Una de las deidades celestes más conocidas, por su popularidad, es Selene/Luna. Se la considera, junto con Helios/Sol, una luminaria. Fue engendrada por Tea, la titánide que se prendó de Hiperión y concibió, además, a Helios/Sol y a la Aurora/Eos. Existen, no obstante, algunas versiones que explican que fue Basilea -otra de las titánides, hermana de Tea, y reencarnación de lo real, puesto que el mismo vocablo «Basilea» significa literalmente «Reina»- la verdadera madre de las dos luminarias, y las concibió después de prendarse de Hiperión y yacer con el.
También hubo ocasiones en las que a Selene se la identificó con Artemisa/Diana y con una titánide de nombre Febe, que personificaba el fulgor y el brillo.
La importancia de Selene se debe a que siempre se hallaba presente cuando se celebraban rituales relacionados con el mundo mágico y esotérico. También se la invocaba, según la tradición más antigua, a la hora de dar a luz y en todo el proceso relacionado con el embarazo. Además, aparecía con regularidad asociada a determinado ritual mágico y de tipo esotérico; la luz que irradiaba Selene iluminaba los objetos como en penumbra y, bajo su amparo se llevaban a cabo sortilegios y conjuros, amores y odios. En su significación emblemática se ha querido ver, a través de los tiempos, un contenido dependiente de aspectos sensibles y en los que resaltaría lo afectivo. Acaso por ello, Selene aparece, en ocasiones, relacionada con medios bucólicos, con efebos y pastores. De entre éstos, sobresaldrá Endimión, cuya leyenda ha pervivido hasta nuestros días.
UNA HISTORIA DE AMOR
Suele hablarse de la majestuosidad de Selene y de cómo viajaba en su reluciente carro, tirado por indómitos corceles, a través del Cosmos inmenso. Solía acompañarse de sus amores, que unas veces compartía con Zeus -el propio rey del Olimpo- y otras con el dios Pan, que habitaba en la mítica región de Arcadia.
Selene era representada siempre llena de hermosura, belleza y juventud y, acaso entre todos sus amores, destaque su idilio con el efebo Endimión. Cuentan las crónicas que éste era un pastor que apacentaba sus rebaños en el legendario monte Latmo. Como Selene, que viajaba por todos lados con su reluciente carro, lo descubriera en cierta ocasión, quedó tan prendada de su hermosura que rogó al rey del Olimpo le fuera concedido al muchacho cualquier deseo que solicitara. Sabedor Endimión de tan bellos propósitos, y una vez que le fue preguntado cuál sería su más ardiente deseo, decidió pedir a Zeus que le permitiese permanecer eternamente joven, y que apartara de él la vejez; pero, al propio tiempo, rogaba que su estado fuera un permanente sueño en el que sólo conservara abiertos sus ojos para, así, poder contemplar siempre a su amada Selene. Todos sus deseos le fueron concedidos a Endimión y, desde entonces, Selene le visitaba todas las noches, y con él yacía en la hondura apacible de los bosques del monte Latmo. Cuentan los narradores de mitos que la descendencia de Selene y Endimión fue numerosa, al parecer tuvieron más de cincuenta hijas. Existen otras versiones acerca del mito de Endimión que explican que éste no fue un pastor, sino un sabio que vivió en la región de Caria y pasaba las noches en la cima del monte observando a los astros y sus movimientos.
Los autores clásicos como, por ejemplo, Virgilio, nos hablan de los amores de Selene con el dios Pan, en términos idílicos y líricos: «Gracias al regalo que te hizo de un vellocino blanco como la nieve, Pan, el dios de la Arcadia, te sedujo, ¡oh Luna! Te sedujo llamándote para que fueses al fondo de los bosques. Y tú no desdeñaste a aquel que te llamaba».
