Neo: No puedo volver atrás, ¿no?
Morpheus: No. Pero si pudieras, ¿de verdad querrías hacerlo?…
Te debo una disculpa.
Tenemos una regla: Nunca liberamos una mente
que ya ha alcanzado cierta edad.
Es peligroso, la mente tiene problemas para dejarse ir.
Lo he visto antes, y lo lamento.
Hice lo que hice… porque…
¡Lo tenía que hacer…!
Matrix
De alguna grieta,
el humo de Satanás
ha entrado en el Vaticano.
Papa Paulo VI
en su homilía del 29 de junio de 1972
Hasta hace no demasiado tiempo, las sociedades secretas y el Vaticano estaban enfrentados en lo que todos consideraban una guerra a muerte.
Eran frecuentes las encíclicas papales condenando la masonería y toda suerte de sociedades secretas, excomulgando a cualquier cristiano que adhiriera a ellas. La causa que más se publicitó acerca de ese enfrentamiento era que la Iglesia percibía que las sociedades secretas practicaban rituales y creencias de origen pagano.
Pero en realidad, y con mucha más fuerza desde la fundación de los Illuminati de Baviera, de la cual, como hemos dicho, desciende la orden Skull & Bones, era fácil percibir que el motivo de la lucha sin cuartel no era otro que una pugna mortal por el poder. Esa sociedad secreta en realidad aborrecía la serie de rituales ocultistas que muchas logias masónicas practicaban.
Más aún, su fundador, Adam Weishaupt, había entrado y salido de la masonería antes de crearla, disgustado con la pérdida de tiempo que representaban esas creencias. Sólo accedió a volver a ingresar a la misma cuando su mecenas, Meyer Amschel Bauer – fundador de la dinastía Rothschild – se lo exigió con la maquiavélica idea de liderar una poderosa fuerza supranacional de personas bien conectadas en todo el mundo a fin de infiltrar la fuerza del poder financiero en las diferentes naciones.
Durante toda la Edad Media y la Moderna el poder político en Europa estaba en mayor o menor medida concentrado en el papado y las monarquías. La burguesía comercial y financiera, si bien financiaba a esos poderes políticos para que llevaran acabo, entre otras cosas, las guerras en las cuales se embarcaban, sabía que la única forma de aumentar su dominio en Europa era socavar las bases del poder tanto de los papas como de los reyes.
Por lo tanto se asociaban secretamente para llevar a cabo sus objetivos.
Buena parte del financiamiento que recibieron tanto los científicos e investigadores como los medios de comunicación en siglos pasados provenía de miembros de esas sociedades, quienes por medio de la ciencia y la prensa deseaban demostrar que las doctrinas religiosas del Vaticano eran equivocadas y que las casas reales europeas no tenían «derecho natural» alguno a ocupar sus lugares.
Las sociedades secretas, más allá de las prácticas ocultistas y a veces satanistas de las cuales sus enemigos más encarnizados las acusan, algunas veces con causa y razón justificada, se oponían al régimen político, social y religioso imperante en Europa no tanto por cuestiones ideológicas, religiosas o morales, sino como una forma efectiva de acumular poder en los estamentos en los que les estaba vedado.
Es por esta causa que en general estaban – y están – compuestas por partidarios acérrimos de la forma republicana de gobierno.
Ello no era producto de un deseo democrático genuino para liberar a las masas de la opresión que podían padecer por el poder muchas veces abusivo de reyes y papas, sino como alternativa política para alzarse con el poder.
O sea, no fue la beneficencia ni ningún ideal progresista lo que las impulsó a apoyar financieramente la serie de revoluciones que determinaron los cambios políticos en Europa y los Estados Unidos hacia la forma republicana de gobierno, sino el propósito práctico de demoler el poder de los rivales. Así nacieron lo que hoy llamamos democracias.
Por lo tanto, más allá de las insalvables diferencias religiosas y ritualísticas de muchas sociedades secretas con la Iglesia Católica, desde fines del siglo XVIII hay un poderoso elemento adicional que distancia a ambos bandos como enemigos mortales:
la lucha por el poder que la burguesía comercial y financiera pretendía tomar de la autoridad papal y de los reyes.
Es por eso que la poderosa sociedad secreta de los Carbonari – heredera de los Illuminati de Baviera – situada en Francia e Italia, elaboró a principios del siglo XIX un meticuloso documento titulado «Instrucción Permanente de la Alta Vendita» por medio del cual se insta a sus miembros, y a los miembros de otras sociedades, a llevar la lucha contra la Iglesia hasta su definitiva destrucción.
Ésta, principalmente a través de los papas Pío IX y León XIII, respondió con durísimas encíclicas que otros papas posteriores citaron repetidamente o profundizaron hasta que, principalmente luego de la Segunda Guerra Mundial, poco y nada hicieron para impedir su avance.
Más aún, durante el largo papado de Juan Pablo II, el tercero más largo de la historia, prácticamente ningún documento fue elaborado en el Vaticano contra la actividad de su antiguo enemigo mortal.
¿Por qué?
Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) – el Papa de Bush
Joseph Ratzinger, conocido hoy como el papa Benedicto XVI, es el descendiente natural – y el sucesor preferido – de Juan Pablo II.
Durante el largo pontificado de Karol Wojtyla, Ratzinger actuó como su mano derecha y hasta se lo sindicaba como el real «cerebro» del papado de Juan Pablo II, quien entre 1978 y 2005 habría tenido suficiente tiempo como para designar su sucesor al haber nombrado, en esos 27 años, una abrumadora mayoría de los cardenales que lo elegirían.
Obviamente, Juan Pablo II eligió cardenales filosóficamente afines a su agenda conservadora, factor que ha hecho perder ascendencia a la Iglesia Católica sobre sus fieles, la mitad de los cuales se concentra hoy en América Latina, y una parte importante restante en Europa.
Esa pérdida de ascendencia es un hecho muy deseado por la elite, socia y creadora de las sociedades secretas, dado que una Iglesia muy cercana a la gente podría resultar un enemigo muy digno de la agenda globalizadora de la elite.
Los pueblos de muchas naciones latinoamericanas y europeas podrían canalizar buena parte de su disgusto contra la globalización a través de una institución como la Iglesia, la cual, si estuviera muy cercana a las poblaciones bien podría constituirse en un poderoso factor antiglobalización. En vez de ello, durante la era de Juan Pablo II, más allá de sus frecuentes viajes apostólicos, la persistencia casi obsesiva del Vaticano en negarse a dejar de lado algunos de sus dogmas más anticuados como la grave situación de pecado mortal para quienes acepten mecanismos anticonceptivos, alejó a muchísimos fieles.
Como se observa, el catolicismo no es – mejor dicho, no era hasta hace décadas – precisamente el tipo de religión más consonante con las reglas de Leo Strauss, al haber sido algo mucho más que una religión: una verdadera institución terrenal con el poderío suficiente para disputar durante casi veinte siglos el poder de los más importantes reyes europeos.
Pero ésta también resultó muchas veces una maquinaria recaudatoria de dinero mediante nefastos mecanismos como la Inquisición o diversos impuestos, cuyas víctimas resultaban precisamente los incipientes miembros de las burguesías, hermanados en sociedades secretas.
Que la agenda de Ratzinger iba a ser aún más conservadora que la de su antecesor quedaba claro tan sólo con el dato, muy difundido, de que en su adolescencia perteneció a las Juventudes Hitlerianas.
Sin embargo, hay un dato clave acerca del cardenal alemán que casi no fue divulgado por la prensa, pero que muestra muy claramente dónde está situado en este milenio, más allá de lo que haya hecho o pensado en la década de 1940.
Como se recordará, en noviembre de 2004 se desarrollaron los comicios presidenciales en los Estados Unidos en los cuales, tras una dura lucha inicial, George W. Bush – de fe bautista y antiabortista – logró su reelección ante John Kerry, católico apostólico romano, pero de pública afiliación a los movimientos «pro-choice», o sea abortistas.
