en las ruinas de Tell es-Sultán, unos 16 km al noroeste de la actual desembocadura del Jordán en el mar Muerto, y muy cerca de la moderna ciudad de Jericó. La arqueología ha demostrado que en ese sitio fueron construidas y destruidas sucesivas ciudades a lo largo de los milenios: una ciudad de la época neolítica, rodeada por un muro y habitada desde el octavo hasta el cuarto milenio a. C. en que fue abandonada; una ciudad pre Cananea de la edad del bronce temprano o antiguo, con formidables sistemas defensivos amurallados (3200-2300 a. de C.); una ciudad cananea del bronce medio (hacia 1900–1600/1550 a.C., el llamado período patriarcal) que probablemente terminó por ser destruida por los faraones de la 18º dinastía. Y una última ocupación conocida del período del bronce reciente o tardío (entre 1400 y 1325 a.C.). De todas las fechas antes indicadas se desprende que hace once o doce mil años se produjo una penetración menor de capas glaciares. Tras este último avance de los glaciares provenientes del Polo, el clima volvió a calentarse. Hacia el año 8000 a. C., en la Era llamada mesolítica, la capa de hielo se retiró y se abrieron nuevas tierras para los hombres, los animales y las plantas. Puede decirse que los climas adquirieron sus rasgos característicos actuales entre el año 10000 y el 8000 a. C. Europa y América del Norte pudieron gozar de una atmósfera considerablemente más templada que en el pasado. La teoría de la Atlántida, según la cual el continente desaparecido habría impedido el acceso de la cálida Corriente del Golfo hacia el Norte, trataría de explicar este cambio de clima. Pero, al contrario de lo sucedido en Europa, grandes extensiones de Asia iban a sufrir cambios climáticos en un sentido opuesto.
En 1958, el arqueólogo ruso V. A. Ranov descubrió varias pinturas murales en las grutas del Pamir, a una altitud de 4200 metros. Representan una obra de arte prehistórico, situada en uno de los lugares más elevados del mundo. La cordillera del Pamir es una gran cordillera asiática, una de las más altas del mundo, situada entre los límites de Asia Central y meridional y relacionada al este con el Himalaya. Está compuesta por la unión de las cordilleras Tian Shan, Karakórum, Kunlun y el Hindu Kush. Por ser un punto de reunión de varias cordilleras es también conocido como Nudo del Pamir y, junto al Tíbet, era conocida en tiempos victorianos como el Techo del Mundo (Roof of the World), en una traducción aproximada del término persa.1 Es conocida también por su nombre en chino, Congling. La región del Pamir está centralizada en Tayikistán, específicamente en la región de Alto Badajshán. Parte de la cordillera del Pamir se sitúa también en los países de Kirguistán, Afganistán y Pakistán. Al sur de Alto Badajshán, el corredor de Wakhan atraviesa la región de Pamir, la cual también incluye la parte norte de Afganistán y Pakistán. Los dibujos de la gruta Chajta, realizados con una pintura mineral roja, representan un oso, un jabalí y un avestruz, tres animales que no habrían podido sobrevivir en la la temperatura ártica actual del Pamir. Una clave para resolver el enigma de la edad de estas pinturas ha sido encontrada en Markansu, donde sus habitantes prehistóricos dejaron herramientas y cenizas. Estas últimas provienen de abedules y cedros que ya no crecen en esa región. El carbono 14 permite datarlas en unos 9500 años. Este súbito descenso de la temperatura en el Pamir podría deberse a una rápida elevación de la corteza terrestre a cauda de una perturbación geológica. En las cercanías del lago Sevan, en las montañas de la Armenia soviética, se ha encontrado un cráneo de reno. La presencia de este animal de las llanuras en las montañas del Cáucaso meridional constituye un absoluto misterio. La posible explicación es que en otro tiempo se produjo un cataclismo geológico de proporciones tales que transformó una llanura en un país montañoso. La edad del cráneo ha sido calculada en doce mil años, cifra que coincide con la fecha tradicional de la desaparición de la Atlántica bajo las aguas. Cuando se procedió a una prueba con carbono 14 sobre la osamenta de un mamut encontrada en la zona septentrional de Siberia, el resultado obtenido fue también de doce mil años. Millares de estos animales debieron de sufrir una muerte súbita en aquella época, lo que se infiere del hecho de que varios de ellos fueron hallados en pie y con hierba en la boca y en el estómago. Por otra parte, cabe hacer notar que el mamut no era un animal polar. Salvo por su largo pelaje, la estructura y el grosor de su piel se asemejan a los del elefante de las Indias tropicales. La piel de estos animales helados está llena de corpúsculos de sangre roja. Ello prueba que murieron asfixiados por el agua o por los gases.
El marfil obtenido de los colmillos de los mamuts ha constituido durante siglos un objeto de comercio. Según Richard Lydekker, durante las últimas décadas del siglo XIX fueron vendidos unos veinte mil pares de colmillos en perfecto estado. Ello nos da una idea aproximada del gran número de mamuts helados encontrados. Hay que hacer notar que, para tallar el marfil, sólo pueden emplearse los colmillos de animales recientemente muertos o congelados, ya que los colmillos expuestos al aire se resecan y resultan inutilizables. En las regiones septentrionales de América y Asia también han sido descubiertos decenas de millares de mamuts. Y, como únicamente se utilizaba para el comercio marfil de mamuts de la mejor calidad, es evidente que todos los animales tuvieron que hallar una muerte súbita. Según las estimaciones del profesor Frank C. Hibben, sólo en América del Norte cuarenta millones de animales perecieron al final de la Era glacial: «Era una muerte catastrófica que no perdonó a nadie». Las pruebas con el carbono 14 nos revelan que los restos humanos desaparecieron súbitamente del continente americano hace unos 10.500 años. ¿Es esta la fecha del final de una gran civilización? La fecha 10500 a. de C. no significa nada para los historiadores, ya que es «prehistórica», más o menos la época en que aparecieron los primeros agricultores en el Oriente Medio. Pero hay una fecha en la mitología, una sola, que se le acerca de manera razonable. Según el Timeo de Platón, cuando el estadista griego Solón visitó Egipto hacia el año 600 a. de C., los sacerdotes egipcios le contaron la historia de la destrucción de la Atlántida, acaecida unos nueve mil años antes, y de cómo se había hundido debajo de las olas. La Esfinge ya era antigua en tiempos de Kefrén. El cuerpo y el recinto de la Esfinge habían sido erosionados por el agua, en vez de por la arena impulsada por el viento. Ello implica una época en que en que la Esfinge estaba en un entorno húmedo (aproximadamente en el 10.000 a.C). Al examinar el gran sarcófago de granito rojo que se encontró en la Cámara del Rey de la Gran Pirámide planteaba una serie de problemas técnicos que aparentemente eran irresolubles. Lo habían tallado con una precisión increíble. Pero ¿con qué herramientas? La inexistencia de restos de pescado en este período hace suponer que el hombre había aprendido a alimentarse de la agricultura. Luego, según parece, una serie de desastres naturales, entre los que hubo tremendas inundaciones en el valle del Nilo, pusieron fin a la «revolución agrícola» hacia 10500 a. de C. Ésta es la fecha en que se supone tuvo lugar la destrucción de la Atlántida y en que los supervivientes llegaron a Egipto y construyeron la versión más antigua de la Esfinge.
Robert Bauval, ingeniero y escritor, autor de El Misterio de Orión, se hallaba acampado en el desierto de Arabia Saudita durante una expedición. Se despertó y alzó los ojos hacia la Vía Láctea. «De hecho –agregó su amigo astrónomo-, las tres estrellas del cinturón de Orión no están alineadas de manera perfecta… la más pequeña está ligeramente desviada hacia el este». Era una respuesta a su pregunta sobre por qué la pirámide de Menkaura era más pequeña que las otras dos y estaba desviada hacia el este. Las pirámides tenían que representar las estrellas del cinturón de Orión. Y la Vía Láctea era el río Nilo. Bauval observó que la única vez que la pauta de las pirámides en el suelo es un reflejo perfecto de las estrellas del Cinturón de Orión -en lugar de estar inclinada hacia un lado- fue en 10450 a. de C. Éste es también su punto más bajo en el cielo. Después de esto, empezó a subir otra vez de nuevo, y alcanzará su punto más elevado hacia el año 2550 d. de C. En el año 10450 a. de C. fue como si el cielo fuese un enorme espejo en el cual el curso del Nilo se «reflejaba» como la Vía Láctea; y las pirámides de Gizeh, como el Cinturón de Orión. la curiosa coincidencia de la fecha (alrededor del 10500 a. de C.) plantea una pregunta importante: ¿por qué los constructores de las pirámides de Gizeh las dispusieron de manera que reflejasen la posición del Cinturón de Orión en el 10450 a. de C.? Hace unos 16 mil años las cosas empezaron a cambiar. Poco a poco el hielo comenzó a derretirse, el agua comenzó a fluir en grandes cantidades, vertiéndose a los océanos, e incrementando el nivel de los mismos. el calentamiento se prolongó hasta hace unos 12 mil años, cuando el clima se estabilizó en el mundo, la cara de la Tierra había cambiado, el nivel del mar se incrementó en 120 metros, el mar cubrió grandes áreas de las zonas costeras y la geografía de los continentes se reconstruyeron tal y como los conocemos hoy en día. Piri Reis (1.470-1.554) ejerció la navegación al servicio del Sultán Selim I. Su gran pasión fue la cartografía, llegando a publicar un libro donde recogía más de 210 mapas de todos los mares del mundo, el “Kitabi Bahriye”, una gran recopilación de antiguos mapas copiados por él y obtenidos de sus saqueos marítimos o comprados a comerciantes en los muchos puertos donde desembarcó. Entre estos mapas destacaron uno hecho en 1.513 y otro en el 1.528, donde se podían apreciar todo el Océano Atlántico y sus costas americanas, africanas, europeas, árticas y antárticas. Toda su colección de mapas fue regalada al Sultán, perdiéndose desde ese momento la pista a esta colección única. En 1.960, el teniente coronel de los EE.UU Harold Z. Ohlmeyer, especialista en cartografía estudió estos mapas, y admitió en sus conclusiones que la costa antártica que aparece en el mapa de 1.513 tuvo que ser forzosamente cartografiada antes de que hubiera sido cubierta por la capa de hielo que presenta en la actualidad, es decir, dentro de un período que se sitúa alrededor del 10.000 a.C., mucho antes del conocimiento de nuestra historia escrita
Para los científicos de nuestro tiempo la historia geológica de la Tierra es un libro abierto. Allí está escrito que en 4.5 millones de años la Tierra ha pasado por lo menos catorce veces por inversiones de sus polos magnéticos. Para llegar a estas conclusiones los científicos investigan las capas geológicas donde existen sedimentos correspondientes a las distintas edades del planeta. Lo que antes fue lava, contiene todavía minerales que conservan su alineación magnética original, que puede medirse con la tecnología del radio carbono. Graham Hancock cita que la última inversión de los polos magnéticos de la Tierra ocurrió hace unos 12.400 años: dicho de otro modo, hacia el 10400 a. de C. Tal vez fue el legendario Diluvio lo que borró a los seres humanos de la superficie de América del Norte. Si se admite esta hipótesis, las cifras de la población mundial adquieren una significación particular. Hace dos mil años, parece que no había más que diez millones de habitantes en las dos Américas. En la misma época, vivían en África 26 millones, en Europa 30, y 133 en Asia. Estas cifras indican que la cuenca atlántica, comprendiendo América, Europa y África, no tenía más que la mitad de la población de Asia. El alejamiento del lugar en que se produjo un desastre geológico podría explicar el mayor número de habitantes de Asia en los tiempos antiguos. Existe entre los vascos, habitantes de una zona del Norte de España, una leyenda que habla de un cataclismo en el curso del cual libraron combate el agua y el fuego. Los antepasados de los vascos encontraron refugio en las cavernas y sobrevivieron. La lengua vasca tiene una afinidad, difícil de explicar, con algunos dialectos de los indios de América. Un misionero vasco predicó en su lengua natal a los indios de Peten, en Guatemala, y los indígenas le comprendieron perfectamente. Se conserva entre los vascos una creencia en una serpiente mítica de siete cabezas, la «Erensuguía», que los relaciona con el culto a la serpiente profesado por los aztecas, al otro lado del Atlántico. La vieja costumbre vasca de contar por veintenas, y no por decenas, encuentra su paralelo en América Central, donde se utilizaba una aritmética del mismo género. Del mismo modo, el juego de pelota vasca «Jai alai», jugado con un guante de mimbre atado a la muñeca (la cesta), nos hace pensar en el juego maya de «pok-a-tok». Si se compara a los vascos con los demás pueblos europeos, se advierten diferencias con respecto a otros pueblos europeos en lo que se refiere a grupos sanguíneos. Se encuentra con gran frecuencia entre ellos el grupo «O», mientras que el grupo «A» y «B» es relativamente raro. En lo que atañe al «Rh», muestran la frecuencia en «Rh» negativo más elevada de todas las poblaciones europeas y, con la posible excepción de algunas tribus bereberes, la más elevada del mundo.
Se considera que los vascos de los Pirineos están emparentados con los hombres de Cro-Magnon que ocupaban zonas de Francia y España al final de la Era glacial. No se asemejaban a los habitantes de estos países y no estaban emparentados con ninguna raza del Este. Hablando de los vascos en su Historia de España, Rafael Altamira llega a la conclusión siguiente: «Tal vez sean los únicos supervivientes de las tribus prehistóricas que habitaban en las cuevas de los Pirineos, y que tantas pruebas dejaron en ellas de su habilidad técnica y de su sentido artístico». Sólo los vascos, entre los pueblos de la Europa occidental, han conservado la costumbre de las danzas animales y totémicas de las razas primitivas. Compartían con los antiguos egipcios y los incas la creencia en la inmortalidad de un cuerpo no sepultado. La costumbre de reducir artificialmente las cabezas se había mantenido entre los vascos lo mismo que entre los indios de América Central. Los hombres de Cro-Magnon tenían estatura elevada, de alrededor de 1,83 metros, y su caja craneana era más grande que la de los hombres actuales, cosa que no se habría esperado descubrir en un habitante de las cavernas. Con su frente amplia y lisa y sus pómulos prominentes, se parecían a los guanches de las islas Canarias, que están considerados como descendientes de los atlantes. Los hombres de Cro-Magnon eran artistas de talento, aunque sus armas y utensilios estuviesen fabricados en piedra. Por falta de materiales apropiados, a los que se habían acostumbrado en su país de origen, los hombres de esta raza empleaban la piedra para fabricar objetos cuyos modelos provenían de su civilización ancestral. Las pinturas sobre rocas, los dibujos y las esculturas de los Cro-Magnon de la época magdaleniense, que datan de hace unos 11.000 años, ocupan un lugar destacado en la historia del arte. A menos que su civilización les hubiera sido legada por unos antepasados, resulta difícil comprender cómo estos hombres de las cavernas vascas pudieron dar pruebas de tal talento artístico. Todo parece indicar que un poderoso imperio, situado en medio del océano Atlántico, debió poseer colonias en Europa, África y América. Hay evidencias que confirman esta suposición. El antiguo Egipto construyó pirámides de dimensiones colosales, mientras que Babilonia disponía de zigurats, templo que tiene la forma de una torre o pirámide escalonada. Los antiguos habitantes de la América central y meridional construyeron también enormes pirámides escalonadas que utilizaban como templos, observatorios o tumbas. Es grande la distancia entre México y Babilonia y Egipto. Pero esta costumbre de construir pirámides, común a las dos orillas del Atlántico, puede explicarse fácilmente si se admite que tuvo su origen en la Atlántida, desde donde se extendió con posterioridad hacia el Este y el Oeste. Según una opinión en boga, las pirámides serían, simplemente, la expresión de una necesidad de erigir montañas artificiales. Ello podría ser cierto para las llanuras de Egipto y Mesopotamia, pero esta teoría no explica la presencia de pirámides similares en el accidentado terreno de México y Perú. Tiene que haber, con toda evidencia, otras razones distintas que indujeran a construir pirámides de forma idéntica a ambos lados del Atlántico. Una tradición heredada de la Atlántida podría ser una de esas razones.
Según Flavio Josefo, historiador judío del siglo I, Nemrod habría construido la torre de Babel para tener un refugio en caso de que se produjera un segundo Diluvio. Nemrod o Nimrod fue un monarca de Mesopotamia, mencionado en el capítulo 10 del libro de Génesis. Varias ruinas preservan el nombre de Nemrod, y también aparece en la midrash, método dirigido al estudio o investigación que facilite la comprensión de la Torá. La tradición lo presenta como un tirano impío que construyó la Torre de Babel. Según la hipótesis del origen de la Biblia, son los escritores de la Tradición yahvista quienes hacen la más antigua mención de Nemrod que se conoce hasta hoy, y que data del año 950 a. C. Sin embargo, para aquellos que consideran a Moisés como el autor del libro del Génesis, la referencia es aún mucho más antigua, entre el año 1480 a. C. y el 1450 a. C. Nemrod es descrito como hijo de Cush, nieto de Cam, bisnieto de Noé; y como “el primero que llegó a ser poderoso en la tierra” y un “poderoso cazador en oposición a Yhwh“. También se menciona en I Crónicas y en el libro del profeta Miqueas. Nemrod se dice que fue el fundador del primer reino formado después del Diluvio universal y, por ende, el primer rey que existió. El Génesis señala que edificó Babel, Urhuk, Akkad y Calneh en la región sur de Mesopotamia, y Nínive, Resen, Rehoboth-Ir y Calach en el Norte. Aunque la Biblia no lo dice, desde tiempos antiguos la tradición ha considerado a Nimrod como el constructor de la Torre de Babel. Dado que la torre fue edificada en su territorio y durante su reinado, se asume que fue bajo su dirección que la construcción se inició. Pero también hay otras fuentes, asimismo extra bíblicas, que señalan lo contrario, alegando que Nimrod no se encontraba en la región de Sinar cuando la construcción comenzó. Según tradiciones hebreas, Nemrod era descendiente de Mizraim por línea materna, pero su padre fue Cush hijo de Cam, de quien heredó su primera posesión territorial, la cual pronto extendió. Su reino comprendía Babel (Babilonia), Erech (Uruk), Accad (Akkad) y Calneh, en la tierra de Sinar, también conocida como la tierra de Nimrod. Josefo escribió: “…fue Nemrod quien los incitó a tal afrenta y menosprecio hacia Dios. El era un nieto de Cam, el hijo de Noé, un hombre atrevido y de gran fortaleza de manos. Los persuadió de que no le atribuyeran a Dios, como si fuera por medio de él que habían obtenido felicidad, sino a creer que fue su propio esfuerzo lo que les alcanzó esa felicidad. Fue cambiando gradualmente su gobierno en una tiranía, al no hallar otra manera de apartar la gente del temor de Dios, sino induciéndolo a una tonta dependencia de su poder. Ahora la multitud estaba más que lista para seguir la determinación de Nemrod, y a considerar una muestra de cobardía el someterse a Dios; y construyeron una torre, sin reparar en dolor, ni siendo en lo más mínimo negligente con el trabajo: y, a causa de la multitud empleada en ello, creció muy alta, más rápido de lo que ninguno hubiera esperado; pero su anchura era tal, y estaba tan fuertemente construida, que a pesar de su gran altura parecía, a la vista, ser menor de lo que realmente era. Fue construida con ladrillos cocidos, pegados con mezcla hecha con brea, de manera que no permitiera el paso del agua. Cuando Dios vio que actuaron tontamente, Él no quiso destruirlos completamente, puesto que no crecieron más sabios por la destrucción de los pecadores anteriores; pero Él causó un tumulto entre ellos, produciendo en ellos idiomas diversos, y causando con esa multiplicidad de idiomas, el no poder entender uno con otro. El lugar en donde construyeron la torre ahora se llama Babilonia, debido a la confusión de esa lengua, la que entendían fácilmente antes; y para los hebreos por la palabra Babel, confusión…”.
El Libro de los Jubileos menciona el nombre “Nebrod” (forma griega de Nemrod) señalándolo como el padre de Azurad, esposa de Eber y madre de Peleg. De ser esto cierto, Nemrod sería un ancestro de Abraham, y por ende, del Mesías. Una antigua obra árabe, conocida como Kitab al-Magall o el Libro de los Rollos (que forman parte de la Literatura Clementina), señala que Nemrod edificó los poblados de Hadâniûn, Ellasar, Seleucia, Ctesiphon, Rûhîn, Atropatene, Telalôn, entre otros; y que inició su reinado sobre la tierra cuando Reu tenía 163 años, reinando por 69 años, edificando Nísibis, Raha (Edessa) y Harrán cuando Peleg tenía 50 años. Incluso dice que Nemrod vio en el cielo un manto negro y una corona, y de inmediato llamó a Sasan y le ordenó que le hiciera una corona como la que había visto. Según este relato, Nemrod fue también el primer rey en usar corona. También dice que se hizo correr el rumor de que la corona que Nemrod empleaba había descendido del cielo, y que Nemrod estableció un culto al fuego, y promovió la idolatría. Dice además que por tres años recibió instrucción de Bouniter, un supuesto cuarto hijo de Noé. En la Historia de los Profetas y los Reyes, del historiador musulmán del siglo IX Al-Tabari, Nemrod construye la torre en Babil y Allah la destruye. Y el lenguaje de la humanidad, que según este escrito era el siríaco, es confundido en otras 72 lenguas. Otro historiador musulmán del siglo XIII, Abu al-Fida, cuenta la misma historia, añadiendo que a Eber, un ancestro de Abraham, se le permitió mantener la lengua original, que en este caso es el hebreo, y esto debido a que él no tomó parte en la construcción de la torre. Una leyenda armenia cuenta que Haik, el fundador de Armenia, venció y mató a Nemrod en una batalla cerca del lago Van. Una tradición sugiere que a Nemrod lo mató un animal salvaje. Otra leyenda afirma que Shem lo mató por hacer que la gente adorara a Baal. Luego descuartizó el cadáver y repartió sus pedazos para desalentar a otros idólatras. Pero Semíramis, su mujer, recolectó los pedazos y los unió, y luego proclamó que había vuelto a vivir, pero que se había convertido en un dios. Este relato es muy parecido a la leyenda de Isis y Osiris. Hay otra mención de Nemrod que está en el libro de Jasher, que atribuye su muerte a Esaú, nieto de Abraham, quien supuestamente lo decapitó. La Biblia no menciona ningún encuentro entre Nemrod y Abraham. Tal cosa es poco probable, pues hay una diferencia de siete generaciones entre ellos. Abraham nació alrededor del año 2000 a. C., mientras que Peleg, quien según la Biblia nació poco después de que Dios confundiera las lenguas en la Torre de Babel, nació unos 200 años antes que Abraham. Nemrod era bisnieto de Noé, en tanto que Abraham está separado de Noé por diez generaciones. Sin embargo, tradiciones judías tardías los ponen enfrentándose. En general, estas versiones presentan a Nemrod como un hombre opuesto a Dios. Algunas señalan que se autoproclamó un dios y que fue adorado por sus súbditos. En algunas ocasiones su leyenda se entremezcla con la de Ninus, el mítico fundador de Nínive.
