Resulta ridículo exonerar a la divinidad, caracterizada como Absoluta, de toda responsabilidad mundana
Resulta ridículo caracterizar ortodoxamente a Dios como el Absoluto, y exonerarlo de toda responsabilidad mundana. Se debe hablar de Dios desde nuestra experiencia profunda de lo real y de lo religioso: coimplicando el sentido y el sinsentido de la vida, la vida y la muerte, el gozo y el sufrimiento. Rudolf Otto sintetizó la imagen de un Dios en el que se condensa lo fascinante y lo tremendo, la luz y la oscuridad, el cielo y el inframundo. Por Andrés Ortiz Osés.
Ahora bien, si el alma es el no-ser del ser, el amor es el ser del no-ser, ya que dice entidad relacional, coimplicidad no cósica, por tanto, interior, intersubjetiva e interpersonal. Finalmente Dios comparece como la hipóstasis del amor, como realización perfecta del amor y la absolutización de su relacionalidad. P
aradójica divinidad definible como el ser que no es (porque no está cerrado sino abierto), por cuanto se trata de un ser hipotético proyectado (si bien como Proyector del amor en el universo), así como concreado dinámicamente por la criatura (como Creador del mundo que hace posible el amor de la creatura). Pero el Dios del cristianismo es creador del universo y responsable de todo cuanto este contiene: el Bien y el Mal, la luz y las tinieblas, lo fascinante y lo tremendo. Es un Dios coimplicado en el universo y cómplice de cuanto este es.
1. El Dios implicado, cómplice del universo
Si Dios estuviera siempre presente no se
sufriría. (S .Kierkegaard, Diario).
Decíamos ya en nuestro anterior artículo (así concluíamos) que no parece aceptable y armónico con la realidad que se caracterice ortodoxamente a Dios como el Absoluto y que se le exonere de toda responsabilidad mundana al Gran Responsable del todo, achacándosela a los ciegos elementos o al irresponsable humano caracterizado por su finitud. He aquí que si no se puede hablar buenamente de Dios, podemos y debemos hablar malamente a partir de nuestra experiencia profunda de lo real: y hablar malamente de Dios no es hablar sadomasoquistamente sino como lo hace la experiencia religiosa profunda cuando vivencia a Dios como el Otro que no es Otro (aliud in quantum non-aliud), o bien cuando lo apercibe como el ser comunísimo (ens communisimum), que yo interpretaría como el ser que coimplica el sentido y el sinsentido de la vida, la vida y la muerte, el gozo y el sufrimiento.
En su obra “Das Heilige (Lo santo)”, el fenomenólogo de la religión Rudolf Otto sintetizó bien-que-mal esta imagen de un Dios en el que se condensa lo fascinante y lo tremendo, la luz y la oscuridad, el cielo y el inframundo.
La concepción de un Dios implicado y cómplice del universo democratiza la divinidad hasta situarla en medio del proceso de lo real. Ahora Dios es el ser coimplicado en el ser, el Dios latente figurado como latiente en el bello Himno litúrgico:
Adoro te devote, latens deitas,
Quae sub his figuris vere latitas.
Se trata de un “Deus sub implicatione asuntor” de los contrarios y com-padeciente de una realidad en evolución, una visión coimplicativa de lo real que se destaca nítidamente de la ortodoxa concepción presente en el Suplemento de la Suma Teológica de Tomás de Aquino con su dualismo clásico del bien contra el mal, lo que conduce a la irreligiosa por cuanto irreligada proyección de un cielo de los redimidos que se goza del sufrimiento cruel de los condenados en el infierno.
Esta teología no ha tomado en serio ni el Dios emanado (oriental) ni el Dios encarnado (occidental) y mucho menos el Dios crucificado, es decir, la divinidad como encrucijada del universo: una divinidad que crea por amor, cometiendo el único pecado que se autojustifica (el pecado de amor). Pero consabido es que el amor es ciego, y seguramente por ello se dice del Dios genesíaco que “vió” la creación y la encontró “buena” (sin duda un despiste óptico condicionado por su visión cordial). Así que frente al Dios-razón de la tradición ortodoxa, aquí proyectamos un Dios co-razón del universo, una divinidad que asume el bien y el mal: el mal en el bien, la muerte en la vida, el sinsentido en el sentido.
En donde el mal podría interpretarse in extremis como la mediación del bien y el bien como la remediación del mal, tal y como afirma San Agustín refiriéndose a Israel que se encontró a sí mismo en medio de los males(in malis invenit se), avisando a Dios como la complexión o complección de lo diestro y lo siniestro. Acaso por ello, el espíritu de Dios produce la luz en medio del caos(León Hebreo),ya que de acuerdo con el taoísmo en lo más bajo se halla lo más fértil. Esto lo expone bien el poeta A. Calveyra así:
¿Es que viste alguna vez al bien y al mal separados? Ni Judas
oscilante de amor colgado a su árbol en el no del amor sigue
colgado. (Cartas) [1].
No podemos oponer clásicamente Dios y el mundo, debemos componerlos: pues Dios es la condicción de toda dicción, un modo de decir la condición del ser. Autores como San Buenaventura y otros entrevieron la compresencia oblicua de la divinidad en el fondo de todas las cosas, aunque específicamente en el fondo del alma, a modo de reverso o reversión del ser, lo que implica su sentido transignificante y transfigurador.
El Dios-razón del universo reaparece como un Dios-amor universal, cual razón afectiva: no olvidemos que como recuerda Ortega tras Dilthey la auténtica razón es “omnímoda conexión: todo en ella se da enlazado, articulado, relacionado”. La verdad divina queda ahora encarnada como sentido humano, ya que no hay acceso agustiniano a la verdad sino por el amor: “non intratur in veritatem nisi per caritatem”. O la verdad de Dios como sentido humano del mundo y, en tanto, como sentido profundo del hombre [2].
Nuestra definición de Dios como el ser que no es trata de coimplicar en la divinidad el reverso o revés del ser, así pues el ser decaído o decadente, el ser negativo y denegado. Dios es el ser que no es porque asume transversalmente los modos del ser deficiente y deficitario precisamente para su hipotética redención o salvación. Esta representación de lo divino entra en litigio con todas las representaciones aristocráticas o despóticas, señoriales o triunfalistas, heroicas o machistas que lo presentan como el gran triunfador por sobre el mal y lo negativo (negatio negationis).
