¿Para qué están ahí? Salen tan tarde que ya no hacen falta, y eso en el caso de que lleguen a salir. A veces se enquistan de formas intrincadas que enriquecen a los odontólogos, o empujan a los demás dientes con dolor y penalidad. Son las muelas del juicio. ¿Quién las encargó? ¿A qué fuerza evolutiva se le ocurrió diseñar ese estorbo bucodental? ¿Lo hizo igual de mal con nuestro cerebro? Es el enigma evolutivo de las muelas del juicio, y acaba de ser resuelto por científicos australianos. La respuesta en corto: los humanos ni siquiera somos especiales en eso.
Nuestros ancestros los homínidos (homininos, técnicamente) sí que tenían un buen tercer molar: hasta cuatro veces mayor que el nuestro, y con una superficie plana obviamente adaptada para masticar. Que esa obra magna de la naturaleza se corrompiera hasta producir nuestra muela del juicio nunca se ha entendido muy bien, aunque no han escaseado las hipótesis hechas a medida para explicarlo: ora los cambios de dieta, ora aquel avance cultural o este otro y, en cualquier caso, unas teorías que delegan en la selección natural la tarea ardua de destruir una muela sin tocar mucho las otras. Y que, desde luego, son exclusivas de la evolución humana, sin precedentes en los 600 millones de años de historia animal.
La bióloga del desarrollo Kathryn Kavanagh, de la Universidad de Massachusetts en Dartmouth, propuso en 2007 un modelo teórico del desarrollo de la dentición en los mamíferos. Se basaba en datos obtenidos en ratones, y explicaba esos resultados, que eran bastante complicados, con un modelo simple de “inhibición en cascada”: cuando un diente se desarrolla, emite señales activadoras o represoras sobre su vecindad, y la proporción entre ambas señales determina el tamaño de los dientes vecinos.
Uno de los colegas de Kavanagh en aquel trabajo, Alistair Evans, de la Universidad de Monash en Victoria, Australia, encabeza ahora una investigación publicada en Naturedonde aquel modelo se extiende a los homínidos. La investigación revela que el modelo de inhibición en cascada de Kavanagh puede explicar la degeneración del tercer molar de los australopitecos hasta la modesta y molesta muela del juicio que abruma al Homo sapiens.
Nuestros ancestros sí que tenían un buen tercer molar: hasta cuatro veces mayor que el nuestro, y con una superficie plana obviamente adaptada para masticar
En los homínidos más primitivos –los más próximos al chimpancé, como los ardipitecos, australopitecos y parantropos—, la variación en el tamaño y las formas relativas de los molares es una mera función de la posición: las muelas tienden a crecer más en la parte posterior de la boca, lo que causa el gigantismo del tercer molar, y las proporciones entre unas y otras muelas son constantes, sin que importe el tamaño general de la dentadura en su conjunto.
Pero, hace un par de millones de años, con el surgimiento de nuestro género (Homo), las reglas generales cambiaron ligeramente: los tamaños relativos de las muelas empezaron a depender del tamaño total de la dentadura. Eso hizo que la reducción del tamaño total de la dentadura, que es propia de la modernidad evolutiva, causara una reducción desproporcionada del tercer molar. Esto es la muela del juicio explicada por un mecanismo general, que no tiene que postular cosas muy raras para que el tercer molar se haya convertido en un ridículo engorro.
Desde un punto de vista dental, hemos dejado de ser víctimas de una evolución maliciosa. Ahora lo somos de la simplicidad matemática. Todo un avance.