Cuentan que una señal en los astros anunció a Nemrod y a sus astrólogos el nacimiento de Abraham, quien pondría fin a la idolatría. Así que Nemrod ordenó matar a todos los niños recién nacidos. Sin embargo, la madre de Abraham escapó y dio a luz secretamente. Algunas versiones la ponen dando a luz en el campo, donde pasta el ganado, otras la colocan en un establo. Al crecer Abraham se enfrentó a Nemrod y le dijo que desistiera de su idolatría, por lo cual Nemrod mandó que fuera quemado. Algunas versiones dicen que se recogió madera durante cuatro años para quemar a Abraham en la hoguera más grande que jamás se hubiera visto. En todas Abraham es echado al fuego y sale caminando. En algunas versiones, Nemrod entonces declara la guerra a Abraham. Nemrod se presenta mandando un enorme ejército, pero Abraham trae un ejército de insectos que destruye el ejército de Nemrod. Algunas versiones dicen que un mosquito entró hasta el cerebro de Nemrod volviéndolo loco. Lo mismo dice la tradición judía que sucedió con Tito, el emperador romano que destruyó el Templo de Jerusalén. En otras versiones Nemrod se arrepiente y acepta a Dios, ofreciendo cuantiosos sacrificios, los cuales Dios rechaza. Otras versiones dicen que Nemrod dio a Abraham, como obsequio de reconciliación, el siervo Eliezer, de quien algunas versiones dicen era el propio hijo de Nemrod. Sin embargo, en la Biblia se dice que Eleazar era de Damasco, ciudad siria, y no de Asiria ni de Babilonia, territorios sobre los que gobernó Nemrod. En suma, las leyendas judías sobre Nemrod son abundantes y contradictorias, pero casi siempre ponen a Abraham como su principal antagonista. La misma confrontación se presenta extensivamente en el Qur’an islámico. Aunque en algunas de las historias judías se presenta a Nemrod como arrepintiéndose al final, en las versiones musulmanas siempre se le presenta como malvado y obstinado hasta el fin. En una de las confrontaciones de Nemrod con Ibrahim (forma árabe del nombre Abraham), Ibrahim argumenta que Alá es el único que da y quita vida. A lo que Namrod responde haciendo traer a dos reos condenados a muerte, y a uno deja ir libre, y ordena matar al otro, para demostrar que él también puede dar vida o muerte. Entonces Ibrahim le dice que Alá hace salir el sol por el este, y entonces le dice a Nemrod que si él es dios, que haga al sol salir por el oeste. Nemrod, perplejo y furioso, ordena que Ibrahim sea arrojado al fuego, pero Alá protege a Ibrahim. Ya lo presenten como arrepentido al final o no, Nemrod permanece en la tradición judía e islámica como un personaje malvado emblemático, y un arquetipo de idolatría. En los escritos rabínicos, incluso los de hoy en día, se hace referencia a él casi invariablemente como “el malvado Nemrod“, y para los musulmanes es “Nimrod al-Taghi” (Nimrod el tirano). El cronista mexicano Ixtlilxochitl nos transmite el argumento que indujo a los toltecas a construir las pirámides: «Cuando los hombres se multiplicaron, construyeron un “zacuali” muy alto, que es hoy una torre de gran altura, a fin de poder hallar refugio en él en caso de que el segundo mundo fuera a su vez destruido». Vemos que es similar al caso de la torre de Babel.
Los habitantes de América Central han vivido siempre a la espera de un fin del mundo. Este es el origen de los sacrificios humanos que, según los aztecas, debían apaciguar a los dioses encolerizados y salvar a la Humanidad de otro desastre. Los olmecas, predecesores de los mayas y los aztecas, podrían haber sido súbditos del imperio atlante. Cuando los arqueólogos tropezaron con dificultades para determinar la edad de la pirámide de Cuicuilco, en los accesos de la ciudad de México, apelaron a los geólogos, ya que la mitad de la estructura estaba recubierta de lava sólida. Dos volcanes se hallaban en sus proximidades, y era preciso, naturalmente, plantearse la cuestión de cuándo había tenido lugar la erupción. La respuesta fue desconcertante: «Hace ocho mil años». Si esta conclusión es correcta, demostraría la existencia de una elevada civilización en América Central en una época extremadamente remota. Al igual que las pirámides, se han encontrado esfinges en el Yucatán, que están reproducidas en estilo maya. Numerosos atlantólogos opinan que el emblema de la cruz nos viene de la Atlántida, pues ha sido venerado en todas sus presuntas colonias. La cruz era el símbolo predilecto de la antigua América. En las murallas de Egipto, numerosos dioses están representados con la cruz de tau, así como con la cruz de Malta. Los monarcas y los guerreros de Asiría y Babilonia llevaban cruces, a guisa de talismanes sagrados, suspendidas del cuello. El culto al Sol fue transmitido por la Atlántida a los pueblos de la Antigüedad. Los atlantólogos citan, a título de ejemplo, la adoración simultánea del Sol en Egipto y el Perú, así como el reinado de dinastías solares en estos dos países. El Papiro Real de Turín o Lista de Reyes de Turín, es un papiro con textos en escritura hierática, custodiado en el Museo Egipcio de Turín, al que debe su nombre. El texto se fechó en la época de Ramsés II y menciona los nombres de los faraones que reinaron en Egipto, precedidos por los dioses que gobernaron antes de la época faraónica. A diferencia de otras listas, no se ha hecho para celebrar un faraón en comparación a otros, por lo que contiene los nombres de todos los gobernantes, incluso los considerados menores y los usurpadores. El papiro de Turín habla de Ra, dios del Sol. Menciona también un gran desastre provocado por el Diluvio y por incendios. Algunos investigadores extraen de ello la conclusión de que el culto al Sol fue importado a Egipto desde la Atlántida llamada a desaparecer. Los egipcios creían en un país de los muertos que se encontraba al Oeste y se llamaba «Amenti». Si el reino de los muertos corresponde al reino sumergido de la Atlántida, la legendaria dinastía de semidioses que reinó en Egipto sería la dinastía de los soberanos de la Atlántida. Según una antigua tradición, los reyes atlantes habrían partido para Egipto quinientos años antes de la catástrofe final y, previendo el trágico destino de su continente, habrían fundado la dinastía egipcia.
Los sacerdotes aztecas conservaban el recuerdo de «Aztlán», país situado al Este, de donde habría llegado Quetzalcóatl, portador de la civilización. Los incas creían en Viracocha, que fue hacia ellos desde el país de la aurora. Los más antiguos documentos egipcios hablan de Thot, o Tehuti, que llegó desde un país occidental para implantar la civilización y la ciencia en el valle del Nilo. Los antiguos griegos cantaban a los Campos Elíseos, situados al Oeste, en la isla de los Bienaventurados. Según ellos, Tartaria, país de los muertos, se encontraba bajo las montañas de una isla del océano occidental. Los antiguos griegos y egipcios situaban esta isla misteriosa apuntando hacia Occidente. Los indios de América hacían gestos hacia el Este cuando querían indicar el emplazamiento del país de Quetzalcóatl o de Viracocha. Este país, al oeste del Mediterráneo y al este de las Américas, no podía ser otro que la Atlántida, continente sumergido bajo las aguas del Océano. Aunque las religiones de numerosas naciones de la Antigüedad profesaran su creencia en la inmortalidad del alma, los peruanos y los egipcios eran los únicos en sostener que el alma permanecía suspendida junto al cuerpo difunto y mantenía contacto con él. Los dos pueblos consideraban necesario conservar los cuerpos embalsamándolos. La tradición de unos reyes divinos residentes en el Este es en gran medida responsable de la derrota infligida a los aztecas y los incas por un puñado de conquistadores españoles. Cuando Colón llegó a las Antillas y desembarcó allí con sus hombres, «los indígenas les llevaron en brazos, besaron sus manos y sus pies e intentaron explicarles de todas las maneras posibles que, por lo que ellos sabían, los hombres blancos procedían de los dioses». Moctezuma, último rey de los aztecas, dijo a Cortés que «sus antepasados no habían nacido aquí, sino que provenían de un lejano país llamado Aztlán, con altas montañas y un jardín habitado por los dioses». Moctezuma añadió que él reinaba solamente como delegado de Quetzalcóatl, señor de un imperio oriental. El libro de los mayas, Popol Vuh, menciona la antigua costumbre de los príncipes de viajar al Este a través de los mares para «recibir la investidura del reino». La facilidad con que Cortés y Pizarro lograron la victoria proporciona una prueba suplementaria de la existencia efectiva de la Atlántida en un remoto pasado. La tradición de los aztecas y los incas, mantenida por sus sacerdotes, veneraba a poderosos señores del país del Sol naciente, que eran de estatura elevada, piel blanca y barbudos. Cuando aparecieron ante ellos, los aventureros españoles fueron al instante identificados como representantes del legendario imperio del océano Atlántico. Al principio, los hombres de Moctezuma y Atahualpa recibieron con los brazos abiertos a los hombres blancos, porque esperaban su llegada desde hacía mucho tiempo.
Esta firme creencia en un imperio situado en el este constituye una de las principales razones que contribuyeron a la caída de los poderosos imperios de México y Perú. La espera de las visitas regulares que los emperadores atlantes harían a sus colonias americanas iba a ser fatal para las civilizaciones del Nuevo Mundo. Cristóbal Molina, sacerdote español establecido en Cuzco, Perú, escribía, en el siglo XVI, que los incas habían recibido de Manco Capac un relato completo del gran Diluvio. Según la tradición, antes del Diluvio existía un Estado planetario en el que solamente se hablaba una lengua. Este Estado debía ser la legendaria Atlántida. Aunque separados por distancias enormes, Israel y Babilonia, en Asia Menor, y México, en América Central, han conservado en sus escrituras sagradas esta misma creencia. La Biblia nos habla de un tiempo en el que no había más que una sola raza y una sola lengua en el mundo. Únicamente tras la construcción de la torre de Babel hicieron su aparición numerosos dialectos, y las gentes dejaron de entenderse. Beroso, sacerdote de Babilonia, evoca un periodo en que una antigua nación se enorgulleció de tal modo de su poder y su gloria que comenzó a despreciar a los dioses. Se construyó entonces en Babilonia una torre tan alta que su cúspide tocaba casi al cielo; pero los vientos vinieron en ayuda de los dioses y derribaron la torre, cuyas ruinas recibieron el nombre de «Babel». Hasta entonces, los hombres únicamente se habían servido de una sola y misma lengua. Por extraño que pueda parecer, en México las crónicas toltecas contienen un relato casi idéntico referente a la construcción de una alta pirámide y a la aparición de numerosas lenguas. Si consideramos la construcción de la torre de Babel como un hecho histórico y no como una fábula, ello demostraría la existencia, en una época lejana, de un imperio mundial en que se hablaba una sola lengua. Un imperio mundial semejante debía tener vías de comunicación organizadas y nociones tecnológicas suficientemente avanzadas. Ello implicaría considerar la posibilidad de la existencia de una ciencia en una edad prehistórica antediluviana. Es muy significativo que los agricultores de la América Central y meridional hayan cultivado mayor número de clases de cereales y plantas medicinales que ninguna otra raza de nuestro planeta. En la época preincaica e incaica, existían en los Andes y en la región del Amazonas superior no menos de 240 variedades de patatas y veinte tipos de maíz. Los pepinos, los tomates, las patatas, las calabazas, las judías, las fresas y el cacao son originarios del Nuevo Mundo. Así, pues, la mitad de los productos de que hoy nos alimentamos eran desconocidos antes del descubrimiento de América. Esto nos plantea que tal vez los conocimientos agrícolas del antiguo Perú y del antiguo México fueron heredados de la Atlántida.
La mitología y los escritos antiguos nos hacen saber que el último día de la Atlántida se vio marcado por una inmensa catástrofe. Olas tan altas como montañas, huracanes, explosiones volcánicas, sacudieron el planeta entero. La civilización sufrió un retroceso, y la Humanidad superviviente quedó reducida al estado de barbarie. Las tablas sumerias de Gilgamesh hablan de Utnapichtim, también conocido como Ziusudra por los sumerios y Atrahasis por los acadios, que fue el primer antepasado de la Humanidad actual. Él fue, con su familia, el único superviviente de un inmenso diluvio. Encontró refugio en un arca para sus parientes, para animales y pájaros. El relato bíblico del Arca de Noé parece ser una versión tardía de la misma historia. El Zend-Avesta iranio nos proporciona otro relato de la misma leyenda del Diluvio. El dios Ahuramazda ordenó a Yima, patriarca persa, que se preparara para el Diluvio. Yima abrió una cueva, donde, durante la inundación, fueron encerrados los animales y las plantas necesarios para los hombres. Así fue como pudo renacer la civilización después de las destrucciones ocasionadas por el Diluvio. El Mahabharata de los hindúes cuenta cómo Brahma apareció bajo la forma de un pez ante Manú, padre de la raza humana, para prevenirle de la inminencia del Diluvio. Le aconsejó construir una nave y embarcar en ella «a los siete Rishis (sabios) y todas las distintas semillas enumeradas por los brahmanes antiguos y conservarlas cuidadosamente». Manú ejecutó las órdenes de Brahma, y el buque, que le llevó con los siete sabios y con las semillas destinadas al avituallamiento de los supervivientes, navegó durante años sobre las agitadas aguas antes de atracar en el Himalaya. La tradición hindú designa a Manali, la ciudad de Manú, en el valle de Kulu, como el lugar posible en que se vio desembarcar a Manú. La región es generalmente conocida por el nombre de «Aryavarta», país de los arios. La semejanza entre el relato de Noé y el de Manú, al igual que con los demás relatos, no parece deberse a una simple coincidencia. Es un hecho conocido que, en todas las evocaciones del gran Diluvio, se atribuye a ciertos personajes elegidos un conocimiento previo de la proximidad de la catástrofe mundial. La salida de la Atlántida, ante la inminente catástrofe, fue realizada en barco y, aparentemente, también por los aires. Esta fantástica teoría se apoya en numerosas tradiciones históricas. Entre los esquimales existe una curiosa leyenda, según la cual habrían sido transportados al Norte glacial por gigantescos pájaros metálicos. Los aborígenes del territorio septentrional de Australia tienen también una leyenda del Diluvio y de los hombres-pájaros. Karán, jefe de la tribu, dio alas a Waark y a Weirk cuando «el agua invadió los brazos del mar, cuando el mar ascendió y recubrió al país entero, las colinas, los árboles, en una palabra, todo». Entonces, el propio Karán levantó el vuelo, observado por los hombres-pájaros.
El canto épico de Gilgamesh nos da un cuadro dramático del desastre planetario: «Una nube negra se elevó desde los confines del cielo. Todo lo que era claro se volvió oscuro. El hermano no ve a su hermano. Los habitantes del cielo no se reconocen. Los dioses temían al Diluvio. Huyeron y ascendieron al cielo de Anu». Estos «habitantes del cielo» no eran seres etéreos, ya que no se habrían sentido aterrorizados por el furor de los elementos. Cabe suponer que estos habitantes del cielo no eran otros que los jefes atlantes que tenían aeronaves a su disposición. Según la religión sumeria, el «cielo de Anu» era la sede de Anu, padre de los dioses. Su significado estaba asociado con las palabras «grandes alturas» y «profundidades», lo que hoy llamamos «el espacio». Se supone que los hombres del cielo partieron al espacio. El libro de Dzyan, recibido por H.P. Blavatsky en una ermita del Himalaya, podría ser una página perdida de la historia de la Humanidad: «Sobrevinieron las primeras Grandes Aguas y devoraron las Siete Grandes Islas. Todo lo que era santo fue salvado; todo lo que era impuro fue aniquilado». Si bien la posibilidad de un éxodo de la Atlántida por vía aérea no debe ser necesariamente aceptada, merece, no obstante, ser objeto de un examen científico. Los babilonios han conservado el recuerdo de astronautas y de aviadores prehistóricos en la persona de Etana, el hombre volador. El museo de Berlín posee un sello cilíndrico en el que aparece atravesando los aires a lomos de un águila, entre el Sol y la Luna. En Palenque, México, puede verse el curioso dibujo de un sarcófago extraído de una pirámide descubierta por el arqueólogo Ruz-Lhuillier. Representa, en estilo maya, a un hombre sentado sobre una máquina semejante a un cohete que despide llamaradas por un tubo de escape. El hombre está inclinado hacia delante y sus manos reposan sobre unas barras. El cono del proyectil contiene gran número de misteriosos objetos que podrían ser partes de su mecanismo. Después de haber analizado numerosos códices mayas, los franceses Tarade y Millou han llegado a la conclusión de que se trata de un astronauta a bordo de una nave espacial, tal como las concebía este pueblo. Los jeroglíficos existentes en el borde significan el Sol, la Luna y la Estrella Polar, lo que vendría a apoyar la interpretación cósmica. Mas, por otra parte, las dos fechas marcadas sobre la tumba, 603 y 663 d. C., no dejan de suscitar dudas. Sin embargo, en el caso de que el sacerdote enterrado en la tumba no fuera simplemente un sacerdote astrónomo, sino un guardián de la tradición de los «dioses astrales» de la América Central, el ornamento podría explicarse como una evocación de viajes espaciales anteriores. Esta tradición de antiguas naves aéreas se nos aparece como un vago eco de la aviación y la astronáutica prehistóricas. Podría admitirse una explicación parecida, ya que, según ciertos atlantólogos, la civilización habría alcanzado un nivel muy elevado antes del Diluvio. Platón habla de conquistas y de imperialismo de los atlantes en su última época.
Las escrituras Samsaptakabadha Parva, parte de los libros sagrados de los hindúes, de unos 5.000 años de antigüedad, mencionan aeronaves conducidos por «fuerzas celestes». Hablan de un proyectil que contenía «la potencia del Universo». El resplandor de la explosión es comparado a «diez mil soles». El libro dice: «Los dioses se inquietaron y exclamaron: No reduzcáis a cenizas el mundo entero». El Mausola Purva, escrito en sánscrito, menciona «un arma desconocida, un hierro lanzador de rayos, un gigantesco mensajero de la muerte que redujo a cenizas las razas enteras de los vrishnis y los andhakas. Los cuerpos consumidos eran irreconocibles; se habían desprendido los cabellos y las uñas; las vasijas de barro se rompieron sin causa aparente, y los pájaros se volvieron blancos. Al cabo de unas horas, todos los alimentos estaban infectados». Alexander Gorbovsky (1930 – 2003), escribe en sus Enigmas de la Antigüedad que un esqueleto humano encontrado en la India tenía un alto nivel de radioactividad, sobrepasando cincuenta veces el nivel normal. Cabe, en verdad, preguntarse si el Mausola Purva no relatará un hecho histórico, más que una leyenda. Borsippa fue una importante ciudad de la antigua Mesopotamia (Irak), que se levantó en las orillas de un lago, a unos 18 km al suroeste de Babilonia, en la ribera oriental del Éufrates. Su denominación actual es Birs Nimrud. Fue la ciudad del dios de la sabiduría de la mitología babilonia, Nabu, y de su pareja, Tashmêtum. Borsippa se menciona, normalmente, en conexión con Babilonia, en diferentes textos datados desde la III Dinastía de Ur hasta el periodo seléucida, imperio helenístico sucesor del Imperio de Alejandro Magno, e, incluso, en textos islámicos primitivos. Sin embargo es durante el periodo paleo-babilonio, durante la primera mitad del segundo milenio a. C., cuando toma relevancia, convirtiéndose en un centro importante del reino de Babilonia, de la cual depende desde antiguo. Sabemos que Hammurabi restauró en ella el Ezida, el templo principal de la ciudad. Borsippa, sin embargo, es más conocida tanto histórica como arqueológicamente en el primer milenio a. C. Si bien sufre los azares políticos de su tiempo, cobra sin embargo importancia gracias a su divinidad titular, Nabu, llamado «hijo de Marduk», deidad tutelar de Babilonia, uno de los dioses más venerados del periodo, en particular por los reyes asirios y babilonios. Se convierte en una ciudad santa, importante lugar de peregrinaje. El Ezida y su zigurat, el Eureminanki, son restaurados por los reyes caldeos de Babilonia Nabopolassar y su hijo Nabucodonosor II, los cuales llevan significativamente el nombre de teóforos, invocando a Nabu.
Si bien este relato es conocido desde antiguo, las primeras excavaciones en Borsippa se llevaron a cabo entre 1852 y 1854 por un equipo dirigido por Jules Oppert. Henry Rawlinson identificó la ciudad en 1855. Hormuzd Rassam estuvo en ella entre 1879 y 1882, haciéndola objeto de excavaciones clandestinas. Como consecuencia de éstas, muchas tablillas cuneiformes con textos legales, administrativos y astronómicos, originarios de Borsippa, han sido recuperadas en el mercado negro. Robert Koldewey la excavó brevemente en 1902 y delimitó el perímetro de su área sagrada. Sin embargo no fue hasta comienzos de los años 1980 cuando un equipo de arqueólogos austriacos de la Universidad Leopold-Franzens de Innsbruck, dirigidos por E. Trenkwalder, regresaron al yacimiento, excavándolo de una forma más científica. En el yacimiento destacan las impresionantes ruinas del zigurat. Una inscripción de Nabucodonosor II, relata cómo este monarca restauró el templo de Nabu, «el templo de las siete esferas», con «ladrillos de lapislázuli», lo que con toda seguridad dio a éste un aspecto impresionante. Los arqueólogos austriacos han determinado que el zigurat mandado construir por Nabucodonosor se levantó utilizando los restos de una torre de menor altura del segundo milenio a.C. Una vez finalizado, alcanzaba unos 63 metros y tenía siete terrazas. Aún hoy sus restos se elevan 47 metros sobre la planicie circundante. Una piedra fundacional inscrita descubierta en su excavación, detalla el deseo de Nabucodonosor de hacer construir el zigurat de Borsippa según el mismo diseño que el de Babilonia, del que solamente se han conservado los cimientos. El monarca declaraba que la torre de Nabu «alcanzaría los cielos», según otra inscripción de este mismo monarca, expresión que hizo creer erróneamente a los arqueólogos durante algún tiempo que estaban ante los restos de la Torre de Babel, mencionada en el Antiguo Testamento. Después de la caída del reino babilonio en el 539 a. C. y la constitución del Imperio persa aqueménida, Borsippa continuó siendo una ciudad de importancia. Los archivos administrativos finalizan después de la represión de la revuelta que tuvo lugar bajo el reinado de Jerjes I, si bien los del templo abarcan hasta el periodo seléucida. Estrabón visitó la ciudad a finales del siglo I a. C., mencionando la existencia de culto a Apolo (Nabu) y a Artemisa (Tashmêtum), así como la presencia de numerosos murciélagos en la ciudad. La inscripción más reciente conocida descubierta en Borsippa data del siglo IV. En consecuencia, la ciudad debió ser abandonada por sus habitantes hacia mediados del primero milenio de nuestra era. Hablando de los escombros carbonizados de Borsippa, a los que se identifica a menudo con las ruinas de la torre de Babel, E. Zehren se pregunta, en su obra Die Biblischen Hügel, qué fuerza habría podido fundir los ladrillos del zigurat. Responde: «Nada, sino un rayo monstruoso o una bomba atómica».
Los escritos antiguos de la India hablan de aviones y de bombas atómicas, así como de viajes por el espacio. Pushan, dios védico, navega en un barco dorado a través del océano del cielo. Gañida, el pájaro celeste, transporta al señor Visnú a través del cosmos. El Samsaptakabadha describe vuelos aéreos «a través de la región del firmamento situada por encima de la región de los vientos». El Surya Siddhanta, la más antigua de las obras astronómicas escritas en sánscrito, menciona a los siddhas, u hombres perfectos, y a los vidhyaharas, o poseedores del saber, que viajan alrededor de la Tierra «por debajo de la Luna y por encima de las nubes». Si relacionamos el canto de Gilgamesh con las escrituras de la India, podemos cubrir muchas lagunas de la prehistoria humana. En el momento del cataclismo mundial, los «hombres del cielo» de Gilgamesh partieron hacia el cielo, ya fuera para describir órbitas en torno a la Tierra, ya fuera para volar hacia otros planetas. El Saramanagana Sutrahara cuenta que los hombres podían volar por los aires en navíos del espacio, y también que «seres celestes» podían llegar a la Tierra. Cuando se lee este texto, no puede uno por menos de pensar en un tráfico entre nuestro planeta y otros mundos. Pero quizá sea más razonable suponer que el gran éxodo de la Atlántida fue realizado en barco, más bien que en aeronaves, toda vez que éstos seguramente estaban reservados a las élites. Parte de los supervivientes se instalaron en los Pirineos, contribuyendo de este modo al impulso de la civilización mediterránea. Esta historia de una gran civilización desaparecida bajo las olas del Atlántico no debería ser considerada como algo que no nos concierne. Si fuera verdadera, cabría suponer que una catástrofe geológica similar podría algún día hacer desaparecer a nuestra civilización. La realidad de la Atlántida se halla abundantemente atestiguada por los escritos de los autores clásicos. Así, Proclo (412 – 489) declara categóricamente: «La famosa Atlántida no existe, pero no es posible dudar que existió en otro tiempo». En él siglo I a. C., el historiador Estrabón, refiriéndose a los trabajos de Poseidón, escribía: «Es muy posible que la historia concerniente a la isla de Atlántida no proceda de la imaginación». Nada prueba que seamos los primeros hombres civilizados sobre la Tierra. Otras civilizaciones pudieron preceder a la nuestra. Las leyendas y los mitos suministran indicaciones sobre acontecimientos históricos que los hombres han olvidado. El poeta ruso Balmont escribía: «No me corresponde a mí la última palabra. Pero sé que se aproxima el tiempo en que esa palabra será pronunciada y en que un arco iris de conjeturas referentes a la Atlántida desaparecida entrará en un gran cuadro conteniendo las ruinas mayas, las pirámides egipcias, los templos de la India y las leyendas de Oceanía».