Atisbamos frente a ello un Dios compasivo y cuasi femenino, Dios coímplice del hombre y Corresponsable de nuestras vicisitudes. Lo cual es reproyectar una divinidad adviniente, como adujera el romanticismo alemán, un Dios coimplicador de todas las cosas que se corresponde al paulino “todo en todo”. El símbolo medial de tal coimplicación es el amor como animación del ser e intradinamismo del universo tal y como se revela en el mundo del hombre. Por cierto que la idea de la divinidad cómplice se encuentra ya en el Evangelio de Juan, cuando se habla de Dios trabajando desde siempre involucrado al mundo (Juan 5,17).
2. Ética de la implicación
Peca, pero ama.
(Variación sobre Lutero).
Dios como cómplice del universo traspone el esquema clásico de una divinidad estática en el esquema posclásico de una divinidad dinámica que funge como arquesímbolo del sentido abierto del cosmos. El Dios implicado se muestra ahora no como el Dios de siempre que nunca se muda (Escrivá de Balaguer) sino como el Ser demudado que coimplica el no-ser, el amor que coimplica el odio, la vida que coimplica la muerte, el bien que coimplica el mal, la gracia que coimplica la desgracia y lo divino que coimplica lo demónico: porque la hipotética presencia de lo divino conlleva la religación de toda desligación por parte de un Dios coímplice, a la vez implicante e implicado, emplegado o enrolado.
Dios simboliza así el sentido que encaja el sinsentido por amor, la felicidad que se busca a sí misma a través del otro generalizado. Por eso cuando el amor nos sonríe creemos en Dios, y cuando sonreímos al amor creamos a Dios, de modo que San Agustín considera nuestras pasiones como un movimiento secreto hacia lo divino. La búsqueda de Dios según el teólogo de Hipona es la búsqueda de la beatitud en cuanto vida grata o gratificante, por lo que el pecado perpetra un auténtico atentado contra nuestro propio bien. Se trata de una revisión del pecado como algo que va contra nuestra propia salud, a modo de enfermedad que nos desanima o desalma la vida. El poeta A. Colinas acierta al definir la enfermedad como la muda presencia del cuerpo desnudo del alma. Por nuestra parte, reinterpretamos el mal y el pecado como una enfermedad o experiencia desalmada a curar o remediar [3].
Nuestro filósofo E.Trias ha recuperado la eudaimonía o felicidad aristotélica al proponer una ética de la buena vida en libertad, la cual es presentada como virtud o deber: imperativo formal de ser feliz que se sitúa entre el exceso orgiástico y el defecto asténico, término medio entre los extremos que recupera la moderación clásica (mesotes, in medio virtus, aurea mediocritas, ne quid nimis). Aceptando la propuesta, yo añadiría a esta ética formal de la felicidad el contenido que se le deniega kantianamente: ese contenido es el amor como felicidad(humana) y sentido de la vida (relativo/relacional), situando el amor según lo dicho como la intersección del eros pagano y de la agape cristiana, así pues como amor-implicación o amor anímico (filía o amor de amistad, caracterizado por la dilectio o dilección, una afección que entraña cariño). En este amor mediador y mediado está el auténtico bien común de la humanidad, proveniente de la compasión universal de carácter religioso como mostrara Schopenhauer.
Este amor-implicación se sitúa también entre los extremos pero no estáticamente como extremismo del medio/centro o mera equidistancia entre los contrarios, sino dinámicamente como su mediación: a modo de lenguaje dialéctico de ida y vuelta, capaz de apalabrar los opuestos –la necesidad y la libertad, el éxito o salida al otro y la vuelta o entrada en sí, la unión y la separación, la belleza y la terribilidad del amor, Euridice y Orfeo. El poeta R.M.Rilke ha sabido captar pregnantemente esta inclusión de los contrarios interpretada en clave de reintegración simbólica:
Vence a la separación como si ella quedara detrás
De ti como el invierno que pronto ha de marcharse.
Muere siempre como Euridice, sube cantando más fuerte,
Celebrando más alto elévate en la pureza de la conformidad.
Sé y, a la vez, conoce las condiciones del no-ser,
La razón única de su íntima vibración.
Con las reservas, sirviéndote de ellas como veladas y silenciosas,
De la naturaleza total, indecibles sumas,
Unete alegre y atenúa la cantidad [4].
Ahora bien, el amor que vence a la separación no es un amor manso, como quiere A. Colinas, sino un amor melodramático, no es un tiempo sin muerte sino un tiempo que recolecta la muerte en un espacio interior a modo de almario. Otro poeta, T.Mann, ha entrevisto en la propia muerte la fuente arquetipal de todo sentido, lo eterno en el tiempo, el alma del ser. Sin llegar a semejante cosmovisión liminar, nuestro poeta A. Gala ha sabido vivenciar la naturaleza cual divinidad ambivalente entre los contrarios (la vida y la muerte):
Como si un director de orquesta hubiese enloquecido, y dirigiese
sin ton ni son la música, que no es de invierno ya y no es de primavera todavía y tiene de los dos melodías y acordes [5].
Y a continuación el mismo autor, tras exponer sus folklóricas Memorias, preconiza no separarse de la vida porque todo sirve a su intususcepción o metabolismo, implicando agustinianamente incluso el pecado. No está mal para las intenciones de nuestro implicacionismo simbólico cuya traducción ética viene a ser: no abandones, asume lo real, acoge los reversos del ser en su concavidad abierta, salva el sentido en medio del sinsentido, arrostra el mundo, asume el mal, cura o cuida el alma de las cosas, remedia lo desimplicado y comunica los contrarios, reanima la realidad en su sentido oculto, ama el amor.
Esta última expresión traduce la intrigante idea de N. Cusa sobre el Dios-amor, ya que amar a Dios no es sino amar el amor, en nuestra terminología, implicar la implicación. Al final nos examinarán/examinaremos del amor, y acaso por ello el concitado Gala acaba planteándose lúcidamente en nuestro nombre: quizás no amé (suficientemente), quizás no fui amado (satisfactoriamente). Este discurso muestra que el amor no admite estáticos términos medios sino mediaciones dinámicas de/entre los extremos.