ELEMENTO DEL MUNDO VISIBLE
No faltan alusiones, en la historia del mito, referidas a Selene/Luna, que la asocien con los elementos de aquello que los antiguos denominaban «elementos del mundo visible». Hesíodo, por ejemplo, en su obra «Teogonía» cita tales elementos: Urano, Ponto, Eter, Montañas, Estrellas, Ríos…
Acaso de todos los elementos enunciados, sea Urano el más cargado de connotaciones míticas. Cuentan las leyendas que se le tenía por la personificación del cielo y que de él nacería la Tierra. Pues Urano aporta el elemento masculino y fecundante, mientras que la Tierra misma contiene el elemento femenino y fecundado. De la unión de ambos nacerán los Titanes, los Cíclopes, las Musas, Pan…
Urano no quería tener descendencia, por miedo a ser desplazado de sus dominios, y, mientras pudo, mantuvo ocultos, casi como prisioneros, a todos sus descendientes más directos. Obligó a Gea/Tierra a retenerlos en su vientre y a que no vieran la luz del día. Sin embargo, y a causa de una desavenencia entre ambos, Gea/Tierra permitió que salieran y se unió a ellos para luchar contra Urano. Cuentan las leyendas que Cronos, sirviéndose de una hoz fabricada con diamantes que le entregó su madre, mutiló de tal forma a Urano -le cortó los órganos genitales y los arrojó al mar- que, al momento, la sangre de éste regó la Tierra y así tuvo lugar el nacimiento de las Erinias, los Gigantes, los Cíclopes… La parte arrojada al mar formaría una espuma de la que nacería la diosa del amor, la bella Afrodita/Venus.
PONTO
Se le tenía como la personificación del mar, era como un camino imaginario en el Océano conocido, por lo demás, por todos los marineros y navegantes. Aparecía las más de las veces pleno de olas gigantescas y poderosas y, al propio tiempo, mostraba sus profundidades abisales e insondables.
Además de Ponto, también formaba parte de los elementos del mundo visible, el Eter. Por lo general, al Eter no se le conoce leyenda propia, pero todos los narradores de mitos lo asocian a esa porción de espacio superior que envuelve la inmensidad del cosmos. Se le reconoce como dador de vida de las denominadas «abstracciones». Y, así, sería el progenitor de la Venganza, la Astucia, el Terror, la Verdad, la Mentira, el Orgullo, la Ira…
En cuanto a las Montañas, Estrellas y Ríos, como elementos del mundo visible, puede afirmarse que forman parte esencial de la mitología. Baste hablar, al respecto, del Olimpo, asentado en la cima de la más utópica de las Montañas, del monte Cirene, de las Montañas de la región fabulosa de Arcadia, los montes de Nisa, poblados de hermosas ninfas, etc. De las Estrellas, todos los narradores de mitos hablan y las reconocen y nombran; recordemos a las Pléyades y a su perseguidor Orión, por ejemplo. Los Ríos forman parte, ya, de toda personificación mítica y la lista de tales elementos del mundo visible sería interminable. Baste recordar algunos, como el Aqueronte, el Stix -también conocido popularmente con el nombre de laguna Estigia- y el río de los Gemidos.
SELENE ES LA LUNA PARA LOS ROMANOS
Los clásicos romanos consideraban a Selene/Luna como una deidad y, su culto, fue introducido en tiempos de Zatius, rey de los sabinos. Cuentan las narraciones de la época que este monarca declaró la guerra a los romanos cuando éstos raptaron a las mujeres sabinas; se trata del legendario episodio conocido como el «rapto de las sabinas».
El ritual utilizado por los romanos para adorar a una luminaria como la Luna no fue copiado de pueblo alguno anterior a ellos, lo que prueba su originalidad. Sin embargo, y con el transcurso del tiempo, el culto a la diosa fue debilitándose. La misma Luna, en cuanto deidad, fue confundiéndose, hasta llegar a identificarse, con deidades de la categoría de Artemisa/Diana.