El mito griego de Deucalión y Pirra explica que descienden del Parnaso después del Diluvio y son los únicos seres vivos en un mundo muerto. No es sino una de las numerosas leyendas que se refieren a los supervivientes del último cataclismo terrestre. Zeus, disgustado por el comportamiento de los hombres de la edad de bronce, decide acabar con ellos y por ello les envía un diluvio con el fin de inundar la tierra. Del cataclismo únicamente se salvan Deucaulión y Pirra, los únicos que se habían mantenido íntegros. Es Prometeo, el protector de los humanos, el que les advierte de la hecatombe que se avecina. Ellos buscan refugio en un barco lleno de vituallas. Cuando deja de llover y desciende el nivel de las aguas, bajan de la montaña y se dirigen a Delfos. Pero la tristeza se abate sobre ellos. Entonces la diosa Temis se apiada de ellos y su voz surge de las entrañas de la tierra. Una vez descifrado el enigma que encierran las palabras de la diosa, conseguirán repoblar la tierra a partir de una materia inerte que se metamorfosea hasta insuflar vida. Deucaulión, cuando vio el mundo vacío y que las tierras desoladas estaban sumidas en un profundo silencio, derramando lágrimas dijo así a Pirra: “¡Ojalá yo pudiera restaurar la raza humana con la habilidad técnica de mi padre y modelar la tierra e infundirle vida! Ahora lo que queda de la raza mortal se reduce a nosotros dos; así lo han querido los dioses y nos hemos convertido en los ejemplares únicos de la humanidad!“. El profesor H. L. Hariyappa, en su obra Las leyendas del Rigveda a través de los tiempos, escribe: «Así, al principio, los dioses descendían a menudo sobre la Tierra: era su campo de deporte. Pero, cuando la Tierra se llenó de seres mortales, las visitas de los inmortales se espaciaron cada vez más. Sólo algunos hombres habían conservado el privilegio de visitar de vez en cuando a los inmortales en el cielo, para negociar con ellos como representantes de la Humanidad». La leyenda de Dédalo e Ícaro, que, provistos de alas, huyeron de Creta, tal vez es el eco de un pasado lejano en que se utilizaban aeronaves. Tenochtitlán, capital de los aztecas, se hallaba situada sobre una isla en medio de un lago, rodeada de canales concéntricos. La ciudad estaba construida de esta manera para ajustarse a los planos de Poseidonis, en Aztlán, de quien aseguraban descender los aztecas. La ciudad de Tenochtitlán constituía una réplica casi exacta de la capital de la Atlántida, tal como la ha descrito Platón. En el viejo libro chino de Shu-King, o libro de Historia, puede leerse que, cuando el emperador de la Divina Dinastía no advirtió ya el menor rastro de virtud entre los hombres, «ordenó a Chong y a Li que fuera interrumpida toda comunicación entre el cielo y la Tierra. Y desde entonces no ha habido más descensos ni ascensos». El Paníachandra hindú contiene el relato de seis jóvenes que construyeron en otro tiempo un tipo de aeronave que podía despegar, aterrizar y volar en cualquier dirección. Esta nave disponía de un perfeccionado sistema de control que permitía maniobrar con precisión y volar tranquilamente, sin sobresaltos.
En el año 160 d.C., el griego Luciano mencionaba en su Vera Historia una nave que llegaba a la Luna. En otro relato, su héroe vuela entre las estrellas, pero la empresa de este astronauta de antaño irrita a los dioses, y éstos ponen fin a sus viajes cósmicos. Probablemente cada mito oculta un hecho histórico. Dos mil años antes de que Cristóbal Colón iniciase su expediciónl, ya existían sabios que poseían un conocimiento correcto de la configuración de la Tierra. Ya en el siglo III antes de Jesucristo, Eratóstenes sostenía que «se podría pasar fácilmente por mar desde Iberia hasta las Indias, si la extensión del océano Atlántico no representara un obstáculo». En el siglo I, Estrabón evocaba también esta vieja tradición declarando: “Es muy posible que en la zona templada existan todavía dos continentes, o incluso más”. Chi Meng, sabio chino contemporáneo de Estrabón, enseñaba que el color azul del cielo no era más que una ilusión óptica. En su Hsuan Yeh escribía que las estrellas, el Sol y la Luna flotaban en el espacio vacío. Esta concepción se halla, ciertamente, más próxima a la verdad que la imagen de un «firmamento» y de una Tierra plana, predominante en la Edad Media bajo el influjo de los dogmas religiosos. Los antiguos griegos Tales, Anaxágoras y Empédocles afirmaban que la Luna estaba iluminada por el Sol. Demócrito pensaba que las sombras vistas en la Luna debían atribuirse a la altura de sus montañas y a la profundidad de sus valles. H.P. Blavatsky resume la decadencia científica sobrevenida tras el reinado de Constantino del modo siguiente: «La visión de un pasado muy lejano, más allá del Diluvio y del Jardín del Edén, fue implacablemente sustraída a las miradas indiscretas de la posteridad por todos los medios honrados y no honrados. Toda puerta fue cerrada; todo recuerdo tangible, destruido». Alfred Dodd escribe aproximadamente lo mismo en su biografía de Francis Bacon: «La teología ha alejado a los hombres de los grandes pensadores griegos y romanos. Bajo la guía de los sacerdotes, la civilización se arrojó ciegamente en el abismo de la Edad Media». Un milenio antes, un pensador hindú, llamado Kanada, había formulado ya su teoría atómica y llegado a la conclusión, exactamente igual que un sabio del siglo XX, de que la luz y el calor no eran sino formas diferentes de la misma sustancia fundamental. Plutarco afirma, en su Vida de Lisandro, que los meteoros son «cuerpos celestes proyectados a consecuencia de una cierta disminución de la fuerza rotativa». Por extraño que pueda parecer, los filósofos clásicos de la Antigüedad parecen haber alcanzado un nivel intelectual más elevado que el de los siglos inmediatamente anteriores al siglo XIX. En su República, Cicerón escribe que Marco Marcelo poseía un «globo celeste», procedente de Siracusa, que demostraba el movimiento del Sol, de la Luna y de los planetas. Aseguraba a sus lectores que la máquina «era una invención muy antigua». Y, sin embargo, nosotros no hemos comenzado a construir planetariums sino hasta época muy reciente.
Entre los aborígenes australianos encontramos dibujos en los que los animales, los peces y los reptiles se hallan representados con su esqueleto y sus órganos internos, como si fuesen radiografías. Estos aborígenes tienen un nombre especial para designar esa época: la llaman «el tiempo de los sueños». En uno de los Jatakas, relatos budistas que explican una de las etapas del Buda histórico o sus discípulos, encuentramos la mención de una joya mágica que bastaba introducir en la boca para poder elevarse por los aires. El alquimista chino Liu An, más conocido por el nombre de Huai-Nan-Tsé, descubrió, en el siglo II a. C., un líquido que destruía la gravedad. Bebió este elixir, y al instante fue elevado en el aire. Cuando echó en su corral la botella conteniendo este ingrediente químico, los perros y las gallinas bebieron el resto y se elevaron igualmente por los aires. Los astrónomos antiguos conocían el paralaje solar, el desplazamiento aparente de la posición del Sol producido por el cambio de la posición del observador. Pero jamás habrían podido llegar a esta noción con los primitivos instrumentos de que disponían. La primera observación del paralaje solar se pudo hacer, hacia 1640, por William Gascoigne, con ayuda de un micrómetro colocado a través del ocular de un anteojo. Ahora bien, los astrónomos de la Antigüedad se supone que no tenían anteojos astronómicos. En el origen de todas las civilizaciones antiguas se alza siempre un ser divino portador de una cultura. Thot la trajo de un país del Occidente. A juzgar por sus títulos, «Señor de más allá de los mares» y «guardián de las dos tierras», que le son atribuidos por el Libro de los Muertos y por ciertas inscripciones egípcias, puede suponerse que era un jefe atlante. Según una significativa leyenda, transportó a Oriente a los otros dioses desde la otra orilla del lago Kha. Tal vez se trataría del desplazamiento por vía aérea de una élite cultural desde la Atlántida a Egipto. El libro chino I-Ching atribuye a los «genios celestes» el mérito de haber introducido la agricultura sobre la Tierra para bien de la raza humana. Obsérvese a este respecto que el origen del maíz representa un enigma. En el curso de diversas exploraciones no se lo ha encontrado jamás en estado silvestre. Su cultivo ha estado invariablemente ligado a la raza humana. Su antigüedad se halla atestiguada por el hecho de haberse descubierto rastros de maíz en capas geológicas que se remontan a treinta mil años atrás. Casi otro tanto podría decirse del trigo. Tal vez se desarrollaron estos cereales partiendo de formas primitivas, existentes en la Atlántida, o bien fueron importados de otro planeta, como pretende la tradición oriental. Las tribus australianas reconocen deber su cultivo a seres celestes tales como Baiame, Daramulun y Bunjil, admitiendo que no saben nada de la historia de estos mensajeros divinos antes de que descendieran entre ellos.
En la Fundación Heye, Nueva York, se exhibe un gran jarrón maya en cerámica roja, adornado con un complicado dibujo. Se ha podido comprobar que un dibujo trazado sobre una superficie plana fue transferido en tres dimensiones sobre esta vasija con una exactitud tal como pocos dibujantes modernos podrían conseguir. Ello demostraría la presencia, en aquella época tan lejana, de instrumentos y de importantes conocimientos matemáticos en América Central. La tradición irania menciona una galería de las montañas de Khaf (Cáucaso), adornada con estatuas de los Sabios Reyes de Oriente, cuyo linaje se remontaba a varios miles de años. Taimuraz, tercer rey del Irán, fue a visitar ese mausoleo a lomos de un corcel alado llamado Simorgh-Anké,nacido antes del Diluvio. El significado de este mito se explica si se admite que Taimuraz disponía de una aeronave de origen atlante que le permitió llegar a las más antiguas tumbas de las montañas del Cáucaso. Siempre según las leyendas, hay cavernas repletas de tesoros bajo la ciudad de Cuzco, en el Perú. Durante los pasados siglos, numerosos aventureros intentaron encontrar el acceso a esas cavernas, pero no regresaron jamás de sus expediciones. Un día, sin embargo, un hombre volvió con dos lingotes de oro; pero durante el camino había perdido la razón. Fue entonces cuando el Gobierno peruano ordenó tapiar las entradas. Según un nativo que sabía descifrar los escritos antiguos, el verdadero Tiahuanaco es una ciudad subterránea. Esta leyenda podría hacer alusión a cavernas en las que se conserven los tesoros culturales de los incas. Los conquistadores trajeron de México una historia parecida. Escribieron que los sacerdotes mayas se negaron, a pesar de las torturas, a revelar el lugar en que estaban escondidas 52 tablillas de oro en las que se hallaba inscrita toda la historia antigua del Nuevo Mundo. Según Diógenes Laercio (siglo III), los archivos de los sacerdotes egipcios tenían, en su época, la edad de 49.500 años. Los mayas del Yucatán viven hoy en un estado primitivo; pero sabemos que sus antepasados fueron, en otro tiempo, hombres sabios. En la tribu mansi, en la tundra de la Siberia ártica, existe una leyenda. “Hace mucho, mucho tiempo, un pájaro de fuego convivía con nuestros antepasados. Su calor era tan grande que hacía crecer árboles gigantes y alimentaba a extraños animales. Pero llegó un ladrón que lo robó, y se produjo entonces un intenso frío y vientos fortísimos. Los árboles y los animales extraños perecieron“. Ahora bien, no se trata en manera alguna de un mito, sino de un hecho científico, puesto que en la tundra siberiana se encuentran fósiles de esos árboles y animales prehistóricos. El mundo en que vivimos no será más que un mito dentro de una decena de miles de años. En ese lejano futuro, los sabios probablemente se preguntarán con respecto al carácter mítico de las leyendas que hablarán de nuestra civilización desaparecida. Hasta hace menos de 3 siglos, las ciudades de Pompeya y Herculano no representaban nada más que un mito. Cuando fueron descubiertas y sacadas a la luz, entraron en la Historia.
Entre los escritos de Herodoto figura la historia de un lejano país en que varios grifos montan guardia ante un tesoro de oro. Los grifos son criaturas mitológicas, cuya parte superior es la de un águila gigante, con plumas doradas, afilado pico y poderosas garras, mientras que la parte inferior es la de un león, con pelaje amarillo, musculosas patas y rabo. Arqueólogos rusos descubrieron este país. Se trata del Altai, o Kin Shan en chino, que significa «la montaña de oro». Desde la Antigüedad allí había minas de oro. Los sabios han descubierto en el valle de Pazyrka vestigios de una elevada civilización, en particular soberbios adornos que representan grifos. Así es como un mito confuso que hablaba de grifos, guardianes del oro, ha cesado de ser una simple leyenda. Aunque la altura fortificada de Petra, perdida en el desierto al sur del mar Muerto, haya sido descrita por Eratóstenes, Plinio, Eusebio y muchos otros, se ha convertido con el tiempo en una ciudad legendaria. Hasta principios del siglo XIX no consiguió Jean Louis Burckhardt (1784 – 1817), explorador suizo que redescubrió las ruinas de Petra en 1812, encontrar la entrada de la garganta, descubriendo allí un edificio tallado en la roca firme, un anfiteatro y numerosas cavernas. Una vez más, la fábula se había convertido en realidad. Cuando, en 1870, Heinrich Schliemann emprendió sus excavaciones en los cerros de Hissarlik, en Asia Menor, para encontrar la legendaria ciudad de Troya, los eruditos le creyeron loco. Sin embargo, la Ilíada de Homero decía la verdad; Troya no era un mito. Schliemann iba a descubrir las ruinas de una ciudad más antigua todavía que Troya. A continuación de su gran triunfo, fueron identificados los vestigios de Troya. Hace unos seis siglos, un embajador chino llamado Chow-Ta-kwan explicaba a su emperador la descripción de una ciudad fantástica, rodeada de murallas y perdida en la jungla, que habría sido el centro de un floreciente reino en el sur de China. Cuando el documento fue publicado en 1858, se consideró un producto de la imaginación. Pero antes de que pasara mucho tiempo, un naturalista francés, A. H. Mouhot, descubría en Indochina las ruinas de Angkor Thom, cuyo aspecto correspondía de modo sorprendente a la descripción hecha por el mandarín sobre la ciudad legendaria perdida en la jungla. La historia de Diego de Landa, escrita en 1566, referente al pozo sagrado del sacrificio en el que los habitantes del Yucatán arrojaban víctimas humanas y joyas, ha sido considerada siempre por los historiadores como una simple leyenda. Pero, en el siglo XIX, E. H. Thomson, diplomático y arqueólogo americano, dio validez al viejo relato indio al descubrir el pozo de Chichén-Itzá. Cuando Marco Polo regresó a Europa y describió las piedras negras que ardían en China, calentando los baños cotidianos, no consiguió sino provocar las risas de sus compatriotas de Venecia. La piedra negra era, simplemente, el carbón. También se ridiculizó su mención de aceite negro extraído en grandes cantidades de la tierra en la región del mar Caspio. Los ciudadanos de Venecia se regocijaban con estos cuentos, considerados en la actualidad como hechos científicos incluso por los niños.
Resulta a veces difícil determinar dónde termina el mito y dónde comienza la Historia. El doctor Carl Sagan, eminente astrofísico de los Estados Unidos, se refiere a un viaje efectuado por el navegante francés Jean François Galaup, conde de La Pérouse, en 1786, al noroeste de América. Las leyendas transmitidas por los indios, que habían visto los barcos de los navegantes, cuentan detalles sorprendentemente precisos sobre el aspecto de la flota francesa que acudió a visitarles. Ello indica cómo el recuerdo de un acontecimiento puede conservarse, por transmisión verbal, a través de generaciones. Entre los antiguos griegos existía un mito curioso. Aquel Atlas que sostenía las columnas situadas en el mar «más allá del horizonte más occidental» tenía una hija que se llamaba Electra. Según otras versiones, el dios Océano era su padre. En griego, Electra significa la «brillante», y también el «ámbar», productor de electricidad por fricción. Y como Atlas es comúnmente identificado con la Atlántida, tal vez este mito se refiera a la existencia de electricidad en aquel país sepultado por las aguas. Poco antes de la Segunda Guerra Mundial, Wilhelm Koenig, ingeniero alemán encargado de unas excavaciones en el Irak, realizó un hallazgo extraordinario. En el curso de una excavación en las proximidades de Bagdad, descubrió, por pura casualidad, un poblado parto en el que encontró un cierto número de vasijas que, por su forma particular, hacían pensar en baterías. Interesado por este hallazgo, Willy Ley, escritor y científico que contribuyó a popularizar los cohetes y el vuelo espacial, pidió a la «General Electric Company», de Pittsfield, Massachusetts, que construyera una copia con la idea de poner a prueba la batería. El laboratorio de la «General Electric» fabricó un duplicado de la batería, rellenándola con sulfato de cobre en lugar del electrólito desconocido, y el aparato funcionó. Los arqueólogos han descubierto también materiales chapeados por electrólisis, de cuatro mil años de antigüedad, en la misma región en que se habían descubierto las baterías. Los objetos de cobre descubiertos en Chan Chan, en el distrito Chimu, del Perú, están chapados en oro. Otros ornamentos, máscaras y cuentas, están chapados en plata. Existen también cierto número de objetos de plata chapados en oro. El americano Verrill, escritor y arqueólogo, hace notar que «el chapado es tan perfecto y unido que, si no se conociera su origen, se lo podría tomar por un recubrimiento electrolítico». La tumba del general chino Chow Chu (265-316 de nuestra Era) encierra un misterio que no ha encontrado explicación. El análisis espectral de un ornamento metálico indica un 10 por ciento de cobre, un 5 por ciento de magnesio y un 85 por ciento de aluminio. El aluminio es un producto resultado de la electrólisis, por lo que sorprende encontrarlo en una tumba antigua. Se han repetido los análisis en diversas ocasiones, pero siempre con el mismo resultado. Tal vez los chinos utilizaban la electricidad en el siglo IV.
Un viejo manuscrito, Agastya Samhita, conservado en la biblioteca de los príncipes indios de Ujjain, contiene sorprendentes instrucciones para la construcción de baterías: «En un recipiente de barro se coloca una chapa de cobre bien limpia. Se recubre primero con sulfato de cobre y, luego, con serrín húmedo. Después, se pone sobre el serrín una chapa de cinc amalgamado con mercurio a fin de impedir la polarización. A su contacto, se producirá una energía líquida conocida con el doble nombre de “Mitra-Varuna”. Esta corriente divide al agua en pranavayu y udanavayu. Se afirma que la unión de un centenar de estos recipientes produce un efecto muy activo». «Mitra-Varuna» se interpreta como cátodo-ánodo, y los pranavayu y udanavayu, como oxígeno e hidrógeno. El sabio Agastya es, por su parte, bien conocido en la Historia como kumbhayoni, derivación de la palabra kumbha, o cántaro, en recuerdo de los cántaros de barro que utilizaba para fabricar sus baterías. Se le atribuye también la construcción de un pushpakavimana, o avión. Pero, aparte de las baterías, podemos mencionar muchos otros logros científicos producidos por los antiguos. Según Ovidio, Numa Pompilio, segundo rey de Roma, solía invocar a Júpiter para que encendiera los altares con llamas venidas del cielo. En la cúpula del templo que había construido, Numa hacía arder una luz perpetua. En el año 170 de nuestra Era, Pausanias vio, en el templo de Minerva, una lámpara de oro que daba luz durante un año sin que se la alimentara. En las tumbas próximas a la antigua Menfis, en Egipto, se han encontrado en cámaras selladas lámparas que ardían perpetuamente. Expuestas al aire, las llamas se apagaron. Se sabe que han existido lámparas perpetuas del mismo tipo en los templos de los brahmanes de la India. La estatua de Memnón, en Egipto, comenzaba a hablar en cuanto los rayos del sol naciente iluminaban su boca. Juvenal dijo: «Memnón hace resonar sus cuerdas mágicas». Los incas tenían un ídolo parlante en el valle de Rimac. Habría sido imposible construir estatuas semejantes sin tener conocimientos de física. Es lícito pensar que las chispas que salían de los ojos de las divinidades egipcias, en particular de los de Isis, pudieron ser producidas por la electricidad. Luciano (120-180 d. C.), el satírico griego, nos ha dejado una descripción de las maravillas que vio en el curso de su viaje realizado a Hierápolis, en el norte de Siria. Le fue mostrada una joya incrustada en la cabeza de oro de Hera. Emanaba de ella una gran luz, «y el templo entero resplandece como si estuviera iluminado por millares de velas». Además, los ojos de la diosa le seguían a uno cuando se movía. Luciano no ha dado explicación a este fenómeno y los sacerdotes se negaron a revelarle sus secretos. Los frescos, de rico colorido, que recubren las paredes y los techos de las tumbas egipcias tuvieron que ser pintados a plena luz. Pero la luz del día no llega jamás a esas oscuras cámaras. No hay en ellas manchas producidas por antorchas o lámparas de aceite. Tal vez se utilizó luz eléctrica.
Los misterios del templo de Hadad, o de Júpiter, en Baalbek, están relacionados con piedras luminosas. No cabe poner en duda la existencia de esas piedras que, en la Antigüedad, suministraban luz durante las horas nocturnas, pues ha sido descrita por gran número de autores clásicos. En el siglo I de nuestra Era, Plutarco escribía que había visto una «lámpara perpetua» en el templo de Júpiter Amón. Los sacerdotes le habían asegurado que ardía continuamente desde hacía muchos años y ni el viento ni el agua podían apagarla. En 1401, se descubrió la piedra sepulcral de Pallas, hijo del rey Evandro. Sobre la cabeza de este romano se hallaba colocada una lámpara que ardía con un fuego perpetuo; para apagarla se tuvo que romper toda la escultura. Evandro es, en la mitología romana, rey de los arcadios, pueblo asentado en el Lacio. Es hijo de Mercurio y de Carmenta, ninfa itálica, y padre de Pallas (o Palanta), Roma y Dina. De acuerdo con la tradición mítica, Evandro condujo a su pueblo desde Grecia hasta el Lacio, donde edificó la ciudad de Palanteo, que estaba situada sobre una colina que se denominó posteriormente como Palatino. También introdujo en Italia el Panteón olímpico, las leyes y el alfabeto griegos, e instituyó los Lupercales. Asimismo, erigió el Altar Magno de Hércules en el Foro Boario, lo cual se debe a la especial veneración de los arcadios hacia este héroe, que les había librado del gigante Caco. En la Eneida es presentado como un rey sabio, optimista y de gran valor. Eneas acudió a Evandro en busca de ayuda para combatir a los ejércitos de Turno, y Evandro accedió, pues conocía a su padre, Anquises, ya que ambos descendían lejanamente de Atlas. El rey envió a su hijo al frente de un ejército y, aunque la victoria en la guerra la obtuvo el bando de Eneas, Palante murió durante la contienda. Evandro fue deificado tras su muerte y se construyó un altar en su honor en el monte Aventino. San Agustín, nacido en el año 354 de nuestra Era, describe una lámpara de fuego perpetuo que vio en el templo de Venus. El historiador bizantino Cedrino (siglo XI) afirma haber visto en Edesa, Siria, una lámpara perpetua que ardía desde hacía cinco siglos. El misionero francés Régis-Evariste Huc (1813-1860) asegura haber examinado en el Tíbet una de las lámparas que arden con un fuego perpetuo. De las Américas nos llegan también relatos de estas extrañas lámparas. En 1601, al describir la ciudad de Gran Moxo, próxima a las fuentes del río Paraguay, en el Matto Grosso, Barco Centenera nos habla de una isla misteriosa que aún recordaban los conquistadores: «En medio del lago se encontraba una isla, con edificios soberbios cuya belleza sobrepasaba al entendimiento humano. La casa del Señor del Gran Moxo estaba construida en piedra blanca hasta el tejado. Tenía a su entrada dos torres muy altas y una escalera en medio. Dos jaguares vivos se hallaban atados a un pilar situado a la derecha. Estaban echados, encadenados a sendas argollas de oro. En la cúspide de este pilar, a una altura de 7,75 metros, había una gran luna que iluminaba brillantemente todo el lago, dispersando, de día y de noche, la oscuridad y la sombra».
