Por qué a los 7 años de edad la mitad de tu experiencia de vida podría ya haber terminado

time

You are young and life is long and there is time to kill today..

And then one day you find ten years have got behind you…

Every year is getting shorter; never seem to find the time.

Pink Floyd, “Time”, The Dark Side of the Moon

Sabemos por la teoría de Einstein que el tiempo es relativo y se experimenta en función de la velocidad a la que nos movamos por el espacio. Viajar a la velocidad de la luz (que es absoluta en la teoría de Einstein) es lo más parecido a una forma de eternidad. Existe la famosa paradoja de unos hermanos gemelos: uno viaja a una velocidad cercana a la luz y regresa a su planeta para encontrarse a su hermano, pero difícilmente se reconocen, uno se mantiene joven, el otro tiene canas y se encuentra cerca de la muerte.

La relatividad del tiempo tiene otro factor más difícil de incluir en una ecuación, la percepción. Podríamos decir también que nuestra experiencia del tiempo es relativa a nuestra percepción. Existe la popular creencia de que al envejecer el tiempo pasa más rápido y que algunos momentos duran más que otros en función al aspecto cualitativo de nuestra percepción. Así por ejemplo, las experiencias místicas suelen describir instantes que de alguna manera penetran las bóvedas del cielo y del tiempo y acceden a una cantidad de información que sería imposible de asimilar en un modo de percepción ordinario. Ejemplos de esto pueden encontrarse entre las experiencias cercanas a la muerte, en algunas experiencias con drogas psicodélicas o en la literatura de ciencia ficción o fantasía (un buen ejemplo de esto es “El Aleph” de Borges, en el que si bien la percepción es de la superposición de todos los espacios en un único punto, ocurre también una asimultaneidad de momentos, recuerdos imposibles de enlistar en una sucesión temporal: el tiempo y el espacio son un continuum interdependiente). Más allá de que estas experiencias de eternidad sean solamente alucinaciones psicoquímicas o en realidad sean clarividencias, lo cierto es que la forma en la que experimentamos el tiempo varía según el estado mental en el que nos encontremos. Una intrigante forma de entender esto es pensar en cómo percibíamos el mundo cuando éramos niños.

Para explicar este efecto “psicocronométrico”, se suele citar la hipótesis de Paul Janet, que a la temprana edad de 21 años postuló la idea de que nuestra percepción del tiempo es logarítmica y no lineal como lo contamos. Percibimos los momentos comparándolos en proporción al tiempo que hemos vivido: cada período de tiempo es proporcional al tiempo que hemos vivido. Por ejemplo cuando tienes 2 años de edad 1 año es el 50% del total de tu vida; cuando tienes 4 años 1 año es el 25% del total de tu vida; cuando tienes 2 años 1 año es el 12.5% de tu vida; cuando tienes 16 1 año es el 12.5% de tu vida; cuando tienes 32 1 año es el 3.03% de tu vida y así cada año es un menor porcentaje de tu vida lo cual, según la teoría de Janet, también determina la cantidad de experiencia, el tiempo cualitativo que se percibe durante ese año.

El artista Maximilan Kiener ha realizado una visualización de esta paradoja de la percepción temporal, en la que sugiere que si nos basamos en el valor de tiempo percibido logarítmico y no en tiempo lineal, la mitad de la vida percibida de la persona promedio ya se ha acabado a los 7 años, con la peculiaridad de que no solemos recordar la mayoría de lo que ocurre en nuestros primeros 3 años, los cuales bajo esta lógica son equivalentes a más de 30 años de tiempo percibido. Si fuéramos a descontar esta variable de los primeros años –ya que no son experiencias que podamos recordar– entonces  la mitad de nuestra vida percibida acabaría a los 18 años.

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La hipótesis del tiempo logarítmico de Janet supone que nuestra mente de manera innata percibe porcentajes y no las cantidades absolutas. Es por esto que para una persona de 20 años 2 años serían exactamente iguales que 1 año para un niño de 10 años. La hipótesis de Janet es consistente con la la ley de Weber-Fechner que sostiene que nuestra capacidad de percibir un cambio se basa en “el valor relativo de la variación” con respecto al valor original. Por ejemplo, si estamos cargando una masa de 100gr tal vez no sintamos una diferencia si se añaden 5gr más pero sí cuando se añaden 10gr más. Cuando sostenemos una masa de 1000gr no sentiremos cuando se añaden esos 10gr, tal vez necesitemos que se añadan 100gr más para sentir la diferencia. Todos esos intervalos que a nivel perceptual podemos considerar como estímulos –que pueden traducirse, a su vez, en experiencias– se van perdiendo en la medida que tenemos más tiempo o peso (el peso del pasado) sobre nosotros, lo cual nos impide distinguir la minuciosa riqueza de los momentos.