Pocos meses antes de las elecciones, Joseph Ratzinger envió un memorando confidencial a todas las diócesis católicas estadounidenses en el que decía textualmente:
Aparte del juicio individual de una persona sobre su calificación para recibir la Sagrada Comunión, el sacerdote puede encontrarse a sí mismo en una situación en la que debe rechazar distribuirla, por ejemplo en los casos de excomunión, interdicción o una obstinada persistencia en manifestar pecado grave (…)
El sacerdote no debe hacer un juicio subjetivo sobre la culpabilidad de la persona sino reaccionar ante la pública incapacidad de la persona en cuestión, debido a una objetiva situación de pecado.
La posición abortista de Kerry era conocida en todos los Estados Unidos, y la Iglesia Católica, con la firma de Ratzinger, le retiraba todo el apoyo de sus propios círculos norteamericanos, mientras que Bush gozaba del de los influyentes círculos protestantes.
Pero en ese memorando, vergonzosamente confidencial a fin de que las masas católicas de fuera de los Estados Unidos no se enteraran del apoyo del Vaticano a Bush, mientras que los católicos norteamericanos más influyentes estaban muy al tanto, el entonces cardenal Ratzinger fue aún mucho más allá, y escribió:
No todos los temas morales tienen el mismo peso moral que el aborto y la eutanasia. Puede haber una legítima diversidad de opinión, aun entre católicos, sobre las declaraciones de guerras o la aplicación de la pena de muerte, pero no con respecto al aborto y la eutanasia.
O sea, Ratzinger no sólo intervino políticamente retirando todo apoyo a John Kerry, sino que en forma abierta proclamó a sus fieles estadounidenses que el Vaticano no consideraba los actos más salvajes de George W. Bush como las guerras de Afganistán e Irak, o su récord de condenas a muerte como gobernador de Texas, como actos reñidos en sí mismos con la moral de la Iglesia Católica.
En suma, el cardenal Ratzinger, con el tácito permiso del entonces papa Juan Pablo II – que no podía desconocer la cuestión y a quien Ratzinger pretende nombrar santo en tiempo récord – bendijo la candidatura de Bush y convirtió en anatema la de Kerry.
¿Y quién fue el principal diseminador en los Estados Unidos de esta misiva electoral del cardenal Ratzinger?
Nada más y nada menos que el cardenal Avery Dulles, pariente de los famosos hermanos Allen y John Foster Dulles, jefes de la CIA y del Departamento de Estado en la era Eisenhower, el primero de ellos expulsado – como hemos visto – por John F. Kennedy.
El cardenal Dulles proviene de una familia enteramente protestante, ¿cómo se dio su conversión al catolicismo al punto de llegar a ser uno de los cardenales más influyentes de los Estados Unidos? ¿Por obra y gracia del espíritu del santo dinero?
Más adelante lo entenderemos mejor…
Lo cierto, sea como fuere, es que Benedicto XVI se convertía en una gran ayuda, dentro de la comunidad católica norteamericana, para George W. Bush, al igual que Vladimir Putin, el presuntamente fallecido Osama bin Laden (tres días antes de las elecciones en su video muy probablemente trucado) y Silvio Berlusconi, quien no dudó en brindar también toda su colaboración a la candidatura, deseándole el triunfo.
La intencionalidad política del memorando de Ratzinger es indiscutible, porque fue emitido 90 días antes de las elecciones. En otras palabras, ni a Ratzinger ni a Wojtyla parecían importarles demasiado las posiciones abortistas de John Kerry antes de que éste se convirtiera en un candidato con posibilidades de derrotar al mandatario norteamericano.
Ratzinger expresó, en su homilía navideña Urbi et orbe de 2005, una extraña llamada a un «Nuevo Orden Mundial«, al igual que lo hizo años antes su antecesor Juan Pablo II y, entre otros, también lo había hechoGeorge Bush padre, este último significativa o casualmente aticano,el día 11 de septiembre de 1990, en un famoso discurso.
Muchos otros personajes «poderosos», como Gorbachev, pronunciaron «coincidentemente» esa misma expresión muchas veces, en público y frente a toda la prensa. «Nuevo Orden Mundial» es la frase que está en latín (Novus Ordo Seculorum) en el reverso del billete de un dólar, bajo la pirámide partida en su cumbre con y por el «Ojo que Todo lo Ve», característica de las sociedades secretas y sobre todo de los Illuminati de Baviera, por lo que remite directamente a ellas.
¿Cómo pueden haberla dicho entonces Juan Pablo II y Benedicto XVI?
Ahora bien, en este punto más de un lector puede llegar a preguntarse cómo ha sido posible todo esto si además el Vaticano no podía desconocer la pertenencia de George W. Bush a la sociedad secreta de Skull & Bones, dado que el propio Bush lo reconoce en su autobiografía publicada en 1999 junto a Karen Hughes.
Esa pregunta toma especial sentido si se tiene en cuenta que, como hemos visto, desde hace siglos la Iglesia estaba enfrentada mortalmente a las sociedades secretas. Quizá demos con la respuesta al final de este capítulo.
Pero si todo esto no bastara para levantar grandes dudas acerca de quién es en realidad el papa, hay que recordar que eligió nada menos que el 11 de septiembre de 2006 para pronunciar aquel polémico discurso, en el que no sólo citó una frase pronunciada por el emperador bizantino Manuel Paleólogo II en siglo XIV, la ahora conocida:
Muéstrame qué es lo que Mahoma ha traído de nuevo, y solo encontrarás cosas malas e inhumanas, como su creencia de imponer la fe por la espada.
Benedicto XVI fue mucho más allá en ese discurso de Regensburg, pronunciado en esa fecha clave, porque dijo, tal como lo refleja el New York Times del 12 de septiembre de 2006 – pero muchos medios silenciaron – una frase indeleble, mucho más que significativa:
La violencia, encarnada en la idea musulmana de la Jihad, o guerra santa, es contraria tanto a la razón como al plan de Dios, y Occidente está obligado a razonar que el Islam no puede entenderlo.
Si esto no es un tácito llamado a una especie de «cruzada», ¿qué es?
¿Qué significa que Occidente está obligado a razonar que el Islam no puede entender su naturaleza violenta?
¿Estamos obligados a darnos cuenta de que todos los musulmanes no pueden entender que son irracionales y que se oponen al «plan de Dios»?
¿Quién es el papa para hablar en esos términos?
¿Cree el papa ser el vicario de Cristo, o acaso Dios mismo para hablar así?
Para colmo de males, la frase fue dicha durante la permanencia ilegal de los Estados Unidos y el Reino Unido en Irak, las amenazas permanentes de los Estados Unidos a Irán, la invasión y destrucción de El Líbano por parte de Israel y las crecientes tensiones occidentales contra Siria.
Nada dijo Ratzinger acerca de las permanentes agresiones e intromisiones de los Estados Unidos en terceras naciones, generalmente islámicas y donde se concentran los recursos petrolíferos y gasíferos, ni contra la globalización, empobrecedora creciente de las masas populares de países pobres y ricos, ni sobre la acumulación de capital en manos de la elite globalista que aumenta su poder día a día.
Las posteriores «disculpas» del Vaticano no pueden borrar el mensaje, mucho menos porque fue leído y no improvisado.1
Juan Pablo II – el Papa de Ronald Reagan y Bush padre
Hemos visto en el capítulo 3 cómo la CIA, con William Casey a la cabeza, elaboró a principios de los años ochenta un plan detallado para provocar la caída del Muro de Berlín y la disolución del imperio soviético.
Ese plan incluía la provocación de un gran clima de agitación social en Polonia, iba a ser llevado a cabo por el sindicato Solidaridad dirigido por Lech Valesa y debía ser financiado por la CIA.
El problema era que la CIA no contaba con medios humanos para sostener los grandes movimientos sociales que se desarrollarían en Polonia.
La agencia no podía girar fondos a un banco polaco para que un agitador los retirara porque en Polonia, en aquella época tras la «Cortina de Hierro», había control de cambios y los fondos podían ser fácilmente identificados por las autoridades monetarias.
El apoyo de la CIA debía ser secreto. Para ello debía encontrar un socio que sigilosamente ayudara a ingresar los fondos y los distribuyera, y la Iglesia Católica era el candidato ideal.
El papa polaco Karol Wojtyla habría dudado en un principio acerca de si debía prestarse o no a esa maniobra, pero tras el atentado que sufrió en 1981,2 atribuido erróneamente a la KGB – cuando en realidad habría sido planeado por la propia CIA con intención de herirlo solamente – habría decidido colaborar con la CIA, cosa que no debe extrañar porque Juan Pablo II coincidía con la posición de Reagan y Bush padre en el sentido de que el comunismo era el peor de los males que asolaban a la Tierra.
