Hay palabras que por su uso -y abuso- se vuelven tan habituales que tendemos a pensar que siempre han existido, o peor aún, que su significado se ha mantenido inalterable a través del tiempo. Si alguien menciona la palabra «amor», es posible que todos entendamos más o menos lo mismo, con algunos matices propios de la región y la educación que hayamos recibido. Pues bien, el amor, al menos el amor tal como hoy lo conocemos, es un invento moderno.
Las palabras no mienten y, sobre todo, no existen en vano. Lograr imponer una palabra nueva es más complejo que modificar el sentido de una que ya existe. Tal es el caso de «amor», una palabra que en otras épocas significó algo incongruente con nuestra idea actual sobre el amor y sus derivados. No mienten, repito, e incluso sirven para que comprendamos las emociones y sensaciones de una época determinada. Saber qué significó originalmente la palabra «amor» es saber cómo se amaba, y eso ilumina mucho mejor nuestro pasado que cualquier hallazgo arqueológico.
La primera parada en nuestro estudio sobre la palabra «amor» es, naturalmente, Grecia.
Para los helenos existían distintas clases de amor, y todas estaban definidas por términos propios. Lo más similar a nuestro concepto de amor es Eros, es decir, el amor entre un hombre y una mujer, pero el Eros no era un movimiento de la voluntad, y mucho menos del pensamiento, sino que era impuesto al hombre desde afuera; una suerte de destino, si se quiere, de designio misterioso. Philia, por su parte, definía al amor entre amigos, a la amistad en estado puro, idea que para los griegos encarnaba el amor perfecto. Por otro lado, existía el Storgo, una suerte de amor familiar y comunitario, y finalmente el Agape, el amor incondicional, a menudo relegado al terreno de los dioses.
¿Qué sucedía con el amor en Roma? La palabra «amor», tal como la conocemos en nuestra lengua española, se escribe igual que su versión en latín, sólo que se acentúa en la primera «a» -no existen palabras agudas en latín-. El significado de la palabra «amor» en latín es bastante oscuro. Durante mucho tiempo se creyó que era una palabra compuesta (A-Mor), donde A significa «sin» y Mor funciona como contracción de Mortem, «muerte», dándo como resultado «sin muerte», hipótesis sobre la que muchos románticos se apoyaron para elaborar un paralelo entre amor y eternidad. Era un error bastante común suponer que A era un prefijo negativo en latín. Si bien se utilizaba a menudo, no corresponde con la palabra «amor», por el contrario, si los romanos hubiesen querido que amor significase sin muerte hubiesen utilizado la combinación Inmor, siendo In el prefijo adecuado.
Pero es en las lenguas del norte y el oeste donde la palabra «amor» se vuelve prácticamente indefinible. En inglés antiguo existía la palabra Lufu, que designaba cierto afecto y conocimiento del otro, pero de ningún modo «amor» en el sentido que hoy entendemos. Los frisios decían Liaf, los germanos Lieb, los góticos Liufs, pero en ningún momento se utilizó como verbo hasta que los alemanes conjugaron el celebérrimo Liebe. Esto es muy interesante, porque señala que el amor era una condición del individuo y no un acto, es decir, se podía sentir amor, pero no amar. De hecho, una persona amada (beloved person) es un término que aparece recién en el siglo XIII d.C., período similar a la primer mención de una carta de amor (love-letter).
¿Y qué decir de los enamorados? Si nos guiamos únicamente por las palabras (no conozco un modo mejor) no hubo un solo enamorado en Inglaterra hasta bien entrado el 1500 d.C, momento en el que se acuñó el «estar enamorado», to be in love.
El sexo, por su parte, corrió paralelamente al amor con términos que ni siquiera se rozaban. La primera vez que se asoció al sexo con la palabra amor fue en una epístola anónima de 1570, donde «hacer el amor» (love-make) funcionaba más como eufemismo que como herramienta poética para no espantar a las damas.
Pero el amor nos tiene reservado un último misterio, y que acaso nos haga replantear su uso en las relaciones de índole epidérmica.
Amar se amaba, diría un antiguo profesor, sólo que de un modo diferente, y así como en el futuro, quizás, algún vanidoso redactor de incoherencias recordará el amor de nuestra época, nosotros miramos hacia atrás, absortos, convencidos de que la antigüedad se ha perdido el fruto del amor tal como lo conocemos. Pero no hay nada más injusto que imponer al pasado la moral y la ética del presente. Amar se amaba, por cierto, pero de un modo misterioso, sabio, sin ambiciones de eternidad ni promesas imposibles de cumplir.
Pero nos hemos desviado del título de este artículo, olvidando por completo que nos proponíamos hablar sobre el significado de la palabra «amor».
El descubrimiento del origen de la palabra «amor» proviene de comienzos del siglo XX, cuando se comenzó a establecer seriamente el origen de todas las lenguas occidentales, el indoeuropeo. Este origen, tal vez, influyó fuertemente en la idea del amor perfecto de los griegos, del amor por el amigo, la compañera, la patria y los dioses, combinados y fragmentados en un sinnúmero de tecnicismos gramáticos, pero perfectamente reconocibles en su matriz original.
¿Y cuál es el pasado de este amor perfecto? ¿Cuál era el símbolo del amor perfecto para el hombre primitivo, sumergido en el amanecer de los tiempos, donde las rocas, el cielo y los árboles, encarnaban la hostilidad de la naturaleza y sus deidades rudimentarias? Naturalmente, el primer movimiento del hombre como omínido hacia el hombre como creador de sentimientos: la madre.
No hablamos de cualquier madre, sino de La Madre, la matriz humana y el útero de la tierra, la madre que nos nutre en la carne y nos recibe en la tumba, la madre humana, que nos alienta en nuestro primer paso y la madre Tierra, que nos recibe en sus entrañas al dar el último. La palabra «amor», entonces, nace en esta época tenebrosa, cargada de dioses insensatos y temores precarios. En consecuencia, Amor proviene de la oscura lengua de aquella época, el indoeuropeo, cuya raíz Amma (amor) nace de los primeros gorgoteos del infante que llama a su madre; convirtiendo al amor en un llamado, en un perpetuo recordatorio de lo único que no es hostil en este mundo.
El psicólogo feroz podría argumentar que, después de todo, la palabra «amor» no es otra cosa que un eco de aquel llamado primigenio del niño por su madre. Nosotros no negamos este vínculo, aunque elegimos omitirlo, quizás en favor de que las tertulias y los lances amorosos continúen un cauce auspicioso.
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