Desde hace años me he preocupado y ocupado de conocer los aspectos de comportamiento que nos acercan a otros primates y en particular a los chimpancés Pan paniscus (los bonobos) y Pan troglodytes (los chimpancés comunes). Estos primates y nosotros compartimos un antecesor común que, según las estimaciones de los genetistas, vivió en África hace entre seis y siete millones de años. La distancia genética entre ellos y nosotros, de aproximadamente 1,5%, parece pequeña pero es importante en términos relativos. Solo tenemos que pensar que cada linaje ha tenido su propia evolución independiente y hemos ido acumulando diferencias derivadas de nuestras particulares adaptaciones a ambientes muy distintos. No obstante, también hemos mantenido similitudes muy notables en nuestra anatomía, fisiología e, incluso, en nuestro comportamiento. Unos y otros somos territoriales, tribales, jerárquicos, compartimos modelos de comportamiento social y sexual, etc. La lista de rasgos etológicos observados por los especialistas es sorprendentemente larga y francamente interesante.
Sin embargo, nuestra adaptación más sobresaliente, la cultura, se ha superpuesto a la propia biología enmascarando en muchos casos las características basales de comportamiento. En otros casos, se han reforzado otras formas de comportamiento que, algunos consideran novedosas, pero que también forman parte del repertorio de comportamiento de nuestros parientes africanos. Uno de esos caracteres: la solidaridad, ha sido ya observada e investigada en los chimpancés. Estos primates comparten la comida aún cuando sea escasa, defienden a sus congéneres y ayudan a la supervivencia de los que se encuentran en peligro aún a costa de su propia vida. Sobre la solidaridad de los humanos he reflexionado de manera íntima y ahora lo hago en este blog. ¿Qué nos impulsa a ser solidarios?
Por descontado, muchos de los lectores y lectoras estarán de acuerdo conmigo en que la solidaridad no es un rasgo compartido por todos los humanos. O, al menos, el grado de solidaridad es sumamente variable en los miembros de nuestra especie. Si esta característica nos ha llegado a través de nuestro antecesor común y la compartimos con los chimpancés es evidente que el ADN algo tiene que ver en ello. Nuestra mayor capacidad cognitiva y, en la mayoría de los casos, nuestra mayor capacidad intelectual juegan también un papel destacado en las formas más desarrolladas de solidaridad de Homo sapiens. Como sucede siempre, genes y ambiente (cultural y social en este caso) se unen para definir cualquier característica.
Una evidencia a favor del papel del ADN en el comportamiento solidario es que muchas de las acciones a favor de los demás son totalmente espontáneas, cuando un hecho concreto lo requiere. Podemos atender a una persona herida en un accidente (por poner un ejemplo) sin pensar en la implicaciones y complicaciones que ello conlleva. Tampoco pensamos demasiado en gastar un par de euros en favorecer el banco de alimentos, tan necesario en estos momentos. O ayudamos de manera espontánea a cruzar la calle a un invidente. En otros casos existe una meditación sobre el propio acto solidario. Muchas personas se juegan la vida cada día ayudando en zonas catastróficas, aún a miles de kilómetros de distancia. En este caso existe el impulso y también la premeditación. Es posible que muchos se sientan anímicamente mejor después de un acto solidario. Es la recompensa “mental” por ese acto. Pero es solidaridad al fin y al cabo, un comportamiento sin el que la especie humana estaría ya en riesgo de extinción.
Por lo que sabemos del comportamiento de otros primates, la solidaridad de los humanos no resulta un hecho extraordinario en sí mismo. Es esperable y alcanza cotas increíbles. Lo que resulta anómalo, extraño y aterrador es precisamente lo contrario: la insolidaridad.