«Las expectativas son como la porcelana fina. Cuanto más fuerte las sujetas, más probable es que se rompan en mil pedazos”,Brandon Sanderson
Las expectativas son traicioneras. Artistas expertas en el arte de dibujar postalesperfectas, nos encandilan con la belleza de sus trazos. Perfilan la línea de nuestro horizonte, la meta, el objetivo, el ideal. Echan raíces en todos los reductos de nuestra vida, ya sea personal, profesional, romántica o familiar. Y crecen de forma exponencial, dejando una profunda huella en nuestras actitudes, acciones y relaciones. No en vano, tienen el poder de transformar nuestra manera de ver el mundo. Susurran constantemente promesas en nuestros oídos, y a menudo caemos en la tentación de creer a pies juntillas sus predicciones de pitonisa. Y cuando éstas no se cumplen, y nos enfrentamos al dolor de descubrir que el oasis soñado no es más que un febril espejismo, tendemos a culpar a todo y a todos quienes nos rodean antes que renegar de su bola de cristal. Así, nos convierten en severos jueces y en impasibles verdugos.
Sin embargo, las expectativas también tienen una importante función. Nos dan una razón para luchar, para perseguir aquello que más deseamos. Nos insuflan confianza, motivación e ilusión para alcanzar nuestras metas. Son la gasolina que impulsa nuestro motor ante el desgaste y el cansancio que imponen las rutinas y los hábitos. Mantienen vivos nuestros anhelos y esperanzas. Nos llevan a no acomodarnos, a perseguir nuestros sueños. Todos los seres humanos tenemos perspectivas sobre nuestro futuro, expectativas acerca de qué lograremos y en quién nos convertiremos. Por lo general, tenemos una serie de objetivos y de proyectos que perseguimos como si nuestra felicidad dependiera por completo de su cumplimiento o consecución. Ahí radica la trampa. Y es que solemos perder de vista que nuestra expectativa no es equivalente al resultado final.
Pongamos por ejemplo que queremos celebrar la noche de fin de año. Creemos que tiene que ser algo especial, diferente, con significado. Después de mucha planificación y logística, llega el momento. Lamentablemente, cuando estamos ‘viviendo’ la experiencia, a menudo carece del brillo que le otorgaban las expectativas depositadas en esas últimas horas de despedida. Y estamos tan apegados a la imagen que tenemos de lo que tendríamos que estar viviendo y sintiendo que nos perdemos lo que verdaderamente está pasando.
Expectativa proviene del latín ‘esxpetatum’, que significa “mirado, visto”. Según la RAE, se define como la “esperanza, probabilidad o posibilidad de conseguir una cosa”. Esa esperanza es un arma de doble filo. No en vano, cuanto más anhelamos conseguir algo, más nos frustramos cuando no lo logramos. O incluso cuando lo logramos, y resulta que no es ‘exactamente’ como lo habíamos imaginado o como ‘creíamos’ que sería, el malestar toma el control. Las expectativas crean un peligroso abismo entre la realidad y la ficción. Un espacio oscuro que puede llevarnos a creer que nunca nada es suficiente. Que nuestros esfuerzos, el tiempo, el trabajo invertido son en vano. La desilusión hace que mengüe nuestro compromiso y rendimiento a la hora de lograr nuestros objetivos. Ante la frustración permanente, perdemos motivación e interés y nos limitamos a hundirnos en el pozo de la negatividad. Un lugar que repele el disfrute de la vida y nos fuerza a poner nuestro foco de atención en lo que falta en vez de en lo que hay. Así es como las expectativas nos convierten en esclavos de la decepción.
