El biólogo Bruce Lipton cuenta una fascinante historia que se repite. La llama la reaparición de «la broma cósmica», un fenómeno que le ocurre a los científicos periódicamente, o cada vez que creen que han encontrado un conocimiento exhaustivo que parece revelar los secretos del universo de manera definitiva.
Le ocurrió a la física clásica en 1893, cuando en la cresta del universo mecánico de Newton, dice Lipton, el rector de Harvard anunciaba que ya no se necesitaría ofrecer doctorados en física, puesto que se habían desvelado todos los enigmas del universo. 2 años después se descubrieron la radioactividad, las partículas subatómicas y los rayos X. Poco después llegó la física cuántica y la relatividad.
El hombre tiende a cantar victoria antes de tiempo y sobre todo a creer que lo que sabe es definitivo – olvida que el conocimiento depende de sus circunstancias y de la propia percepción (y la colectiva), o, como señala Lipton, de «la biología de la creencia». Claro que es definitivo, pero sólo porque cuando creemos que ya lo sabemos todo, nada nuevo cabe.
Un avatar de esta broma cósmica, que se hace a cuestas del ser humano, está ocurriendo actualmente según Lipton.
A finales del siglo XX, la ciencia estaba segura de que nuestro siglo sería el siglo de la genética. Al emprender el Proyecto del Genoma Humano y aparentemente lograr el ejercicio científico colectivo más exitoso de la historia, habiendo revelado los genes que constituyen al ser humano, se creía que estábamos cerca de poder hackear nuestro organismo y prácticamente liberarnos de todo sufrimiento o enfermedad, simplemente haciendo algunos ajustes en su configuración genética. Si el hombre era sólo un código – y por lo tanto enteramente reducible a unas cuantas cifras – podríamos programar la felicidad o quizás hasta la inmortalidad. Bruce Lipton capta la sensación general del momento:
Se creía que una vez completado el genoma humano proveería a la ciencia toda la información necesaria para «curar» todos los malestares de la humanidad. Se creía incluso que el conocimiento del mecanismo genético humano permitiría a los científicos crear un nuevo Mozart o un Einstein.
En los últimos años ha disminuido el entusiasmo con el que el descubrimiento del genoma humano fue primero recibido. Esto no significa que no fue un descubrimiento de gran importancia, sino simplemente no fue lo que pensábamos, quizás porque habíamos adoptado una mentalidad determinista – el equivalente a la visión mecánica de Newton – que desestimó factores ambientales (que hoy conocemos como epigenéticos) de una complejidad interactiva que no pueden reducirse solamente a si está presente o no cierto gen.
El paradigma en el que se basa el entusiasmo del genoma es de un determinismo genético, la idea de que «los genes son autoemergentes» y que pueden «apagarse y prenderse por sí mismos». Estos genes son concebidos como programas informáticos «que controlan la función y la estructura de un organismo», dice Lipton, lo cual implica que «la complejidad (la estatura evolutiva) de un organismo es proporcional al número de genes que posee».
En un principio se calculó que se necesitarían más de 100 mil genes para codificar las estructuras químicas de las proteínas, ya que existen entre 70 mil y 90 mil proteínas en el cuerpo humano. Los otros genes debían de ser los encargados de determinar los caracteres de un organismo, esto es, genes reguladores que controlan la actividad de otros genes. Se estimaba que se necesitaban 30 mil de estos genes para orquestar grandes cantidades de expresiones, como la inteligencia y las emociones. Pero el ser humano no permite ser reducido meramente al reino de la cantidad.
Los resultados del Proyecto del Genoma Humano concluyeron que sólo existen cerca de 34 mil genes en el genoma humano. Esto indica simplemente, dice Lipton, que «la complejidad de un organismo no está reflejada en los genes».
Consideren la siguiente disparidad: un organismo muy primitivo como el gusano Caenorhabditis tiene un cuerpo de sólo 969 células y sin embargo cuenta con 18 mil genes. La mosca de la fruta, un organismo muchísimo más complejo, consiste de sólo 13 mil genes pese a que sólo un ojo de esta mosca tiene más células que todo el Caenorhabditis. Un chimpancé o un bonobo comparten con el ser humano 99% de su ADN. Ciertamente esas cosas que hacen al hombre especial, esos aspectos finos que constituyen lo que más apreciamos de la vida, no deben de estar limitados al genoma.