Todo ello indica, cuando menos, que interesó más Selene/Luna como astro que como deidad merecedora de culto. Y, así, el culto a la Luna, en cuanto luminaria, fue descrito por el propio Virgilio que, además, se ocupó de describir los eclipses y fases lunares. Se la denominaba con el epíteto «Noctiluca» que significaba «la que luce durante la noche» y, por lo demás, tenía erigidos templos en el Palatino y en el Aventino. Los ciudadanos se turnaban para atender el culto de la luminaria Luna, y tenían la obligación de cuidar que el candil que ardía en el interior de los citados templos mantuviera su llama avivada siempre. La tradición popular explica que los templos consagrados a la Luna no tenían que estar recubiertos, sino a cielo abierto. De este modo, podía hacerse visible la luminaria todas las noches y, al propio tiempo, comprobar que en los templos levantados en su honor seguía alumbrando la llama vivificadora.
SELENE/LUNA EN EL ARTE
Por lo general, la iconografía romana careció de originalidad respecto a las distintas representaciones que, ya desde antiguo, venían haciéndose de Selene/Luna. Esto quiere decir, en un primer acercamiento, que los romanos aceptaron, cuando no plagiaron, todas las formas artísticas más conocidas, y que los griegos habían ideado, de la luminaria que estamos reseñando.
La tradición clásica comenzó a representar al astro en cuestión en forma de media Luna. Para muchos de los narradores de mitos -entre los que podríamos citar a Homero- la Luna era únicamente una luminariado fabricado por Hefesto/Vulcano.
En ocasiones, las imágenes que se han representado en el ágora griega tenían en su cabeza una media luna. En la época helenística era costumbre hacer aparecer a la diosa Artemisa/Diana con una media luna, lo cual indicaba que Selene/Luna era uno de sus atributos esenciales.
En la mítica región de Arcadia existía, ya desde tiempos inmemoriales, la costumbre de rendir culto a Selene; no había cueva o gruta habitadas que no tuvieran en su interior una representación de la luminaria de marras.
Lugares hubo, también, que contaron con altares de mármol para rendir culto a la deidad de Selene. En el puerto de Laconia, por ejemplo, aparecieron inscripciones que daban cuenta, una vez descifradas, de la existencia de sacerdotes dedicados al culto de Selene.
En algunas ciudades griegas se practicaban rituales consistentes en hacer libaciones de agua pura y comer pan en forma de media luna. También, en la época clásica, existía una tradición muy arraigada entre los enamorados, quienes evocaban a la Luna en cuanto tenían dificultades con su pareja.
HELIOS/SOL
Acaso la deidad más importante, al menos desde una perspectiva simbólica, de entre todas las deidades celestes y del cosmos, sea Helios/Sol.
Desde los primeros tiempos se ha adorado al Sol y se le ha reconocido como deidad de la luz y de la claridad. Sin embargo, entre los pueblos de la época clásica se le reconocía más como astro que como deidad. En todo caso, siempre sería considerado como una divinidad secundaria. Los griegos, por ejemplo, lo identificaron con el dios Apolo y, por lo mismo, apenas le concedieron importancia en solitario. Sin embargo, existe una excepción al respecto, la isla de Rodas. Esta era denominada con el epíteto de «Isla del Sol» y, en su territorio, se le ofrecía culto con cierta regularidad. Los narradores de mitos se referían al Sol con frecuencia y hablaban del camino que recorría desde que, al despuntar el alba, salía, hasta que se ponía y llegaba la noche. Pero, sin embargo, nunca supieron dar razones claras del porqué de los hechos apuntados. Se preguntaban acerca del paso del Sol, después de cada noche, hacia la luz. Del camino que le llevaba de occidente a oriente. Y, por eso mismo, se les conocía con el epíteto de los «Etiópicos», voz que significa «quemados por el Sol». Cuentan las leyendas que esta especie de hombres era la más querida por todos los dioses y que siempre se hallaban presentes en festines y banquetes, lo cual era símbolo de abundancia y fecundidad. Así, se asociaba a Helios/Sol con la fertilidad y la fecundidad, pues de él provenían la luz y el calor necesarios para que la tierra dejara de ser yerma y se nutriera y vivificara.