Como afirma M.Scheler, el conocimiento amoroso aprehende el valor de lo real, lo cual funda/funde una axiología del sentido como valor/valencia de lo real. En nuestra perspectiva implicacionista el valor supremo es el amor, por lo que la virtud cardinal radica en hacerse digno del amor, hacerse digno de ser amado, en una palabra llegar a ser amable (amabilis). El amor, en efecto, es el fuego que evapora el agua de la vida concreando alma(vaho o aliento) a través de un proceso de sublimación. Por eso el amor es concebido como un vínculo sagrado de re-ligación, de modo que Rougemont puede hablar de la pasión amorosa como pasión religiosa, ya que ambas pasiones lo son de lo infinito. Y, sin embargo, vuelve a involucrarse en el amor la ambivalencia general del ser, por cuanto el amor es a un tiempo un placer(material) y un deber(espiritual), un recibir y un dar, satisfacción y satisfacción [6].
Con este último término mentamos la realidad surreal tanto del ser anímico como del alma, del amor y lo divino, tal y como quedó expuesto más atrás. La surrealidad del sentido radical del universo tematizado como coimplicación no debe confundirse con la irrealidad propia de lo lógico-matemático, cuyas figuras o figuraciones resultan utópicas en su perfeccionismo. Aquí en cambio, en el terreno del ser humanado, la realidad no resulta irreal por su perfección sino que resulta surreal por su complección o complexión, lo que correfiere una especie de excedencia translógica de sentido (excessus ad sensum).
En efecto, es posible y plausible pensar a Dios aunque no se lo pueda conocer, a no ser que usemos el término conocer en su sentido etimológico de coengendrar y, por lo tanto, de concebir o amar. Dios, incognoscible propiamente, es pensable impropiamente puesto que se trata no de una dicción o logos puro sino de una con-dicción o logos impuro: el logos de un mythos y, en consecuencia, la condicción general de toda dicción por cuanto condición del universo en su ser-sentido de complicidad.
Si la poesía es al decir de Ortega un decir sustancial, la teodicea sería un decir hipostático: hipostasía del amor frente a su apostasía, sustantivización del dinamismo de lo real, dicción de la con-dicción radical del universo (la coimplicidad). Al final, como quería el maestro Eckhart, Dios puede/debe liberarnos del propio Dios, ya que en expresión de S. Weil es el ser que nos otorga el ser para consentir en nuestro no-ser; con lo que Dios es el ser que no es(supra): la potencia que asume la impotencia, el amor que coimplica el desamor (representado por el diablo). La auténtica pregunta ética por Dios es dónde ha estado, está y estará mientras la vida se contrae de dolor y el mal anega el mundo, pero sabemos una respuesta que no conocemos: Dios está en todas partes y en ninguna. Con ello reaparece Dios como presencia ausente o realidad virtual (virtual meaning), o también como un tranvía llamado deseo [7].
Nuestra teoría y práctica de la coimplicación afirma que no podemos explicar algo si no lo implicamos, pero su nuda implicación no significa una explicación: esto es lo que nos ocurre con el caso-límite del Dios-implicación mas no explicación del universo. A no ser que esperemos al final del proceso de coimplicación del universo para saber a qué atenernos, con lo que la fe o creencia se abre a la esperanza a través de la apertura radical significada como amor.
Mas quizás nuestra apelación al amor sea una apelación no sólo a la implicación sino a la explicación del universo, tal y como lo piensa Rougemont cuando afirma que por el amor hay algo (implicación), y que el amor todo lo explica (explicación). Nosotros hemos admitido la hipotética implicación del todo en/por el amor, pero quizás en el día escatológico podamos saber si también lo explica todo al modo del proceso de amorización señalado por Teilhard de Chardin. Mas hasta dicha verificación final podemos contentarnos con la sensificación medial del amor a modo de figura, imagen o espejo enigmático de la Revelación apocalíptica [8].
Dios me es más yo que yo mismo.
(Diego de Estella, Meditaciones).
Entendemos la metafísica como conciencia de la coimplicación de las realidades, implicación que la tradición griega expresa como el ser de los seres. A partir de una inspiración cristiana, interpretamos el ser como alma (interioridad), la cual está inhabitada por el amor cual relación de implicación del universo. En este nuestro esquematismo hermenéutico, Dios funge finalmente como hipóstasis del amor, así pues como personificación del amor o amor hipostático/hipostasiado. De acuerdo con esta metafísica hermenéutica, denominamos ser a la implicación radical de la realidad, alma a la implicación interior del ser, amor a la implicación radial del alma y Dios a la implicación personificante del amor, el cual funciona así como hipóstasis de la implicación: Dios como implicación hipostática del universo. Esto significa que no obtenemos pruebas de la existencia de Dios en cuanto separado del universo sino pruebas de la coexistencia de Dios en cuanto implicado en su universo (que no por mera casualidad es también el nuestro).
Esta revisión de Dios como cómplice de la realidad se distingue netamente de la tradicional visión de un Dios-rajá o pachá para reconvertirse en divinidad democrática involucrada en una realidad que incluye el mal así compartido (pues ya se sabe, mal de dioses consuelo de hombres). Un tal Dios está implicado en la realización de lo real y, en consecuencia, en la lucha amorosa con el mal para su redención. De esta forma Dios comparece como la última posibilidad de abandono, y aun dentro de esta posibilidad experienciada in extremis por Jesús en la Cruz, como nuestro último recurso de abandonarnos en su seno amoroso o en su destino, suerte o fortuna a modo de coimplicación final en el trasfondo numinoso del universo, cuyo eco se apercibe en el grito de Jesús al exclamar su alma:”En tus manos encomiendo mi espíritu” ( recuérdese que la mano del alma es el amor).