De esta manera, los fondos se habrían distribuido a través de miembros afines a la Iglesia Católica polaca, factor que fue predeterminante para el posterior desmembramiento de Europa Oriental de la URSS.
1 – «Pope Assails Secularism, Adding Note on Jihad», New York Times, 12 de septiembre de 2006.
2 – Véase Hitler ganó la guerra, cap. VI.
Pero la colaboración de Juan Pablo II con la elite globalista no se limitó de manera alguna a la asociación con la CIA para desestabilizar al régimen soviético.
A lo largo de su pontificado, el papa dio cada vez más preeminencia al Opus Dei, constituyéndolo en prelatura personal y elevando a la categoría de santo a su fundador Josemaría Escrivá de Balaguer.
El Opus Dei se ha constituido en una entidad de gran poderío económico y financiero en,
América latina
España
Estados Unidos,
…donde varios de sus miembros ocupan puestos muy prominentes en Wall Street.
Asimismo, nombró a muchos de sus sacerdotes como cardenales, y su actuación fue determinante a la hora de elegir a Joseph Ratzinger como nuevo papa. Vale la pena mencionar especialmente al españolJulián Herranz y a dos cardenales colombianos: Darío Castrillón Hoyos y Alfonso López Trujillo.
Los tres organizaron conciliábulos previos al cónclave para que Joseph Ratzinger fuera papa.
El tradicionalismo católico de Ratzinger y Wojtyla se corresponde muy bien con el gran tradicionalismo y conservadurismo de las doctrinas del Opus Dei, enfrentado con las tendencias tercermundistas de muchas organizaciones católicas latinoamericanas.
La preeminencia del Opus Dei dentro de la Iglesia habría permitido, entre otras cosas, la aplicación de las políticas liberales y la privatización de recursos naturales y de empresas públicas en América latina, donde la población es aún mayoritariamente católica.
El Opus Dei correspondió de forma muy generosa al Vaticano por «inclinar la balanza» de la correlación de fuerzas en la Iglesia latinoamericana a favor de sus tendencias tradicionalistas – y en contra de los grupos tercermundistas que podrían haber sido un duro obstáculo al liberalismo y a las privatizaciones latinoamericanas – ayudando a engrosar el presupuesto del Vaticano, que hasta antes de Juan Pablo II mostraba muy fuertes «rojos» que ponían en peligro su estabilidad financiera.
Lo hizo mediante donaciones sistemáticas a la Santa Sede por montos de hasta el 30% de los gastos de la misma, según una especie de «acuerdo tácito» de repartija de favores, como ya veremos.
En realidad, Karol Wojtyla era un agente del Opus Dei desde mucho tiempo atrás.
Mucho antes ya de la muerte de Paulo VI pertenecía a una sociedad del Opus Dei llamada Priestly Society of the Holly Cross (Sociedad Fraternal de la Santa Cruz).
Cada vez que Wojtyla viajaba a Roma por asuntos religiosos como arzobispo de Cracovia, desde años antes de su llegada al papado, pernoctaba en una de las sedes del Opus Dei en esa ciudad, donde tenía la oportunidad de conversar e intercambiar pareceres con algunos de los más importantes miembros de esa organización, quienes así comenzaron a estrechar lazos con él, a quien podían ver cada vez más como un potencial papable.
Durante el papado de Paulo VI, la organización había obtenido algunas ventajas dentro de la jerarquía católica, pero era aún un sector muy minoritario, y el propio Paulo VI parecía desconfiar de ella, y le negaba, cada vez que podía, el estatus de prelatura personal.
El propio Escrivá de Balaguer, su fundador, había ofrecido a Paulo VI apoyo monetario para la alicaída situación financiera del Vaticano, pero no había obtenido resultado alguno.
Por lo tanto, los miembros del Opus Dei consideraban que debía ser sucedido por algún cardenal muy afín a su visión conservadora y tradicionalista en lo religioso, pero librecambista y privatista en lo político y económico.
Durante su papado, Juan Pablo II no se quejó – más allá de lo meramente declamatorio – de los excesos visibles de pobreza, marginalidad y desempleo que la globalización provocaba crecientemente.
Tampoco – más allá de cortas declaraciones formales – trató de impedir las guerras en que los Estados Unidos incursionaron durante su pontificado, y ni siquiera se refirió a la serie de guerras desatadas en Yugoslavia durante toda la era Clinton. Quizás, en buena medida, por ello tanto George Bush padre como Bill Clinton asistieron a su velorio.
Se limitó a viajar incesantemente a países pobres, buscando el aplauso fácil de las masas católicas, llevando mensajes de fe vacíos de contenido efectivo.
Esos viajes, generalmente de contenido propagandístico, ayudaban a reforzar la fe católica en las masas empobrecidas, pero Juan Pablo II, en vez de condenar las políticas Liberales con toda crudeza e insistentemente – lo que habría radicalizado los sentimientos antiglobalizadores de vastas poblaciones – se limitó a intentar renovar la fe de la feligresía con su mera aparición en recónditos lugares del planeta.
Su política era estar, sonreír, mostrarse y bendecir, sin hacer ni decir de más. Recordemos que su verdadera vocación de juventud estaba relacionada con ser actor, según él mismo expresó en varias oportunidades.
Hay algo más acerca de Juan Pablo II que sigue siendo una gran incógnita: su origen, su infancia y su juventud permanecen en una verdadera nebulosa.
Veamos qué dice acerca de su ingreso al sacerdocio la obra Quiénes gobiernan al mundo actual:3
Terminados sus estudios [secundarios] se trasladó con su padre, en 1938, a Cracovia. Allí comenzó sus inquietudes intelectuales que lo llevaron a escribir poesía, practicar deportes y salir periódicamente a esquiar o de campamento, mientras trabajaba en una fábrica de productos químicos.
Durante la ocupación alemana mientras desempeñaba sus tareas habituales organizó un grupo amateur de teatro.
En 1941 murió su padre en la guerra y poco tiempo más tarde resolvió dedicarse a la carrera religiosa ingresando a un seminario clandestino en el arzobispado de Cracovia, mientras continuaba trabajando.
En 1942 desapareció de su lugar de trabajo y reapareció recién a finales de la guerra, habiendo completado sus estudios sacerdotales. Fue ordenado el 1° de noviembre de 1946 y enviado a Roma, donde obtuvo el Doctorado en Filosofía.
3 – Quiénes gobiernan al mundo actual, Florencio Hubenak, Eudeba, 1981.
¿Poesía mientras Hitler amenazaba a sus compatriotas polacos y a millones de judíos con perseguirlos en toda Europa? ¿Poesía? ¿Práctica de deportes, esquí y campamentos en Polonia en 1938 a sólo un año de la Segunda Guerra Mundial?
¿Asalariado deportista de una empresa química devenido líder de aspirantes a actores? ¿Organización de un grupo «vocacional de teatro» en plena ocupación nazi de Polonia? ¿Suena esto piadoso y religioso? ¿Seminario clandestino en lo que aún en guerra era un arzobispado? ¿Clandestinidad y desaparición justo en Cracovia, la ciudad polaca menos atacada por los nazis, con sus antiguas iglesias intactas?
¿Desaparición durante tres años, justo de la ciudad más segura en Polonia para un católico, con total desconocimiento de su paradero? ¿Carrera sacerdotal en la clandestinidad? ¿Es posible, es creíble?
Para colmo: ¿Mientras Pío XII era «amigo» de Hitler, del cual recibía financiamiento? ¿Reaparición súbita al final de la guerra tras tres años de silencio sin ninguna información sobre su paradero? ¿Ordenación sacerdotal inmediata tras su reaparición? ¿Posterior envío en el acto a Roma, con nada menos que Pío XII aún en el papado? Demasiados puntos oscuros, increíbles puntos oscuros, o quizá no tanto. ¿Se tratará de una biografía oficial y «armada»?
¿Quién fue en realidad Juan Pablo II, o Karol Wojtyla, a quien Ratzinger, su mano derecha y el Papa de Bush pretende santificar en tiempo récord? ¿Por qué santificarlo en tiempo récord, violando los propios reglamentos vaticanos?