También Helios/Sol era reconocido por los clásicos como una deidad que todo lo veía desde su privilegiada situación. Homero lo llamaba el vigilante de los dioses y de los hombres. Recordase, al respecto, el relato mítico de Ares y Afrodita, cómo Helios vio que se amaban y se lo comunicó a Hefesto -esposo de la diosa-, de lo cual ha quedado constancia en la iconografía de algunos afamados artistas, tales como Velázquez, por ejemplo, que muestra la fuerza del mito aludido en la «Fragua de Vulcano».
GOTAS DE AMBAR
Helios/Sol engendró, junto con la oceánide Clímene, al joven Faetón, quien, según la tradición, fue criado por los humanos. De este modo, llegó a creer que era hijo del rey etíope que le había acogido bajo su protección y que se había casado con Clímene, madre de Faetón. Pero, ésta, en cuanto su hijo se hizo mayor, le explicó que su verdadero padre era Helios/Sol. El joven exigió una prueba palpable que avalara la revelación salida de la boca de su madre. Entonces, ésta, le aconsejó que visitara al propio Helios/Sol y le preguntara él mismo acerca de la identidad de su verdadero progenitor. Así lo hizo el muchacho y, ni corto ni perezoso, se encaminó hacia los dominios de Helios/Sol, quien le recibió con cariño paterno y, para mostrarle que era su padre, accedió a todos los caprichos del joven. Este le pidió únicamente que le permitiera conducir su mítico carro -el «Carro del Sol»- durante un día, a lo que accedió Helios/Sol. Faetón subió tan arriba, que se asustó al ver los signos del Zodiaco y perdió el dominio de los caballos. Entonces se acercó demasiado al cielo y una parte del Cosmos quedó abrasada. Según algunas leyendas, así se formó la Vía Láctea. A continuación, Faetón se acercó demasiado a la Tierra, con lo que se corría el peligro de desecación y, además, algunos de sus habitantes vieron volverse su piel de color oscuro. Para prevenir mayores males, el rey del Olimpo envió uno de sus mortíferos rayos contra el desdichado e inexperto joven. Este fue precipitado a las aguas del río Erídano y sus hermanas rescataron su cuerpo y lloraron abundantemente; la leyenda relata que sus lágrimas se convirtieron en gotas de ámbar.
EL MUNDO SUMIDO EN TINIEBLAS
Después de la muerte de Faetón, su padre, Helios/Sol, quedó tan apenado que, al decir de Ovidio, «empalideció. Y todo el universo hubo de conllevar su pena. Clímene, enloquecida, se echó a buscar los restos amados salidos de sus entrañas, y al hallarlos por fin, tirada sobre la tumba, cubierta de lágrimas, noche y día dejaba pasar llamándole monótona, quejumbrosamente. (…) Al triste Helios/Sol le fueron rodeando todos los dioses, quienes le rogaban volviera a su cotidiano oficio, alumbrando el mundo sumido en tinieblas».
Se dice que durante mucho tiempo el mundo permaneció en la más completa oscuridad, pues Helios/Sol renegaba de ser Sol, deseando únicamente poder lamentarse: «Mi existencia -clamaba- no ha podido ser más agitada desde que existe el universo. Jamás cesé en mi trabajo y jamás fui recompensado. Si nadie quiere mi carga, debe el mismo Zeus/Júpiter guiar mi carro, que puede ser oficio menos cruel que el de privar de sus hijos a los padres. Cuando él se dé cuenta de todo lo trabajoso que resulta conducir mis caballos, es fácil que se sienta movido por mayor misericordia».
Las palabras de Helios/Sol eran una clara acusación contra el rey del Olimpo quien, sin embargo, tomó la decisión de intervenir para que los humanos pudieran seguir viviendo sobre la faz de la Tierra. Y, así, ordenó a Helios/Sol que cumpliera con el deber de alumbrar a la Tierra y sus moradores.