El coronel P. H. Fawcett oyó decir a los indígenas del Matto Grosso que en las ciudades perdidas de la jungla habían sido vistas luces frías y misteriosas. Escribiendo a Lewis Spence, autor británico, declara: «Estas gentes tienen una fuente de iluminación que nos parece extraña y que representa, probablemente, los restos de una civilización que desapareció dejando unas cuantas huellas». El coronel teniente Percival Harrison Fawcett (1867– ?) fue un militar, topógrafo y explorador británico. Junto con su hijo Jack y el amigo de éste, Raleigh Rimell, Fawcett desapareció bajo circunstancias desconocidas en 1925 durante una expedición para descubrir lo que él creía era, según las antiguas leyendas y testimonios, una misteriosa ciudad perdida en la selva inexplorada de Brasil. Los mandanes, indios blancos de la América del Norte, recuerdan una época en que sus antepasados vivían al otro lado del Océano, en «ciudades de luces inextinguibles». Hace solamente unas docenas de años, se decía que los habitantes de las islas del Estrecho de Torres poseían piedras redondas que proyectaban una penetrante luz. Esas piedras, emisoras de luz, estaban adornadas con conchas, cabellos, dientes y presentaban colores diversos. A gran distancia, se veía de vez en cuando surgir, con gran sorpresa de los hombres blancos, una luz azul verdosa. Unos comerciantes de Nueva Guinea descubrieron en la jungla, cerca del monte Guillermina, un valle poblado por amazonas. Vieron, asombrados, grandes piedras redondas de 3,5 metros de diámetro colocadas en lo alto de columnas, que irradiaban una luz semejante a la del neón. C. S. Downey quedó tan impresionado por las extrañas y extraordinarias iluminaciones de aquel poblado de la selva de Nueva Guinea, que no pudo por menos de declarar, en 1963: «Estas mujeres, que se hallan separadas del resto de la Humanidad, han desarrollado un nuevo sistema de iluminación que iguala, e incluso supera, al del siglo XX». No es probable que esas amazonas de la jungla hayan podido descubrir un sistema de iluminación superior al nuestro. Cabe que heredaran esas esferas luminiscentes de una civilización desconocida para la Historia. La presencia en la Antigüedad de iluminaciones artificiales se halla atestiguada por los autores clásicos. Electra, hija luminosa de Atlas, podría quizá simbolizar, simplemente, la electricidad conocida en la Atlántida. Cuando en OIIantay-Tambo y Sacsahuamán, Perú, se descubrió la albañilería preincaica, el peso de algunas de las piedras fue calculado en más de cien toneladas. A pesar de su enorme masa, los bloques estaban colocados con tal exactitud que apenas si se podían advertir las juntas a simple vista. Aparte de Egipto, estas construcciones erigidas por los arquitectos del Perú no han sido igualadas en ningún otro país.
La Gran Pirámide de Kufu, en Egipto, es una de las obras de construcción más precisas del mundo. Los que la erigieron hubieron de tener conocimientos superiores de geometría y arquitectura. Los pulidos bloques de un peso de quince toneladas colocados en la base de la pirámide de Kufu están ajustados con una precisión de una centésima de pulgada. Resulta difícil introducir un papel fino entre estos bloques. Es difícil imaginar cómo se habría podido alcanzar una precisión semejante antes del advenimiento de la tecnología moderna. Si aceptamos la fecha establecida por los egiptólogos para la construcción de la Gran Pirámide, este edificio, considerado hasta época reciente como el más alto del mundo, fue erigido en un tiempo en que no existían grúas ni ruedas. Solamente un siglo antes del comienzo de los trabajos de la pirámide, los egipcios utilizaban todavía argamasa de barro y paja. Nunca se ha explicado de manera satisfactoria cómo pudo llevarse a feliz término la construcción de la pirámide Kufu. Diodoro de Sicilia escribe que 360.000 hombres trabajaron en ella durante veinte años. La cifra dada por Heródoto es de cien mil hombres para el mismo período. Según el historiador griego, esta extravagante empresa estuvo a punto de llevar a Keops o Kufu al borde de la bancarrota. Para salvar su situación, el cruel faraón decidió enviar a su hija, famosa por su belleza, a una casa especializada en el comercio de hechizos. La joven supo manejárselas bien en el asunto: no sólo obtuvo la suma exigida por su padre, sino que decidió, además, erigir un monumento en su propio honor y exigió a cada uno de sus visitantes que le hiciera donación de una piedra para esta construcción. Quizá sea difícil aceptar un relato de este tipo como una contribución auténtica a la Historia. Heródoto pudo ser deliberadamente inducido a error por los sacerdotes egipcios, que no querían revelarle el verdadero medio utilizado para sus construcciones megalíticas. Cuando, en el siglo XIX, se procedió a tomar medidas exactas de la Gran Pirámide, se puso de manifiesto que el ángulo entre cada una de sus caras y la superficie de la base era de 51° 51”. Como la cúspide de la pirámide había desaparecido, se determinó la altura de la construcción por medios geométricos. Luego, conforme a las enseñanzas de las matemáticas, el perímetro de la base fue dividido por el doble de la altura y «se obtuvo el sorprendente resultado de 3,14149», el número π. La distancia media de la Tierra al Sol ha sido fijada en 149,5 millones de kilómetros. La pirámide de Keops tiene una altura de 147,8 metros, es decir, la distancia del Sol reducida mil millones de veces, con un error de un uno por ciento. La unidad de longitud empleada para la construcción era el codo piramidal, equivalente a 635,66 milímetros. El radio de la Tierra, desde el centro hasta el Polo, es de 6,357 kilómetros, es decir, el codo piramidal multiplicado por diez millones.
A finales del siglo XVIII se aceptó como metro estándar en París la diezmillonésima parte del cuadrante terrestre. En nuestro siglo, en el curso de mediciones más precisas de la Tierra, se ha reconocido la inexactitud del cálculo. Y, sin embargo, el codo egipcio equivale, con una precisión de una centésima de milímetro, a la diezmillonésima parte del radio de la Tierra. La longitud en su base de una cara de la pirámide es de 365,25 codos piramidales. Pero también hay 365,25 días en un año, nueva extraña coincidencia entre las proporciones de la pirámide y los datos astronómicos. Tras un profundo estudio de las proporciones geométricas de la pirámide de Kufu, A. K. Abramov, ingeniero moscovita, llegó a la conclusión de que esta pirámide nos da una respuesta al problema, jamás resuelto por los matemáticos, de la cuadratura del círculo. Estima que los antiguos egipcios consiguieron resolverlo empleando el sistema septenario para definir π como 22/7. Ha podido constatar igualmente que utilizaban un «radián», o π/6 como unidad fundamental de medida. A. K. Abramov dijo a Andrew Tomas: “Es indispensable tomar en consideración el marco histórico que determinó la aparición de la cuadratura del círculo en su aplicación práctica. Remontémonos 4500 años en las profundidades de los tiempos, hacia la época en que fue construida la Gran Pirámide. Mucho antes de su erección, los hombres instruidos de la Antigüedad estaban al corriente de numerosos hechos objetivos. Entre los más importantes de ellos figura el descubrimiento de la relación entre la longitud de la circunferencia y su diámetro, igual a 22/7 en el sistema septenario. Hacia la misma época, se descubrieron también ciertas variedades relativas, tales como el despliegue de la circunferencia, los tres sectores de un ángulo, el doblado de un cubo sin modificación de su forma, la conversión de volúmenes de cubos en volúmenes de esferas, etcétera. Como es lógico, los hechos descubiertos fueron aplicados a la realidad objetiva. Se ha establecido que la pirámide de Kufu está construida de tal modo que el perímetro de la base es igual a una circunferencia de radio igual a la altura de la pirámide. Con arreglo a las dimensiones de la pirámide expresadas en «radianes», esta igualdad entre los perímetros del cuadrado y del círculo se manifiesta con claridad en las ecuaciones siguientes, la primera de las cuales muestra la longitud de los cuatro lados de la Gran Pirámide, y la segunda, la de una circunferencia trazada con un radio equivalente a la altura de la pirámide (2π r):440 X 4 = 1.7602 X 22/7 X 280 = 1.760; 1 radián = π/6 = 0.5238095“. Según Abramov, los sacerdotes de Egipto tenían una concepción especial de las tres dimensiones del espacio. A sus ojos, el punto representaba el lugar inicial de las tres direcciones: longitud, anchura y profundidad.
Según Abramov: “Pitágoras era incapaz de captar la riqueza de las nociones geométricas de que disponía Egipto en su época. Los conocimientos egipcios eran de un orden superior. Su origen constituye un enigma. Pero los hechos reales están ahí para confirmar la existencia de esta ciencia superior: esas pirámides que han sobrevivido a los siglos atestiguan la sabiduría de sus constructores. Los matemáticos tal vez se sientan inclinados a exclamar: ¡Sea maldita esa ciencia desconocida y caigan en pedazos todas las pirámides! A fin de cuentas, nada podría impedirles proclamar que hemos alcanzado la cima de la civilización y que ningún hombre del pasado pudo ser más inteligente que el hombre de hoy. Lobachesvski, el gran matemático ruso, nos ha demostrado la universalidad de la geometría del espacio. Esta gran ciencia fue antaño importada a Egipto. Pero ¿de dónde y por quién? Podrían quedar aclarados muchos misterios si admitiéramos que los primitivos Hijos del Sol eran portadores de la civilización llegados del espacio. La universalidad científica de la geometría nos prueba que la vida hizo su aparición en otros planetas antes, probablemente, que en el nuestro, pero que siguió la misma evolución en el terreno del conocimiento. Otra civilización cósmica podría haber aprendido a producir energía por métodos diferentes. Quizá fue capaz de transformar la luz en energía de propulsión sin tener que recurrir a los sincrotrones. En este caso, habría podido disponer de naves del espacio construidas de un modo diferente al nuestro“. Hay una anécdota atribuida a Einstein, según la cual a la pregunta: «¿Cómo se hace un descubrimiento?», contestó éste: «Cuando todos los sabios presentes se han puesto de acuerdo para declarar que tal cosa sería imposible, llega un rezagado que resuelve lo imposible». Cuanto más se estudian las pirámides, más cree uno que fueron construidas por seres muy avanzados. Según cierta tradición, los monumentos megalíticos fueron construidos utilizando las vibraciones de los sonidos. La gravitación habría sido neutralizada por sortilegios musicales y por varitas magnetizadas que levantaban las piedras en el aire. Se trata de una posibilidad, fantástica a primera vista, que merecería, no obstante, ser estudiada a fondo. Existe entre los árabes una curiosa leyenda referente a la construcción de la Gran Pirámide: «Pusieron bajo las piedras hojas de papiro en las que había escritas muchas cosas secretas y las golpearon luego con una varita. Entonces, las piedras ascendieron en el aire a la distancia de un tiro de flecha, y de este modo alcanzaron la pirámide». Los antiguos habrían podido dominar las fuerzas de la repulsión como las de la atracción, si hubieran tenido nociones científicas diferentes de la energía y de la materia. Los bloques de la terraza de Baalbek, en el Líbano, son cincuenta a cien veces más pesados que los de la Gran Pirámide. Incluso las grúas más gigantescas de nuestra época serían incapaces de levantarlas desde el pie de la colina hasta la cima en que se encuentra la plataforma. ¿Quiénes fueron los constructores de los edificios megalíticos del Líbano, de Egipto y del Perú?
En su libro La magia caldea, Francois Lenormant cita una leyenda referente a los sacerdotes de On, que con la ayuda de sonidos podían levantar pesadas piedras que un millar de hombres serían incapaces de mover. On era una Ciudad en Egipto llamada Heliópolis por los griegos, el centro de la adoración al Sol en el Bajo Egipto. Las pocas ruinas que quedan y un obelisco en pie se encuentran ahora en el-Matarîyeh, a unos 9,5 km. al norte de El Cairo, junto a la moderna Heliópolis. La ciudad tuvo su mayor importancia durante el Reino Antiguo, antes que Ra, el dios Sol egipcio original se conectara con Amón, del Alto Egipto, la deidad de la ciudad de Tebas. Un gran templo en On estaba dedicado a Ra. Y muchos obeliscos, levantado, por pares, servían como símbolos de los rayos del Sol. Sólo uno de ellos, el de Sesostris I (1971-1928 a.C), se ha conservado y todavía está en pie, con sus 21 m de altura, en su lugar original. La Biblia menciona a la ciudad en relación con la historia de José, cuya esposa Asenat era la hija del sumo sacerdote de On. Jeremías la nombra con una designación traducida, Bet-semes, “casa [templo] del Sol”. Luciano (125 d. C.) da fe de la realidad de la «antigravitación» en la Antigüedad al hablar de la estatua de Apolo en un templo de Hierápolis. Mientras los sacerdotes levantaban la estatua, Apolo «les dejó en el suelo y se elevó por sí mismo». El hecho se produjo en presencia del propio Luciano. Pocas personas se dan cuenta de que, aun en nuestros días, se producen fenómenos semejantes a los realizados por «la ciencia prehistórica de la Antigüedad». En la India occidental, cerca de Poona, junto a la carretera de Satara, se encuentra la aldea de Shivapur, que posee una pequeña mezquita erigida a la memoria del derviche Qamar Alí, un santo de la secta de los sufíes. Delante de la mezquita, están colocadas dos rocas de granito de forma redondeada; una de ellas pesa 55 kilogramos, y la otra, más pequeña, 41 Kg. Todos los días, grupos de peregrinos y de visitantes se reúnen alrededor de estas piedras, tocándolas con sus dedos índices y clamando con penetrante voz el nombre sagrado de «Qamar Alí». Está convenido que sólo once personas deben rodear la piedra más gruesa. De pronto, se ve cómo la roca se separa del suelo, pierde todo peso y se eleva en pocos segundos hasta una altura de dos metros; permanece en el aire un instante y, luego, vuelve a caer bruscamente al suelo. Lo mismo ocurre con la segunda roca, que es levantada por un grupo de nueve personas. Este extraordinario fenómeno se produce varias veces al día, con indescriptible asombro de todos los que participan en la experiencia. Normalmente, serían necesarios seis hombres para levantar la más grande de estas rocas de granito. Debería existir una seria explicación científica de este fenómeno, en el que puede participar activamente cualquier persona, un musulmán, un budista, un cristiano, un agnóstico. Pero ninguna de las personas que todos los días consiguen levantar la roca es capaz de dar una explicación. Aun cuando se mantenga el escepticismo, el hecho está ahí. Contrariamente a todas las leyes de la física, una pesada piedra se eleva por sí sola a una altura de dos metros. En nuestra Era espacial, en que los sabios más eminentes se esfuerzan por penetrar en el misterio de la gravitación, este extraño fenómeno merecería ser objeto de una investigación seria. Todas las suposiciones son lícitas para explicar esta elevación automática de la roca. El hecho es que, cuando las palabras «Qamar Alí» no se pronuncian con voz muy alta y clara, la piedra no se eleva. Este milagro de la India puede servir en nuestros días como demostración del método empleado en la Antigüedad para erigir las pirámides y las demás construcciones megalíticas.
Un autor alemán, K. K. Doberer, expresa en su libro Los fabricantes de oro la siguiente idea: «Los hombres sabios de la Atlántida vislumbraron una posibilidad de escapar al peligro emigrando a través del Mediterráneo hacia el Este, a las inmensas tierras asiáticas, y fundando colonias en el Tíbet». Se trata de una hipótesis sorprendente y, tal vez, muy cercana a la verdad. Los grandes sacerdotes y los príncipes pudieron ser transportados por los aires, a salvo del peligro, con dirección a un lejano país, juntamente con todos los logros de su civilización y con sus conocimientos técnicos. Instalándose en una pequeña comunidad completamente aislada, habrían podido desarrollar sus ciencias, alcanzando alturas que nuestras academias no soñarían siquiera. No faltan testimonios en apoyo de esta teoría, aparentemente fantástica. El canto épico del Mahabharata habla de una Era arcaica en que volaban aeronaves por los aires, y bombas devastadoras eran arrojadas sobre las ciudades. Se libraban guerras terribles, y el mal reinaba por doquier. A la vista de los escritos antiguos y de las leyendas de numerosos pueblos, no es imposible reconstituir un cuadro de acontecimientos que probablemente tuvieron lugar en vísperas de la catástrofe geológica. Cuando un grupo de sabios comprendieron que su civilización estaba condenada y que se hallaba en peligro el progreso de la Humanidad, tomaron la decisión de retirarse a lugares inaccesibles de la Tierra. Fueron excavados refugios secretos en las montañas. Los pocos escogidos eligieron los valles ocultos en el corazón del Himalaya, para conservar en ellos la antorcha del saber en beneficio de las generaciones futuras. Cuando el Océano hubo engullido a la Atlántida, las colonias de supervivientes tuvieron tiempo sobrado para erigir una nueva civilización, evitando los errores del imperio destruido. Sus comunidades, protegidas por su aislamiento, pudieron prosperar lejos de la barbarie y la ignorancia. Habían decidido, desde el principio, romper todo contacto con el mundo exterior. Su ciencia tuvo así la posibilidad de florecer sin trabas y, tal vez, de sobrepasar los resultados obtenidos por los atlantes. El tiempo ha arrancado numerosas páginas de la historia del hombre sobre este planeta, pero todas las leyendas hablan de un inmenso desastre que destruyó una avanzada civilización y transformó en salvajes a la mayor parte de los supervivientes. Los que fueron después rehabilitados por «mensajeros divinos» pudieron elevarse de su estado y dar origen a las naciones de la Antigüedad de las cuales descendemos nosotros. Las comunidades secretas de los «Hijos del Sol» eran poco numerosas, pero sus conocimientos eran amplios. Su elevado nivel científico les permitió excavar una vasta red de túneles, especialmente en Asia. Perdidos en valles cubiertos de nieve o escondidos en las catacumbas, en el corazón de las montañas, los Hermanos Mayores de la raza humana continuaron su existencia. La realidad de estas colonias se halla refrendada por testimonios procedentes de países tan alejados unos de otros como la India, América, el Tíbet, Rusia, Mongolia y muchas otras partes del mundo. En el curso de cinco mil años, se han recibido estos testimonios, que, aún adornados por la fantasía, deben contener un elemento de verdad.
Ferdinand Ossendowski, escritor, periodista, viajero y explorador polaco, menciona una extraña historia que le fue relatada hace cincuenta años en Mongolia por el príncipe Chultun Beyli y su Gran Lama. Según ellos, en otro tiempo habían existido dos continentes, en el Atlántico y en el Pacífico. Desaparecieron en las profundidades de las aguas, pero parte de sus habitantes encontraron refugio en vastos albergues subterráneos. Estas cuevas se hallaban iluminadas por una luz especial que permitió el crecimiento de plantas y aseguró la supervivencia a una tribu perdida de la Humanidad prehistórica que alcanzó posteriormente el más alto nivel de conocimientos. Según el explorador polaco, esta raza subterránea consiguió importantes logros en el terreno técnico. Poseía vehículos que circulaban con extraordinaria rapidez a través de una inmensa red de túneles existente en Asia. Estudió la vida en otros planetas, pero sus éxitos más notables se encuentran en el ámbito del espíritu. Al célebre explorador y artista Nicolás Roerich le mostraron largos corredores subterráneos en el curso de sus viajes a través de Sinkiang, en el Turquestán chino. Los indígenas le refirieron que gentes extrañas salían a veces de aquellas catacumbas para hacer compras en la ciudad, pagando con monedas antiguas que nadie era capaz de identificar. En el curso de una estancia en Tsagan Kuré, cerca de Raigan, en China, Roerich escribió, en 1935, un artículo titulado «Los guardianes», en el cual se preguntaba si esos hombres misteriosos que de pronto aparecen en medio del desierto no saldrán de un pasadizo subterráneo. Interrogó largamente a los mongoles acerca de esos visitantes misteriosos y obtuvo de ellos informaciones muy interesantes. A veces, dicen, estos extranjeros llegan a caballo. Con el fin de no provocar demasiada curiosidad, se disfrazan de mercaderes, pastores o soldados y hacen regalos a los mongoles. Es interesante señalar que el profesor Roerich, así como los miembros de su equipo, observaron en 1926 la aparición de un disco luminoso por encima de la cordillera del Karakorum. Durante una mañana soleada, el objeto era claramente visible a través de los tres potentes anteojos de que disponían los exploradores. El aparato circular cambió bruscamente de rumbo mientras lo observaban. Pero en 1926 se supone que ningún avión ni dirigible sobrevolaba el Asia central. Durante la travesía del desfiladero de Karakorum, un guía indígena contó a Nicolás Roerich que habían aparecido grandes hombres blancos, así como mujeres, surgiendo del fondo de las montañas por salidas secretas. Se les había visto avanzar en la oscuridad, con antorchas en la mano. Según uno de los guías, estos misteriosos montañeses habían incluso llevado ayuda a algunos viajeros. La escritora Alexandra David-Néel, exploradora del Tíbet, menciona en sus escritos a un chamán tibetano de quien se decía que conocía el camino de «la morada de los dioses», situada en alguna parte de los desiertos y las montañas de la provincia de Chinhai. Una vez, le llevó desde ese lugar una flor azul que había brotado a pesar de reinar una temperatura de veinte grados bajo cero. El río Dichu estaba en aquel momento cubierto por una capa de hielo de casi dos metros.
Hace unos cuantos años, el doctor Lao-Tsin publicó en un periódico de Shanghai un artículo dedicado a su viaje a una extraña región del Asia central. En su pintoresco relato, que prefigura la novela Horizontes perdidos, de James Hilton, este médico describe una peligrosa caminata que realizó por las alturas del Tíbet en compañía de un yogui oriundo de Nepal. En una región desolada, en el fondo de las montañas, los dos peregrinos llegaron a un valle escondido, protegido de los vientos septentrionales y gozando de un clima mucho más cálido que el del territorio circundante. El doctor Lao-Tsin evoca a continuación «la torre de Shambhala» y los laboratorios que provocaron su asombro. Los dos visitantes fueron puestos al corriente de los grandes resultados científicos obtenidos por los habitantes del valle. Asistieron también a experiencias telepáticas efectuadas a grandes distancias. El médico chino habría podido decir muchas más cosas sobre su estancia en el valle si no hubiera hecho a sus habitantes la promesa de no revelarlo. Según la tradición conservada en Oriente a propósito de Shambhala septentrional, donde hoy no se encuentran más que arenas y lagos salados, existía allí en otro tiempo un mar inmenso, con una isla de la que no quedan en la actualidad sino unas cuantas montañas. Un gran cataclísmo se produjo en una época remota: «Entonces, con el terrorífico fragor de un rápido descenso desde alturas inaccesibles, rodeados de masas fulgurantes que inundaban el cielo de llamaradas, los espacios celestes fueron surcados por la carroza de los Hijos del Fuego, los Señores de las llamas de Venus; se detuvo, suspendida, sobre la isla Blanca, que se extendía sonriente sobre el mar de Gobi». El folklore y los cantos del Tíbet y de Mongolia exaltan el recuerdo de Shambhala hasta transformarlo en realidad. Durante su expedición a través de Asia central, Nicolás Roerich llegó un día a un puesto fronterizo blanco considerado como uno de los tres límites de Shambhala. Para demostrar hasta qué punto la creencia en Shambhala está arraigada entre los lamas, bastará citar las palabras de un monje tibetano pronunciadas ante Roerich: «Los hombres de Shambhala se presentan en ocasiones en este mundo; entran en contacto con aquéllos de sus colaboradores que trabajan sobre la tierra. A veces, envían, en bien de la Humanidad, dones preciosos y reliquias extraordinarias». Después de haber estudiado las tradiciones de los budistas tibetanos, Sándor Kőrösi Csoma (1784 – 1842),: políglota, lingüista, teólogo y explorador húngaro, considerado el fundador de la tibetología, situaba la tierra de Shambhala al otro lado del río Syr-Daria, entre los 45 y los 50 grados de latitud norte. Resulta curioso comprobar que un mapa publicado en Amberes en el siglo XVII indica el país de Shambhala. Los primeros viajeros jesuitas al Asia Central, tales como el padre Etienne Cacella, mencionan la existencia de una región desconocida llamada Shambhala.