Dudas, enigmas, misterios y clarísimas sospechas de que tras la historia de Juan Pablo II hay importantes y quizá muy oscuras cosas que desconocemos.
Por citar algunas más, cabe mencionar sus dos viajes a los Estados Unidos mucho antes de ser papa, el primero de ellos a Boston en 1969.4 Durante el mismo, como miembro de un autodenominado comité norteamericano-polaco de buena voluntad, almorzó – langosta incluida – con políticos y clérigos estadounidenses.5
Entonces, su anfitrión bostoniano, el cardenal Buczko, predijo durante esa estadía que llegaría a papa. Y luego uno en 1976, en el que asistió a la Catholic University of America (CUA) situada en la capital arquitectónica de la masonería: Washington DC.
En dicho viaje, Wojtyla trabó estrecho contacto con el decano Dougherty, quien en 1978 también predijo, curiosamente, que llegaría a papa, y asistió al Cosmos Club 6 donde trabó estrecho contacto con sus miembros.
Es necesario mencionar que el Cosmos Club es «lo más cercano a una sede social para la elite intelectual de Washington», según escribe Wallace Stegner, y sus socios persiguen «el avance de sus miembros en la ciencia, la literatura y el arte» y nada menos que «la ayuda mutua para mejorar mediante el intercambio social».7
4 – Véase «A look back» en http://news.tbo.com/news/MGBQOVKW17E.html.
5 – Véase «New England Reflections» en http://www.boston.com/news/world/articles/2005/04/08/new_england_reflections.
6 – «Papal Anniversary: CUA Celebrates Special Bond With John Paul II», en http://publicaffairs.cua.edu/news/04pope1.htm.
7 – Véase «The Cosmos Club» en http://dcpages.com/Entertainment/Private_Clubs/index.html.
Como vemos, los papados de Benedicto XVI y Juan Pablo II han sido funcionales al poder financiero de Wall Street, las megacorporaciones y las sociedades secretas tan odiadas por el Vaticano en otras épocas, e incluso han servido a los sectores más recalcitrantes del Partido Republicano estadounidense.
Para entender cómo es posible que esto ocurra es necesario sumergirse en el papado de Paulo VI y en la rara y prematura muerte de su sucesor, Albino Luciani (Juan Pablo I).
«Por alguna grieta, el humo de Satanás…»
Como hemos visto en el epígrafe de este capítulo, en 1972 el papa Paulo VI había pronunciado una extraña frase, con mucha amargura, en medio de una homilía.
La referencia a Satanás tiene un significado inequívoco para los estudiosos de las sociedades secretas y la masonería. La acusación más sonora que se les hace es la de practicar el satanismo o luciferianismo.
Ésta tiene poco de raro si se tiene en cuenta, por dar sólo un ejemplo, que el masón más poderoso del siglo XIX, el general sureño y cofundador del Ku Klux Klan Albert Pike, hacía referencias inequívocas en sus escritos a la preeminencia de Lucifer – el príncipe de la luz – en el universo. De tal manera, la frase de Paulo VI cobra su sentido si se entiende que estaba diciendo que las sociedades secretas se habían infiltrado en el Vaticano, y varios de sus miembros ocupaban altos puestos dentro de él.
Sin embargo, debe hacerse notar que Paulo VI fue papa hasta 1978, y no volvió a expresarse con tal claridad al respecto desde 1972, ni a ampliar sus declaraciones contrarias a las sociedades secretas y a su infiltración vaticana.
Esto puede resultar muy llamativo, dado que Paulo VI estaba declarando que el enemigo mortal y ancestral de la Iglesia ya estaba dentro de ella.
Lo cierto es que a su muerte, el poder político y financiero de los Estados Unidos y Londres deseaba que accediera al papado un cardenal conservador que bloqueara los avances de la Teología de la Liberación, que se consideraba «filomarxista», en América latina, región muy densamente poblada por católicos.
Se trataba justamente del momento en que era funcional a esos centros de poder la existencia de dictaduras militares en todo el continente, las cuales por obvios motivos mantenían excelentes relaciones con los sectores más conservadores de la Iglesia, y aplicaban teorías económicas neoliberales.
A su vez, los cardenales sindicados como masones infiltrados – en una lista de miembros de la logia P-2 publicada en Il Giornale de Turín por el periodista Mino Pecorelli, un renegado de la misma que luego fue asesinado, eran nombrados Jean Villot y Paul Marcinkus, y otras fuentes señalan a Poletti, Baggio y Casarolli – deseaban evitar a toda costa cualquier atisbo de renovación en el Vaticano.
No solamente compartían los intereses ideológicos de sus nuevos socios, los núcleos protestantes de poder en Nueva York, Washington DC y Londres, sino que necesitaban evitar que se destapara un gran escándalo financiero con la banca relacionada con la Santa Sede y en parte, propiedad del Vaticano. Lo peor es que esa relación financiera involucraba a la Iglesia en lavado de dinero de la droga y tráfico de armas, fondos de la mafia, y más aún.
Varios de esos cardenales que habrían sido masones dirigían las finanzas vaticanas.
El Opus Dei también reclamaba un candidato conservador, y estaba alineado, por una confluencia de factores, con la CIA y la masonería.
A la muerte de Paulo VI, el candidato de estos sectores era el «ultraconservador» Siri, y su oponente, Giovanni Benelli, era un progresista nato. Pero había un empate técnico y ninguno podía llegar al papado.
Era necesario encontrar un tercer candidato y fue gracias a la incesante actividad de Benelli que surgió como papa Albino Luciani, llamado Juan Pablo I, quien era un progresista que quería depurar a la Iglesia de los miembros corrompidos que habían afectado, y peor aún, ensuciado al catolicismo con rarísimos movimientos financieros.
También quería extender la actividad de los «teólogos de la liberación» en América latina, dado que consideraba que la Iglesia debía aproximarse a la gente.
El obispo John Magree – a quien se señaló en su momento como quien descubrió el cadáver de Luciani – declaró mucho tiempo más tarde (los medios de comunicación no lo reflejaron) que Juan Pablo I le confesó varías veces que su papado sería muy corto y su sucesor sería «El Extranjero» (Wojtyla estaba sentado casualmente justo frente a Luciani en el cónclave que eligió a este último como papa).
Luciani sabía de la connivencia de los sectores más reaccionarios y conservadores de la Iglesia con los oscuros centros de poder de la CIA, la masonería y el Opus Dei y las altas finanzas. Es claro que entreveía su próxima muerte, y muy probablemente su reemplazo por Wojtyla, dado que no estaba dispuesto a ceder en sus convicciones y sabía muy bien el tamaño formidable de los intereses a los que se estaba oponiendo.
Más precisamente lo sabía desde mucho antes de que tuviera una muy agria discusión con Marcinkus, cuando lejos aún de ser papa era Patriarca de Venecia, dado que aquél había vendido la Banca Cattolica del Veneto, la cual hasta entonces daba pequeños préstamos a las clases medias y bajas venecianas y de zonas aledañas.
Marcinkus vendió ese banco católico al siniestro Banco Ambrosiano, y de nada sirvieron las arduas intervenciones del cardenal Luciani por evitarlo, pues actuaba como un banquero, y no como un cardenal y Luciani lo sabía muy bien desde hacía muchos años.
No lo iba a dejar pasar si alguna vez llegaba a papa. El cardenal Benelli, enrolado en la línea de Luciani, también lo sabía muy bien. Pero Luciani no tenía la fuerza de Benelli, y el «bloqueo» a su nominación como papa por los partidarios del cardenal Siri había arruinado las oportunidades de que el cardenal italiano más progresista – verdaderamente fuerte y sagaz – llegara a la silla de San Pedro.
Quizás otra hubiera sido la historia.
Al menos Benelli, moviéndose con sagacidad, pudo lograr el nombramiento de Luciani, dado que en ese mismo cónclave ya se manejaba la posibilidad muy seria de que Wojtyla, un incondicional del grupo CIA-Opus Dei-masonería, fuera firme candidato al puesto ante el «bloqueo» del propio Benelli y su archienemigo Siri. Por eso Luciani se había referido a la brevedad de su papado y al «Extranjero».