Evidentemente surge entonces la pregunta sobre qué controla nuestra vida y nuestro destino si no son nuestros genes. Lipton considera que la respuesta está en el medio ambiente o de manera más precisa en «nuestras percepciones del medio ambiente». Explica:
El medio ambiente, a través del acto de percepción, controla nuestro comportamiento, actividad genética e incluso reescribe el código genético. Las células «aprenden», evolucionan creando nuevas proteínas de las percepciones que responden a nuevas experiencias ambientales. Percepciones «aprendidas», especialmente aquellas derivadas de experiencias indirectas (por ejemplo, de los padres, de los colegas o de la formación académica) pueden estar basadas en información incorrecta o interpretaciones erróneas. Ya que pueden o no ser «verdad», las percepciones son creencias-de-realidad.
Aquí Lipton nos introduce a un concepto bastante controversial pero igualmente fascinante. De entrada, borra la línea que divide lo meramente material con lo mental, sugiriendo que las percepciones – o ese nodo que conecta al organismo con los estímulos del ambiente – se transforman en material genético: lo que percibimos afuera se integra a nosotros como nuestra propia estructura biológica interna. Es decir, estamos constituidos esencialmente, más que de genes, de unidades de percepción.
Las señales ambientales activan proteínas receptoras provocando que se unan con proteínas complementarias, [las cuales son los] interruptores que controlan el comportamiento de las células… estrictamente estos complejos de proteínas representan unidad de percepción. Estas membranas moleculares de percepción también controlan la transcripción genética (el apagado y prendido de programas genéticos) y han sido recientemente vinculadas a mutaciones adaptativas (alteraciones genéticas que reescriben el ADN en respuesta al estrés).
Lo que implica lo anterior es que el medio ambiente, pero específicamente nuestra percepción del medio ambiente, ya que éste no se presenta como un influjo absolutamente determinado, es lo que define si nos enfermamos o no. La enfermedad podría considerarse como una percepción errónea o deficiente de la realidad que produce estrés y activa una expresión genética nociva. De la misma manera que una respuesta genética crónica al medio ambiente producida por una percepción sostenida a nivel molecular puede enfermarnos, dice Lipton, una cierta percepción apuntalada por una creencia positiva o un reaprendizaje de la función correcta puede producir una respuesta de sanación.
Claramente nos acercamos a terrenos que rebasan la ciencia establecida y hay que avisar al lector desprevenido que el trabajo de Lipton es visto por muchos científicos mainstream como seudociencia new age. Hecha esa advertencia, recordemos también esa «broma cósmica» que suele ocurrirle a los científicos que raudamente se duermen en sus laureles, pensando que han descifrado el misterio del universo cuando suelen haber sólo logrado ver reflejadas en el mundo sus propias convicciones de manera suficientemente verosímil, que son tomadas como autónomas. Una vez que la suficiente cantidad de personas es convencida de la veracidad de esa creencia, entonces ésta se convierte en una realidad consensual.
Desde una perspectiva filosófica, quizás sea útil recordar el primer verso del Dhammapada, el texto budista del Canon Pali, donde se dice: «Todo lo que somos es el resultado de lo que hemos pensado». Atribuido a Buda, el texto continua diciendo que el mal o la enfermedad que nos aviene es resultado de los pensamientos que se desvían del dharma, el camino de la ley. Podemos tal vez sustituir los pensamientos por las percepciones.Todo lo que somos es el resultado de lo que hemos percibido. De aquí obtenemos una definición mucho más dinámica del ser humano, el cual se muestra como una obra en construcción de su percepción.
Pensamiento y percepción pueden ser dos cosas distintas, pero en cierto nivel pueden unirse. Una percepción de una realidad inmaterial (como una idea platónica) podría ser similar a un pensamiento, un acto de conciencia. El pensamiento en su función más alta podría ser considerado como una percepción racional o espiritual de la realidad o incluso como la percepción de que está determinando la realidad al pensar.
Este podría ser el acto de conciencia fundamental, más que saber que somos, saber que al saber creamos lo que somos. Entramos en abstrusos terrenos metafísicos, pero para concluir, a partir de la teoría de Lipton podemos esbozar una definición, con un dejo poético, de qué es la realidad.
Siguiendo su idea de que una percepción positiva o en armonía con el medio ambiente tiene el poder de restaurar el equilibrio del organismo, quizás podríamos decir que la realidad es justamente ese equilibrio entre el sujeto que percibe y el objeto (o ambiente) que es percibido, en el que la mente es un espejo del espacio perfectamente azogado: un principio de identidad y simetría entre lo que somos y lo que vemos (y viceversa) o entre el noúmeno y el fenómeno, ambos interpenetrados por una mutua influencia, una oscilación en la que, como dijera Yeats, no se puede distinguir al danzante de la danza.
http://es.sott.net/article/43583-No-somos-nuestros-genes-somos-nuestras-percepciones-una-biologia-mas-alla-del-genoma-humano