LOS REBAÑOS DE HELIOS/SOL
Todas las leyendas míticas coinciden en afirmar que el Sol no es una deidad que tenga poder por sí misma. Siempre tiene que recurrir a otras divinidades para que le hagan justicia o para rogarles que le ayuden. Por lo general, siempre se dirige al propio Zeus, padre de los dioses y de los hombres y rey del Olimpo. En el relato que Homero hace de las vacas del Sol se ve con claridad cómo el brillante astro reclama ayuda a Zeus. Lo cierto es que Helios/Sol poseía unos rebaños de bueyes que nunca aumentaban ni disminuían, pues ni morían ni se reproducían. También tenía un rebaño de ovejas que le producía una lana de inigualable lustre. Los animales pastaban con entera calma en los ricos prados de la Isla del Sol. Pero, un aciago día, el mar embravecido hace arribar a la isla a Odiseo y sus compañeros. El hambre había hecho mella en la fortaleza de aquellos hombres y, aunque Odiseo les había prohibido tocar un animal de aquéllos, sin embargo, y aprovechando la ausencia del héroe de Itaca, que había ido a reconocer la isla, todos se dejaron convencer por el compañero Euríloco y comieron los mejores animales del rebaño de Helios/Sol.
EL INFORTUNIO
«Oíd mis palabras, compañeros -decía Euríloco-. Todas las muertes son odiosas a los infelices mortales, pero ninguna es tan mísera como morir de hambre y cumplir de esta suerte el propio destino. ¡Ea!, tomemos las más excelentes de las vacas del Sol y ofrezcamos un sacrificio a los dioses que poseen el anchuroso cielo. Si conseguiremos volver a Itaca, la patria tierra, erigiríamos un templo al Sol, hijo de Hiperión, poniendo en él muchos y preciosos simulacros. Y si, irritado a causa de las vacas de erguidos cuernos, quisiera el Sol perder nuestra nave y lo consienten los restantes dioses, prefiero morir de una vez, tragando el agua de las olas, a consumirme con lentitud en una isla inhabitada. «Así habló Euríloco y aplaudiéronle los demás compañeros. Seguidamente, habiendo echado mano a las más excelentes vacas del Sol, que estaban allí cerca -pues las hermosas vacas de retorcidos cuernos y ancha frente pacían a poca distancia de la nave de azulada proa-, se pusieron a su alrededor y oraron a los dioses, después de arrancar tiernas hojas de una alta encina, porque ya no tenían blanca cebada en la nave de muchos bancos. Terminada la plegaria, degollaron y desollaron las reses; luego cortaron los muslos, los pringaron con gordura por uno y otro lado y los cubrieron de trozos de carne, y como carecían de vino que pudiesen verter en el fuego sacro, hicieron libaciones con agua mientras asaban los intestinos». Inmediatamente el Sol, con el corazón airado, habló de esta guisa a los inmortales: ¡Padre Zeus, bienaventurados y sempiternos dioses! Castigad a los compañeros de Odiseo pues, ensoberbeciéndose, han matado mis vacas, y yo me holgaba de verlas así al subir al estrellado cielo, como al volver nuevamente del cielo a la Tierra. Que si no se me diere la condigna compensación por estas vacas, descenderé a la morada de Hades y alumbraré a los muertos.
Y Zeus, que amontonaba las nubes, le respondió diciendo: ¡Oh Sol! Sigue alumbrando a los inmortales y a los mortales hombres que viven en la fértil tierra, pues yo despediré el ardiente rayo contra su velera nave y la haré pedazos en el vinoso ponto».
HELIOS/SOL EN EL ARTE
La iconografía ha representado a Helios más bien relacionándolo con la fastuosidad y la pompa que con el poder atribuido a una deidad. Por ejemplo, es muy común contemplar la figura de Helios, rodeada de los atributos que le son propios. En ocasiones, aparece bajo la figura de un joven efebo que, por lo común, tiene resaltados los rasgos físicos tendentes a identificarlo con las actitudes más viriles. El cabello que le cubre la cabeza aparece formado por los rayos del propio Sol. El atributo más común de Helios/Sol es su carro de fuego. Montado en él recorre por el día toda la bóveda del cosmos a la velocidad que le imprimen los cuatro raudos corceles a los que va enganchado. Cuando llega el crepúsculo, Helios/Sol se va hundiendo lentamente en el inmenso Océano que, según la creencia antigua, no es más que un vasto río que rodea a la Tierra.