Pero la situación puede comprenderse aun mucho más allá de los elementos ideológicos y geopolíticos involucrados en la conformación de esa «extraña» y non sancta alianza tripartita, si se entiende en detalle lo que estaba ocurriendo en forma específica con las finanzas vaticanas. Ocurre que los ingresos del Vaticano venían cayendo en relación con su incremento en los gastos.
Como el Vaticano no genera ningún «producto de exportación», la financiación de los déficit se tornaba difícil.
Después de todo, ¿para qué prestarle fondos a una institución como la Iglesia, que no puede generar recursos genuinos que garanticen el pago de las deudas? A fin de facilitar el financiamiento de esos déficit, Paulo VI había nombrado al arzobispo de Chicago, Paul Marcinkus, como jefe del Banco Vaticano (IOR).
Marcinkus tenía fuertes vinculaciones con la banca internacional, y se suponía que podía hacerse cargo con mayor eficiencia de las finanzas vaticanas. Era el precio que había que pagar para obtener financiamiento, dada la membresía de muchos de los más prominentes banqueros occidentales respecto de las sociedades secretas.
De otra manera no estarían en sus puestos en muchos bancos, pues las sociedades secretas y otras discretas (como el CFR) son las asociaciones mediante las cuales la elite financiero-petrolera toma contacto con personas con características promisorias y elige a los directivos de sus empresas.
Obviamente, si «el humo de Satanás» había ingresado al Vaticano, en buena medida era porque el propio Paulo VI lo había dejado ingresar.
Pero volviendo específicamente al tema, desde mediados de los años setenta el Vaticano se habría prestado a un acuerdo con el socio italiano de la banca estadounidense: la Mafia siciliana, que no es más que otra sociedad secreta, pero dedicada exclusivamente a negocios ilegales e inmorales 8 sin entrar en consideraciones geopolíticas, geoestratégicas, ni de cualquier tipo que no tengan que ver con el dinero contante y sonante.
Cabe agregar además aquí que la Mafia ya venía colaborando estrechamente con la CIA desde finales de la Segunda Guerra Mundial (cuando la CIA se llamaba OSS) dado que Mussolini la perseguía tanto como a los aliados.
8 – Véase Hitler ganó la guerra, Cap. VII.
El acuerdo, entonces, habría sido el siguiente:
el Vaticano prestaba su banco (IOR) para que la Mafia pudiera girar fondos al exterior (sobre todo a Suiza), al ser el único banco italiano exento de las duras restricciones a la fuga de capitales que había en aquella época en Italia, y a cambio podría quedarse con una muy generosa comisión sobre los fondos girados.
Al poco tiempo, el acuerdo se complementaría con otro mucho más estrecho, dado que por medio del mismo el Banco del Vaticano se asociaba a capitales provenientes de bancos occidentales, especialmente de la Mafia y de la logia masónica Propaganda Due (P-2), manejada por Licio Gelli – que como hemos visto era un socio de la CIA – a fin de manejar por partes iguales el Banco Ambrosiano.
El acuerdo podría representar muy buenas fuentes de ingresos para la Iglesia, pero los directivos del Banco Ambrosiano vaciaron al mismo en los años setenta, de modo que cuando el Banco de Italia auditó sus cuentas descubrió un faltante de cientos de millones de dólares, factor que precipitó la intervención oficial del Banco Ambrosiano y su posterior liquidación.
Pero la investigación oficial no terminó allí, sino que llegó hasta el propio Banco Vaticano (IOR), de tal manera que la conexión entre el Vaticano y la Mafia para lavar dinero de la «Cosa Nostra» quedó al descubierto, como también el hecho de que parte de los fondos del Vaticano provenía del crimen organizado.
Albino Luciano (Juan Pablo I) no sólo estaba muy al tanto de todo desde mucho antes, como hemos visto, a raíz de aquella rara venta de la Banca Cattolica del Veneto al masónico Banco Ambrosiano, y sus protestas cayeron en saco roto, dado que Paulo VI era involuntario prisionero de los crónicos problemas financieros de la Santa Sede y del eje Villot-Marcinkus-Siri-Baggio-Poletti-Casarolli.
Luciani también sabía que el Vaticano estaba operando como una suerte de «paraíso fiscal» por medio del cual la Mafia y la logia P-2 podían sacar de Italia cientos de millones de dólares sin control alguno, dado que su banco era extraterritorial, y sin pagar impuestos ni ser afectado por las regulaciones del mercado cambiario que en aquel momento la Banca de Italia establecía sobre todos los movimientos de capitales desde y hacia el país.
Lo cierto es que el Vaticano había dejado en manos de sus nuevos socios, los miembros de la P-2, el manejo del Banco Ambrosiano.
Al quebrar éste, se encontró de la noche a la mañana, merced al fraude hecho por sus directivos Michele Sindona y Roberto Calvi, con un pasivo imprevisto de 500 millones de dólares de la época, por el cual debía responder. La situación financiera era sumamente difícil para la Iglesia, que poseía las riquezas que Bernardino Nogara había dejado a través de su «pragmática» serie de inversiones en grandes empresas de Wall Street, pero no tenía ni un céntimo más, a no ser que se decidiera a hipotecar la Ciudad del Vaticano con la Capilla Sixtina incluida.
Ese asunto parece haber dañado severamente la salud de Paulo VI y precipitado su muerte.
El «agujero negro financiero» fue finalmente cerrado merced a préstamos que obtuvo el cardenal Casarolli gracias a sus excelentes contactos con importantes bancos y sociedades secretas (no olvidemos que se lo sindicaba como uno de sus socios), pero los préstamos son eso: deudas que un día hay que pagar. El Vaticano había postergado – y no solucionado – un grave problema.
Cuando murió Paulo VI, el Vaticano ya habría estado virtualmente en manos de los prestamistas y sus asociadas: las sociedades secretas.
Cuando se eligió como papa a Albino Luciani, quien tomaría el nombre de Juan Pablo I, se pensaba en la posibilidad de convencerlo para que continuara manteniendo en secreto la precaria situación financiera y la enorme serie de «trapos sucios».
Pero Luciani, lejos de mostrarse como el clérigo sumiso y dominable que muchos pensaban que era, parece haber decidido depurar a la Iglesia de sus miembros masónicos, expulsar a Marcinkus y ventilar ampliamente a la prensa la situación. Iba a comenzar, más precisamente el día posterior a su muerte.
El té que le sirvieron a Luciani la noche anterior a lo que habría sido su envenenamiento, determinó que no lo pudiera hacer, y también un brusco cambio en la historia tanto del Vaticano como de sus relaciones con el mundo, la Mafia, la CIA, el Opus Dei, la masonería, y hasta con la propia Unión Soviética y el nacimiento de la globalización, si se lo mira bien, dado el advenimiento de Wojtyla.
Tras la muerte de Luciani era necesario elegir un sucesor que se prestara a seguir tapando la complicada situación y, a la vez, se hacía imprescindible conseguir financiamiento para salir de la ruinosa situación financiera.
Allí entró a jugar el Opus Dei y su candidato, el polaco Karol Wojtyla, como el propio Luciani previó.
El Opus Dei podría brindar el financiamiento que la Iglesia Católica necesitaba merced a sus estrechos lazos con Wall Street, pero el problema sería qué hacer con la «vieja guardia» masónica, que ocupaba prominentes puestos en el Vaticano.
En aquellos tiempos el Opus Dei, tradicionalista a pie juntillas, seguía la doctrina oficial de la Iglesia y no soportaba escuchar hablar de la masonería y las sociedades secretas que eran sus enemigas. No hay que olvidar que el Opus Dei nació en la España de Franco, con el apoyo tácito del Generalísimo, que estaba empeñado en una verdadera cruzada antimasónica.
Pero todo alejamiento puede arreglarse cuando la necesidad aprieta, y mucho más precisamente cuando la misma viene del bolsillo, porque, a diferencia de lo que el refrán dice acerca de Dios, el bolsillo no sólo aprieta, sino que también ahorca.
Fue en ese momento, entre la muerte de Luciani y el advenimiento del cardenal polaco con vocación de actor como posible sucesor, cuando se produjo un «pacto perverso» entre el Opus Dei y la masonería:
el Opus Dei proveería de financiamiento constante al Vaticano y respetaría los puestos de los cardenales y otros religiosos masones.