El cínico o escéptico extremo podrá aducir que llegados a este punto final Dios funciona como mero placebo: algo con lo cual y sin lo cual todo se queda tal cual. Pero si bien cabe hablar de lo divino como aquello con lo cual todo se queda igual (de momento), no parece que sin ello todo se quede como tal (implicado) sino como desimplicado o carente de sentido. Por otra parte, sin la compresencia implícita o implicada del sentido en la realidad, la propia ética del amor (que es la fe con obras) sería puramente voluntarista e in vacuo. Es cierto que ese vacío se sigue dando, dada la realidad contingente y dado que Dios es nuestra proyección basada en nuestra creencia/querencia (Unamuno), pero esta proyección obtiene un fundamentum in re al fundarse en nuestra experiencia de lo real y su coimplicación de sentido (incoado). En el límite Dios se nos muestra como la concavidad de lo real cuya convexión somos nosotros mismos, de modo que el hombre sería el deus ad extra (dios exterior) y el propio Dios Homo ad intra (Hombre interior), lo que concuerda con el dictum teresiano:”búscame en ti, búscame en mí” [9].
La creencia en Dios es pues una creencia amorosa que se acerca a la fiducia o confianza luterana, pero que pone el acento en el amor como mediación de la fe protestante y las obras católicas. Mas la experiencia de Dios no arriba a una Verdad inmutable, fija y transcendente sino a la trascendencia inmanente del Sentido (con)vivido. Por eso lo que decimos de Dios nos lo decimos de/a nosotros mismos, y por lo mismo lo que afirmamos de Dios lo afirmamos humanamente. Juan de la Cruz y otros místicos llegan a decir que todas nuestras dicciones o dichos sobre Dios serían falsos, de modo que nuestro Dios sería nuestra mentira y nosotros sus mentirosos o falseadores, desmentidos amorosamente por el propio Dios.
No es posible en consecuencia fundar una iglesia de justos capaces de emitir la Verdad sobre Dios, pues que esto no sería una iglesia sino una secta. Como vieron M. Weber y E. Troeltsch, una auténtica iglesia es la congregación de justos y pecadores, mientras que una secta solamente es un sector que congrega únicamente a los justos frente y contra los pecadores. Cabe entonces preguntarse si la llamada Iglesia con mayúsculas es en realidad una iglesia o una secta, sobre todo si se presenta por boca del Prefecto de la Doctrina de la Fe como la Palabra verdadera de Dios, ignorando al parecer que la presunta palabra de Dios es verdadera para el que la cree, o sea, para el creyente, por lo que se trata de una verdad-de-sentido. Esto lo supo el mismo Prefecto y Cardenal Ratzinger cuando, recuperando su antigua apertura teológica, afirma que la palabra de Dios no es algo caído del cielo como un meteorito sino que es precisamente una síntesis de culturas [10].
Por todo ello remitirse a Dios es postular el sentido de la vida, lo que lleva consigo un talante humilde, un corazón contrito, un temperamento melancólico, una actitud sensible y una vivencia antiheroica. Ya lo avisó Rimbaud cuando adujo que el criminal es más fuerte que el santo, y también B. Russell cuando consideró la religión como miedosa por cuanto necesitada de ayudas imaginarias. Y, en efecto, quizá el creyente tiene más sensibilidad que fortaleza, y por lo que a uno se refiere no es que el miedo sea un condicionante de la fe sino que bien podría tratarse incluso de pánico (que es más bien miedo al miedo). ¿Y? Precisamente lo que la religión hace simbólicamente es conectar ese miedo a la confianza, así como diluir el pánico en el Uno-Todo simbolizado por el dios Pan.
Así que la creencia en Dios se apoya hermenéuticamente en la cosmovisión de un “implicacionismo simbólico” de las realidades en su ser-sentido. Recuerdo a este respecto cómo me vino la sinuosa idea del implicacionismo en el sinus, seno o pliegue cóncavo de un montículo vasco, para posteriormente entrever su componente o componenda simbólica en medio del mar catalán. Traigo este recuerdo a colación para mostrar vívidamente que, si el implicacionismo experiencia el ser telúricamente como arraigo, el implicacionismo simbólico experiencia el ser entitativo en su desleimiento simbólico-acuático como alma(interioridad): en cuyo (co)seno inhabita el amor personificado en Dios, el cual obtendría aquella significación líquida y cristalina que Ortega atribuye al símbolo o metáfora radical:
La esencia del cristal consiste en servir de tránsito a otros
objetos: su ser es precisamente no ser él, sino ser las otras
cosas. (Ensayo de estética).
Accedemos así finalmente a un Dios-cristal transitivo, un Dios otredad transeúnte, una divinidad simbólica o metafórica que se transparenta a sí mismo, un Dios transicional de carácter cuasi femenino puesto que la mujer es, según Cervantes, “un cristal trasparente de hermosura” que deja traslucir, según Ortega, “lo otro que ella. Comprender a Dios quizá sea entonces comprender la “prehensión” del universo (Whitehead), así pues la aferencia radial y la implicación radical [11].
4. Símbolos de coimplicación
La quinta dimensión es el centro. (Taoísmo).
En nuestra versión el ser del ser dice implicación (alma, amor), y Dios es la hipóstasis de la implicación. En esta perspectiva estamos todos implicados, y ni el propio Dios se salva de la coimplicación universal: por eso no puede definirse a lo clásico como el ser por sí (ens per se) sino como el ser por nosotros (ens per nos), en el doble sentido de que es una divinidad no encerrada sino abierta a nosotros (religiosamente) y por-nosotros o a nuestro través hipotético (hermenéuticamente). Así pues, la realidad es coimplicación, y se personifica en Dios –un Dios posmoderno, diferente y póstumo, una divinidad desleída y difusa, envés de lo real e indefinida (suena aquí la música de Buda, Anaximandro y Heráclito, así como en otra clave la vía negationis o remotionis de la tradición).
Si ello es así, no resultará rara la proliferación de símbolos de la coimplicación desde el paleolítico a nuestros días, entre los que yo constaría el círculo, la cruz, el cuadrado y el triángulo, los zig-zags y ondulaciones, reticulados y espirales, el ónfalo y el hierogamos o matrimonio sagrado, el laberinto y los zigurats o pirámides, lazos, nudos y redes que desembocan en la interred, el dios-hombre y las emanaciones de lo divino. En la cultura vasca cabe considerar el ídolo Mikeldi, un animal bovino/porcino sobre un círculo, como símbolo de la coimplicación, pero también el flamante Guggenheim bilbaíno en cuanto conjunción simbólica de la cueva ancestral y el barco-museo futurista, la piedra simétrica y el titanio asimétrico, las aguas marítimas y el cielo abierto.