El coronel N. M. Prievalsky, gran explorador del Asia Central, así como el doctor A. H. Franke, mencionan Shambhala en sus obras. La traducción por el profesor Grünwedel de un antiguo texto tibetano, titulado La ruta de Shambhala, es también un documento interesante. Parece, no obstante, que las indicaciones de tipo geográfico se mantienen deliberadamente muy vagas. No pueden servir de gran cosa a quienes no conozcan con detalle los nombres antiguos y modernos de las diversas regiones y de los numerosos monasterios. Según Andrew Tomas, Shambhala engloba no solamente la isla Blanca del Gobi, valles y catacumbas ocultos en Asia y en otras partes, sino también muchas otras cosas. Lao-Tsé, fundador del taoísmo en el siglo VI a. C., se había dedicado a buscar la residencia de Hsi-Wang-Mu, diosa del Occidente, y acabó por encontrarla. Según la tradición taoísta, esta diosa era una mujer mortal que había vivido millares de años. Tras haber adquirido las «cualidades divinas», se retiró a las montañas del Kun Lun, sistema montañoso de Asia Central, en el oeste de China, en la Región Autónoma de Xinjiang. Los monjes chinos afirman que existe un valle de extraordinaria belleza, inaccesible a los viajeros desprovistos de guía. En ese valle habita Hsi-Wang-Mu, presidiendo una asamblea de genios que podrían ser los más grandes sabios del mundo. En esta perspectiva, adquiere todo su significado la aparición ante los componentes de la expedición Roerich de una extraña aeronave por encima del Karakorum, que se encuentra en una extremidad del Kun Lun. Este extraño disco podría provenir de algún aeródromo de esos seres divinos. Pero los mahatmas no quieren ser molestados por curiosos, por escépticos o por buscadores de riquezas, pues se consideran los guardianes de la sabiduría antigua y de los tesoros del pasado. Un texto del mahatma Koot Humi, escrito en 1881, dice lo siguiente: «Durante generaciones innumerables, el adepto ha construido un templo con rocas imperecederas, una torre gigantesca del Pensamiento infinito, convertida en la morada de un titán que permanecerá en ella, solo, si es necesario, y únicamente saldrá al final de cada ciclo para invitar a los elegidos de la Humanidad a cooperar con él y contribuir, a su vez, a la ilustración de los hombres supersticiosos». El origen de esas comunidades desconocidas se pierde en la noche de los tiempos. Según toda probabilidad, son nuestros predecesores en la evolución humana que ordenaron la salida de la Atlántida a los hombres elegidos. Es posible que estas colonias secretas conserven todos los documentos de la Atlántida, tal como ésta fue en sus días de esplendor. Los espíritus escépticos no deben olvidar que los mensajes de los mahatmas se conservan hasta nuestros días en los archivos de ciertos Gobiernos.
Existe en el folklore ruso la leyenda de la ciudad subterránea de Kiteje, reino de la justicia. Para encontrarla se decía que había que seguir las huellas de Baty. El kan Baty, conquistador tártaro, había partido de Mongolia para la conquista del Occidente. La dirección indicada significaba que la ciudad subterránea de Kiteje se encontraba en Asia Central. Otra versión de la misma leyenda afirmaba que la ciudad legendaria se encontraba en el fondo del lago Svetloyar. Pero se ha explorado y no se ha hallado nada. La tradición de Kiteje debería, en realidad, ser situada junto a la de Shambhala septentrional. Otro tanto puede decirse de la leyenda de Belovodié. En las laderas del Monte Altai fluye el río Katoune. Las leyendas dicen que podemos encontrar la puerta de Belovodie, país de blancas aguas y de sabiduría. En las inmediaciones de estos lugares, los chamanes utilizan tambores, a cuyo sonido se abre la puerta. El Diario de la Sociedad Geográfica Rusa publicó, en 1903, un artículo firmado por Korolenko y titulado El viaje de los cosacos del Ural al reino de Belovodié. Se trata en ellos de una extraña tradición. Según ella, había existido un paraíso terrestre en alguna parte, en «Belovodié» o «Belogorié», país de las Aguas Blancas o de las Montañas Blancas. No olvidemos que Shambhala septentrional había sido fundado sobre la «isla Blanca». El emplazamiento geográfico de este reino de leyenda es quizá menos vago de lo que podría creerse a primera vista. Entre los numerosos lagos salados del Asia Central, existen varios que se desecan y se recubren de una capa blanca. El Chang Tang y el Kun Lun están cubiertos de nieve. Nicolás Roerich oyó decir en los montes de Altai que detrás del gran lago y de las altas montañas existía un «valle sagrado». Numerosas personas habían intentado en vano llegar a Belovodié. Algunas lo habían conseguido y habitado allí durante cierto tiempo. En el siglo XIX, dos hombres habían llegado a este país de leyenda y vivido algún tiempo en él. A su regreso, habían contado maravillas respecto a esa colonia perdida, añadiendo que habían «visto otras maravillas de las que les está prohibido hablar». Este relato tiene muchos puntos comunes con el ya mencionado del doctor Lao-Tsin. De otro relato de Roerich puede concluirse que los habitantes de esas aglomeraciones secretas poseen nociones científicas. Un lama regresó a su monasterio después de haber visitado una de estas comunidades. En un estrecho pasadizo subterráneo había encontrado a dos hombres portadores de una oveja de raza purísima. Este animal era utilizado en el valle secreto para la cría científica de ganado. Los archivos vaticanos conservan varios raros informes de misioneros del siglo XIX, según los cuales los emperadores de China acostumbraban, en tiempos de crisis, a enviar delegaciones ante los «Genios de las montañas» para solicitar sus consejos. Estos documentos no indican el lugar al que se dirigían aquellos correos chinos, pero no puede tratarse más que de Chang Tang, Kun Lun o el Himalaya. Informes de misioneros católicos hablan de la creencia de los sabios chinos en seres sobrehumanos que habitaban en las regiones inaccesibles de China. Las crónicas describen a estos «Protectores de la China» como humanos en apariencia, pero fisiológicamente diferentes de los demás hombres.
Existen en el mundo un buen número de montañas consideradas como «moradas de Dios». Esto es aplicable particularmente a la India. Los hindúes atribuyen un carácter divino a las montesNanda Devi, Kailas, Kanchenjunga y a muchas otras cumbres. Según ellos, estas montañas sirven de resistencia a los dioses. Más aún, no son solamente los picos lo que se considera sagrado, sino también las profundidades de las montañas. Se afirma de Shiva que tiene su sede en el monte Kailas (Kang Rimpoche). Se cuenta también de él que descendió sobre el Kanchenjunga, mientras que la diosa Lakshmi, por el contrario, se elevó hacia el cielo desde una cumbre. Al analizar estos mitos, se tiene la impresión de que en aquella época remota en que los dioses se mezclaban con los hombres se producía un tráfico espacial en los dos sentidos. Ciertas localidades terrestres y ciertas regiones del cielo eran consideradas como sedes de esos seres celestes. En la antigua Grecia, se consideraban el Parnaso y el Olimpo como los lugares en que tenían su trono los dioses. Según el Mahabharata, los asuras viven en el cielo, mientras que paulomas ykalakanjas habitan en Hiranyapura, la ciudad dorada que flota en los espacios. Pero, al mismo tiempo, los asuras disponen de palacios subterráneos. Los nagas y los gañidas, criaturas voladoras, tienen igualmente residencias subterráneas. Bajo una forma alegórica, estos mitos nos hablan de plataformas espaciales, de vuelos cósmicos y de los supuestos lugares terrestres que se utilizan para el despegue. Los puranas mencionan a los «sanakadikas», «los ancianos de dimensiones espaciales». La existencia de estos seres es inexplicable si rechazamos la posibilidad de viajes espaciales en la Antigüedad. Puesto que una navegación interastral sería imposible sin conocimientos astronómicos, la indicación del Surya Siddhanta, según la cual Maya, señor de Átala, aprendió la astronomía del dios del Sol, parece señalar una fuente cósmica de su saber. Sean griegos, egipcios o hindúes, los dioses aparecen invariablemente como bienhechores de los hombres, a los que suministran conocimientos útiles y consejos en los momentos críticos. Las escrituras de la India hablan del monte Meru, centro del mundo. Por una parte, se identifica con el monte Kailas, en el Tíbet. Por otra, se pretende que se eleva hasta una increíble altura de 662.000 kilómetros por encima de la Tierra. Tal vez el monte Kailas sería una puerta hacia el espacio, que habría existido mucho tiempo antes de la destrucción de la Atlántida por el último cataclismo. Los relatos referentes a seres superiores que habitaban en ciertas montañas se hallan difundidos por todos los continentes. El monte Shasta, en California, ocupa un lugar predominante en la mitología de los indios americanos de la costa noroeste del Pacífico. Una de sus leyendas narra la historia del Diluvio. Nos habla de un antiguo héroe, llamado Coyote, que corrió a la cima del monte Shasta para salvar la vida. El agua le siguió, pero no alcanzó la cumbre. En el único lugar que había quedado seco, en la cúspide de la montaña, Coyote encendió una hoguera, y, cuando las aguas descendieron, Coyote llevó el fuego a los escasos supervivientes del cataclismo y se convirtió en el fundador de su civilización.
En todos estos mitos de los indios americanos se hace referencia a tiempos antiguos en los que el jefe de los Espíritus celestes descendió con su familia sobre el monte Shasta. Se habla igualmente en ellos de visitas realizadas a los Hombres celestes por los habitantes de la Tierra. Los mitos del monte Shasta podrían relacionarse con acontecimientos producidos en el pasado, como el gran Diluvio, el desembarco de astronautas y la construcción de refugios subterráneos en el interior de las montañas. Hacia mediados del siglo XIX, en el momento de la búsqueda de oro en California, los buscadores afirmaron haber visto misteriosos destellos luminosos por encima del monte Shasta. A veces se producían en tiempo despejado, por lo que no podía tratarse de relámpagos. Tampoco la electricidad podía servir de explicación, pues la región no estaba aún electrificada. En época más reciente, se han visto también automóviles cuyo motor dejaba de funcionar, sin razón aparente, en las carreteras que conducen hacia el monte Shasta. En 1931, cuando un incendio forestal devastó esta montaña, el fuego se vio súbitamente detenido por una misteriosa niebla. La línea de demarcación alcanzada por el incendio se mantuvo visible durante varios años. Describía una curva perfecta en torno a la zona central. En 1932 se publicó un artículo en Los Ángeles Times. Su autor, Edward Lanser, afirmaba, después de haber interrogado a los habitantes de los contornos del monte Shasta, que desde hacía docenas de años era conocida la existencia de una extraña comunidad que habitaba en el interior de la montaña. Los habitantes de este fantasmal poblado eran hombres blancos, de elevada estatura y noble aspecto; tenían espesos cabellos, llevaban una cinta en la frente y se cubrían con blancas vestiduras. Los comerciantes afirmaban que estos hombres aparecían de vez en cuando en sus establecimientos para hacer compras. Pagaban siempre con pepitas de oro de un valor mucho mayor que el de las mercancías adquiridas. Cuando los shastianos eran vistos en el bosque, éstos trataban de evitar todo contacto. En las laderas de las montañas aparecían a veces extrañas cabezas de ganado pertenecientes a los shastianos. Estos animales no se parecían a ninguno de los conocidos en América. Para aumentar el misterio, se ha observado la presencia de aeronaves en el territorio del monte Shasta. Carecían de alas y no producían ningún ruido. A veces se zambullían en el océano Pacífico y continuaban su viaje como barcos o como submarinos. En México existen, al parecer, comunidades secretas del mismo tipo. En su obra Misterios de la antigua América del Sur, Harold T. Wilkins habla de un pueblo desconocido que vivía en este país e intercambiaba mercancías con los indios. Se aseguraba que procedían de una ciudad perdida en la jungla. Roerich nos habla en sus relatos de hombres y mujeres misteriosos, habitantes de las montañas, que acudían a Sinkiang para hacer sus compras y pagaban con antiguas monedas de oro. No obstante hallarse separados por una gran distancia, México y el Turquestán presentan muchos puntos comunes en estas apariciones de seres extraños.
En sus Incidentes del viaje por América Central, Chiapas y Yucatán, J. L. Stephens, afamado arqueólogo americano, menciona el relato de un sacerdote español que, en 1838-1839, vio en las alturas de la cordillera de los Andes una gran ciudad extendida sobre un vasto espacio, con sus torres blancas que centelleaban al sol. La tradición afirma «que ningún hombre blanco ha podido penetrar jamás en esta ciudad; que sus habitantes hablan la lengua maya y saben que los extranjeros conquistaron todo su país. Asesinan a todo hombre blanco que intente entrar en su territorio. No conocen la moneda, ni poseen caballos, ganado, mulos ni ningún otro animal doméstico». Los conquistadores españoles tuvieron noticia de la tradición azteca referente a puestos avanzados ocultos en la jungla y provistos de depósitos de víveres y de tesoros. En el momento en que los invasores desembarcaron en México, la existencia de estas bases de reservas estaba casi olvidada. El arqueólogo americano Hyatt Verrill escribe: «El hecho de que no se haya descubierto jamás una de estas ciudades perdidas, en manera alguna demuestra que jamás hayan existido o que no existan hoy». Los indios quechuas de Perú y Bolivia sostienen que existe en los Andes una vasta red subterránea. Teniendo en cuenta los extraordinarios resultados obtenidos por los constructores de la época preincaica, podría haber algo de verdad en estos relatos. El coronel P. H. Fawcett, muerto en la jungla, sacrificó su vida a la búsqueda de una ciudad perdida que, en su opinión, hubiera demostrado la realidad de la Atlántida. Aseguraba haber descubierto en América del Sur las ruinas de una ciudad así. Todas estas leyendas de ciudades perdidas, de montañas sagradas, de catacumbas y de valles inaccesibles deberían ser estudiadas, ya que podrían conducirnos al descubrimiento de colonias habitadas por descendientes de la Atlántida, o incluso por razas más antiguas aún. En las Metamorfosis, de Ovidio, puede leerse que, cuando el fango del gran Diluvio se secó, la tierra vio surgir nuevas y extrañas formas de vida, al tiempo que sobrevivían algunas de las formas antiguas. Platón se refiere a la tradición de los sacerdotes egipcios, según la cual se habían producido en el pasado numerosas y devastadoras catástrofes. Los sabios del valle del Nilo decían que la memoria de esos cataclismos se había desvanecido, ya que gran número de generaciones supervivientes habían desaparecido sin haber tenido la posibilidad de dejar huellas escritas. Teniendo en cuenta la amplitud universal del desastre atlante, es preciso admitir que la actividad volcánica continuó durante numerosos siglos. Mientras la tierra sumergida por las aguas no se secara lo suficiente como para admitir vegetación, no podía existir en ella vida humana ni animal. Los supervivientes de la Atlántida se habían dispersado por todo el mundo. El centro de la cultura, los elementos de la civilización, se habían extinguido. En ausencia de toda escritura, el recuerdo de un poderoso imperio destruido por el fuego y las aguas sólo pudo perpetuarse por medio de la tradición oral. Ahí radica el origen de todos los mitos. Transmitidos de generación en generación, ciertos hechos fueron olvidados o deformados. Tan sólo con el redescubrimiento de la escritura pudieron preservarse las leyendas de una manera permanente en tablillas o papiros.
Los mitos han inmortalizado a los seres divinos que, después del Diluvio, llevaron de nuevo la civilización a la Humanidad, que implantaron el culto al Sol. Enseñaron a los hombres la astronomía, la agricultura, la arquitectura, la medicina y la religión. Las tablillas babilonias de arcilla nos hablan de estos seres descendidos del cielo: «Vino luego el Diluvio, y, después del Diluvio, la realeza descendió de nuevo de los cielos». Los cronistas de Sumer nos han legado sus listas de reyes que reinaron después del Diluvio. La Historia no concede crédito a esas listas, porque algunos reyes están señalados como «dioses» o «semidioses». Por otra parte, el período durante el cual gobernó la I dinastía después del Diluvio está cifrado en la inverosímil duración de 24.150 años. Hasta el siglo XX, los arqueólogos no disponían de un solo documento que demostrara la existencia de reyes de Babilonia con anterioridad a la VIII dinastía. Luego, Sir Leonard Woolley descubrió en el monte Atubaid, cerca de Ur, un antiguo templo dedicado a la diosa Nin-Karsag. Entre las reliquias figuraba un rosario de oro que llevaba grabado el nombre de A-anni-pad-da. Más tarde, se encontró una tablilla que hablaba de la fundación del templo. Confirmaba, en escritura cuneiforme, que el templo había sido erigido por A-anni-pad-da, rey de Ur, hijo del rey Mes-anni-pad-da. Ahora bien, Mes-anni-pad-da era el fundador de la III dinastía después del Diluvio, según la lista sumeria de soberanos, y se le consideraba hasta entonces como una personalidad legendaria. Esto nos demuestra que no siempre es aconsejable rechazar como fábulas ciertas leyendas. Encontramos allí una indicación directa del cataclismo y de las «dinastías divinas» que contribuyeron a la civilización de la Humanidad. Según Eupolemo (siglo II a. C.), la ciudad de Babilonia debe su origen a los hombres que se salvaron del Diluvio. Los reyes de Sumer estaban considerados como los descendientes de éstos, y enviados por los «dioses» para reeducar a la raza humana. El primero de tales reyes divinos era Dungi, hijo de la diosa Ninsun. V. A. Obrutchev, antiguo miembro de la Academia de Ciencias de la URSS, opinaba que los supervivientes del cataclismo llevaron la antorcha del conocimiento a todos los continentes. Los seres que llevaron nuevamente a la Humanidad a la civilización después de la desaparición de la Atlántida recibieron generalmente honores divinos. Los incas, así como los antiguos soberanos de Egipto, eran venerados como Hijos del Sol. Heródoto indica claramente que Egipto fue gobernado por «dioses» que vivían entre los hombres. Según él, Horus, que venció a Tifón, fue el último dios que ocupó el trono de Egipto. Cuando se dieron todas las condiciones para que el hombre pudiera actuar de nuevo sobre la Tierra, se asistió a la aparición de héroes. Dionisos, descendiente de Poseidón, rey de la Atlántida, recorrió el mundo entero enseñando la agricultura y la moral a los pueblos primitivos. El papiro de Turín afirma que el establecimiento de una dinastía de semidioses en Egipto se produjo en el año 9850 a. C.
Jean Bailly, sabio francés del siglo XVIII, suscita una oportuna cuestión en su monumental Historia de la Astronomía: «¿Qué son, en definitiva, todos esos reinos de Devas (indios), o de Peris (persas), o esos reinos de las leyendas chinas: esos Tien-Hoang o reyes de los Cielos, completamente distintos de los Ti-Hoang, o reyes de la Tierra, y los Gin-hoang, hombres reyes, distinciones que concuerdan a la perfección con las de griegos y egipcios en sus enumeraciones de las dinastías de dioses, semidioses y mortales?». Las tradiciones concernientes a los dioses y los semidioses tienen un carácter universal y permanente. Existe en el Libro de tos Muertos egipcio una evocación de Thot, dios de las Letras y las Ciencias. Había nacido en un lejano país del Oeste, en una ciudad situada a orillas del mar, con dos volcanes activos en sus proximidades. Un día, algo extraordinario tuvo lugar en el país de Thot. El sol se oscureció, y los propios dioses se sintieron aterrorizados; pero el sabio Thot les ayudó a escapar de los lugares amenazados en dirección a un país oriental, al que llegaron atravesando las aguas. Al leer estos pasajes de un antiguo libro egipcio, uno no puede por menos de pensar en la Atlántida. L. Filipoff, astrónomo del Observatorio de Argel, descubrió nuevos datos en un viejo texto conservado en una pirámide de las dinastías V y VI. Como el dios Thot estaba ligado al signo zodiacal de Cáncer, el astrónomo concluye que la llegada a Egipto de este portador de la civilización debió de producirse cuando el equinoccio vernal estaba en Cáncer, o sea, hacia 7256 a. C. Se cuenta que el dios Hermes, a menudo identificado con Thot, sintió tanta compasión hacia una raza que vivía sin conocer las leyes, que le enseñó la ciencia y la religión, las artes y la música, y, después, subió al cielo. Hermes enseñó a los hombres a escribir sus pensamientos, observar las estrellas, tocar la lira, curar el cuerpo y fundir los metales. Hermes, o Mercurio, hijo de Zeus y de Maya, era el mensajero celeste de los dioses. Él inculcó a los hombres la noción de los seres divinos. De hecho, el nombre de Hermes significa en griego «el intérprete». Nieto de Atlas, se supone que era de ascendencia atlante. Se representaba habitualmente a Mercurio, o Hermes, calzado con sandalias aladas, un pequeño casco alado en la cabeza y en la mano un caduceo, bastón con alas y serpientes, emblema de su misión de emisario de las potencias celestes. Antes de abandonar la Tierra para subir de nuevo a las estrellas, Hermes legó a la Humanidad sus Tablas de Esmeralda, en las que puede leerse: «Lo que está arriba es idéntico a lo que está abajo, y lo que está abajo es idéntico a lo que está arriba, para realizar las maravillas del Único».
Jámblico (siglo IV d. C.) y Clemente de Alejandría (siglo II) hablan en sus escritos de los cuarenta y dos libros sagrados de los sacerdotes egipcios. Al mostrar estos rollos a Jámblico, se le explicó que su autor era Thot (Hermes). Treinta y seis de ellos contenían la historia de todos los conocimientos humanos, mientras que seis trataban de medicina y de cirugía. Algunos egiptólogos sustentan la opinión de que el papiro llamado de Ebers podría ser un fragmento de esas obras perdidas de Hermes. Orfeo, hijo de Apolo, fue otro ser divino que llevó a los antiguos griegos la antorcha de la cultura. Era un gran vidente, músico, mago y filósofo. Enseñaba que la materia existía desde toda la eternidad y contenía el principio de todo lo existente. Sorprende encontrar en el alba de la Historia concepciones tan profundas. Pero el asombro es aún mayor cuando se oye a Orfeo hablar de otros mundos. Se dice, de hecho, que fue el primero en considerar la probabilidad de vida en las estrellas. No se puede comprender cómo habría podido concebir Orfeo ésta inmensa idea de planetas habitados, a menos que se admita la realidad de una herencia cultural transmitida por la Atlántida. Es muy probable que los antiguos misterios sirvieran de guardianes a esta ciencia secreta. Los misterios aseguraban tener el conocimiento de «seres celestes». En su cuarta égloga, Virgilio evoca una profecía relativa a su regreso del reino de los cielos. En la India existe el recuerdo de una Edad en que los hombres podían hablar con los dioses. Tal vez fuera en esa época cuando unos visitantes divinos mencionaron ante los brahmanes la vida en el cosmos. Como ejemplo tenemos lo que indican los Vedas, de que «existe vida en otros cuerpos celestes muy distantes de la Tierra». Resulta difícil explicar el espectacular esplendor de los súmenos, tras milenios de vida bárbara, a una época brillante, si no aceptamos el mito que nos habla de misteriosos seres llegados para implantar la civilización. La tradición de Babilonia evoca visitas regulares efectuadas por los dioses para enseñar a los hombres las ciencias y las artes. Uno de esos misteriosos seres era Oanes, el dios-pez. Beroso, sacerdote caldeo que vivió en la época de Alejandro el Magno, nos ha legado un excelente relato de las actividades de Oanes y sus compañeros. Este hombre sabio cuenta que en la antigua Babilonia las gentes vivían como animales salvajes. Pero de las aguas del golfo Pérsico surgió una extraña criatura con cuerpo de pez y cabeza humana. Sus pies, juntos, formaban algo parecido a una cola de pez. Este curioso ser poseía el don de la palabra. Oanes salía todos los días de las aguas para dar a los primitivos indígenas de Mesopotamia «una noción de las letras, las ciencias y las artes de toda especie». Enseñó a los primeros habitantes de Babilonia a «construir ciudades, erigir templos, redactar leyes, y les explicó los principios de los conocimientos geométricos». Les enseñó también la agricultura. En resumen, como dice Beroso, «les enseñó todo lo que contribuía a suavizar sus costumbres y a humanizar su vida».