Además, el asesinato de Luciani no sería investigado, se lo taparía como una muerte natural.
A cambio, el Opus Dei obtendría el papado con un cardenal muy afín, coparía una serie de altos puestos y dictaría la línea oficial de la Iglesia alejándola de cualquier actitud progresista.
Y todos contentos:
el Opus Dei, la masonería infiltrada al más alto nivel, y por supuesto la CIA, con la «vía libre» para lanzar sus proyectos en América latina, incluir a los nuncios papales entre los «influyentes» que respaldaban a los dictadores e incluso comenzar a influir en la Unión Soviética para derribarla del todo.
Cuando posteriormente, en 1982, el libro de David Yallop titulado ¿Por Voluntad de Dios? destapó el hecho del envenenamiento de Juan Pablo I, acerca de lo cual circulaban ampliamente rumores por lo bajo en toda Italia, Juan Pablo II, quien habría decidido tomar ese nombre precisamente para mostrar continuidad con su anterior y ayudar a tapar el tema de su muerte, no mandó hacer ninguna investigación seria al respecto.
A Juan Pablo I no se le practicó autopsia.
Al contrario: con fines puramente periodísticos contrató al autor John Cornwell – quien había escrito acerca de la presunta sociedad del papa Pío XII con Hitler bajo el sugestivo título de El Papa de Hitler y por lo tanto había ensuciado a la Iglesia en la época en que masones y curas eran rivales a muerte – para que escribiera una obra acerca de la muerte natural de Juan Pablo I.
Cornwell, que con su antiguo libro había sido funcional a los fines de las sociedades secretas en el sentido de desprestigiar a la Iglesia Católica, volvía a escribir ahora sobre temas vaticanos, pero de una manera más «benévola» que la de Yallop, dado que su nueva obra A thief in the Night: the mysterious death of pope John Paul I (Un ladrón en la noche: la misteriosa muerte del papa Juan Pablo I), daba una versión un tanto rosa de la muerte de Juan Pablo I, contradiciendo la obra de Yallop y explayándose sobre supuestos problemas coronarios, que no sólo nadie había «visto» en la curia romana, y «olvidando» que la familia de Luciani declaró que jamás los había tenido.
Además, tres semanas antes de su muerte los médicos habían dictaminado que estaba en excelente estado de salud. Finalmente, hay algo como para pensar: tras muchos años, el «vaticanólogo» Cornwell escribió una tercera obra, nada menos que una edulcorada biografía de Juan Pablo II.
Caballeros de Malta
La estrecha colaboración evidenciada entre la CIA y el Vaticano durante la era de Juan Pablo II y Ronald Reagan, que derivó en la caída de la Unión Soviética, no es sin embargo algo novedoso.
La Segunda Guerra Mundial encontró a la Iglesia inicialmente con tendencias filonazis a través de la actividad del papa Pío XII, quien estaba sumamente preocupado por la represión religiosa que se vivía en la URSS, donde estaba proscripta cualquier fe religiosa.
Entre los dos bandos, el Vaticano optó en su momento por una mayor «comprensión» del régimen de Hitler, pero con el correr de la guerra Hitler se reveló como un carnicero no sólo de judíos, sino también de cristianos, lo que provocó cierto enfriamiento en las relaciones y un posterior acercamiento con los Estados Unidos.
Una vez concluida la guerra, el acercamiento se consolidó merced al nombramiento como caballero de la Orden de Malta – una especie de logia católica ultra-aristocrática – del fundador de la CIA, «Wild Bill«Donovan, y de Allen Dulles, ex embajador norteamericano en Suiza, quien también habría tenido tendencias filonazis, y fue posteriormente jefe máximo de la Agencia y del CFR.
La Orden de los Caballeros de Malta inició así, en nombre del catolicismo y bajo la mirada permisiva de Pío XII y otros papas posteriores, una colaboración con la agencia secreta de inteligencia norteamericana.
Si bien para acceder a ser caballero de la Orden de Malta era necesario en un principio ser católico, aristócrata e italiano (o jefe de Estado de otra nación) el reglamento fue relajado a fin de poder nombrar una gran cantidad de personajes extranjeros y no católicos. Fue de esa manera que la fructífera relación que la Iglesia constituyó con la CIA derivó en el nombramiento como caballeros de esa orden de varios directores de la misma posteriores a Donovan y a Allen Dulles.
Bill Casey, William McClone y George Bush padre fueron nombrados como miembros prominentes de la orden, que supuestamente colabora con la vigilancia de la consolidación del catolicismo en vastas regiones del mundo, aunque claro, en realidad sus objetivos viraron fuertemente hacia cuestiones económicas y geopolíticas.
Juan Pablo II también nombró a Ronald Reagan, y mucho antes, en la segunda posguerra, se hizo lo mismo con el general Reinhard Gehlen, máximo espía de Hitler, tras su pacto secreto con la CIA.
La Orden de Malta habría colaborado con los servicios secretos norteamericanos a fin de que muchos nazis prominentes pudieran abandonar Europa durante el preciso momento en el que se desarrollaba el proceso de Nüremberg, vastamente difundido en la prensa, por el cual se intentaba hacer creer a las poblaciones de muchos países que el mundo encontraba un sentido de justicia.
Los lazos entre la Orden de Malta y la CIA se estrecharon entonces al mismo ritmo al que se estrechaban los lazos de la orden con la masonería. Sin ir más lejos, varios miembros de la otrora ultrapoderosa logia Propaganda Due, como Umberto Ortolani, fueron iniciados como caballeros, factor que posteriormente habría contribuido a que la elite copara el manejo de las finanzas vaticanas, primero con la propia masonería y más tarde con el Opus Dei.
La Orden de Malta estaba – y está – firmemente afincada en dos regiones en particular hacia las cuales apunta la elite globalista, infiltrada dentro del catolicismo con el vía libre de varios papas: América latina y África, continentes con amplia cantidad de recursos naturales.
Muchos gobiernos latinoamericanos y africanos han sido influidos por esa organización supuestamente católica que tiene un veedor propio en las Naciones Unidas. Incluso hay cierta información de que el golpe de Estado del general Augusto Pinochet en 1973 fue dado con la aprobación de esa poderosa orden religiosa nominalmente cristiana y católica.
Pero la influencia de la Orden de Malta en los gobiernos latinoamericanos no se reduce en modo alguno a ello, sino que muchos de sus miembros han sido importantes presidentes y ministros del continente. Si lo mantienen en silencio es porque ésta tiene los mismos componentes de secretismo que la masonería y otras sociedades secretas.
La colaboración entre la CIA y la Orden de Malta cumplía un cometido desde el comienzo de la Guerra Fría: unir esfuerzos contra el ateísmo comunista.
Fue por esta causa y por sus contribuciones monetarias que el catolicismo estadounidense, si bien muy minoritario, comenzó a tener una gran injerencia en las decisiones del Vaticano, no sólo en lo que respecta a sus doctrinas, sino también en lo que hace a la progresiva «extinción» de las expresiones católicas de izquierda antes abundantes en Latinoamérica, y hasta en cuestiones de política interna de países tradicionalmente católicos.
Un factor adicional que hay que comprender en referencia a dicha orden es que sus miembros no pueden obedecer ningún interés por encima al de la organización. Si hay algún conflicto de intereses, debe privar el interés de la Orden de Malta.
Por lo tanto se trata de una organización supranacional semi-secreta con gente muy poderosa y aristocrática en sus filas, que por obvias razones no va a defender el interés de los diversos países al ocupar cargos en gobiernos, parlamentos, juzgados y ejércitos, sino el interés mancomunado de la asociación CIA-Vaticano, o mejor dicho, el de la elite globalista que encontró en ella un poderoso instrumento para imponer la globalización en los países donde la población es mayoritariamente católica y en los que, hasta la Segunda Guerra Mundial, tenía un muy inferior grado de penetración.
Pío XII habría sido un miembro de la Iglesia apto para realizar todas las alianzas políticas que acabaron, años más tarde, por enlodarla seriamente con escándalos financieros y ocasionarle una pérdida de credibilidad entre una feligresía cada vez más sólo nominalmente católica.