Encontrar el equilibrio
“La expectativa de felicidad es más intensa que la propia felicidad, pero el dolor de una derrota consumada supera siempre la intensidad prevista en sus peores cálculos”, Almudena Grandes
En el caso de las expectativas, esperar es a menudo sinónimo de desesperar. Existen, a grandes rasgos, tres grandes tipos de expectativas: las que depositamos en nosotrosmismos, las que depositamos en los demás, y las que los demás depositan en nosotros. Un círculo vicioso que influye de forma determinante en nuestro nivel de autoestima y que tiene el poder de definir e incluso de destruir nuestras relaciones. A veces no sabemos qué es peor: que esperen demasiado de nosotros o que no esperen nada en absoluto. En ocasiones, el hecho de que los demás esperen cosas de nosotros nos hace trabajar por ser mejores, para estar a la altura de la confianza que nos han otorgado. Pero eso puede hacer que traicionemos las expectativas que tenemos sobre nosotros mismos, por miedo a las represalias del entorno. Hagamos lo que hagamos, siempre hay consecuencias. Pocas veces estamos a la altura de lo que esperamos de nosotros mismos, y aún en menos ocasiones los demás están a la altura de lo que esperamos de ellos.
Por lo general, existe una tremenda diferencia entre lo que esperamos de una persona y lo que en realidad obtenemos como fruto de esa relación. Pongamos por ejemplo a una pareja en su aniversario. Ella espera que él se acuerde y le haga algún detalle. Él espera que ella deje de dar importancia a esas cosas. Ambos ven sus expectativas frustradas. El conflicto estalla, inevitable. Lo cierto es que esperamos que los demás sean como a nosotros nos gustaría. Pero la realidad tiene otros planes. De ahí la importancia de aprender a gestionar de forma constructiva nuestras expectativas para evitar que se conviertan en un peligroso y permanente polvorín.
Si aspiramos a romper el círculo vicioso en el que nos mantienen atrapados, tenemos que comenzar por trabajar nuestra flexibilidad y nuestra tolerancia. En última instancia, las expectativas no son más que una proyección subjetiva de lo que deseamos que suceda, una distorsión de la realidad que siempre termina por pasarnos factura. Resulta inevitable generarnos una cierta dosis o grado de expectativas, pero el problema radica en que nos aferramos a esa imagen en vez de aceptar lo que la vida nos trae con la mejor predisposición posible. En este sentido, resulta fundamental aprender a centrar nuestra atención en lo que hay, en vez de en todo aquello que falta.
Menos esperar y más disfrutar
“Cuando sueltas las expectativas eres libre para disfrutar las cosas por lo que son, en vez de frustrarte por lo que crees que deberían ser”, Mandie Hale
Podemos vivir partiendo de la base de que todo podría ser mejor, quejándonos de todo lo que no funciona y de lo mucho que nos decepcionan las personas de nuestro entorno. Tal vez sea cierto. Pero adoptar esta actitud como forma de vida tan sólo nos aleja de la capacidad de disfrutar, valorar y agradecer. Nos aleja del bienestar, la serenidad y la plenitud. Entonces, ¿por qué nos frustramos, nos enfadamos y nos peleamos con la realidad? Sirve de tanto como darnos de cabezazos contra una pared particularmente sólida. Si nos atrevemos a ser honestos, tal vez descubramos que en realidad estamos enfadados con nosotros mismos. Molestos porque las cosas ‘no son como deberían de ser’.
No en vano, las expectativas frustradas son leña añadida al fuego de nuestro malestar, nos dan la excusa perfecta para vivir a disgusto. Tal vez sea el momento de cuestionarnos si tenemos la verdad absoluta o simplemente somos esclavos de nuestra propia percepción subjetiva, forjada con nuestras creencias, ideales, convicciones y condicionamiento. Quizás valga la pena invertir tiempo y esfuerzo para empezar a aceptarnos tal como somos, con nuestras miserias y nuestras virtudes, nuestro potencial y nuestras áreas de mejora. Este ejercicio de autodescubrimiento es una lección de humildad que nos ayudará a ser más tolerantes con las decisiones, acciones y actitudes ajenas. Y el primer paso para aprender a domar nuestras expectativas.
En este proceso, también resulta fundamental dejar de proyectarnos constantemente en el futuro. Sólo así seremos capaces de distinguir la realidad –lo que sucede en cada momento y el espacio real en el que podemos actuar– de nuestras expectativas, que nos arrastran a escenarios estériles e inexistentes. Podemos ‘esperar’ que la realidad cambie o decidir disfrutar de lo que nos ofrece. En última instancia, lo único que existe es el momento presente. Y en este no cabe ni una sola expectativa.