Pero la coimplicación de las realidades refunde asimismo otros conceptos filosóficos de mediación, como el de junción o juntura, complexión o conjunción, articulación o ajuste, tao y logos, correspondencia y acoplamiento, correlación y reunión, concordancia y nexo, coligación. Especial interés nos merece el concepto de coincidencia en N. Cusa, así como el de congruencia en San Agustín, definido como coherencia, consonancia o acorde de lo real:
Esta congruencia tiene un gran valor pues dice conveniencia,
concordia o consonancia de lo real, o sea, el compaginarse de lo uno y lo otro o, si se prefiere, la coadaptación de las cosas creadas. (De Trinitate IV,2).
Ahora bien, tanto la idea cusana de coincidencia (coincidentia) como la agustiniana de congruencia (congruitas) son ideas teo-lógicas, mientras que nuestra noción de implicación es ontohermenéutica y, en definitiva, una idea secularizada que dice menos que coincidencia de los opuestos y más que mera congruencia de los diversos, exactamente concurso de los contrarios en/por la concurrencia de las realidades en su realidad o ser: el cual no es pura coincidencia de cosas ni mera congruencia de hechos sino implicación del sentido(complicidad).
El implicacionismo ontohermenéutico es nuestra hipótesis cum fundamento in re: con fundamento en la experiencia humana del mundo referida a la conspiración de todo en el complot o coimplicación del ser. Se trataría entonces de una hipótesis algo novelesca o melodramática, como la del propio Dios implicado o cómplice de dicha conspiración: la relación/relato de nuestras relaciones anímicas simbolizadas en figuras o figuraciones en torno a la gran configuración del ser-sentido amenazado de sinsentido. Rilke lo interpretó así:
Soy el intervalo entre dos notas
que sólo con dificultad se armonizan:
pero ambas, vibrando en la pausa oscura,
se han reconciliado [12].
La presente exposición ha privilegiado hasta cierto punto el fenómeno del amor como ámbito de conjunción del alma humana y Dios, pero no debe interpretarse según lo aducido romántico-idealistamente sino real-idealmente. Porque, en efecto, la fenomenología del amor humano abierto a la divinidad nos muestra un Amante que se cree Dios y un Amado que no cree en Dios: prosiguiendo con la tradición mística que pasa de Abenarabí a R. Lull, digamos que el Amante que se cree Dios es el amante humano, mientras que el Amado que no cree en Dios, por serlo, es el propio Dios.
Extraña explicación que sin embargo describe bien-que-mal la paradójica situación del hombre divinizado por el amor y del Dios humanizado por el mismo amor, el cual cumple así por última vez su radical mediación de los contrarios coimplicados. A este respecto la diferencia entre el amor divino y el amor humano es relativa: en el amor místico el hombre se diviniza por introyección de la divinidad en la humanidad, en el amor humano el hombre diviniza al otro/otra por proyección. Pero en ambos casos el amor es humano-divino: sólo en su afirmación solipsista es demoníaco porque impide la reunión de todos (recuérdese que el diablo se rebela contra el Dios hominizado).El amor ígneo proyecta a Dios como reunión purificadora de todo/todos, al modo como Rilke proyecta en la figura del Angel el “alto abismo” o abismo sublimado [13].
Si creer en Dios es creer en el amor que inhabita el alma, amar es hacer creíble la esperanza del alma: la esperanza de que la existencia tiene/tenga un sentido, el sentido de coimplicación que teológicamente se conoce algo rimbombantemente como Pleroma o Plenitud de los tiempos a modo de Consumación final en la que llegamos a ser lo que aún no somos: el ser que no es –propia o entitativamente sino impropia o transfiguradamente, anímica o amorosamente, la ultrarealidad unitaria en cuyo seno sólo queda la referencia de la aferencia como amor según San Pablo:
Si no tengo amor no soy nada. El amor de caridad no pasa jamás.
Ahora permanecen la fe, la esperanza y la caridad: pero esta es
lo más excelente. (I. Corintios 13).
Pero volvámonos del amor trascendente a su inmanencia humana, en la que nuestra metafísica hermenéutica de la coimplicación puede obtener relevancia política en el marco social de la actual discusión en torno a la democracia. Democratizar a Dios es proyectar nuestra autodemocratización, la cual consiste en coimplicar las diferencias en un horizonte com/partido. Democracia hermenéutica denomina Patxi Lanceros a tal implicacionismo simbólico, interpretado así por él mismo:
La democracia liberal ha de extraer la fuerza argumental
de su propia historia efectual a través de una constante relectura
hermenéutica abierta, crítica y dialogante. No puede –no debe-
presuponer universalidad sino ofrecerla y construirla ( en el mejor
de los casos) proponiéndose como marco integrador de diferencias,
como proyecto –siempre inacabado- de implicación, convivencia,
cooperación y reconocimiento [14].
Conclusión: El Dios mercurial
Dios garantiza el continuum, el sentido del sentido, bajo el milagro primordial del lenguaje. (G.Steiner, Errata).
La idea de la coimplicación es que el sentido no lucha contra el sinsentido para su erradicación, como piensa desimplicadamente el heroísmo moral oficial, sino que lucha con el sinsentido para su humanización. Porque nunca podremos acabar con el sinsentido so pena de acabar con el sentido: por eso se trata de aceptarlo críticamente, tratando de remediarlo como si se tratara de una enfermedad, no extirpándolo para siempre jamás(nunca) sino curándolo en el tiempo cómplicemente con el intento de apaciguarlo. El modelo de este apaciguamiento bien podría ser el de la música, en la que se disuelven y resuelven las tensiones acumuladas de lo real experienciado como ruido. George Steiner lo ha expresado así en sus Memorias:
Mediante el uso de la inversión, del contrapunto, de la simultaneidad
polifónica, la música puede albergar contradicciones, inversiones de
la temporalidad, la coexistencia dinámica en el mismo movimiento
global de estados de ánimo y sentimientos absolutamente dispares,
incluso mutuamente contradictorios [15].
