Recuerdo, cuando era pequeña, encontrar sorpresivamente llorando a mi madre; rápidamente ella se secaba las lágrimas para que no la descubriera. Recuerdo que no le preguntaba nada, y simulaba con ella no haberla visto. Sin embargo, deseaba profundamente saber lo que le ocurría.
El misterio crecía… La observaba a veces sin que ella lo notara, y trataba de descifrar los sentimientos que se guardaba. Anhelaba conocerlos, me dolía no saberlos…
La preocupación crecía, me habitaba, y me dedicaba a pensar cómo podía hacerla más feliz, o si yo, tal vez, podía tener que ver con ello.
¿Cuántas veces te has escondido a llorar para que tu hijo no te viera?
¿Cuántas veces has escondido tus emociones, pero tu rostro fielmente ha hablado de ellas?
¿Cuántas veces creíste que era mejor no hablar?
¿Cuántas veces te hubiese encantado que tu hijo te hable de sus sentimientos?
¿Cuántas veces te hubiese gustado que confíe más en ti?
Ellos son fiel reflejo de nuestra forma de elaborar las crisis, de abrir nuestros sentimientos, de mostrarnos. Ellos aprenden a confiar, a conocerse, a comunicarse a través de nuestra propia postura ante los mismos procesos que ellos también atraviesan.
A menudo se hace gran esfuerzo por no decir “hoy estoy cansado, enojado, triste, confundido, agobiado”, pero los niños ¡ya lo han notado!, solo que no saben cómo ponerle palabras.
Nunca podrás esconder lo que te pasa ante un niño. Ellos te observan en todo, y más aún, si sospechan que estas escondiendo algo.
Quieren la verdad, la necesitan. No saber los confunde más, les genera mayor dolor o preocupación…
Además, cuando no decimos o no nombramos nuestros sentimientos para protegerlos, en realidad esto les genera mayor confusión. No saben cómo darle un lugar y nombre a lo que les pasa u observan.
Si te sucede algo, deja que las lágrimas caigan aunque un niño esté cerca. Ellos no solo valorarán tu sinceridad, sino que también les estarás enseñando a ordenar sus sentimientos; y sobre todo, cuando les suceda algo, sabrán qué hacer. No tendrán vergüenza, ni miedo, ni desconfianza… Les será natural compartirlo porque así se lo has enseñado.
Claro, no te desbordarás…no se trata de convertirte en un niño, dándole la responsabilidad al pequeño de contenerte y calmarte. No… sigues siendo el adulto, y el niño, un pequeño. Te abres al permiso de una lagrima que quiere salir, pero sabes que eres tu quien está cuidando.
Claro, no explicarás la complejidad de tus sentimientos ni de la situación. Tampoco culparás a otros de lo ocurrido. Lo harás con delicadeza, sabiendo que delante de ti hay un ser sensible, empático; que necesita saber pero de forma sencilla, y sin peso ni un dolor avasallante.
Claro, esta situación no puede hacerse un hábito ni durar largas horas. Es un momento de profundidad e intensidad que debe ir difuminándose en la medida que lo dejas ir, para conectarte con el presente.
Y claro, luego de agradecerle al niño su manito, sus ojitos mirándote, y las palabras que te dijo, que seguramente te sorprenderán enormemente, saldrás a pasear, a jugar, a pintar, a descubrir la fuerza de la felicidad.
El niño estará esperando tu sinceridad, como asi también que sepas, luego, transformar tu estado. Necesita que le muestres que dentro de la vulnerabilidad está la fortaleza.
Ahí, en la esperanza de la sonrisa que viene después, está la fuerza de la vida. No te olvides de sonreír luego, y mirar con coraje hacia adelante. Eso también estas enseñando.
Autora: Nancy Erica Ortiz
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