Lo sacaron muerto de la incubadora, su prematuro nacimiento rompió todos los esquemas de su joven madre. Marie-Rose sufrió mucho desde que abandonó el campo de refugiados en las afueras de Mombasa. El chiquillo no superó los cuidados del empobrecido hospital, la doctora Mbaye no pudo hacer nada más, allí lo dejó envuelto en una sábana de bebé, los ojitos cerrados, dispuesto al último viaje, a ese rincón del universo donde van los recién nacidos, la santa inocencia de cualquier pérdida nebulosa interestelar.
Su madre acompañada de su abuela recogieron el cadáver, la pobre mujer no podía estar sin llorar, lo llevaba acurrucado como si tuviera frio, como si con ese calor maternal pudiera devolverle la vida, aquellos mágicos momentos cuando viajaba en su sangre o se alojó en aquel humilde espacio de su vientre.
Caminaron como 12 kilómetros hasta el poblado de chabolas más allá del aeropuerto, no pesaba nada, era como si llevará en sus brazos un ser del viento, un trozo de brisa africana. Llegaron a la humilde vivienda, afuera la gente se fue agolpando, le daban el pésame a su manera, las mujeres lloraban, las ancianas entonaban un canto en la lengua de los ancestros, de los tiempos en que vivían libres en la selva, cuando todavía no había llegado el hombre blanco a colonizar, esclavizar y asesinar.
Omboroko el viejo artesano trajo el pequeño ataúd de madera, blanco brillante, lo acababa de pintar para esa nueva muerte, siempre usaban el mismo, cada semana habían varias muertes de niños y niñas, de personitas recién nacidas que no aguantaban los tifus, las infecciones de estómago, las gripes incurables sin antibióticos disponibles en aquella aldea empobrecida.
Colocaron dentro al bebé, solo le dejaron fuera su carita, alrededor aparecieron como de la nada varios ramos de flores, ramos de hierbas aromáticas, de las pocas que quedaban de vegetación entre las hogueras y la basura de aquel barrio desolado. La habitación se inundo de olores salvajes, de llantos, rezos y oraciones a los antiguos dioses, los que prohibieron los invasores antes de imponer las cruces y las espadas.
Llegaba la noche, más allá del poblado se divisaba una puesta de sol roja como la sangre, las que solo pueden verse en el continente de la vida, en la casita de madera y planchas de latón nadie se iba, la madre sentada cerquita del ataúd, su abuela, varios hermanos de su marido fallecido de Ébola el año anterior.
Entonces llegó de repente Antoniette, la amiga de la misión, la joven estudiosa que tuvo que arrastrarse ante las humillaciones de la criminal guerrilla de la petrolera, la que cortaba manos, violaba mujeres y niñas, masacraba a los pueblos que se oponían a la destrucción de las selvas. Las dos mujeres se abrazaron, lloraban juntas, notaban el palpitar de sus sufridos cuerpos, miraban la cajita blanca donde reposaba el niño sin nombre, el angelito que iniciaba su viaje a la tierra de los antepasados.
En ese instante mágico la amiga de Marie-Rose pidió que abrieran la cajita, que quería conocer y despedirse del pequeño guerrero, de la sangre de su sangre. Omboroko mutilado de una pierna, víctima de las minas antipersona, se acercó lento apoyado en su muleta, destornilló la pequeña cerradura de alambre, abrió del todo y se escuchó un gritito alegre, todos se levantaron asombrados, hombres y mujeres rodearon la cajita y allí vieron la cara sonriente del chiquillo, la gente dio como un salto hacia atrás, la madre y Antoniette se pusieron de rodillas abrazadas, el bebé no dejaba de sonreír, de chillar como pidiendo comida. La madre lo tomó en brazos, se sacó un pecho y el chiquitajo se pegó del pezón, comenzó a mamar ansioso con los ojitos entreabiertos de placer.
La gente se quedó sentada, miraban, sentían el amor indescifrable, la ternura infinita. Nadie quería marcharse del entorno de aquel milagro, afuera la noche era distinta, olía a flores de la montaña, la claridad de la luna emergió entre las nubes, solo había silencio, nadie hablaba, solo se escuchaba la respiración lenta del guerrerito dormido.
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