Acaso la auténtica representación de lo divino sea entonces más musical que racioentitativa, ya que la música expresa el ser relacional profundo. Schopenhauer llega a decir que, aunque las realidades desaparecieran, la realidad musical perduraría. Cabe pues decir algo musical de Dios y concebirlo como música de fondo: ruido armonizado y dolor melodiado, salmodia o ensalmo litúrgico. Probablemente algo así parece querer decir K.Rahner cuando en una enigmática afirmación dice que todo en definitiva es bueno: en definitiva, esto es, definitivamente, en la consonancia final de las disonancias.
El lenguaje sobre Dios desemboca a través del lenguaje musical en una divinidad-lenguaje. En la propia obra de Steiner el lenguaje es definido como azogue, pero lo que que no se dice es que ese lenguaje-azogue es mercurial o perteneciente a Hermes-Mercurio, el dios del lenguaje y la comunicación, la interpretación y la traducción, la mediación y la confluencia, la divinidad lingüístico-mercurial de sustancia sólico-líquida o relacional que cohabita cual azogue el fondo del alma humana posibilitando su refracción, reflexión o conciencia.
Lo que puede decirse de Dios es pues dicción o, más estrictamente, condicción (condición), condicción simbólica de lo real, simbolismo entendido como embolismo o enredo/coimplicación de lo real, puesto que el símbolo relata la relación tendida cual puente entre las cosas. La existencia de Dios es así la condicción o coimplicación de lo real: si existe el ser entonces coexiste el coser o cosimiento del ser, cuya hipótesis condicional e hipóstasis personificada es un Dios-pontífice medial.
Al fondo del laberinto humano del mundo se encuentra el alma como inflexión/reflexión de lo real, alma concebida míticamente como un escorpión o araña atrapadora o bien lógicamente como un espejo que refleja todas las realidades cristalinamente. Pero esta refracción es factible por el “azogue mercurial” que, a modo de flexión, pliegue o implicación, posibilita la faz del ser real desde su envés surreal, mediando este lado del espejo con el otro lado del espejo. Por eso cuando Dante concluye su periplo en la presencia de Dios en el Paraíso, la realidad revierte en surrealidad:
Cuando Dante llega a presencia de Dios, al final del Paraíso, el universo se vuelve del revés, centrándose en Dios y ya no en la tierra, un final que trastrueca el principio de todas las cosas [16].
Esta aparición final de la divinidad trastocadora del universo responde a una concepción de Dios no ya como artífice sino como artista del cosmos y, como sabía J.Joyce, el artista cohabita el interior surreal:
El artista, como el Dios de la creación, permanece dentro, detrás, más allá o encima de su obra, invisible, libre de la existencia, indiferente, cortándose las uñas. (Retrato del artista adolescente).
La diferencia con este retrato de Dios como artista adolescente, está en que nosotros no entendemos la divinidad como indiferente sino como diferenciante, dedicada por tanto no ya a cortarse las uñas pasivamente sino a cortárnoslas compasivamente. El poder de una tal divinidad está en la potencia transmutativa que simboliza el “mercurio” como metal derretido, plateado o blanco-lunar, agua ígnea o fuego acuático, logos espermático o razón seminal, un signo en Hegel de la astucia de la razón y un símbolo para nosotros de la argucia del corazón [17].
Mientras que la astucia de la razón se reclama de una divinidad heroica y patriarcal, la añagaza del corazón requiere una divinidad femenina o feminizada. En efecto, la fuerza de la razón se alía clásicamente con la violencia del héroe(Aquiles), la artimaña del corazón se religa con la concepción matriarcal de la heroína(Penélope) heredada por el romanticismo cristiano. El literato N. Frye ha visto certeramente esta diferencia entre la fuerza (masculina) y la maña (femenina):
En el corazón de toda literatura yace lo que he llamado el ciclo de forza (violencia) y froda(artimaña), en donde ambas se entrelazan una con otra, como el emblema del ying y del yang en el simbolismo oriental. Pero elheroísmo acaba en la muerte y la fuerza no es, después de todo, invulnerable. El aspecto cómico de esto, la victoria de la añagaza, adopta a menudo la forma del triunfo de un esclavo o de una heroína maltratada o de cualquier personaje que se relacione con la fragilidad física (así en el ethos romántico y en el mito cristiano)[18].
Ya el poeta Yeats distinguió la cultura clásica de signo heroico, aristocrático y violento (trágico-edípico) y la cultura cristiana democrática y altruista (tragicómica). El Dios de la cultura clásica es heroico y poderoso, el Dios de la cultura romántico-cristiana es antiheroico y amoroso: el símbolo solar primero es el león, el símbolo lunar del segundo es la paloma. Un Dios cuya fuerza procede de la maña sólo puede concebir la creación como odisea, pues es una especie de Ulises/Odiseo religioso, un arquitecto místico, un mago prestidigitador, un artista transfigurador, un alquimista transustanciador, un Dios andrógino coimplicador de los contrarios –fuerza y maña- en el amor como poder sin poder, fundamento sin fundamento, realidad surreal.
No podemos arribar a lo incuestionable: sólo podemos arribar a lo incuestionado. Lo incuestionado es el mito en que vivimos.(R.Panikkar, The Threefold).
No podemos hablar de Dios como objeto racional-científico porque comparece cual sujeto o condicción: por eso no se nombra en acusativo objetual sino en nominativo subjetual, tanto en la tradición judeocristiana –“Yo soy”- como en la hinduísta –Atman o Alma-. Pero cabe evocar a Dios en vocativo, que es el modo de la invocación. Agustín de Hipona puede afirmar entonces que el hombre es la e-videncia de Dios, mientras que Dios es la e-vicencia del hombre, pues Dios ve a través de lo humano y el hombre a través de lo divino: Deus in homine videt, homo in Deo [19].
Así que sólo es posible convocar a Dios en nominativo y vocativo, y no es factible decir a Dios en acusativo objetivo y, por lo tanto, acusar a Dios directamente sino indirecta y metafóricamente: traslaticiamente. Dios en efecto comparece como posibilidad necesaria o posibilitación, a modo de ser que no es sino potencia o potenciación. En la terminología leibniziana una tal divinidad puede calificarse cual “centauro ontológico”, ya que está entre el ser y el no ser como su mediación, un auténtico Dios transitivo y traslaticio, transpositivo y metafórico.