Según este cronista, «nada esencial se añadió después dé la aparición de Oanes y de otros anfibios que mejorara sus enseñanzas». Evidentemente Oanes no era un dios, puesto que el mismo Beroso nos dice que su voz y su lenguaje eran articulados y humanos. No podemos resolver el problema de los orígenes de este civilizador si no es admitiendo la existencia de culturas superiores en épocas precedentes. Beroso nos cuenta que la cabeza de Oanes estaba alojada en una cabeza de pez. Ello podría ser la descripción de un casco espacial a través del cual se podía ver una cabeza humana. En cuanto a los pies uniéndose en cola de pez, ello podría representar una descripción aproximada de la parte inferior de una escafandra. Quienesquiera que fuesen esas criaturas, el hecho es que, a renglón seguido de su visita, los hombres se pusieron a construir ciudades y canales y a entregarse a experiencias en el terreno del pensamiento abstracto. Fue entonces cuando nacieron en Babilonia el arte, la música, la religión y la ciencia. Antes de la aparición de Oanes los ribereños del Éufrates eran salvajes. Después de su llegada, se convirtieron en seres civilizados y alcanzaron un alto nivel intelectual. Hacia el II milenio antes de nuestra Era, los matemáticos de Babilonia estaban ya muy avanzados en álgebra y geometría. Los astrónomos disponían de tablas exactas y podían determinar la posición de los cuerpos celestes en cualquier momento. Y todo esto había comenzado con la aparición de aquel «dios-pez» surgido de las aguas del golfo Pérsico. Oanes de Eridu era reconocido como padre de la metalurgia. Un himno en su honor proclama: «Tú eres quien purificas el oro y la plata y mezclas el cobre y el estaño». El bronce es una aleación de cobre con una décima parte de estaño. Hubieron de pasar siglos antes de que el hombre descubriera la posibilidad de obtener un metal mezclando estaño con cobre, a menos que el secreto le fuera transmitido como un regalo de una civilización superior. Europa vivió una dilatada Edad del Bronce, pero apenas si conoció la Edad del Cobre. Los objetos de bronce parecen haber hecho irrupción súbitamente y haberse extendido con rapidez. Los artesanos prehistóricos del bronce en Europa dan pruebas de una gran habilidad artística. Esta vasta distribución de objetos de bronce a través de Europa nos permite extraer una conclusión sorprendente. En aquella época remota, el tráfico a través de las diferentes partes del continente estaba más desarrollado que en época posterior, en el alba de la civilización romana. Debieron de existir en la época prehistórica facilidades de fabricación y de transporte. Este secreto de la Edad del Bronce no se limita solamente a Europa. En América Central, el bronce llega también completamente fabricado desde una fuente desconocida. K. K. Doberer sostiene que las naves atlantes navegaron en torno a África y llegaron a Asia. En Fabricantes de oro, escribe que, entre los años 8000 y 10000 a. C., un grupo de personas desembarcó en el delta del Indo y en el golfo Pérsico. Esos hombres, que no eran arios ni semitas, crearon allí una civilización fundada en el dominio de los metales. Aquellos extranjeros, de elevada estatura y cabellos negros, sabían trabajar el oro y la plata, el cobre y el plomo, el estaño y el antimonio, el hierro y el níquel. Los conocimientos acerca de los metales que poseían en el año 8000 a. C., no fueron adquiridos por los europeos sino hasta varios milenios más tarde.
K. Doberer emite también la hipótesis de que la alquimia, o transmutación de los metales, nació en la Atlántida. Oro producido artificialmente fue enviado a la Atlántida para uso exclusivo en los cultos religiosos. Los sacerdotes de Sumer, de la India y de Egipto guardaban el secreto de esta ciencia oculta. Luego, cuando los mensajeros de la Atlántida enseñaron la técnica de la aleación, se produjo una revolución técnica que estableció, después del gran Diluvio, los fundamentos de una nueva civilización. Se han descubierto objetos metálicos de origen sumerio en Rusia meridional, en Troya y en Europa Central. Hacia el año 3000 a. C., la civilización sumeria del bronce-estaño desapareció en Sumer a causa del cese de los suministros de estaño. La metalurgia prehistórica entró en una era de decadencia y quedó completamente olvidada hasta el día en que, al cabo de largos siglos, fue de nuevo descubierta. Garcilaso de la Vega nos ha transmitido la historia de los incas. El Sol, antepasado de la Humanidad, tuvo piedad de los hombres y envió a Manco Capac y Mama Ocllo para enseñarles el arte de hilar y tejer. Los habitantes del Perú acogieron a los hijos del Sol y pusieron los cimientos de la ciudad de Cuzco. Según otra leyenda, llegaron del Este hombres blancos y barbudos que aportaron a los indígenas los beneficios de la civilización. En 1952, B. E. Gilbey y M. Lubran realizaron análisis sanguíneos de los tejidos de cinco momias de reyes incas conservadas en el Museo Británico. Sus resultados fueron presentados en un informe sometido al Real Instituto Antropológico. En la sangre de tres de esas cinco momias había rastros del grupo «A», absolutamente desconocido entre los indios de América. Además era un tipo de sangre verdaderamente único, sin par en nuestra Tierra. Estos sorprendentes hechos nos demuestran que los reyes incas no podían pertenecer a la población indígena de América del Sur. Es de notar también que los conquistadores españoles oyeron a los cortesanos incas usar un lenguaje secreto, incomprensible para sus súbditos. Una tradición del mismo tipo se conserva en México, Guatemala y Yucatán, donde Quetzalcóatl, o Kukulkán, es designado como hombre-dios. Era un hombre blanco, pelirrojo y barbudo. Tenía sobre los hombros una larga túnica de tela negra y mangas cortas. A continuación de Quetzalcóatl llegaron los toltecas, hábiles artesanos, constructores, escultores y agricultores. La Serpiente emplumada, o Quetzalcóatl había llegado de un país situado al Este. Con él, México entró en una Era de progreso y de gran prosperidad. En una de las versiones existe un interesante detalle referente a su llegada. Aterrizó en una extraña nave alada en el lugar en que actualmente se encuentra Veracruz. El Codex Vindobonensis le representa descendiendo a tierra tras haber salido de un agujero en el cielo.
Cuando la misión de este apóstol de la civilización fue interrumpida por sus enemigos, regresó a la costa y partió en una balsa de serpientes hacia el país de Tlapallán. Otra leyenda cuenta cómo este mensajero se arrojó a una pira funeraria. Sus cenizas se elevaron al cielo y se transformaron en pájaro, mientras que su corazón se convirtió en el planeta Venus. Quetzalcóatl resucitó y subió al cielo como un dios. Tal vez su nave alada era un ingenio espacial y la pira funeraria su rampa de lanzamiento. Civilizador, arquitecto, agricultor y jefe religioso, Quetzalcóatl ha dejado una huella indeleble en la historia de México, y todavía hoy es venerado en ese país. Según Pedro de Cieza de León, Viracocha, figura legendaria de los incas, era un hombre blanco, de elevada estatura, llegado del país de la aurora. Inculcó la nobleza en los corazones de los incas y les reveló los secretos de la civilización. Una vez cumplida su misión, desapareció en el mar. El nombre de Viracocha significa «la espuma del mar». Existe una indudable analogía entre las leyendas americanas de Quetzalcóatl y Viracocha y la tradición babilonia de Oanes, el hombre-pez, aunque sus países de origen se hallen tan distanciados el uno del otro. La mitología de numerosos pueblos abunda en historias referentes a dioses que vivieron en otro tiempo sobre la Tierra. Algunos de estos mitos deben de evocar acontecimientos históricos reales. Se atribuye a estos apóstoles de la civilización, descendidos del cielo o surgidos del mar, el haber aportado a las tribus primitivas una cultura completa. Pero ¿quiénes eran esos seres? Puede verse en ellos a los últimos atlantes escapados del gran Diluvio en barcos o aeronaves, como afirma el canto épico de Gilgamesh. William James Perry (1887-1949), geógrafo y antropólogo británico, se hallaba convencido de que la Era de los dioses estaba ligada a los Hijos del Sol: «Parece, pues, imponerse la conclusión de que los diversos grupos de Hijos del Sol dispersos a través del mundo provienen de la misma raza primordial». Tal vez se refería a la raza de los legendarios atlantes. En Oriente, y sobre todo en la India, el visitante extranjero era considerado como una persona sagrada porque, según las creencias locales, los dioses hicieron en otro tiempo su aparición en forma de seres humanos. A fin de asegurarse los favores de estos visitantes que podrían venir de los cielos, los hindúes les otorgan hasta nuestros días su veneración y su más amplia hospitalidad, aun cuando tengan ante sí a un simple ser humano. La tradición se remonta a muchos milenios de antigüedad, a una época en que los dioses transitaban sobre la Tierra. En 1959, sobre las rocas del desierto de Gobi se halló una huella de zapato de millones de años de antigüedad. Según los datos de la ciencia, el hombre no existía aún en aquella época. Los miembros de la expedición paleontológica chino-soviética, dirigida por el doctor Chow Ming Chen, que realizaron el descubrimiento, fueron incapaces de dar una explicación a este extraño hallazgo. En Broken Hill, Rhodesia del Norte, se ha descubierto el cráneo de un hombre primitivo de cuarenta mil años de antigüedad. Se conserva en la actualidad en el Museo de Historia Natural de Londres. Se puede observar un bien delineado orificio, sin ninguna de esas estrías radiales que proceden, por lo general, de un golpe asestado por un cuerno, un colmillo o un arma blanca. Es el tipo exacto de orificio que suele producir una bala. Falta el lado opuesto del cráneo, lo que confirmaría esta hipótesis.
Una huella sobre una piedra caliza del período triásico descubierta en el Fisher Canyon (condado de Pershing), en Nevada, representa la suela de un zapato con débiles señales de costura. Dado que se supone no había zapateros en la época de los dinosaurios, cabe preguntarse quién pudo fabricar ese zapato. O fue el hombre, que apareció sobre la Tierra millones de años antes de lo que admite la ciencia, o fueron visitantes cósmicos, que descendieron a ella en tiempos pasados. El profesor K. Flerov, que fue director del Museo Paleontológico de la Academia de Ciencias de la antigua URSS, poseía el cráneo de un antiguo bisonte cuya edad sobrepasa con mucho la edad del hombre de las cavernas. El cráneo tiene una antigüedad de cientos de miles de años; presenta un orificio que parece ser de bala, y los científicos han establecido que el animal no murió a causa de esa herida, sino que se curó y sobrevivió. En 1960, T. G. Gritsai e I. J. Yatsko descubrieron osamentas de avestruces, de camellos y de hienas prehistóricas en las cavernas de Odesa, en la antigua URSS. Su edad es de un millón de años, aproximadamente. La atención de los científicos fue atraída por el hecho de que esos huesos estaban hábilmente cincelados. Los agujeros presentaban una perfecta forma circular y hendiduras regulares. Según la opinión de los expertos, los huesos habían sido cortados con un instrumento metálico y pulimentados a continuación. Los eolitos, género especial de sílice, que se han hallado en Francia, Gran Bretaña, Alemania, Rusia, Egipto, Birmania y Australia, en capas que van desde el eoceno hasta el período post-glaciar, podrían pertenecer a la misma clase de productos artesanos. Aunque la mayoría de los científicos se oponen a la teoría que les atribuye un origen artesano, harían falta muchas pruebas para reconocerlos como piedras naturales formadas por los glaciares o por las olas del mar. Las huellas de pies descubiertas en Asia Central y en Nevada no son los únicos rastros misteriosos. Las pinturas murales de África y Australia perpetúan el aspecto de esos hombres. Entre los frescos de Tassili, descubiertos en el Sahara por el profesor Henri Lhote, y que se remontan a ocho o diez mil años, se encuentra «el gran dios marciano de Jabbaren». En él se ve representado un hombre vestido con una especie de traje espacial. En las cuevas de la cordillera de Kimberley, en Australia occidental, existen sorprendentes dibujos. Según los aborígenes, fueron dibujados por otra raza. La técnica de ejecución y el empleo de un pigmento azul que no es utilizado por los aborígenes indican como autor de estos dibujos a un pueblo de origen no australiano. Las figuras retratadas en las cuevas de Kimberley presentan tocados o círculos luminosos alrededor de la cabeza, pero carecen de boca. Calzan sandalias en un país en que los indígenas caminan descalzos. Se supone que estas imágenes llamadas «Wandjina» representan a los primeros hombres. Es de notar que tienen tres o siete dedos en la mano y otros tantos en el pie. Los «Wandjinas» se relacionan con las imágenes de la Serpiente del Arco Iris en el mismo Kimberley. La Serpiente del Arco Iris es la expresión empleada para designar al «país del sueño» o «la Edad prehistórica».
Existe una notable afinidad entre los frescos de las rocas de Tassili y los de Kimberley. Las criaturas sin boca podrían estar cubiertas con cascos espaciales. Se han formulado numerosas teorías para explicar las imágenes de los hombres sin boca, pero ninguna de ellas ha podido ser admitida como satisfactoria. La columna Kutb Minar, de Nueva Delhi, presenta un enigma. El fuste de hierro tiene una altura de ocho metros, y su circunferencia es tal que dos brazos humanos no alcanzan a rodearla. La columna pesa dos toneladas y tiene en su base la inscripción siguiente: «Mientras yo me sostenga, se sostendrá el reino hindú». El hierro de que está hecha la columna Kutb Minar no se oxida. Producir un hierro de este tipo es una tarea difícil, incluso para nuestra técnica moderna, provista de hornos eléctricos. El secreto del metal utilizado, hace 1500 años, por los constructores de esa columna, se ha perdido en la noche de los tiempos. Un meteorito de forma insólita, encontrado en Eaton, Colorado, y estudiado por H. H. Nininger, experto en aerolitos, nos sitúa igualmente ante un misterio. Su composición química es de cobre, zinc y plomo, o cobre amarillo, aleación artificial y no sustancia natural. El meteorito cayó en 1931. No puede ser, por tanto, un fragmento de un cohete cósmico. En 1885, en la fundición de Isidor Braun, de Vócklabruck, Austria, se halló un cubo de acero en el interior de un bloque de carbón. El carbón provenía de la mina Wolfsegg, cerca de Schwanenstadt. El cubo fue descrito en la época de su descubrimiento en periódicos diversos tales como Nature (1886). Sus dos partes opuestas están redondeadas, y, por ello, las dimensiones entre los dos lados oscilan de 67 a 47 milímetros. Una profunda incisión rodea el cubo, cerca de su centro. Su peso era de 785 gramos, y su composición se asemejaba a la de un acero duro al carbono-níquel. La proporción de azufre que contenía era demasiado escasa para poder atribuirla a una especie cualquiera de pirita natural. La pieza metálica se hallaba incrustada en un bloque de carbón de la época terciaria, de una antigüedad de decenas de millones de años. Algunos sabios pensaban que se trataba de un fósil de un meteorito. Otros, teniendo en cuenta la forma geométrica del objeto y de la incisión, consideraban que era de origen artificial, fabricado por el hombre. Pero la ciencia afirma que en aquélla época no había seres humanos en nuestro planeta. En el siglo XVI, los españoles encontraron un clavo de hierro de dieciocho centímetros sólidamente incrustado en una roca, en el interior de una mina peruana. Puede afirmarse, sin vacilar, que tenía una antigüedad de millares de años. En un país en que el hierro era desconocido hasta época muy reciente, se trataba de un descubrimiento en verdad sorprendente. Por eso ese curioso clavo fue colocado en un lugar de honor en el despacho del virrey del Perú, Francisco de Toledo.
En las desérticas planicies de las proximidades de Nazca, en el Perú, se ven enormes figuras y líneas de muchos kilómetros de longitud. Fueron descubiertas en el curso de un vuelo sobre la región. Estas antiguas configuraciones geométricas diseñadas sobre el suelo no han encontrado jamás explicación. Parece difícil que pudieran dibujarse sin una perspectiva aérea. Entre los posibles rastros dejados por la Atlántida, podrían situarse también los centenares de extrañas esferas que se encuentran en la sabana del sudoeste de Costa Rica, de Guatemala y de México. Esas bolas de piedra están finamente pulimentadas, y su diámetro varía desde unos centímetros hasta tres metros. Esas esferas de roca volcánica, algunas de las cuales pesan varias toneladas, están perfectamente talladas, lo que resulta particularmente sorprendente habida cuenta de la ausencia de todo instrumento que hubiera podido servir para su fabricación en el lugar en que se las ha encontrado. Y la piedra de tales esferas sólo pudo ser extraída a considerable distancia. Algunas de esas esferas están colocadas en formación triangular, lo que hace pensar en algún simbolismo astronómico o religioso. Pero es forzoso admitir que la civilización que fabricó tales esferas debió de haber alcanzado un nivel muy elevado. Son muy pocos los antropólogos que se arriesgarían a defender la hipótesis de una coexistencia de animales prehistóricos con una raza humana civilizada. Y, sin embargo, el sabio francés Denis Saurat ha reconocido cabezas de toxodontes en los ornamentos del calendario de Tiahuanaco. Y, en su opinión, sería difícil negar la existencia simultánea de los toxodontes y los escultores. Ciertos misteriosos juguetes descubiertos cerca de Veracruz, México, representan animales parecidos a caimanes, colocados sobre cuatro ruedas. Esto representa un enigma, ya que los indios de América no poseyeron jamás ruedas y no conocieron carretas sino después de la conquista española. Sin embargo, la prueba del carbono 14 da para estos juguetes de ruedas la edad de 1200 a 2000 años. En 1924, la expedición arqueológica Doheny descubrió una pintura mural en el cañón Hava Supai, al norte de Arizona. La imagen representa la figura de un tiranosaurio erguido. Pero se supone que este monstruo desapareció de la faz de la Tierra hace millones de años, mucho tiempo antes de la aparición del hombre. Este dibujo prehistórico nos permite pensar que el artista primitivo era un contemporáneo del tiranosaurio. Sería preciso, por tanto, admitir que se debe retasar la fecha de la desaparición del monstruo, o adelantar la del nacimiento del ser humano. Un dibujo tallado en una roca próxima al Big Sandy River, en Oregón, ha podido ser identificado como la imagen de un estegosaurio, otro animal que debió desaparecer antes de la llegada del homo sapiens. Un explorador que, en nuestros días, se encontrara frente a frente con un elefante en la sabana de la América Central recibiría, con toda seguridad, la sorpresa más grande de su vida. Y, sin embargo, en esa región debieron de vivir elefantes en época relativamente reciente.
Entre los restos de la civilización coclé, en Panamá, figura la imagen de un elefante con una trompa, orejas semejantes a una gran hoja y un fardo sobre el lomo. Esta escultura no es única en su género en esta parte del mundo. En Copan, Honduras, existe un monumento en piedra representando a elefantes montados por hombres. En la llanura Marcahuasi, cerca de Lima, en el Perú, se han encontrado también grandes imágenes de elefantes esculpidas en la roca, aunque se considera que estos animales desaparecieron de América hace unos siete mil años. En la misma galería rocosa, el doctor Daniel Ruzo encontró representaciones de camellos, caballos y vacas, tres especies animales de las que no existía ningún ejemplar en América en la época de Cristóbal Colón. Es evidente la antigüedad de esta obra de arte tallada en la roca. Helmut de Terra descubrió en Tepexpan (México) vestigios fosilizados de un hombre primitivo al lado del esqueleto de un elefante. Según la prueba del carbono 14, ambos vivieron hacia el 9300 a. C., es decir, 250 años después de la fecha tradicionalmente aceptada como la de la desaparición de la Atlántida. Otros dibujos de cerámica coclé representan un lagarto volador, semejante a un pterodáctilo, cuya raza está extinguida. Es significativo ver seres de tipo prehistórico representados junto a animales reconocibles. En el distrito de Nazca, cerca de Pisco, Perú, se han descubierto dos ciudades antiquísimas. Entre los hallazgos arqueológicos que atestiguan la existencia de una civilización infinitamente más antigua que la de los incas, deben situarse unos extraños vasos descubiertos, hacia 1920, por el profesor Julio Tello. Se ve representada en ellos una llama con cinco dedos en cada pata. En nuestros días, esos animales no tienen más que dos dedos, pero en una etapa primitiva de la evolución tenían cinco dedos, igual que nuestro ganado. Y, lo que es más, esas llamas de cinco dedos no son criaturas imaginarias, pues en la misma región se han encontrado esqueletos de ellas. De ello puede extraerse la conclusión de que un pueblo civilizado vivía en América del Sur en aquella remota época en que las llamas tenían aún cinco dedos en cada pata. El Museo Ermitage, en Leningrado, conserva una hebilla de oro de origen escita en la que se halla representado un tigre con dientes en forma de sable, raza extinguida desde el final de la Era glacial. La revista Scientific American de junio de 1851 informaba que, en el curso de una explosión, cerca de Dorchester, Massachusetts, se había encontrado hundido en una sólida roca un recipiente en forma de campana hecho de un metal desconocido y con incrustaciones florales en plata. Existe en la isla de Malta un misterioso canal tallado en la roca con empalmes y bifurcaciones parecidos a los de una vía de ferrocarril. Este surco está en la falda de una colina, y un animal que arrastrara una carreta apenas si podría pasar por él. No se ven huellas de zapatos ni de pies. En un lugar determinado, el sendero se aleja del borde del mar y se interna hasta cierta distancia bajo el agua. Es imposible definir el sentido de este extraño descubrimiento arqueológico, cuyo origen se remonta a unos nueve mil años.
Durante siglos los brahmanes han conservado cuidadosamente la tabla astronómica del Surya Siddhanta. En este texto astronómico de la antigua India, el diámetro de la Tierra estaba calculado en 12.617 kilómetros. La distancia de la Tierra a la Luna se establecía en 407.198 kilómetros. El número aceptado por la astronomía moderna para el diámetro ecuatorial de nuestro planeta es de 12.756,5 kilómetros, y la distancia máxima que nos separa de la Luna se fija en 406.731 kilómetros, aproximadamente. Estas cifras nos demuestran la extraordinaria precisión a que habían llegado los astrónomos de la India antigua. La fecha de la última redacción del Surya Siddhanta se fija en el año 1000 d. C. Pero, según la opinión de ciertos hindúes, existían ediciones anteriores ya hacia el año 3000 a. C. En este caso, la obra parece aún más sorprendente. Los textos sánscritos de Manú contienen ideas sobre la evolución que se anticipan a Lamarck y Darwin en varios miles de años: «El primer germen de vida fue formado por el agua y el calor. El hombre atravesará el Universo, en un ascenso gradual, pasando por las rocas, las plantas, los gusanos, los insectos, los peces, las serpientes, las tortugas, los animales salvajes, el ganado y los animales superiores. Tales son las transformaciones de la planta en Brahma que deben producirse en su mundo». La cosmología hindú evaluaba la existencia del sistema solar en varios millones de años. Un Kalpa, o día de Brahma, representaba la duración vital de nuestro mundo, y la estimaba en 4320 millones de años. Según los actuales cálculos científicos modernos, la edad actual de la Tierra se eleva a cinco mil millones de años. Aunque nuestra ciencia y la tradición brahmánica no estén completamente de acuerdo sobre la duración de la evolución solar, no puede por menos de impresionarnos la cronología cósmica de la India, ya que estos cálculos científicos se extienden también sobre miles de millones de años. La estela Metternich, en Egipto, hace alusión al «Barco de los millones de años» en que navega el dios Ra. Esto nos indica claramente que en el mundo antiguo se consideraba el Universo como muy viejo. Por lo que se refiere a las fuentes de la ciencia secreta en que se inspiraba la Antigüedad, se pierden en las profundidades de los tiempos. En libros tales como el Surya Siddhanta o el Brihath Sathaka, los sabios hindúes hablaban también de lo «infinitamente pequeño». En aquella remota época, dividían el día en 60 kala o ghatika, equivalentes cada uno de ellos a 24 minutos, subdivididos a su vez en 60 vikala equivalentes cada uno de ellos a 24 segundos. En esta división del tiempo, los brahmanes llegaban a la unidad más pequeña, al kashta, aproximadamente equivalente a la pequeñísima unidad de tiempo de tres cienmillonésimas de segundo. Es evidente que este kashta, fracción infinitesimal de un segundo, no significa absolutamente nada mientras no se posean instrumentos de precisión. Debe concluirse de ello que ese modo de medir el tiempo por fracciones de microsegundo constituye un método transmitido por los sabios hindúes, representantes de una civilización de tecnología muy avanzada.
