Una prueba más de que cualquier ser vivo es un ser a respetar, con propiedades que desconocemos y percepciones que no queremos admitir.
Si dejásemos de ser niños con juguetes tecnológicos y maduráramos un poco como raza, volveríamos a tener el respeto que las antiguas culturas de indios, esquimales y aborígenes tenían por la naturaleza y los seres vivos.
Estudio de la Universidad de Toronto muestra que los árboles tienen una memoria molecular personal.
Los árboles son una de las especies vivas más longevas del planeta, como si fueran testigos silenciosos del paso del tiempo. Y en sus anillos de sangre verde guardan un tipo de memoria molecular personal de lo que han vivido.
Árboles genéticamente idénticos responden de formas distintas a su medio ambiente, dependiendo de su lugar de origen. Un estudio de la Universidad de Toronto Scarborough mostró que los árboles son sensibles a la influencia del lugar y guardan esto en su memoria.
Los investigadores canadienses estaban interesados en el llamado “efecto de guardería” observado por campesinos y guardabosques. Algunas plantas, aunque clones genéticamente idénticos, crecen de forma distinta en ambientes idénticos, lo que hace suponer que afecta la guardería en la que se criaron.
En el estudio se obtuvieron álamos genéticamente idénticos de Alberta, Saskatchewan y Manitoba. Los árboles fueron sometidos a condiciones de sequía, semi sequía y riego continuo. Los álamos respondieron de manera distinta a estas condiciones según el lugar de donde provenían.
El equipo de científicos descubrió que las diferencias ocurrían a nivel de activación genética. Plantas idénticas de distintas partes de Canadá activaban diferentes conjuntos de genes cuando eran expuestos a la sequía.
“Los descubrimientos fueron bastante sorprendentes”, dijo Malcolm Campbell, líder de la investigación, “nuestros resultados muestran que existe una forma de memoria molecular en los árboles donde las experiencias personales de un árbol influyen en cómo responde al medio ambiente”.
Árboles u hombres, todos somos hijos de nuestra infancia, como dijera el William Wordsworth con vislumbres prefreudianas: «The Child is father of the Man; I could wish my days to be bound each to each by a natural piety».