Dios es así el Dios-sentido y ya no el viejo Dios-verdad de la tradición escolastizante, puesto que la vieja verdad objetiva se fundaba en el olvido del sentido subjetivo o metafórico. Pero Dios no es verdadero sino verosímil, que es una verdad de sentido por cuanto basada en un pensamiento analógico-simbólico y no definidor-definitivo. La verdad se constituye a expensas del sentido, mas la verosimilitud salvaguarda el símil o similitud ( la metáfora) que subyace a toda verdad que no ha olvidado su sentido [20].
Así pues, Dios no es el objeto dogmático incuestionable sino el sujeto incuestionado: la cuestión abierta en toda cuestión, el sentido tras la verdad, la cuestión que nos cuestiona, el mito en que vivimos simbólicamente, la metáfora radical que tragrede lo literal, la creación/creencia que posibilita nuestras concreaciones. El Dios metafórico –la metáfora de Dios- se inserta en el proceso radical de metaforización humana como método de resolución de problemas:
La actividad metafórica y simbolizante es un mecanismo de resolución de problemas. En cuanto mecanismo es universal, y se activa por igual en el hombre de la calle ante el problema de conceptualizar un olor que en el físico teórico que se enfrenta a la “materia oscura”. Pero la particular solución que cada individuo o grupo arbitre para el problema inicial resulta socialmente cargada con esa tupida red de adherencias evocativas y connotativas que se
han condensado en el símbolo y que provienen tanto de la experiencia, creencias y expectativas personales del sujeto de la interrogación como de la experiencia, creencias y expectativas de la cultura o grupo a los que pertenece [21].
O el Dios metafórico –la metáfora de Dios- como resolución del problema de la vida: evocativamente expresado, invocativamente proyectado, convocativamente dicho. Un tal Dios meta-fórico es la figuración de una divinidad traslaticia, porque traspone el no-ser en ser y repone el ser en el no-ser simbólico (ahora impregnado o preñado de ser). Estamos ante un Dios tranviario que comunica los opuestos meta-fóricamente, que no en vano tranvía define en (neo)griego el tránsito (im)propio de la metáfora entre el/lo uno y el/lo otro. Rito de paso, pasaje y transición del Deus transiens o Dios transitivo y transeúnte, Deus viator, divinidad que viaja humanamente con nosotros, cuya consecuente prédica es la de Jesús en el Evangelio de Tomás:”sed transeúntes”, cuyo eco se apercibe en el yo transitivo de Montaigne. Dios es finalmente el sujeto que, como dice Foucault del autor, desaparece instaurando una presencia ausente: sujeto metafórico y metáfora del autor que asiste al nadir de la vida y al agrietamiento de su propia obra:
NADIR
A dónde van las cosas que nos duelen
las que vivimos así, calladamente,
contando nuestros pasos que se borran.
A dónde van las cosas
que traemos en un pozo, en la huella de los dedos,
los gritos del espanto y el amor y la tristeza
que nos curva. Solo cosas
limitadas, nuestras, quietas
y casi ofrendas, irremediables, viejas.
A dónde van entonces que nos duelen
como un crujido de brasas en la noche
como un asombro de pájaros y rezos.
Una herida que pasa, invisible y súbita,
al otro lado de la carne.
A dónde va la sombra de las cosas, el vaho
de la tibieza negra en el cristal
de la emoción bajo las cosas.
Ese tocar de pronto
una honda, honda grieta
debajo de este mundo.
(Jorge Fernández Granados).
Pareciera que estamos proyectando un Dios decadente o decaído, una divinidad que pasa del cénit de los cielos al nadir del inframundo. Y así es. Esta decadencia se corresponde con el decaimiento de lo divino en nuestra cultura, mas también con su ocaso real ante el mal conscienciado por el hombre. El descenso a los ínferos es la posibilidad que el Dios tradicional aún tiene para resucitar contemporáneamente. El viejo Dios-explicación revierte así en Dios-implicación. Dios tiene pues que irse al fondo –zu Grunde gehen- para poder renacer, de modo que parafraseando a W. Whitman sólo podemos encontrar lo preternatural abismáticamente bajo nuestros pies: “Si quieres encontrarte conmigo, búscame bajo la suela de tus zapatos” (Canto de mí mismo, trad. J.L.Borges).
Ello se corresponde con la idea de Boehme sobre que Dios habita en la nada del ente (o en la muerte del ente en Yeats), así como con la concepción de Avicena sobre que Dios no tiene propiamente ser esencial sino existencial: Primus igitur non habet quidditatem (Metafísica VIII,4). Pues al contrario que los seres creados que no tenemos existencia propia sino mero ser o esencia, en Dios la esencia consiste en pura existencia sin ser entitativo (quididad). A partir de aquí el clásico Dios-referente o referencia debería suplantarse por un Dios-aferente o aferencia: una divinidad que muere troceándose en la propia creación, siendo por tanto nosotros sus fragmentos que finalmente se cointegrarán (el rito de la comunión eucarística de Cristo entre sus miembros avalaría teológicamente esta idea). Cabe pues un discurso sobre Dios como muerte y resurrección de las realidades en un lenguaje cristiano: o bien como la protoexistencia de lo real simbolizada en lo que Ortega llama la “nada genital” o procreadora. Así que lo que puede decirse de Dios es que no puede decirse nada propiamente: pero sí impropiamente la nada (simbólica), con lo que nos abrimos a la mística orientalizante. El poeta José L. Hidalgo se ha referido a un tal Dios precisamente:
Pero sé que no estás, que el vivir solo
es soñar con tu ser inútilmente
y sé que cuando muera es que Tú mismo
será lo que habrá muerto con mi muerte.
(Mas sé que, como un mar, a todos bañas;
que las almas de todos Tú reflejas). (Los muertos).
