La sombra es el otro.
No cualquier otro. No el otro conocido, sino el ignorado. No el otro amado, sino el odiado. No el otro que nos confirma, sino el que nos niega. No el otro que nos ayuda, sino el que nos perjudica.
El otro es espejo. El otro que se presenta a nuestra vida es reflejo de lo que somos y no vemos. Ese espejo, ese otro, permite reconocernos en lo que no queremos, no podemos o no sabemos ser. No significa que “yo soy como él”. No significa justificar cualquier acto. Sino discriminar manteniendo el contacto. Diferenciar sin disociar. Desaprobar sin negar. Rechazar sin excluir. El otro nos muestra lo que no alcanzamos a ver en nosotros. Lo revela, lo hace emerger, lo hace explícito y evidente, lo “saca afuera”.
En el corazón de la humanidad están las víctimas y los victimarios. Decir “yo soy la luz” implica decir “yo soy la sombra”: el horror de reconocernos en aquellos contenidos que negamos, que necesitamos bloquear, reprimir o excluir para mantener la imagen adorada de nosotros mismos. La luz proyecta sombra. Una no es ajena a la otra. Lo que nos produce espanto ver en nosotros mismos lo proyectamos en los demás. Luz y sombra no son “dos polos autónomos”, sino que fundamentalmente la luz y la sombra siempre es un vínculo.
La sombra es el otro. Y el destino.
El bien y el mal
Es cierto, existen “proyecciones positivas”. Podemos ver en el otro talentos que no reconocemos en nosotros mismos. Adoramos a un artista porque está en nosotros la sensibilidad capaz de apreciar la belleza de ese arte. La sensibilidad no es propiedad exclusiva del artista, sino que nosotros participamos de ella junto con él. Saber diferenciar que la capacidad para expresarla es de ese artista y no de nosotros (esto es, tener sentido de realidad) no implica disociarnos y excluirnos de la cualidad de su arte.
No obstante, lo más tóxico y destructivo son nuestras “proyecciones negativas”. El mal que vemos afuera, contracara del bien que creemos nos constituye: “yo soy el amor ajeno al odio y el otro es el odio ajeno al amor…”. Genuinamente repudiamos lo siniestro, pero indebidamente creemos que es propiedad de los demás. Lo que repudiamos de nuestro enemigo está en nosotros. Movidos por virtudes absolutas proyectamos en el otro defectos absolutos. Es verdad que puede ejecutar actos que nos resultan revulsivos y que no elegiríamos cometer, pero compartimos ese rasgo de la naturaleza humana que el otro expresa acaso con impunidad. No somos ajenos a aquello que nos horroriza. Y cuanto más creemos separarnos, mayores riesgos de descubrirnos semejantes. Dice El Kybalion: “los extremos se tocan…”.
Cuanto más nos polarizamos, más nos parecemos a lo que execramos. Creernos carentes del mal que vemos en el otro sólo puede anunciar que, de un modo involuntario, nos convirtamos en protagonistas de nuevas tragedias. Muchas veces, en forma velada a nuestra conciencia, nuestras opiniones justifican la comisión de crímenes que no seríamos capaces de cometer ni justificar. Con honestidad creemos ser personas a favor de la vida y de la paz, al mismo tiempo que, con orgullo, vestimos de soldaditos a nuestros niños en los actos escolares.
Oponiéndonos a la barbarie nazi, justificamos a los calcinados de Dresde (25.000 muertos en dos noches de bombardeo aliado). Para celebrar el fin de la guerra, entendemos -acaso con sincero gesto consternado- las mañanas de Hiroshima (90.000 muertos) y Nagasaki (80.000 muertos). Para consagrar “la santa fe” o “el triunfo de la revolución”, avalamos la caza de brujas o la purga ideológica. Purificar con la muerte. Liberarnos del mal exterminando al otro que lo provoca. Matar al asesino. El escarmiento. La revancha. La venganza.
El brillo de la propia luz es el bálsamo que narcotiza el doloroso contacto con la sombra. Somos indiferentes al sufrimiento del otro por la satisfacción que nos producen nuestras acciones. Nos adjudicarnos el derecho a expresarnos sin registrar cómo afecta al otro. Justificamos el daño que provocamos en los demás creyéndonos portadores de valores superiores. Provocamos el mal para sentirnos manifestaciones del bien. ¿A qué dolor no soy sensible para seguir habitando una imagen de mí mismo a la que creo tener derecho?
La fuerza reveladora de la sombra
¿Qué ocurre cuando la sombra se revela a la conciencia, cuando la conciencia descubre que aquello que repudia en otro es un contenido de su propia alma? El carácter de lo que llamamos «proceso espiritual» se pone en juego en la respuesta que damos ante esa evidencia. La clave del trabajo en nuestro corazón es asumir qué significa esa emergencia incómoda y temida en nuestra vida. Qué significado tiene en nuestro viaje. Y, por lo tanto, a qué mayúscula transformación de la imagen de nosotros mismos y del mundo externo nos convoca. Dar cuenta de la sombra implica que ya no podemos ser esa luz con la que se corresponde. La identidad constituida en ese bloqueo, en esa negación, en esa represión y en ese modo de proyección (la luz) ya no puede ser sostenida y tomada por real una vez que se ha hecho manifiesto lo bloqueado, negado, reprimido y proyectado (la sombra). Asumir la sombra es cuestionar la luz. La sombra que se hace consciente no nos permite seguir siendo lo que creíamos ser.
El momento de revelación de la sombra pondrá en juego la honestidad con nosotros mismos (o, mejor, con la vida que nos anima). Una vez que lo oscuro se ha hecho consciente podemos seguir reaccionando, peleándonos con quienes lo encarnan en el campo de batalla vincular o debatiéndonos con los personajes amenazantes de nuestro propio mundo interno. Pero, ahora una alarma se encenderá (una imagen mental, una sensación corporal, una emoción, un hecho sincrónico) recordándonos que ya hemos visto el truco y que ya nos consta -perceptiva y vivencialmente- el desafío: dar cuenta de la subjetividad de ese contenido sombrío implica cuestionar lo que creemos real y objetivo. Ante esa conciencia implacable sólo resta asumir la demolición de la construcción de la realidad que habitamos hasta hoy, afrontar la transformación hacia una naciente identidad y una nueva descripción del mundo… O, por falta de coraje espiritual o por la angustia ante una vida desconocida, mantener aquella realidad a costa de saberla imaginaria, como el complot de los personajes de “Río Místico”, la película de Clint Eastwood, cuando se hace evidente la verdad más incómoda: descubrirse victimarios de quien se creían víctimas.
Callar el grito de la sombra en nuestra conciencia, manteniendo un relato conveniente y deliberadamente falso de nosotros mismos y del mundo, es la manifestación de resistencia más desesperada a la emergencia del ser. El ego conspirando contra el alma.
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Ilustraciones: July Varela
alejandrolodi.
Publicado por SAIKU
DE TODO UN POCO.