Es necesario recordar que su propio nombramiento se asemeja al de Juan Pablo II. Antes de la Segunda Guerra Mundial la silla de San Pedro estaba ocupada por Pío XI, quien era un ferviente antibelicista.
Ese papa – al igual que Juan Pablo I – habría sido asesinado por el padre de Claretta Petacci – la amante de Benito Mussolini – por instrucción del Duce, a fin de que el Vaticano no se constituyera en un duro obstáculo a sortear para la entrada del régimen fascista en la Segunda Guerra Mundial.
Con el nombramiento de Pío XII (Eugenio Pacelli), dúctil diplomático (ése era su cargo durante el papado de Pío XI), el camino estaba abierto para que la Iglesia mostrara en un primer momento una actitud mucho más tolerante con el fascismo y el nazismo, y se asociara posteriormente con la CIA.
Nada nuevo bajo el Sol
Mientras autores de best-sellers como Dan Brown en El código Da Vinci ayudan a generar el imaginario colectivo de que actualmente se libra una lucha a muerte entre el Vaticano, o mejor dicho el Opus Dei, y las sociedades secretas como la masonería, la realidad parece ser bien diferente.
Entre los sectores partidarios del más acérrimo tradicionalismo católico y las sociedades secretas de naturaleza «pagana» parece haber un complaciente grado de colaboración. Si observamos hacia el pasado, encontraremos que si bien muchos papas se han expresado en forma pública contra las sociedades secretas, instrumentos de poder de la elite globalista, no resulta infrecuente encontrar en el papado miembros de prominentes familias de banqueros o de la más rancia nobleza italiana.
Según el autor católico Claudio Rendina en su obra The Popes: histories and secrets (Los papas: historias y secretos), los condes de Tuscolo tuvieron cinco papas, los condes de Segni:
cuatro, las aristocráticas y ricas familias Savelli, Orsini y Médici: tres cada una, y las opulentas familias Anici, Caetani, Borgia, Colonna, Castiglioni, Della Rovere, Fieschi y Piccolomini, dos cada una.
Es necesario hacer notar que esa lista está compuesta sólo de miembros de los respectivos clanes aristócratas.
No incluye todos aquellos papas que muchas de las mismas familias lograron nombrar con el correr de los siglos a raíz de su influencia, dado que el sombrero de cardenal – puesto necesario para ser papable – se compró y vendió como una cara mercancía durante siglos.
Por obvias razones, sólo selectas familias adineradas y aristocráticas podían acceder al cardenalato.
Por lo tanto, cabe concluir que el presente y el pasado reciente de la Iglesia no distan demasiado de siglos anteriores, cuando tras cónclaves presuntamente ascépticos los círculos de poder económicos lograban nombrar papas afines que convalidaran las guerras, invasiones y otros actos de barbarie que los grupos más elitistas debían llevar a cabo para hacerse de los recursos naturales o con las zonas geo-estratégicamente vitales para sus cometidos.
Tampoco se puede negar la penetración de las sociedades secretas en el propio corazón de la Iglesia Católica en siglos pasados.
Dan Brown señala, por ejemplo, en su novela Ángeles y Demonios – en la que no sólo distorsiona gravemente información de los Illuminati de Baviera, sino que intenta negar hacia su final la existencia actual de esa sociedad secreta – que en la capilla Chigi (una poderosa familia de banqueros del siglo XVII) ubicada dentro de la iglesia de Santa María del Popolo, en pleno corazón de Roma, hay dos grandes pirámides de clara ascendencia masónica sobre la tumba familiar.
Lo que Brown «olvida» señalar es que esa pirámide fue encargada y elaborada por el propio papa Alejandro VII (nacido Fabio Chigi), quien evidentemente tenía cierta filiación con la masonería, al igual que sus antecesores banqueros.
Como vemos, las actuales asociaciones non sanctas de la Iglesia con las sociedades secretas no son algo nuevo, sino que abundan en su historia.
Sin embargo, hay que señalar que el grado de asociación del Vaticano con los intereses de la elite desde la Segunda Guerra Mundial, y de manera cada vez más progresiva, constituye un peligro mucho más importante para el mundo que la actividad cercana a los bancos y a las sociedades secretas que muchos papas pudieron haber tenido en el pasado.
Esto se debe, sobre todo, a que ya no estamos tanto en un mundo dividido por naciones o ideas enfrentadas, sino bajo el imperio de la globalización.
Hemos visto cómo la elite globalista ha sabido manejar a uno de sus otrora enemigos más poderosos: el Vaticano. Ahora sí entonces, los preceptos de Leo Strauss, en el sentido de que el fervor religioso bien puede servir para cohesionar a las masas y servir a los intereses de la elite, han sido seguidos con éxito.
De institución poderosa por peso y opinión propios, la Iglesia se ha convertido cada vez más en un socio menor de la propia elite, a veces por su convicción anticomunista, pero en otras por problemas financieros. Y en realidad, si se examina el origen familiar de los papas de hace siglos, tampoco era muy diferente en el pasado.
De tal manera, una de las instituciones supranacionales que mayor riesgo podría representar para la elite globalizadora, ya no sólo no representa peligro alguno, sino que además se ha convertido en uno de sus mejores aliados para llevar a cabo la globalización.
No hay que olvidar que el ecumenismo que ha sido impulsado con fuerza desde el papado de Juan Pablo II ha sido establecido en forma bastante desigual: mientras se han estrechado fuertemente los lazos de la Iglesia Católica con el judaísmo y el anglicanismo (religión preeminente en la elite de negocios inglesa y estadounidense), el acercamiento a otras religiones como las distintas versiones del Islam o el budismo ha sido muchísimo menor.
O sea, ha coincidido con la propia política exterior de los Estados Unidos en las últimas décadas, que observa como enemigos al fanatismo islámico en el corto plazo, y probablemente a China en el largo plazo.
Un concubinato de larga data
Como hemos visto, sería erróneo interpretar que la relación non sancta entre la Iglesia y los grandes capitales norteamericanos se origina en la segunda posguerra. Entonces se estrechó un vínculo mucho más viejo.
Hay también otras causas financieras y económicas muy relevantes.
Hagamos un poco de historia: cuando Napoleón fue derrotado en Waterloo, mediante el Congreso de Viena se diseñó el nuevo mapa europeo. Entre las disposiciones de ese congreso se convino en devolverle al papado algunas de las tierras que Napoleón le había confiscado. Esos territorios, gobernados directamente por los papas, constituían los denominados «Estados pontificios» y abarcaban cuatro áreas geográficas italianas: el Lazio, la Umbría, las Marcas y la Emilia-Romagna.
Esos «Estados pontificios» eran la fuente de los ingresos papales, dado que la Iglesia recaudaba impuestos en ellos sobre la actividad económica. De esa forma, hasta 1870 el Vaticano sufragaba sus gastos con recursos internos de sus territorios. Entre 1850 y 1870 los «Estados pontificios» vieron recortados progresivamente esos dominios, que se iban anexando a los reinos que luego conformarían, en forma unificada, lo que hoy es Italia.
Fue entonces cuando los papas emitieron las más duras encíclicas contra la masonería y las sociedades secretas, dado que eran los Carbonari, la Giovane Italia y la masonería, las sociedades que más luchaban para unificar el país y despojar al papado de sus territorios.
Ocurre que a medida que el papa perdía tierras, también perdía fuentes de recaudación. Fue precisamente por esa causa que desde 1850 el Vaticano debió recurrir regularmente a préstamos externos que eran otorgados por las casas bancarias de la familia Rothschild, paradójicamente principal impulsora de la más anticatólica de todas las sociedades secretas: los Illuminati de Baviera.
En 1860, a fin de pagar los intereses de esas deudas y los gastos corrientes del papado, se estableció el actual sistema: un salvavidas denominado «óbolo de San Pedro», por medio del cual las diócesis extranjeras debían aportar una proporción de sus ingresos al Vaticano.
Como desde la Guerra Civil norteamericana los Estados Unidos no cesaría de crecer hasta transformarse en la primera potencia mundial, las diócesis de ese país se fueron transformando con el paso del tiempo en las primeras aportantes de los recursos económicos con los que cuenta la Santa Sede.
Es necesario tener en cuenta que a medida que las diócesis norteamericanas se fueron transformando en los primeros aportantes de fondos del Vaticano también se fueron estrechando los vínculos entre el Vaticano y las grandes empresas norteamericanas.