En 1520, el almirante turco Piri Reis (1470-1554) publicaba en Turquía el atlas Bahriyye, destinado a los navegantes. Estos mapas, provistos de notas marginales, fueron descubiertos por Halil Edhem, director de los museos nacionales, el 9 de noviembre de 1929 en el palacio Topkapi, en Estambul. En sus notas, el almirante Piri revela el origen de esos mapas. En el curso de una batalla naval librada en 1501 contra los españoles, un oficial turco llamado Kemal hizo prisionero a un hombre que había participado en los tres históricos viajes de Cristóbal Colón. Ese prisionero español poseía un conjunto de mapas muy curiosos. Gracias a estos mapas, Cristóbal Colón pudo definir el objetivo final de su viaje. Si es correcta, esta suposición nos da una explicación de lo que escribe su hijo Fernando en su Vida del almirante Cristóbal Colón: «Recogía cuidadosamente todas las indicaciones que podían suministrarle marineros u otras personas. Hizo de ellas tan buen uso, que adquirió la firme convicción de la posibilidad de alcanzar y descubrir numerosos países al oeste de las islas Canarias». Entre los documentos confiscados por los turcos al marinero español, había mapas dibujados por Colón en 1498, es decir, seis años después del descubrimiento de las Antillas. Sin embargo esos mapas presentan de un modo completo los continentes de América del Norte y del Sur, sus ríos, Groenlandia y el Antártico, todos ellos desconocidos en 1498. La distancia entre América del Sur y África aparece indicada con una precisión sorprendente. El doctor Afetinan, profesor turco, escribe en su libro El mapa más viejo de América: «En el capítulo (dedicado por Piri Reis al mar Occidental), encontramos todo lo que se sabía en su época sobre el descubrimiento de América. A propósito de ello, cuenta, fundándose en rumores, que cierto libro del tiempo de Alejandro Magno fue traducido en Europa y que, después de haberlo leído, Colón partió para el descubrimiento de las Antillas con los navíos proporcionados por el Gobierno español. Hoy día, resulta indudable que Piri Reis había tenido en su poder el mapa utilizado por el gran explorador». Solamente durante el Año Geofísico Internacional se pudo explorar el continente a través de la capa de hielo y levantar su mapa. Groenlandia aparece representada bajo el aspecto de dos o tres islas. Ahora bien, Groenlandia está cubierta por una capa de 1500 metros de glaciares, y sólo en tiempos muy recientes pudo una expedición polar francesa establecer el hecho de que Groenlandia estaba compuesta de dos islas principales. Arlington H. Mallery, americano considerado como una autoridad en cartografía, pidió a la Oficina Hidrográfica de los Estados Unidos que verificase este enigmático mapa. El comandante Larsen le hizo la declaración siguiente: «La Oficina Hidrográfica de la Marina ha verificado un antiguo mapa, llamado mapa de Piri Reis, levantado hace más de cinco mil años. Es tan preciso, que sólo un vuelo a escala mundial podría explicarlo. A primera vista, la Oficina Hidrográfica no le concedió crédito; pero ha acabado por comprobar la autenticidad del mapa e, incluso, se ha servido de él para corregir errores existentes en ciertos mapas contemporáneos».
Según Mallery, el arcaico mapa ha puesto de manifiesto todas las cordilleras del Canadá septentrional, incluidas algunas que no figuraban en los mapas del servicio cartográfico del ejército americano, pero que han sido descubiertas después. La longitud indicada en el mapa es exacta, cosa por completo sorprendente, ya que sólo hace doscientos años que hemos aprendido a calcularla. Mallery llegó a exclamar: «¡No sabemos cómo pudieron levantar este mapa con tal precisión sin utilizar un avión!». Este mapa demuestra la existencia de la ciencia en una época lejana. Los sacerdotes del templo de Sais, en Egipto, estaban, ciertamente, informados sobre América, pues, según Platón, dijeron a Solón que el Atlántico «era un verdadero mar y que las tierras circundantes podían ser designadas como un continente». Hay otro hecho sorprendente que puede servir de argumento en favor de los antiquísimos orígenes del mapa de Piri Reis, supuestamente utilizado por Cristóbal Colón. Los satélites espaciales nos han permitido establecer que nuestro planeta tiene una forma que recuerda en cierto modo la de una pera. Ahora bien, existe una carta de Cristóbal Colón en la que afirma que la Tierra está formada «como una pera». Un matemático y astrónomo del siglo XIII, oriundo del Azerbaiján, Nasireddin Tusi, sabía también, doscientos veinte años antes de Colón, algunas cosas sobre la existencia de América. G. D. Mamedbeily, de la Academia de Ciencias del Azerbaiján, ha descubierto recientemente que el mencionado sabio citaba en sus obras, escritas hace siete siglos, el país de «Dzhezair Haldat». («Islas eternas»), cuyas coordenadas geográficas corresponden exactamente a los contornos orientales de América del Sur. Es lícito suponer que la mayoría de las leyendas referidas a las naves del espacio de la Antigüedad constituyen los ecos de una antigua civilización que conocía la astronáutica. El Ramayana hindú contiene detalladas descripciones de un vimana, o aeronave. Estaba propulsado por un líquido blanco amarillento. El vimana era de considerables dimensiones. Tenía dos pisos, con ventanas y una cúpula con pináculo. Este avión de la Antigüedad podía volar, según la habilidad del conductor, con «la rapidez del viento» y produciendo un melodioso sonido. Su manejo exigía mucha inteligencia. El «avión» podía atravesar el cielo, o detenerse y permanecer inmóvil en el aire. Los vimanas se guardaban en hangares llamados vimana griha. Según los testimonios de la Antigüedad, el vimana volaba por encima de las nubes, y a esa altura «el océano parecía un pequeño estanque». El aviador veía «las tierras bañadas por el océano y las desembocaduras de los ríos en el mar». En China, el emperador Chun, que reinó hace unos 4200 años, había construido una carroza voladora. No es solamente el primer piloto que menciona la Historia, sino también el primer paracaidista. En un poema titulado Li Sao, Chu Yuan (340-278 a. C.) describe un viaje a través de los aires. Estaba arrodillado ante la tumba del emperador Chun, cuando hizo su aparición una carroza de jade tirada por cuatro dragones. Chu Yuan subió al aparato y voló a gran altura a través de China en dirección a la cordillera de Kun Lun. Durante este viaje a través de los aires, pudo observar la tierra sin ser molestado por los vientos ni por el polvo del desierto de Gobi. Aterrizó sin tropiezos y, en otra ocasión, sobrevoló las montañas Kun Lun.
El emperador Cheng Tang (1766 a. C.), fundador de la dinastía Chang, dio a Ki Kung Chi la orden de construir una carroza voladora. Este ingeniero de la Antigüedad obedeció y sometió su aparato a una prueba volando hasta la provincia de Ho-Nan. No obstante, el aparato fue destruido por orden imperial, a fin de que el secreto del mecanismo no pudiera caer en manos inadecuadas. Las máquinas voladoras de la antigua China eran o bien el producto de una experimentación científica, o bien la supervivencia de una invención originaria de una raza anterior al Diluvio. Como en aquella época los chinos carecían de tecnología, debe aceptarse la segunda de estas dos hipótesis. El vuelo de Chu Yuan sobre el Kun Lun nos indica quizá el origen de estos conocimientos técnicos de la China antigua. La imponente cordillera del Kun Lun está considerada por los chinos como «la morada de los dioses». Estos «aviones» se hallaban tradicionalmente reservados a los emperadores y sabios taoístas, que se suponía actuaban como intermediarios entre los «genios de las montañas» y el común de los mortales. Una prueba indirecta de que la aviación era conocida en la Antigüedad nos viene dada por la presencia de la expresión «carroza voladora» en el vocabulario chino. Cuando, a comienzos de nuestro siglo, hizo su aparición el avión, los chinos no se vieron obligados, como nosotros, a inventar una palabra nueva. En el segundo año del reinado del emperador Yao (2346 a. C.) hizo su aparición un hombre extraño. Se llamaba Chi Chiang Tzuyu. Era un arquero tan hábil, que el emperador le confirió el título de «arquero divino» y le nombró «mecánico jefe». Según los anales de China subió sobre un pájaro celeste. Cuando fue «llevado al centro de un inmenso horizonte», advirtió que no podía observar el movimiento de rotación del Sol. Nuestros astronautas que atraviesan el espacio dirigiéndose desde la Tierra hacia la Luna o el planeta Marte son también incapaces de ver la salida o la puesta del Sol. El antiguo texto que nos habla del vuelo del «mecánico jefe» nos indica que probablemente el hombre podía atravesar el espacio interplanetario hace miles de años. El gran pensador chino Chuang Tzu escribió en el siglo III a.C. una obra titulada Viaje hacia el infinito. Cuenta en ella cómo ascendió en el espacio hasta una distancia de 52.300 kilómetros de la Tierra sobre el lomo de un pájaro fabuloso de dimensiones enormes. Según las creencias taoístas, los «chen jen», u hombres perfectos, son capaces de volar a través de los aires en alas del viento. Atraviesan las nubes desde un mundo a otro y viven en las estrellas. Teng Mu, erudito de la dinastía Sung, ha hablado de «otros cielos y otras tierras». Ma Tse Jan, físico eminente de la vieja China, fue transportado vivo al cielo después de haber dominado la filosofía del Tao.
En el curso de sus expediciones a través del Tíbet y de Mongolia, el profesor Nicolás Roerich tuvo la oportunidad de leer en libros budistas pasajes referentes a «serpientes de hierro que devoran el espacio con fuego y humo», así como otros que hablan de «habitantes de estrellas lejanas». En la revista Neman de la antigua URSS (1966), Viacheslav Zaitsev describe extraños discos de piedra descubiertos en el distrito de Baian-Kara-Ula, en la frontera entre China y el Tíbet. Tienen agujeros en el centro, exactamente igual que los discos de gramófono. Una doble ranura con inscripciones en jeroglíficos corre en espiral desde el centro hacia el borde de estos discos. El profesor Sum-Um-Nui, con la ayuda de cuatro de sus colegas, ha descifrado las inscripciones grabadas en esos surcos. Pero su descubrimiento pareció tan sensacional que la Academia de Prehistoria de Pekín rechazó al principio la publicación de los textos. Sólo cuando, finalmente, se obtuvo la autorización, pudieron los sabios chinos publicar un libro bajo el sorprendente título de Discos jeroglíficos revelan la existencia de naves espaciales hace doce mil años. Un análisis efectuado en Moscú de varias partículas de la piedra de los discos habría dado como resultado que contenía una gran cantidad de cobalto y de varios otros metales. Sometidos al examen de un oscilógrafo, los discos manifestaban una frecuencia particular, como si hubieran sido cargados de electricidad hacía miles de años. Los grabados existentes en estos discos de Baian-Kara-Ula representan el Sol, la Luna y las estrellas, así como varios puntos extraños deslizándose del cielo hacia la Tierra. Chin Pe Lao, de la Universidad de Pekín, descubrió curiosos dibujos en las montañas de Ho-Nan y en una isla del lago Tungting. Realizadas hace unos 47.000 años, estas ilustraciones sobre granito representan gentes con grandes trompas y navíos del espacio de forma cilíndrica. Resulta ciertamente difícil admitir la existencia de astronaves y de cascos astronáuticos en una época tan remota. Del estudio de los mitos y los documentos históricos se desprende que en remotos tiempos debieron de existir seres que volaban hacia el cielo y visitantes cósmicos que descendían sobre la Tierra. Sirviéndose de cálculos matemáticos, el doctor Carl Sagan, famoso astrofísico americano, ha llegado a interesantes conclusiones. Sugiere que, si cada civilización avanzada de nuestra galaxia despachara una nave espacial una vez al año en dirección a las estrellas vecinas, el intervalo entre las visitas cósmicas se cifraría en unos 5500 años. Según el doctor Sagan, los exploradores llegados de otros sistemas solares deberían pronto sobrevolarnos en el curso de sus giras de inspección regular. Al aterrizar, los cosmonautas se verían grandemente sorprendidos por los progresos alcanzados por la Humanidad desde el reinado de la primera dinastía del antiguo Egipto. Dicho sea de paso, la tradición de los aztecas habla de una promesa hecha por «los hijos del cielo» de regresar al cabo de seis mil años, es decir, en nuestra época histórica.
El doctor Sagan está convencido de que «la Tierra pudo ser visitada numerosas veces por representantes de diversas civilizaciones galácticas durante períodos geológicos, y en modo alguno cabría descartar que existieran aún vestigios de tales visitas». El sabio americano recomienda no rechazar a la ligera los mitos antiguos que nos hablan de la aparición de visitantes del espacio, designados como «dioses» o «ángeles». Recordemos las palabras dichas a Solón, el legislador griego, por el egipcio Sonchis, sacerdote de Sais: «Todos vosotros tenéis almas jóvenes; no tenéis ninguna vieja tradición, ninguna creencia ni conocimiento consagrados por la edad. Y la razón de ello es la siguiente: numerosas han sido las destrucciones infligidas a la Humanidad, y numerosas lo serán todavía». Se deduce de estas frases que los egipcios disponían de archivos que se remontaban a millares de años. En otro caso, le habría sido imposible a este sacerdote transmitir a Solón la historia de la Atlántida de una manera precisa. Cicerón (106-43 a. C.) escribe que los sacerdotes de Babilonia «afirman haber conservado sobre monumentos observaciones que se remontan hasta a 470.000 años». Hace dos mil años, Estrabón mencionaba a los iberos, que «conociendo la escritura, han compuesto obras dedicadas a la historia de su raza, poemas y leyes escritas en verso, de una antigüedad, según afirman, de seis mil años». Diógenes Laercio escribía, en el siglo III, que los antiguos egipcios habían registrado 373 eclipses solares y 832 eclipses lunares. Teniendo en cuenta la periodicidad de los eclipses, puede estimarse que sus observaciones se extendían a lo largo de unos diez mil años. El canto épico de Gilgamesh, de cuatro mil años de antigüedad, cuenta que ese soberano «era sabio, veía misterios, conocía cosas secretas y nos ha legado un relato de los días que precedieron al Diluvio. Partió para un largo viaje, regresó cansado, agotado por su trabajo, e hizo grabar sobre una piedra toda esta historia». Los zigurats de Babilonia eran torres alineadas dotadas de un significado religioso y astronómico. En Egipto vemos surgir al sacerdote Manetón, guardián de los archivos sagrados del templo de Heliópolis. Se considera que este hombre, que vivió en el siglo III a.C., copió del pasado su relato de las columnas que se elevaban en los templos secretos y subterráneos próximos a Tebas. Eusebio (265-340) dice en sus escritos que Manetón había estudiado la historia según las inscripciones sobre columnas hechas por Thot (Hermes). Después del Diluvio, estos textos fueron traducidos y transcritos en rollos por Agatodemón, segundo hijo de Hermes, y depositados seguidamente en los sótanos de templos desconocidos. La tradición histórica de la Antigüedad afirma que esos enormes depósitos subterráneos habían sido construidos por orden de los sabios de la Atlántida, que preveían la proximidad de un cataclismo mundial.
El historiador bizantino Jorge de Syncelle (alrededor del 800) habla de crónicas que los egipcios habían conservado durante 36.525 años. Proclo (412-489) escribe que Platón visitó Egipto y sostuvo en Sais conversaciones con el sumo sacerdote Pateneit, en Heliópolis, con el sacerdote Ochlapi, y en Sebenito con el hierofante Etimón. Es muy posible que, durante su estancia en Egipto, Platón recibiera informaciones de primera mano sobre la Atlántida. Crantor (300 a. C.) afirma que había en Egipto, en lugares secretos, ciertas columnas sobre las que figuraba grabada en jeroglíficos la historia de la Atlántida y que habían sido mostradas a varios griegos. En su descripción de las pirámides, Amiano Marcelino, historiador romano (330-400), añade su testimonio para hacernos admitir la existencia real de las cuevas en que los egipcios ocultaban sus crónicas: «Existen también pasajes subterráneos y refugios en espiral que, según se nos dice, hombres conocedores de los antiguos misterios y previendo por ello la venida de un Diluvio construyeron en diferentes lugares a fin de que no se perdiera la memoria de todas sus ceremonias sagradas». Los escritos de los antiguos no nos dicen nada acerca del lugar exacto en que se encontraban esos escondrijos. Manetón conoció la historia en uno de ellos. Solón, que, de un modo indirecto, dio a conocer a Platón la leyenda de la Atlántida, probablemente fue admitido también por sus huéspedes egipcios en uno de esos depósitos secretos. Hace 2500 años le fueron mostradas a Herodoto 345 estatuas de sumos sacerdotes egipcios que se habían sucedido durante 11.340 años. Herodoto escribe también que Osiris hizo su aparición 15.000 años antes que Amasis, que reinó entre 570 y 526 a. C. Y añade: «Afirman tener absoluta certeza respecto a estas fechas, pues siempre han anotado cuidadosamente por escrito el paso del tiempo». Tal vez la pirámide de Kufu sea un monumento que señala el emplazamiento de un tesoro secreto de la civilización atlante y que fue construido antes del Diluvio. Manetón afirma que esa pirámide no fue construida por los egipcios. En el terreno de la especulación, no se debería rechazar la teoría de la existencia de cámaras secretas en el interior de las pirámides y de la Esfinge. Los sondeos emprendidos por científicos americanos y árabes en las pirámides representan un paso en la buena dirección. Los investigadores han utilizado aparatos electrónicos muy sensibles para medir el flujo de rayos cósmicos que, procedente del exterior, atraviesa las pirámides. Puesto que los rayos cósmicos golpean uniformemente a las pirámides desde todas direcciones, un vacío en la masa de piedra dejaría pasar más rayos que las partes sólidas de la pirámide. Esto produciría sombras en la imagen, y, empleando contadores en posiciones diferentes, se podría determinar el emplazamiento exacto de las cámaras secretas.
Un posible depósito atlante podría contener muestras de la ciencia y la tecnología antediluvianas. Cuando los sacerdotes de Egipto y de Babilonia afirman que sus crónicas tenían una antigüedad de centenares de siglos, ello nos parece una exageración. Sin embargo, sabemos que las colecciones del Serapeum y el Brucheum de Alejandría contenían más de medio millón de manuscritos de un gran valor. El descubrimiento de sólo una parte de esos documentos bastaría, quizá, para hacernos cambiar de golpe nuestras concepciones de la historia antigua. La desaparecida Biblioteca de Alejandría ha sido designada como el lugar de nacimiento de la ciencia moderna. La línea de monarcas del antiguo Egipto finaliza con Cleopatra. Ultima reina del país de los faraones, habría podido muy bien dar la orden de encerrar los archivos y los papiros en cámaras subterráneas. Según una tradición, ciertos libros sagrados de Egipto fueron escondidos en lugares secretos poco tiempo antes de que los romanos incendiaran Alejandría y sus bibliotecas. Se llega, incluso, a sostener que el lugar en que se encuentran los escondrijos repletos de valiosos manuscritos es conocido por unos cuantos iniciados de una antigua hermandad. Julio César incendió la flota egipcia frente a Alejandría. El incendio se propagó a la ciudad y destruyó el Brucheum. El emperador romano Diocleciano restauró las bibliotecas. Pero, bajo el reinado de Aureliano, el Brucheum fue una vez más destruido por completo. Bajo el reinado de Teodosio, el Serapeum fue saqueado por fanáticos cristianos. La Historia no nos informa sobre el destino de los libros que fueron robados. Es posible que cierto número de rollos cayera en manos de hombres instruidos que los ocultaran en lugar seguro para beneficio de las generaciones futuras. H. P. Blavatsky afirma en su libro Isis sin velo que un monasterio griego posee un manuscrito muy raro de Theodas, escriba de la célebre Biblioteca de Alejandría. Asegura haber visto en manos de un monje una copia de este documento. Indica que poco tiempo antes de la entrada de Julio César en Egipto se estaban realizando reformas en la Biblioteca y que, previamente, los pergaminos más valiosos habían sido depositados en la casa de uno de los bibliotecarios. Cuando el incendio provocado por los romanos destruyó los tesoros acumulados en la biblioteca de Cleopatra, se admitió generalmente que los papiros retirados habían ardido también. Pero, gracias a los esfuerzos de los bibliotecarios, que contaban con la posibilidad de un desastre en tiempo de guerra, se habrían salvado en gran parte. El informador de Blavatsky, que poseía una copia del documento extendido por Theodas, le dijo que en el momento oportuno muchas personas podrían tomar conocimiento de este antiguo informe sobre el destino de la Gran Biblioteca y les revelaría el lugar en que fueron escondidos los valiosos rollos. Se trataría, siempre según el monje, de millares de libros, especialmente seleccionados y almacenados en Asia.
Recogiendo una tradición de los coptos, descendientes de los antiguos egipcios, Masudi (escritor del siglo X) afirma en un manuscrito, conservado en el Museo Británico, que las pirámides «presentaban inscripciones de una escritura desconocida e ininteligible, hecha por gentes y naciones cuyos nombres y existencia yacen olvidados desde hace tiempo». Debe hacerse notar que los materiales que servían de revestimiento a las pirámides eran empleados en países árabes para sus construcciones, incluso en época relativamente reciente. Herodoto vio las inscripciones de las diversas caras de las pirámides en el siglo V antes de nuestra Era. Ibn Haukal, viajero y escritor árabe del siglo X, afirma que las escrituras sobre los revestimientos de las pirámides eran todavía visibles en su época. Abd el-Latif (siglo XII) escribe que las inscripciones sobre el exterior de las pirámides podrían llenar diez mil páginas. Ibn Batuta, otro sabio árabe (siglo XIV), escribe: «Las pirámides fueron construidas por Hermes, a fin de preservar las artes, las ciencias y otras creaciones del espíritu durante el Diluvio». El Diccionario de Firazabadi (siglo XIV) declara que las pirámides estaban destinadas a «preservar las artes, las ciencias y los demás conocimientos durante el Diluvio». Un papiro copto del monasterio de Abu Hormeis contiene el pasaje siguiente: «Las pirámides fueron construidas de este modo: sobre los muros estaban inscritos los misterios de la ciencia de la astronomía, de la geometría, de la física y muchos otros conocimientos útiles, legibles para toda persona que conociera nuestra escritura». Masudi cuenta otras extrañas historias con respecto a las pirámides. Según él, el rey Surid, que reinó en Egipto tres siglos antes del Diluvio, construyó dos grandes pirámides para sus «cápsulas del tiempo». Los sacerdotes le habían prevenido de un gran Diluvio seguido de un incendio, que vendría de «la constelación de Leo». El faraón ordenó inmediatamente construir las pirámides que servirían de depósito para toda clase de tesoros y de objetos milagrosos. Sobre los muros y los techos de las pirámides hizo grabar inscripciones científicas relativas a la astronomía, las matemáticas y la medicina. Masudi llega a describir los autómatas o robots que fueron colocados a la entrada de los tesoros para custodiarlos y para destruir «a todas las personas, excepto aquéllas que, por su conducta, fueran dignas de ser admitidas».
