Anima mundi: ¿por qué debemos recordar la noción de que la Tierra está viva y es consciente?

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Saber es recordar.

Platón

En una extraña intuición que aparece en sus aforismos, Franz Kafka exclamó: “En la lucha entre tú y el planeta, escoge al planeta”. Hay muchas formas de interpretar esta frase, una de ellas es resaltando el espíritu de generosidad y servicio, de sacrificar la ilusión egoísta en beneficio de la comunidad o de un ser superior. Una leve variación de esto es pensar que esta elección es una forma de eliminar una falsa dualidad: al reconocer que el bienestar del planeta es también el bienestar del individuo. Esta última interpretación, que hoy llamaríamos ecológica, nos remite a la antigua doctrina del anima mundi o “alma del mundo”, en la cual el alma individual participa y obtiene  su forma.

En la filosofía antigua se asumía que la naturaleza estaba viva y participaba de la inteligencia divina. La filosofía platónica concibe al universo entero como un organismo viviente, que participa en el Uno, el ser divino que se proyecta al mundo. Las estrellas eran consideradas almas superiores, cuya luminosa conciencia aguardaba al hombre en su evolución espiritual. El planeta Tierra también era considerado un alma, de hecho era considerado el alma del mundo y como tal la fuente espiritual más inmediata o la imagen más presente de la divinidad.

El filósofo y obispo George Berkeley escribe sobre la creencia neoplatónica del universo animado:

Jámblico declara que el mundo es un animal, en el que las partes, no obstante la distancia que tengan entre sí, están conectadas por una misma naturaleza. Y enseña, lo que también es una noción recibida por Platón y Pitágoras, que no existe división en la naturaleza, sino más bien una escala o cadena de seres ascendiendo en grados de lo más bajo a lo más alto, cada naturaleza siendo informada o perfeccionada por su participación en la más alta.

Esta misma idea aparece en la Armonía del mundo de Kepler, donde se señala que ”El globo de la Tierra es un cuerpo como el de un animal” y esto testifica que laTtierra tiene un alma, ya que de la misma forma “que un cuerpo animado produce pelo en la superficie de su piel, la Tierra produce [en su superficie] plantas y árboles”. De manera poética, el obispo griego Sinesio nos indica en un himno:

Ese incorruptible intelecto que es en su totalidad una emanación de la divinidad, está totalmente difundido a lo largo del mundo y alrededor del cielo, y preserva el universo con el que está presente y distribuido en múltiples formas. Una parte de este intelecto está distribuido entre las estrellas, y se convierte, por así decirlo, en su auriga; otra parte [se distribuye] entre los coros angélicos; y otra parte está contenido en una forma terrestre.

Este tipo de afirmaciones son innumerables entre los grande filósofos de la Antigüedad. Por eso el gran traductor inglés de Aristóteles y Platón, Thomas Taylor, nos dice en su Introducción a laObra de Proclo que: “Confieso que me deja perplejo concebir qué ha inducido a los modernos a controvertir la doctrina de que las estrellas y el mundo entero está animado… En verdad, este rechazo me parece tan absurdo como si un gusano, capaz de silogizar, infiere que el hombre es sólo una máquina impelida por una fuerza externa cuando camina, ya que nunca vio antes un animal capaz de cosa similar”. En nuestra época James Lovelock, con su teoría de Gaia, Teilhard de Chardin con su idea de la noósfera y Terence McKenna con su Logos de Gaia, han creado una especie de revolución arcaica que nos hace mirar hacia el pasado para reencontrar y reencantarnos en nuestra relación con la naturaleza. Pero estas ideas, fundamentalmente que todo, al ser parte de un mismo principio animado, está vivo y participa en la conciencia universal, son tan viejas como el pensamiento humano –quizás porque son la raíz o la fuente misma del pensamiento.

En la filosofía hermética, el hombre es concebido como el gran jardinero de la naturaleza, el guardián de la Tierra que busca ayudar al perfeccionamiento de todas las cosas vivas. La alquimia es también llamada “agricultura celestial”, es decir el cuidado y desarrollo del espíritu y la energía celeste que ha sido sembrada en la Tierra (y cuya luz, los gnósticos señalan, debemos liberar). Dice el alquimista Basilius Valentinus que “el fin de la alquimia es la servidumbre voluntaria del hombre a la naturaleza”. Esto es, me parece, lo mismo que la frase de Kafka, entendida como una voluntad consciente de la participación mutua en la voluntad divina; conciencia de ser extensión del mismo principio divino que dimana en el mundo. Memoria de pertenencia al gran esquema de las cosas, al torrente del universo, lo cual se traduce en significado y orientación antropocósmica.

El filósofo y fundador de la agricultura biodinámica, una forma de agricultura celeste, Rudolf Steiner, en su visión más poética y esotérica consideró que nuestro papel en el gran drama cósmico era ayudar a la Tierra a convertirse en una estrella. Tal vez esto no sea muy factible desde la perspectiva de la ciencia actual, de cualquier forma, ya sea sólo simbólica, ya sea con una ciencia futura que aguarda en la evolución de nuestra propia alma, esto es un loable propósito, una motivación que da un sentido mucho más grande del que generalmente concebimos. Tal vez nos permite enamorararnos de nuestro planeta, cuya alma oculta una estrella.

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Más allá de la inspiración poética que me parece encontrar en la idea de que la Tierra está viva y es consciente –y no sólo es nuestra madre material sino también espiritual, esta noción cumple con una estrategia ecológica. Como todos sabemos, nuestra época se enfrenta con una importante crisis ecológica; entre las múltiples razones por las que esto ocurre podemos incluir la visión del mundo del hombre moderno que considera que la naturaleza está muerta y que el animismo es un atavismo de un pensamiento primitivo precientífico. Este paradigma nos impide considerar y asimilar en nuestros actos un principio de interconexión, coevolución y responsabilidad. Para Terence McKenna:

El análisis racional nos dice que la materia sólo está compuesta de átomos moviéndose en el espacio obedientes a leyes matemáticas invariantes y toda la creatividad, todo el sentido de conexión que experimentamos como seres vivos contemplando la naturaleza como miembros de la sociedad es negado. Y esto llega a su culminación en una frase de Jean-Paul Sartre, que dijo “la naturaleza es muda”. La naturaleza no da claves, el hombre está solo en el universo, con sus complejos y obsesiones, él confiere el significado. Yo rechazo esto, creo que el mensaje de la experiencia pisodélica es que la naturaleza se está comunicando, todo ser está lleno de lenguaje.

Con el cristianismo, la Antigüedad declaró que Pan había muerto. La muerte de Pan, que era el dios de la naturaleza, llegó a significar la llegada de la teología cristiana, el ascenso de Cristo y más tarde el apuntalamiento del pensamiento racional y la desaparición del paganismo. La frase de Sartre de que la “naturaleza es muda” es una manifestación más de esta muerte de Pan, que es al final de cuentas una forma de decir que la Tierra está muerta y sólo importa el hombre. No necesitamos creer que la Tierra es una diosa o que el mundo está lleno de espíritu (aunque esto puede ayudarnos) para saber que nuestro destino está ligado al destino del planeta y que es conveniente aprender a hablar su “lenguaje” y escucharlo.

http://pijamasurf.com/2015/04/anima-mundi-por-que-debemos-de-recordar-que-la-tierra-esta-viva-y-es-consciente/

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