Sobre la hipótesis de Jenet, que data de la última década del siglo XIX, el psicólogo William James hace las siguientes apreciaciones:

Esta fórmula expresa grosso modo el fenómeno, es verdad, pero no puede considerarse una ley psíquica elemental; y es cierto que, en buena medida, la predisminución de los años al envejecer se debe a la monotonía del contenido de la memoria, y a la consecuente simplificación de la mirada retrospectiva. En la juventud podemos tener una experiencia absolutamente nueva, subjetiva u objetivamente, cada hora del día. La aprehensión es vívida, la retención es fuerte, y nuestra recolección de ese tiempo, como ocurre cuando pasamos el tiempo en viajes rápidos e interesantes, es de algo intrincado, multitudinario y de gran amplitud. Y mientras cada año convierte muchas de estas experiencia en una rutina automática, que apenas notamos, los días y las semanas se uniforman en recuerdos de unidades sin contenido y los años se ahuecan y colapsan.

Podemos pensar con James, entonces, que si bien el tiempo pasa más rápido con la edad esto no es inexorable sino que es un efecto de la habituación y de un opacamiento de nuestra percepción, hasta cierto punto natural, ya que sería prácticamente imposible estar recibiendo estímulos completamente nuevos cada día –incluso nuestra energía difícilmente podría aguantar esto ya que también exhibe un declive con la edad. Existe, sin embargo, una forma de combatir el gradual deterioro de nuestra captación de tiempo (y procesamiento de experiencias). Habría que procurar, de manera sostenible, una importante cantidad de estímulos novedosos (los cuales a su vez generan neurogénesis) y limpiar, por así decirlo, nuestra mirada, borrar de la pizarra con la que aprehendemos la realidad para poder acceder a un mayor “ancho de banda” o, mejor dicho,  para entrar en contacto con las cosas en sí mismas, con lo que René Guénon distingue como el reino cualitativo de las esencias y no de las meras cantidades. Una percepción menos mecánica del mundo, más abierta al cariz, a la particularidad, a la amplitud y a la expresión plena del instante, que, nos han dicho todos los místicos, contiene en su transparencia la eternidad, es una imagen o un holograma de todos los tiempos.

Podemos tal vez detener el tiempo, dilatarnos y no contraernos. Esto es, probablemente como casi todo en la vida, una cuestión de percepción. El lector estará de acuerdo en que es deseable buscar una mayor calidad de experiencias más que una mayor cantidad de experiencias. Aunque el aspecto cualitativo de una experiencia está de alguna manera relacionado con la cantidad de información que podamos asimilar de la misma. Esto es, el nivel de detalle, de definición, la riqueza de matices y relieves que podamos absorber de una escena o evento. Esta agudeza perceptiva no sólo se traduce en una mayor cantidad de pixeles, por así decirlo, a su vez abre una dimensión cualitativa: percibimos los anillos de los ojos de una persona, los filamentos que reflejan una luz azul grisácea, las comisuras de sus labios que se expanden… y sentimos nuestro latido con mayor fuerza, observamos que su expresión es un gesto que nos remite a otro gesto en otro momento, contiguo, por así decirlo, en el teatro de la memoria y accedemos a una serie de conexiones y correspondencias entre lo que observamos, una madeja que es también de significados, puesto que creemos entender que este mismo gesto es de alguna manera esencial el mismo que otro gesto, que otro momento, que sentimos y que se inscribe en nosotros con una profunda nitidez, antiguo y nuevo, emanando de una fuente de la cual podemos beber siempre. La información se convierte en conciencia emotiva, las cosas, en su multiplicidad, se integran dentro de un todo coherente.

Samuel Beckett escribió que “la creación del mundo no sucedió de una vez y para siempre, sino que sucede todos los días”. El egiptólogo y alquimista, R. A. Schwaller de Lubicz construyó todo un sistema filosófico alrededor de la percepción de esto que podemos llamar el instante cosmogénico del cual son eco todos los instantes. “El tiempo es génesis”, dice De Lubicz, porque todo está “en proceso de generación hacia su fin”, por lo que nos exhorta a percibir en la realidad inmediata de la semilla, el fruto, en el capullo, la flor. Bajo esta óptica cada objeto tiene en sí mismo ya la virtualidad de todos los momentos y una percepción completa, liberada de la fragmentación temporal, debería de ser capaz de percibir la totalidad de la existencia de cada cosa en una percepción singular. De Lubicz sugiere que este es el verdadero significado de la alquimia, cuyos antiguos adeptos solían decir que la materia prima de la piedra filosofal estaba en todas las cosas y en todos los fenómenos estaba su magna operación. La evolución del individuo, en la filosofía de De Lubicz, ocurre justamente a través de este tipo de percepción, capaz de inscribir profundamente en el organismo las experiencias más allá del procesamiento del cerebro racional y de lo factual; un aspecto cualitativo que es el tiempo como génesis: el génesis revelándose todo el tiempo. La creación: siempre nueva; el origen: presencia perpetua.

Twitter del autor: @alepholo

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