Ibn Abd Hokm, historiador árabe del siglo IX, nos ha legado un valioso relato de la construcción de las pirámides: «La mayor parte de los cronistas coinciden en atribuir la construcción de las pirámides a Saurid Ibn Salhuk, rey de Egipto, que vivió tres siglos antes del Diluvio. Sintióse impulsado a ello al ver en un sueño que toda la Tierra, con sus habitantes, se había trastornado, los hombres tumbados de bruces, las estrellas cayendo unas sobre otras con horrible estruendo. En su turbación, no dijo nada de ello a los suyos. Habiéndose despertado con gran miedo, reunió a los principales sacerdotes de todas las provincias de Egipto, 130 en total, cuyo jefe era Aclimón. Cuando les expuso el asunto, midieron la altura de las estrellas y, haciendo su vaticinio, predijeron un Diluvio. El rey preguntó: “¿Alcanzará a nuestro país?”. Respondieron: “Sí, y lo destruirá”. Pero, como aún faltaba cierto número de años para que acaeciese, ordenó construir, entretanto, pirámides con cámaras abovedadas. Las llenó de talismanes, de objetos extraños, de riquezas, de tesoros, etcétera. Construyó luego en la pirámide occidental treinta tesorerías repletas de riquezas y utensilios, de adornos hechos de piedras preciosas, de instrumentos de hierro, de modelos de barcos en arcilla, de armas que no se oxidaban y de cristalería que se podía doblar sin romperla». El pasaje concerniente a las armas «que no se oxidaban» y «los vasos que se podían doblar» es particularmente significativo. En el siglo IX, nadie podía imaginar materiales tales como el hierro no corrosible o el plástico. No hay duda de que este manuscrito árabe toma su fuente en escritos mucho más antiguos. En el Museo Británico, unos manuscritos redactados por Ebn Abu Hajalah Ahmed Ben Yahya Altelemsani mencionan un pasadizo subterráneo que, partiendo de la Gran Pirámide, llegaba hasta el Nilo. Figura también en ellos un intrigante relato a propósito de un objeto encontrado en la pirámide por unos árabes en el siglo IX: «En los tiempos de Ahmed Ben Tulun, un grupo de hombres entró en la Gran Pirámide. En una de las cámaras encontraron un vaso de vidrio de color y composición raros; al salir, advirtieron que les faltaba uno de sus compañeros, y, cuando regresaron para buscarle, éste salió en dirección a ellos completamente desnudo y les dijo: “No me sigáis, no me busquéis”, y desapareció de nuevo en el interior de la pirámide. Comprendieron que estaba embrujado y se lo contaron todo a Ahmed Ben Tulun, que prohibió entrar en la pirámide, tomó posesión del vaso de vidrio, lo hizo pesar y comprobó que su peso se mantenía idéntico, estuviera lleno o vacío». Otro escritor árabe llamado Muterdi cuenta la siguiente historia con motivo de una exploración del pozo de la pirámide de Kufu: «Un grupo llegó a un estrecho pasillo en que había gran número de murciélagos y donde se notaba una violenta corriente de aire. De pronto, los muros se cerraron y separaron a un hombre del resto del grupo, que huyó para salvar la vida. Más tarde, el desaparecido reapareció y habló a sus compañeros en un lenguaje desconocido. Otras versiones afirman que el hombre cayó muerto de repente».
El enigma de la esfinge de Gizeh, colocada junto a las pirámides como un perro guardián, no ha sido resuelto desde la época de los faraones. El tipo particular de tocado de la cabeza de la Esfinge guarda relación con las antiguas esculturas de Egipto. La losa de granito existente entre sus patas evoca el recuerdo de una aventura sucedida al joven príncipe Tutmosis cuando, vencido por el cansancio en el curso de una partida de caza en las proximidades de Gizeh, se acostó al lado de la Esfinge. Durante el sueño, oyó que la Esfinge le hablaba y que le pedía que retirara la arena de que estaba cubierta su estatua: como recompensa a sus servicios, obtendría el trono de Egipto. Al despertar, Tutmosis se apresuró a hacer retirar la arena y construir un muro en torno a la Esfinge para protegerla contra las dunas. Poco después se convirtió en el faraón Tutmosis IV (1682-1673 a. C.). El interés de esta historia radica en el hecho de que la Esfinge estaba recubierta de arena hace 37 siglos. Ello indica que la Esfinge tenía un origen muy antiguo, incluso en aquella remota época. Entre los antiguos egipcios se designaba al monumento con el nombre de «Hu», o protector. Desde aquellos lejanos tiempos, la tradición afirmaba ya que existía bajo la Esfinge una cámara secreta. Además del nombre de «protector», la Esfinge llevaba también el de «Hor-em-akhet», u «Horus-en-el-Horizonte». Horus era un dios que vivía en el cielo bajo el aspecto de un halcón. Su nombre sugiere una solución que podría relacionarse con la posición ocupada por el Sol en el horizonte, o en el zodíaco. Admitiendo que la Esfinge tenga un sentido astronómico, nos acercamos a una solución del problema. Tomemos primero en consideración la tradición según la cual el Diluvio devastó el mundo cuando el Sol se levantó bajo el signo de Leo, en el equinoccio de primavera. El Zodíaco de Dendera, que comienza, curiosamente, con el signo de Leo, registra la entrada en un nuevo ciclo entre 10.950 y 8800 a.C. Un papiro copto, «Abu Hormeis» (traducido al árabe en el siglo IX), precisa del modo siguiente la fecha del cataclismo atlante: «El Diluvio debía tener lugar cuando el corazón de Leo entrara en el primer minuto en la cabeza de Cáncer». Sabemos, por otra parte, por el sabio Makrizi (siglo XV), que «el fuego debía surgir del signo de Leo y consumir el mundo». Resulta de estas antiguas fuentes que el signo zodiacal de Leo marcaba el tiempo, en la precesión de los equinoccios, cuando la Atlántida encontró su fin y nació un nuevo ciclo. Por el Libro de los Muertos sabemos que el movimiento del Sol en el cielo estaba custodiado por dos dioses-leones, o «Akeru», situados a las puertas de la mañana y de la tarde. Con su cuerpo leonino, la Esfinge parece un dios guardián, cuya significación debería buscarse en el ciclo solar: el Gran Año de la precesión de los equinoccios. El cuerpo leonino de la Esfinge simboliza el ciclo de Leo. Su cabeza es la de un hombre. El zodíaco contiene una sola figura masculina: la del signo de Acuario. Se encuentra exactamente en el lado opuesto al signo de Leo. El mensaje de la Esfinge es, pues: «desde el período de Leo hasta la edad futura de Acuario». Tal vez exista una «cápsula del tiempo» escondida en alguna parte bajo la Esfinge y las pirámides.
Heródoto nos habla de un laberinto que se encontraba bajo el lago Meris, cerca de Cocodrilópolis, la ciudad de los Cocodrilos. Los egipcios hicieron pasear al historiador por construcciones inmensas, pero no le permitieron ver las salas ubicadas en el subsuelo. Esta prohibición es significativa. Ya se trate de depósitos de documentos históricos o de tumbas, es evidente que Egipto poseía depósitos secretos. La hermandad que se dice salvó los papiros de la Biblioteca de Alejandría en la época de Cleopatra podría guardar todavía hoy tesoros en el valle del Nilo. La tradición masónica conserva también en sus ritos el recuerdo de cuevas secretas. Los adeptos de los rosacruces siempre han creído en la existencia de depósitos secretos en Egipto. De hecho, la leyenda relativa a la apertura de la tumba de Christian Rosenkreuz con su lámpara perpetua y sus manuscritos secretos no corresponde sino al redescubrimiento de una antigua «cápsula del tiempo». Christian Rosenkreuz es el legendario fundador de la Orden Rosacruz, presentada en tres manifiestos publicados a principios del siglo XVII. Los señores drusos del Líbano han sido guardianes de su tesoro durante centenares de años. En el Líbano se encuentran las ruinas de Baalbek, construcciones megalíticas cuya finalidad podría haber sido idéntica a la de la Gran Pirámide, tal como señalar el emplazamiento de un museo subterráneo de una raza antediluviana. Josefo (siglo I) escribe que los hijos de Set «llevaron su atención estudiosa al conocimiento de los cuerpos celestes y de sus configuraciones. Y, a menos que un día se pierda su ciencia por los hombres y perezca todo cuanto han adquirido anteriormente, según la predicción de Adán, al producirse una destrucción universal por la fuerza del fuego o del agua, subsistirán de ellos dos columnas, una de ladrillo, otra de piedra, en cada una de las cuales figurará grabada la inscripción de sus descubrimientos». Según el historiador judío, estas inscripciones «subsisten todavía hoy en el país de Siria». Los enormes bloques de la terraza de Baalbek, sobre la que reposan los templos del Sol, de Júpiter y varios otros, son completamente desproporcionados con la extensión de estos edificios. No queda ya gran cosa de las columnatas de los templos, pero la plataforma megalítica en que descansan permanece intacta. Una parte de esta plataforma, compuesta solamente de tres piedras, tiene una longitud aproximada de cien metros. Algunos de los bloques pesan hasta mil toneladas. La cantera se encuentra a cuatrocientos metros de distancia de la colina. Existe todavía en ella una masa de piedras de 21 metros de longitud, con una base cuadrada de 4.25 metros de lado, abandonada por los gigantes constructores de Baalbek. Los ingenieros contemporáneos, que disponen de grúas enormes, tropezarían con grandes dificultades para realizar esta construcción.
Mates Mendelevich Agrest, matemático ruso, ha expuesto que, tal vez, bajo los colosales bloques de Baalbek estuvieran sepultados tesoros destinados al género humano cuando éste haya alcanzado su madurez. El doctor Agrest considera que cuando el hombre haya comprendido el destino de este titánico monumento obtendrá una herencia cultural de quienes descendieron sobre la Tierra hace millares de años. El astrónomo americano Frank Drake afirma que los visitantes llegados del espacio habrían podido dejar objetos fabricados en el interior de grutas de piedra caliza. Estos recuerdos cósmicos deberían estar cargados de isótopos radiactivos, cuyo origen artificial podría ser fácilmente detectado por nuestros instrumentos. Tales escondites estarían destinados a una futura civilización terrestre suficientemente avanzada. No solamente en la cuenca mediterránea existen depósitos secretos de una civilización prehistórica, sino también en otras partes del mundo. Nicolás Roerich escribe en El Himalaya – lugar de luz, que los contrafuertes de esta cordillera poseen entradas a pasadizos subterráneos que conducen mucho más allá del Kanchenjunga, tercera montaña más alta del mundo, después del Everest y del K2, con una altura de 8.586 metros. Según él, se sabría que una puerta obstruida por bloques de piedras conduce a los «Cinco Tesoros de la Gran Nieve», pero que aún no están maduros los tiempos para abrirla. El mismo Nicolás Roerich nos informa de la existencia en el Himalaya de otros depósitos secretos. Atravesando a una altura de 6500 metros el desfiladero del Karakorum, oyó decir a uno de los porteadores que había grandes tesoros sepultados bajo las nevadas cumbres. Este porteador le hizo notar que aún los más ignorantes de los indígenas conocían la existencia de esas vastas cavernas en las que, desde los principios del mundo, se albergaban inmensos tesoros. Quería saber si Roerich conocía libros que informasen sobre el emplazamiento y contenido de tales cámaras subterráneas. El hombre de las montañas se preguntaba por qué los extranjeros, que pretendían saberlo todo, eran incapaces de encontrar el acceso a esos subterráneos; pero añadía que sus puertas se hallaban guardadas por un fuego poderoso que impedía la entrada a ellas. Estas leyendas de «tesoros ocultos» están extendidas por toda Asia. El canto épico del tibetano Ghesar Khan llega hasta predecir el hallazgo de los tesoros de la montaña. Según H.P. Blavatsky, la India posee cierto número de depósitos secretos, y algunos yoguis iniciados conocen una red de galerías subterráneas que comienzan en el subsuelo de los templos, A juzgar por estas construcciones, aun en las épocas más remotas de la Antigüedad, debió de alcanzarse un alto nivel tecnológico. En el curso de sus viajes a través del Tíbet, H. P. Blavatsky conversó con peregrinos budistas, según los cuales en una región difícilmente accesible de la cordillera Altyn Tagh existe una red de salas y galerías que cobijan una colección de varios millones de libros. Según Blavatsky, el Museo Británico entero sería incapaz de contener todos los tesoros culturales de esta biblioteca subterránea.
Según Blavatsky, se trata de una profunda garganta, en la que una pequeña aglomeración de modestas casas señala el acceso a la librería más grande del mundo. No hay peligro de que unos intrusos puedan apoderarse de los viejos manuscritos, ya que las entradas están cuidadosamente escondidas, y las cámaras en que fueron depositados los libros se encuentran sumidas en las profundidades de la tierra. Parece, pues, muy poco probable que el mundo pueda volver a ver jamás este fabuloso tesoro de la civilización. Pero cabe mostrarse más optimista en lo que se refiere a los tesoros de la Atlántida enterrados en Egipto. Blavatsky predice que algunos de esos manuscritos serán revelados próximamente. Es posible que no nos encontremos lejos de un gran acontecimiento en la historia mundial: el descubrimiento de las antigüedades atlantes. Según Ignacio Donnelly, que en 1882 publicó “La Atlántida: el mundo antediluviano”: «¿Puede estarse seguro de que, dentro de un siglo, los grandes museos del mundo no se enriquecerán con las gemas, las estatuas, las armas y otros objetos provenientes de la Atlántida, mientras que las bibliotecas del mundo entero entrarán en posesión de traducciones de las inscripciones que figuren en ellos y que proyectarán una nueva luz sobre el pasado de la raza humana y sobre todos los grandes problemas, objeto de preocupación de los pensadores contemporáneos?». Pero estos viejos manuscritos podrían igualmente haber sido sepultadas en el suelo de la Atlántida, cuando ésta era aún tierra firme. Dichos documentos, herméticamente cerrados, podrían contener un resumen de los resultados obtenidos por los atlantes en el campo de la ciencia y la filosofía. Un eminente escritor ruso, Boris Liapunov, tiene ideas muy claras sobre la Atlántida. En su libro El Océano está ante nosotros, escribe: «¿Quién se halla en situación de dar una solución definitiva al problema de la Atlántida, negando o proclamando su existencia? Si se dirige a los geólogos y a los arqueólogos, éstos buscarán la respuesta en las profundidades del Océano, pero ¿en qué lugar exactamente? Las opiniones están divididas. El nombre de Atlántida sugiere el océano Atlántico: el Océano es vasto. Sólo una exploración del relieve del fondo del Atlántico nos permitiría hablar con más o menos precisión del lugar sobre el que pudo abatirse el cataclismo. Existen dos posibilidades: las Azores y las Canarias, regiones en que los volcanes no han cesado hasta nuestros días de destruir las tierras y volverlas a crear. Las investigaciones no son fáciles. La fecha de la catástrofe se remonta a varios milenios. No será fácil descubrir sus huellas, recubiertas de lava, de cenizas y de sedimentos, en las profundidades del Océano. Sin embargo, podrían venir en nuestra ayuda una avanzada tecnología y la fotografía submarina a fin de hacer aparecer los restos del continente atlante. A través de los ojos de buey de un batiscafo, la leyenda podría convertirse en realidad».
Pero los arqueólogos disponen ya en nuestros museos de un importante campo para sus investigaciones acerca de la Atlántida. Puede que en el pasado se subestimara la edad de ciertos objetos, dando lugar a una clasificación errónea. Artículos considerados como pertenecientes a civilizaciones conocidas podrían tener en realidad un origen antediluviano. Puede citarse, como ejemplo, el misterioso disco de Festo, Creta. Es un plato de cerámica adornado con extraños pictogramas dispuestos en espiral. Los jeroglíficos no tienen la menor semejanza con la escritura lineal «A» y «B» de la antigua Creta. Como este disco fue hallado en un palacio minoico al mismo tiempo que una tablilla lineal «A», se creyó que se le podía atribuir la misma edad de 3700 años. Sin embargo, la arcilla de que estaba fabricado este objeto no era de origen cretense. Los pictogramas estaban realizados con matrices de madera o de metal. Estos signos escritos podrían, pues, ser considerados como los ejemplares de tipografía más antiguos del mundo. Es curioso observar que el Zodíaco de Dendera, en Egipto, y los discos chinos de Baian-Kara-Ulapresentan escritos jeroglíficos que se hallan también dispuestos en espiral. Es posible que objetos fabricados en la Atlántida estén ocultos en cavernas de los Andes o del Himalaya. También puede que estén sepultados en el fondo del océano Atlántico. Puede que vestigios de la civilización atlante estén depositados bajo las pirámides o en el interior de ellas y esperan su descubrimiento. Tal vez se hallen expuestas, bajo rótulos erróneos, en el Museo del Louvre, en el Museo Británico o en otra parte. Newton reconoció su deuda con la Antigüedad declarando: «Si he podido ver más lejos, es porque me he mantenido sobre hombros de gigantes». Pero muchos de esos sabios clásicos habían estudiado también siguiendo las enseñanzas de hierofantes egipcios. Y estos sabios sacerdotes del valle del Nilo habían heredado la tradición secreta de su filosofía y de su ciencia, que les fue transmitida por Thot, llegado desde una isla de los mares occidentales. Así es como puede remontarse el origen del saber hasta la legendaria Atlántida. Si se niega la aceptación de la teoría de la Atlántida, se mantiene el enigma del origen de la civilización del Nuevo Mundo. Ninguna raza ha construido jamás carreteras semejantes a las de los peruanos. Atravesaban los cañones más profundos y abrían en las más altas montañas túneles que son todavía utilizados en nuestros días. Ningún pueblo ha erigido jamás construcciones megalíticas comparables a las preincaicas. Ninguna nación ha tejido jamás con sus manos o con máquinas textiles comparables a los de los antiguos peruanos. Ninguna civilización ha dispuesto jamás un calendario astronómico tan preciso como el de los aztecas y los mayas. En el Viejo Mundo, los antiguos griegos discutían la posibilidad de habitar otros continentes e, incluso, otros mundos en el espacio. Los helenos estaban suficientemente informados sobre el sistema solar para poder plasmarlo en modelos y construir planetariums. Son numerosos los científicos que se han asombrado del abismo que separaba los amplios conocimientos de la Antigüedad y la pobreza de los instrumentos de que se disponía en la época.
Alexander Kazantsev, autor ruso de ciencia ficción y ufólogo, expone a este respecto las reflexiones siguientes: «En los alrededores de las pirámides egipcias, a la sombra de las columnas del templo de Ra, rodeadas de estatuas de Palas y de Júpiter en mármol blanco, o en la filosófica soledad de los desiertos, sabios desconocidos de una remota antigüedad observaron continuamente las estrellas y establecieron los fundamentos de la astronomía. Esta ciencia de sosiego nocturno, de soledad contemplativa y de visión penetrante, esta ciencia de sacerdotes, de soñadores y de navegantes, esta ciencia del cálculo exacto del tiempo y del espacio, exige hoy instrumentos de precisión muy complicados. Pero en los tiempos antiguos no existían, ni podían existir, tales instrumentos. En esas condiciones, no pueden por menos de sorprendernos ciertos conocimientos astronómicos de los antiguos. Millares de años antes de Copérnico y Galileo, los egipcios sabían perfectamente que la Tierra era una bola que gira alrededor del Sol. No disponiendo de ningún instrumento de observación, sabían incluso cómo giraba esa bola. En la India antigua, los sacerdotes, custodios de la ciencia, habían deducido hacía tiempo que el Universo era infinito y estaba repleto de una multitud de mundos. No se comprende cómo pudieron los antiguos conocer la órbita elíptica de la Tierra en torno al Sol. Estas “chispas de sabiduría” revisten por sí mismas un gran interés. Los antiguos hubieron de poseer, más que métodos e instrumentos, los resultados de ciertos cálculos precisos». Cuando Cristóbal Colón comenzó a trazar sus planes para atravesar el Atlántico en busca de una ruta occidental hacia las Indias, se aplicó en primer lugar a un estudio profundo de los autores clásicos. Había en sus obras numerosas indicaciones según las cuales, en contra de la opinión generalmente aceptada, la Tierra era redonda. Extrajo de ello la conclusión teórica de que se podía llegar al Este navegando hacia el Oeste. En Lisboa, vio extraños tubos de madera arrojados por la Corriente del Golfo. Luego oyó decir que en Madeira se habían extraído del agua los cuerpos de dos hombres de rostro alargado y cabellos negros. Estos cuerpos estaban embadurnados de un líquido aceitoso y muy fuerte que los protegía de la descomposición y de los tiburones. Aquellos hombres no se parecían a ningún pueblo conocido, excepto a los mongoles. Hoy sabemos que se trataba de indios americanos llevados por la corriente desde las Antillas hasta la isla de Madeira. La paleontología y la arqueología han sacado a la luz los vestigios de nuestros primeros antepasados y de sus toscos instrumentos, remontándose hasta la infancia de la raza humana. Ante los esqueletos de los hombres prehistóricos descubiertos en Java, en Pekín y en África del Sur, se ha llegado a la conclusión de que el Homo Sapiens hizo su aparición hace un millón y medio de años. Según los arqueólogos, las civilizaciones de Mohenjo-Daro, de Sumer o de Egipto serían las primeras de la Historia conocida.
De hecho, la ciencia no reconoce historia que se remonte más allá de cinco mil años antes de Jesucristo. Si se llegara a descubrir los vestigios de civilizaciones evolucionadas, engullidas por el Océano, nos veríamos obligados a introducir rectificaciones fundamentales en nuestras nociones históricas. El fantástico progreso alcanzado por la Humanidad desde la economía agrícola de los valles del Nilo, del Tigris y del Éufrates hasta nuestra Era tecnológica ha sido efectuado en un período verdaderamente corto, a menos que se admita que haya heredado de otra civilización precedente. Los orígenes del hombre se remontan a más tiempo de lo que suponen nuestros científicos. La Tierra ha sufrido violentos cataclismos provocados esencialmente por desplazamientos de su eje y por las caídas de enormes meteoritos. En el curso de estas devastaciones geológicas, grandes civilizaciones han desaparecido sin dejar rastro. El Bhagavata Purana, libro sagrado de la India, describe cuatro edades que se han sucedido después de haber sido destruidas por el furor de los elementos. Nuestro presente ciclo sería la quinta. Según el poeta griego Hesíodo (siglo VIII a.C.), una creencia semejante estaba difundida en Grecia. Había cuatro edades: primero, la edad de oro, en la que los mortales vivían como dioses; luego la edad de plata, en la que su inteligencia era ya menor; el ciclo siguiente era el del bronce, en que los hombres eran fuertes y guerreros y se destruían mutuamente; la cuarta edad era la de los héroes cuyas aventuras nos han inspirado. Según los antiguos griegos, atravesamos actualmente la quinta edad, la edad de hierro, y seremos destruidos por Zeus al igual que las razas precedentes. Según Censorino (238 d. C.), los griegos creían que el mundo sería inundado o calcinado al término de cada época. Los antiguos egipcios dividían la historia en tres períodos principales: el reino de los dioses, el de los semidioses y los héroes y, tras su desaparición, el de los hombres que gobernaban Egipto y el mundo. En China, los habitantes de Yunnan conservan el recuerdo de una Era de prosperidad, en que la vida era muy larga y las rocas más pesadas podían ser levantadas sin la menor dificultad. Según Platón, los atlantes perecieron cuando se empeñaron en guerras imperialistas. Anteriormente, en una época más feliz, amaban la paz, cultivaban la amistad y despreciaban la avaricia. Jacint Verdaguer, poeta catalán, llora a la Atlántida en los términos siguientes: “¡Mal hayan quienes te tienen por madre, Atlántida! ¿Renacerá para nosotros, ¡ay!, él día que brilla? Punto por punto se cumple lo que dijo nuestro padre, sus atlantes, su patria y sus dioses, todo terminó“.
Fuentes:
- Andrew Tomas – Los Secretos De La Atlántida
- Charles Berlitz – El Misterio de la Atlántida
- Ignatius Donnelly – La Atlántida: el mundo Antediluviano
- William Scott- Elliot – Historia de los atlantes
- Edouard Schure – Atlántida
- Platón – Critias o la Atlántida
- H.P Blavatsky – La Doctrina Secreta
- H.P Blavatsky – Isis sin Velo
Una época apasionante.