Ello dio pingües beneficios a ambos lados.
Por una parte el Vaticano vio aumentar sus ingresos económicos corrientes cada vez que un gran crecimiento de la economía norteamericana hacía florecer a sus diócesis y por el otro los grandes capitales norteamericanos fueron logrando que la Iglesia Católica, aún muy fuerte en Europa y América latina, «facilitara» la imposición de la agenda globalizadora.
Es por esa causa principalmente que el Vaticano no levantó la voz ante la dura represión militar de los años setenta contra movimientos latinoamericanos de índole socialista, ni ante la intensa campaña privatizadora que se vivió en las naciones latinoamericanas durante la década de los noventa.
Es por esa misma causa que hay una especie de veto tácito – proveniente de los poderosos cardenales norteamericanos – a la posibilidad de que sea electo un papa latinoamericano: la idea sería impedir cualquier atisbo de «progresismo religioso» que pueda complicar la agenda globalizadora de la elite.
Los lazos de la propia Iglesia Católica norteamericana con los objetivos de las principales corporaciones de los Estados Unidos y la CIA siempre han sido muy estrechos. En los años del papa Paulo VI se solía ironizar sobre esos fuertes vínculos y sobre la gran preponderancia de la Iglesia Católica norteamericana en las decisiones políticas del Vaticano, merced a la existencia de un «papa norteamericano en las sombras»: el cardenal Francis Spellman.
Pero si la dependencia de los fondos de sus diócesis extranjeras por parte del Vaticano – vital desde que en 1870 el papa perdió todos sus territorios – ha ayudado a tejer fuertes lazos entre Roma y Wall Street, éstos no son de ninguna manera los únicos.
En 1929 se firmó el Tratado de Letrán entre el Vaticano y el gobierno de Mussolini, el cual estaba destinado a zanjar definitivamente los pleitos de la Iglesia Católica e Italia ocasionados por el despojo de los Estados pontificios. El gobierno de Mussolini acordó, entre otras cosas, brindar al papa una compensación de 90 millones de dólares de la época por la confiscación de los Estados.
Además, Italia se encargaría de sufragar los sueldos y gastos de los sacerdotes italianos, lo que constituyó una manera de que éstos no levantaran la voz ante un acuerdo que podía resultarle escandaloso a muchos que estaban enterados de la «letra chica» del pacto.
Fue entonces cuando el Vaticano contrató los servicios de un financista llamado Bernardino Nogara con la intención de que invirtiera esos fondos a su leal saber y entender. Nogara logró del papa Pío XI «manos libres» para invertir esos fondos sin ninguna consideración religiosa, simplemente teniendo en cuenta su propia estimación personal de rentabilidad y riesgo hacia diferentes activos financieros.
Entre los años treinta y fines de los años cincuenta, Nogara fue un personaje sumamente poderoso en el Vaticano. Su total prescindencia de cuestiones religiosas o morales a la hora de realizar inversiones logró que los fondos se multiplicaran. A inicio de los años setenta, ya creada oficialmente la banca vaticana (IOR) esos fondos habrían llegado a superar los 500 millones de dólares.
Entre las empresas en las cuales Nogara invirtió los fondos se cuentan Shell, Esso, General Electric, General Motors, JP Morgan, Chase Manhattan Bank y – según se especula – hasta empresas de armamentos. Las operaciones se hicieron generalmente a través del banco «cabeza de puente» que había adquirido en parte minoritaria el Vaticano en los Estados Unidos, por instrucción de Nogara: el Bankers Trust.
Vale decir que se convirtió en socio minoritario de los intereses de los sectores estadounidenses más relacionados con las propias sociedades secretas contra las cuales los papas antecesores intentaban luchar.
Por consiguiente, se asoció con los elitistas clanes familiares como los Rothschild y los Rockefeller, que manejan enormes megacorporaciones e influyen en forma determinante en las sociedades secretas.
Ahora bien, durante las décadas de 1930 y 1940 la Iglesia Católica comenzó a tener otro «socio adicional»: el régimen nazi de Adolf Hitler, que impuso un impuesto proporcional sobre todos los salarios alemanes para uso exclusivo y discrecional del Vaticano, dado que, al igual que Mussolini, no sólo necesitaba una religión «de Estado», a pesar de sus propias creencias paganas, sino que además no deseaba «propaganda hostil del Vaticano», conocedor de sus lazos con Nogara y Wall Street.
Ese impuesto, llamado «Kirchenesteuer», nunca fue derogado, y contribuye a explicar la existencia actual de un papa alemán, más allá de su afinidad ideológica con el sector que hoy predomina ampliamente en la Iglesia: el más reaccionario.
Como se ve, este factor puede explicar también en buena medida la «neutralidad» del papa Pío XII en la Segunda Guerra Mundial frente a los dos bandos en lucha, su asentimiento tácito a muchas de las políticas de Hitler e incluso la red secreta en la que se habría involucrado el Vaticano – junto con la propia CIA – en la posguerra para sacar jerarcas nazis de Europa.
La relación con Hitler también se había fortalecido por otros motivos: Bernardino Nogara había hecho, a principios de los años treinta, fuertes inversiones en empresas italianas que colaboraban estrechamente con el régimen de Mussolini y sus planes bélicos expansionistas.
La relación se acentuó con la «súbita desaparición» del antibelicista Pío XI justo antes de empezar la Segunda Guerra Mundial, y su reemplazo por Eugenio Pacelli (Pío XII) hermano de Francesco Pacelli, el cardenal que hizo excelentes lazos personales con funcionarios del régimen nazi durante los años treinta, cuando se encontraba destacado en Alemania.
Con la excepción del régimen comunista de la Unión Soviética que había prohibido desde su propio inicio el culto religioso, el papa era «amigo de todos» en la Segunda Guerra Mundial.
Por eso, debe llamar especialmente la atención que en años recientes renaciera en forma controvertida la discusión acerca de los lazos entre Pío XII y Hitler, y se focalizara el tema sólo en ello, cuando en realidad lo que el Vaticano recolectaba mes tras mes de Alemania era invertido en Wall Street.
Pero nada es gratis, y ese florecimiento de la riqueza financiera vaticana trajo aparejado un inconveniente adicional:
como una proporción muy alta de los fondos invertidos por Nogara estaba colocada en acciones de empresas norteamericanas cotizantes en Wall Street, las finanzas del Vaticano quedaban atadas de pies y manos a los beneficios de las megacorporaciones estadounidenses.
Por lo tanto, su dependencia de las grandes empresas norteamericanas se daba por partida doble: por un lado, sus ganancias dependían – y dependen – de la «generosidad» de las donaciones de particulares, empresas o fundaciones estadounidenses, a las diócesis de los Estados Unidos.
Por el otro, un alza de las acciones en Wall Street hace más rico al Vaticano, mientras que una baja lo empobrece.
No debe extrañar en absoluto entonces que desde finales de la Segunda Guerra Mundial la sumisión de la Iglesia a los grandes intereses de Wall Street haya ido en aumento, al punto de que en 1978 Karol Wojtyla haya sido elegido papa, factor que facilitaría el definitivo derrumbe de la «Cortina de Hierro».
No le faltaba razón a Paulo VI entonces cuando señalaba que por alguna grieta el «humo de Satanás» había ingresado al Vaticano.
Pero lo que no se puede dejar de notar es que el origen y la extensión de esa profunda grieta no podían dejar de ser conocidos por casi todos los papas del siglo XX, quienes sin embargo, al igual que el actual Benedicto XVI, optaron por silenciar el tácito pacto perverso existente entre Roma y Wall Street y dejar de hostilizar a las sociedades secretas, dado que Estados Unidos es el paraíso de las mismas (en el año 1900 existían más de 600, según Albert Stevens), y ellas son funcionales a los intereses de las corporaciones anglo-norteamericanas.
¿Cuál puede ser una actitud católica frente a todo esto?
Quizá, por sobre todas las cosas, rezar para que entre otras, las acciones de General Motors, la Exxon y la General Electric suban y suban. Cuanto más: mejor.
No hay que olvidar que un viejo refrán popular en Wall Street señala:
«¡Lo que es bueno para la General Motors, es bueno para el Papa!».
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