Esto concuerda con el simbolismo radical del cristianismo, así como con la idea de una divinidad cuasi femenina. En efecto, ha sido G. Simmel quien ha puesto en correlación esencial la matriarcalidad femenina con el fundamento de la existencia y su unidad recóndita, así pues con el fondo universal de las cosas [22]. Aquí se abre la gran brecha bajo el viejo solio divino; por ella acecha de nuevo la serpiente mitológica asociada a la sagacidad femenina, por ella reaparece en medio del mundo heroico masculino su envés/revés axiológico: la visión de la otredad anti-heroica. Esta visión se expresa extraoficialmente en la figuración del Espíritu Santo como hermosa fémina amorosa, símbolo del amor hipostático o personificado entre el Padre y el Hijo (así en la iglesia de Urschalling): en donde puede observarse también cómo se forma en la parte inferior de la Trinidad cristiana una especie de comisura, labio, vulva o coimplicidad de la tríada sagrada. Este estigma o marca vulvar se representa a menudo en la llaga del costado del Cristo atravesado por la lanza en la cruz, así por ejemplo en el Cristo de Piedad de Diego de la Cruz (siglo XV), en el que puede verse la herida cual labio abierto en rojo vivo. Se trata sin duda del signo máximo del amor como aferencia (affectio), símbolo en Rodin de la inteligencia creadora a pesar de su fugitividad (Fugit amor se titula una de sus esculturas): fuga que es también la impronta del sentido tránsfuga.
Un gran crítico contemporáneo ha dicho que la pregunta por la “existencia” de Dios es irreligiosa: por eso no cabe hablar de pruebas de la existencia de Dios sino solamente de pruebas de su coexistencia. Pero estas pruebas de coexistencia no son precisamente pruebas de consistencia sino solamente de insistencia o resistencia condiccional. La prueba más intrigante de la coexistencia de Dios está en concebir lo divino como condicción de toda dicción (supra), así pues como la condición de la propia dicción metafórica: “La expresión central de la metáfora es el “dios”, el ser que, como dios del sol, de la guerra, del mar, etc., identifica una forma de personalidad con un aspecto de la naturaleza” [23].
Ahora podemos afirmar finalmente que Dios es metafórico porque la metáfora es “divina”: por ello lo divino (la divinización) resulta ser la condicción de la dicción metafórica misma. Cabría denominar a una tal divinidad como catáfora de la metáfora, trasfondo de la figuración, el nombre propio de lo figurado. De esta guisa la figura de Dios se ofrece como la configuración de lo real en su sentido y, por lo tanto, cual garante de la coimplicación simbólica de la realidad. Esta visión se expresaría en cierta tradición como el hecho trascendental de que Dios no puede odiar propiamente nada, precisamente porque representa la coimplicidad omnímoda: aunque pueda ser odiado bajo el signo de la desimplicación negativo/negadora del sentido figurado en nombre del sinsentido apropiado. Mientras que la respuesta implicativa dice proyección y apertura, esta última respuesta negativa dice cerrazón u oclusión.
En el proceso inmanente de configuración del ser el lenguaje realiza la personalización de ciertas realidades y seres a modo de divinización de lo real: esta divinización remite a lo divino y esa personalización remite al Dios personificado. Así que el Dios implicado es un Dios implicado fundamentalmente en el lenguaje. Y nuestra razón implicativa es una razón que coimplica lo irracional: el mito subyacente al logos, la condicción de la dicción, la implicación de la explicación. Lo que puede decirse de Dios es que Dios puede decirse: lo cual no quiere decir que se le pueda nombrar apropiada o apropiadoramente sino impropia o inapropiadamente.
Creer en Dios sería el fundamento de la fe en el hombre, pero se trata de un fundamento lingüístico o hermenéutico, de una interpretación metafórico-simbólica. Dios es el mito aún no cuestionado porque nos cuestiona: se trataría de cuestionarnos a nosotros mismos al cuestionarlo en su tradición.Este cuestionamiento aquí realizado bajo la rúbrica del implicacionismo simbólico trata de representar la divinidad como el cosimiento/casamiento de los contrarios, en donde los contrarios acaban haciendo el amor con humor: implicacionismo irénico/irónico.
Para algunos este hermanamiento de los contrarios podría representar una sutura monstruosa y, en efecto, de algún modo lo es: en cuanto el espíritu trata de coimplicar al monstruo antiheroicamente, a través del rodeo anímico y el régimen fratriarcal,el cual se inscribe en el horizonte simbólico del sentido abierto y del amor com/partido: amor del amor y el desamor, contrariado amor de los contrarios, coimplicación tragicómica de los opuestos como perspectiva inacabable de reconciliación infinita. Dios es el arquetipo de esta salvación o redención infinita en su seno simbólico. Y, en consecuencia, el ideal de la felicidad posible entendida como actitud asuntiva ante lo real.
Nuestra posición implicacionista llega a encontrarse con la complementaria posición exlicacionista de B.Russell cuando afirma que toda infelicidad se basa en la falta de integración y que toda felicidad se funda en la unión profunda con la corriente de la vida: la diferencia está en que esa corriente vital fluye extroversoramente para el británico afuera, mientras que nosotros pensamos que refluye adentro anímicamente. Pues si como quiere R.W. Emerson, el hombre está hecho de la misma sustancia que los acontecimientos, se trataría no sólo de implicarse en ellos sino de coimplicarlos [24].
Nuestra idea del Dios implicado se corresponde con la intuición de S.Weil de que Dios más que imponerse a nosotros se expone en nosotros. De acuerdo con ello, la propia idea de la felicidad no está meramente en inmergerse en la Unidad sino también en que el Uno se expresa, expone y plurifica en nosotros autónomamente, representando esta autonomía la libertad. Esto es lo que significa el implicacionismo simbólico, la implicación abierta y no atrapadora, pues hay que reeentender (pos)modernamente el simbolismo no como mera fusión sino como fusión o sutura implicativa de la fisión o fisura desimplicada: de nuevo la com/partición o dualéctica generalizada de los contrarios.
En la terminología simmeliana más arriba concitada, la fisura o escisión es típicamente formal o masculina, mientras que la sutura o conexión es típicamente vital o femenina: parafraseando a Seyla Benhabib diríamos que si el espíritu objetivador masculino proyecta al otro generalizado, el alma subjetiva femenina introyecta al otro personalizado. El Otro generalizado abstractamente aparece como el dinero, sucedáneo de la divinidad felicitaria, y el Otro personalizado concretamente comparece como el amor, el cual busca según O. Paz el alma en el cuerpo y el cuerpo en el alma [25].