Por otra parte, el culto que se le tributaba en la ya mencionada isla de Rodas, se revestía de tal solemnidad y pompa, que eran muy concurridas todas las actividades allí desarrolladas. Había juegos de lucha, carreras de caballos, carreras de carros y una procesión a la que asistían todos los participantes. Aquellos que vencieran en alguna de las modalidades recibirían como premio una corona que se hacía de hojas de álamo, pues éste era el árbol consagrado al Sol y, además, sus hojas tienen el revés de color blanco puro.
Entre el pueblo romano, Helios/Sol apenas tenía un modesto lugar. Aunque no faltaron gobernantes para los que el culto al astro era esencial. Por ejemplo, durante el mandato de Aureliano se instituyó el culto al Sol de manera oficial y en las monedas de la época aparecen inscripciones que explican la importancia concedida al Sol por los gobernantes de aquel tiempo.
LOS ASTROS
Tienen un claro sentido simbólico y, desde un punto de vista mitológico, interesa destacar que, las antiguas culturas, les concedían un poder trascendental; por lo general se acudía a ellos para solicitar protección contra los enemigos. «¡Que los astros me sean favorables!», exclamaba el héroe cuando iba a entrar en cruento combate o cuando se hallaba ante un inminente peligro. Siempre que el héroe, o sus compañeros, levantaban los ojos al cielo, se encontraron que allí estaban los astros, como si fueran fieles e impertérritos guardianes que nada, ni nadie, pudiere sobornar.
Entre los antiguos, los astros fueron considerados como detentadores de un manifiesto poder sobre los elementos esenciales, especialmente sobre el agua, el fuego y el aire. Siempre que se disponían a sembrar, o a recoger sus cosechas, solicitaban el favor de los astros para que la tierra les devolviera copiosos y abundantes frutos. Existía, además, la creencia de que los astros acogían las almas de los humanos célebres cuando éstos morían. También se creía que eran deidades: y otras veces se decía que su movimiento, tan regular y perfecto -puesto que nunca chocaban entre sí y siempre, al trasladarse, describían círculos perfectos-, simbolizaba la adecuada simetría y la absoluta belleza. La influencia de los astros era reconocida por todos los pueblos antiguos y, en ocasiones, se les atribuía un poder místico y esotérico y se les recitaba todo tipo de plegarias compuestas en honor de los propios astros.
PLEGARIA A LOS ASTROS
En los primeros siglos de nuestra era se concedió a los astros un poder y una fuerza inigualables. Las mejores composiciones para describir sus cualidades nacieron entonces y, su transcripción es como sigue:
«Sol grande y bueno, que te asientas en el centro del cielo y regulas, como una perfecto jefe, el mundo y las cosas, que haces que el fuego de las otras estrellas permanezca siempre avivado y que su destello tenga las justas proporciones de luz….
Y tú, Luna, que te hallas situada en la región más baja del cielo y, sin embargo, resplandeces de mes en mes, siempre nutrida por los rayos del Sol; que con tu augusto brillo perpetúas las simientes generadoras de vida y fértiles…
Y tú, Saturno, que estás en el extremo del cielo y te mueves de manera pausada e indolente…
Y tú, Júpiter, que vives en la roca de Tarpeya y con tu salvadora majestad no cesas de dar alegría a la tierra, y que detentas el supremo gobierno del segundo círculo celeste…
Y tú también, Marte, que te encuentras situado en la tercera región del cielo, y que con tu brillo rojo llenas de horror sagrado a toda criatura…
Y, por último, vosotros, Mercurio y Venus, que sois los más fieles compañeros del Sol.
A todos os encarezco que protejáis a los nuestros y los volváis invencibles. Extended vuestro favor sobre nuestros hijos, y sobre los hijos de nuestros hijos, para que nunca les alcance la aflicción o el mal y para que, así, contribuyan a la consecución de una felicidad y una paz eternas para todos los humanos.»
ZODIACO
Está compuesto por diversas zonas que, por sí mismas, tienen un claro significado emblemático. Es el Zodiaco, por tanto, un conjunto de símbolos y, de la mutua relación entre ellos nace su riqueza interpretativa y simbólica. El número de zonas -doce- es ya de por sí significativo, pues el doce está considerado como un número perfecto. Cada uno de esos espacios se corresponde con las doce constelaciones. De entre éstas, las que marcan los tiempos fuertes de la carretera solar serían: Leo, Acuario, Tauro y Escorpión.
La importancia del Zodiaco es más bien simbólica que mítica y, desde muy antiguo, sus símbolos cósmicos han sido fuente y en la que han bebido psicólogos y caracterólogos para lucubrar sobre determinados aspectos -tanto psíquicos como físicos- de la personalidad.
El papel más importante del Zodiaco, por tanto, se desarrolla en la Astrología. Para los astrólogos, el Zodiaco es una franja que rodea la eclíptica, y dentro de ella se mueven los planetas y también las luminarias. Cada uno de los signos del Zodiaco representa, y significa, una fase evolutiva y un ciclo completo, y ello tanto desde perspectivas inmanentes como trascendentes:
Aries simboliza el impulso y la fuerza primordial que late en el orden cósmico.
Tauro está relacionado con el esfuerzo y la entereza.
Géminis es interpretado como la diversidad de los opuestos: materia/espíritu, forma/contenido…
Cáncer aparece relacionado con lo convencional y con el apego a lo conocido y establecido.
Leo es el símbolo, por excelencia, de la vitalidad y de la creatividad.
Virgo indica diferenciación, autonomía e individualismo.
Libra aparece siempre como el símbolo de la mesura y la armonía y la sociabilidad.
Escorpión es igual a separación y disgregación.
Sagitario indica la existencia de mundos opuestos y la diferencia entre instinto y razón.
Acuario equivale a seguir el camino que conduce siempre a un estado superior.
Piscis se relaciona con lo profundo y con el mundo interior.
Pero el Zodiaco también tiene una significación mitológica, y no sólo astrológica. Para los pueblos de la antigüedad clásica, el Zodiaco no sólo era esa zona circular de la eclíptica, sino que también representaba las distintas figuras míticas con que hasta ahora ha seguido nombrándose. Fueron los antiguos griegos quienes dividieron el Zodiaco en doce secciones y a cada una de ellas le pusieron nombres mitológicos que se han conservado hasta nuestros días:
El Carnero, que era el nombre del animal mítico que se inmoló en honor del rey del Olimpo y que dio lugar a los legendarios hechos del «Vellocino de Oro». El Toro, aparece relacionado con el pasaje mitológico en el que Zeus se transforma en toro para raptar a la bella Europa. Los Gemelos personifican a los célebres hermanos gemelos Cástor y Pólux, también llamados Dióscuros, que participaron en la expedición de los Argonautas. Cáncer llevaba este nombre en memoria de aquella hazaña realizada por el héroe Hércules, cuando se dispuso a matar a la Hidra de Lerna, uno de los monstruos que la diosa Hera había criado. La tradición mítica explica que la astuta diosa había enviado también un cangrejo gigante para que ayudara a la Hidra en su lucha contra Hércules.
El León recuerda al «León de Nemea» que también fue vencido por Hércules y le arrancó la piel. La leyenda mitológica dice que, después de su muerte, fue transformando en la constelación de Leo. Virgo nos remite a la «Virgen» mitológica Astrea que vivió en la tierra durante la «Edad de Oro» y personificaba la «justicia». Tuvo que huir del firmamento en la «Edad de Bronce» porque su vista no soportaba los crímenes, ni a maldad, de los hombres. La Balanza guardaba también relación con el pasaje anterior, puesto que era uno de los atributos de Astraia. Escorpión fue el animal que mató a Orión, siguiendo las instrucciones de Artemisa/Diana. Sagitario aparece relacionado con el centauro Quirón. Capricornio con la mítica cabra Amaltea, que amamantó el propio Zeus. Acuario se refiere a Ganimedes, «copero de los dioses» y Los Peces fueron quienes ayudaron a la diosa Afrodita cuando huía, en compañía de Eros, de la persecución de Tifón.
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